Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
Si el modelo corriente es la obra maestra de la Madre Naturaleza, es evidente que esa buena señora está un poco caduca y necesita pasar algunos años en una buena escuela de ingenieros.
Empezaremos por abajo y avanzaremos en sentido ascendente.
Ahí están los pies.
Los pies carecen totalmente de belleza.
¿Sería capaz, alguno de los lectores, de invitar a salir a una chica que se pareciera a sus pies? Claro que no.
Generalmente están retorcidos y deformados, de tanto tropezar con piedras y muebles, y exigen continuamente zapatos nuevos, calcetines, plantillas ortopédicas, esparadrapo y tijeras para las uñas.
Trasladémonos ahora, por un momento, al mundo de la fantasía, y supongamos que nos crecen los pies en forma de ruedas.
¿No sería esto el acontecimiento científico del siglo? Podríamos ir rodando a ver a nuestros amigos, podríamos rodar hasta el supermercado y, por la noche, cuando llegáramos a casa de trabajar, nuestra mujer nos acoplaría un aspirador al cuello y nos utilizaría para limpiar las alfombras.
Ascendemos luego setenta centímetros, y ¿qué encontramos? Un flácido muslo.
Entonces, descenderemos un poco.
¿Qué es lo que veremos? Eso es: la rodilla.
Nadie ha sido capaz de averiguar cuál es la razón de ser de la rodilla.
Escasamente merece la pena de que nos ocupemos de ella.
Funcionalmente, es una desgracia. Se descoyunta constantemente y requiere una extraordinaria atención.
Es cierto que, en otros tiempos, la rodilla desempeñaba un importante papel en la práctica galante.
Cuando el enamorado declaraba su amor a la muchacha de sus sueños, se deslizaba del sofá y quedaba en una extraña postura, con una rodilla apoyada en el suelo.
De todas formas, el invento del motor de explosión dio al traste con todo esto. El asiento trasero de un coche en un lugar solitario y oscuro, resultó mucho más conveniente que el viejo sofá.
Al cabo de unos años, el sofá se había convertido en una inútil antigualla y la chica de los ensueños tenía tres o cuatro chiquillos.
El vientre, o barriga, es una prominencia del cuerpo humano, especialmente cuando el cuerpo humano bebe mucha cerveza.
En cualquier caso, estoy seguro de que un diseño más inteligente se hubiera reflejado en una mayor eficiencia.
El vientre cumple dos cometidos: retiene lo que comemos y, lo que es más importante, sostiene nuestros pantalones.
Desgraciadamente, tenemos que respirar, lo que significa que cada vez que aspiramos, los pantalones descienden de cinco a diez centímetros, quedando a media asta.
Esto podía haberse evitado fácilmente prolongando diez centímetros por cada lado, los huesos de las caderas.
Entonces los pantalones colgarían de forma natural, sin necesidad de cinturón o tirantes, y su parte trasera no formaría ese fondillo que parece contener tres o cuatro sartenes.
Cuanto menos digamos de los brazos, mejor será.
Brotan sin razón alguna, se balancean, adelante y atrás, sin motivo aparente, y dan a su propietario un aspecto grotesco e incompleto.
Incluso el orangután, al que se supone muy por debajo del hombre en la escala social, se halla mejor dotado.
Los brazos del orangután adulto tienen la longitud suficiente para llegar al suelo sin necesidad de agacharse, y permiten al simio arrancar plátanos del árbol mientras pasea por la calle; eso, por no mencionar la posibilidad de recoger colillas y monedas de la acera, sin perder la dignidad.
El cuello es un breve canal de drenaje que nace de entre los hombros y muere debajo de la cabeza.
Generalmente está adornado con un bocado de Adán y el cuello de una camisa, más bien sucia.
El bocado de Adán es una especie de bola de pequeñas dimensiones, que corre arriba y abajo por la parte delantera del cuello, en desesperada busca de compañero.
Es una desgraciada monstruosidad, que la naturaleza, descontenta de su obra, ha abandonado sobre nosotros, y no podemos hacer nada por remediarlo.
Ciertas personas tratan de ocultarla por medio de una corbata pero, en la mayoría de los casos, la corbata es aún más antiestética que el bocado de Adán.
El cuello humano sería mucho más práctico, si estuviera montado sobre cojinetes de bolas.
De este modo, la cabeza podría girar en redondo sobre su eje, y, de ser necesario, volver eventualmente a su posición original.
Con una cabeza giratoria, el hombre podría andar por la calle y seguir con la mirada a una buena hembra que se cruzase con él, sin necesidad de interrumpir su marcha, de no ser que la hembra en cuestión hiciera aconsejable una variación radical de rumbo.
Por otra parte, con la cabeza vuelta hacia atrás, se reduciría también el peligro de tropezarse con indeseables, y, ocasionalmente, con la propia mujer.
Y ya que mencionamos a la mujer, nos referiremos ahora a los dientes, centinelas de la boca.
Un hombre normal invierte la mitad de su salario en su familia, el veinticinco por ciento en juerguearse y el veinticinco por ciento en el dentista.
Echemos una mirada en la boca de un hombre que acaba de celebrar su cumpleaños número cincuenta.
¿Qué es lo que vemos? Aparte de un fragmento de tarta, apreciamos una miscelánea de parches y añadiduras: rellenos de cemento, fundas de porcelana, paladar postizo, etc.
En realidad, podemos hallar casi de todo, salvo dientes. ¿Pero podemos culpar a éstos de lo que pasa? ¡No, claro que no! Los dientes se caracterizan precisamente por su inocente pasividad. Nadie les ha preguntado si querían formar parte de la boca.
Y si estuviéramos construidos por procedimientos científicos, ni siquiera tendríamos boca. Acaso el lector se pregunte cómo comeríamos. Francamente, no lo sé, pero meditaré sobre ello en mi próximo
week-end.
Y llegamos ya a la gloriosa cima del hombre: el cabello.
La parte alta de la cabeza es, según parece, el único lugar donde el cabello no prospera sustancialmente.
En muchos casos, la superficie craneana está totalmente cubierta por una pelusa muy clara o, simplemente, tan despoblada como el Valle de la Muerte.
Es posible que un cultivo científico contribuyera a resolver este problema.
Los agricultores, aprovechando el tiempo que les quedaba cuando no estaban en Washington solicitando subsidios para su trigo y su maíz, descubrieron ya hace tiempo que, de no llevar a cabo la rotación de las siembras, sus tierras se perjudicaban.
Por ejemplo, si un año sembraban trigo, al siguiente plantaban maíz o berzas, o, en caso de apuro, berenjenas.
¿No parece, pues, razonable la idea de que el cuero cabelludo podría responder a un tratamiento semejante? En invierno podríamos cultivar cabello en la cabeza, y, luego, en primavera, cuando los pelos empezaran a adelgazar y a caer en la sopa, después de un buen roturado, podríamos plantar habichuelas.
Recomiendo particularmente las habichuelas porque crecen ensortijadas y alcanzan una buena altura; además, requieren muy pocos cuidados.
Al llegar octubre procederíamos a la recolección y nos comeríamos la cosecha con butifarra.
Al año siguiente haríamos lo mismo, pero con berzas.
Nada impide que el hombre tenga pelos en la cabeza en invierno, y berzas, en verano.
(Sólo vislumbro alguna complicación en aquellos casos en que el individuo tenga ya cabeza de melón o cabeza de alcornoque.)
Podría seguir indefinidamente señalando espantosos errores cometidos por la Madre Naturaleza, pero el tiempo es oro.
Si los lectores se consultan recíprocamente con atención y honestidad, estoy seguro de que concluirán admitiendo que cuanto he dicho acerca del cuerpo humano, es, en todo caso, menos de lo que se merece.
En la penumbra puede observarse la presencia de un despojo de hombre, marchito y arrugado, que se balancea incesantemente sobre una caduca mecedora.
Es el que fue nuestro trasnochado conquistador.
De vez en cuando, da una chupada a su vieja pipa de espuma de mar.
En la chimenea, las llamas se extinguen lentamente.
Las pavesas que relucen en ella parecen simbolizar las pasiones que otrora dieron calor al corazón de nuestro Lotario.
Una débil sonrisa ilumina su semblante, al pensar, una vez más, en sus numerosas conquistas; en las bellezas internacionales que capitularon ante su mirada fascinadora y su garbosa figura.
En su memoria danzan las afortunadas que no supieron negarle sus favores.
Las desgraciadas que le rechazaron, siguiendo los designios de un hado estúpido que las privó de una felicidad que pudo ser suya si hubieran tenido el valor suficiente para aceptar su reto de nadar juntos en el mar de las pasiones, danzan también en su recuerdo, pero lo hacen con menos alegría.
La sonrisa se acentúa cuando piensa en los airados maridos y las ninfomaníacas, que tuvo que esquivar con mayor o menor fortuna.
Nuestro héroe no tiene de qué arrepentirse.
Pasó su vida bebiendo largamente en la fuente del amor, y tomó para sí, liberal e imparcialmente, los suculentos frutos que sólo esperaban a un hombre audaz, sin miedo a la vida e indiferente a los peligros que acechan desde unos brazos femeninos.
De haberlo querido, pudo haber sido un magnate de los negocios, un jefe en el ejército, un Hamlet en el teatro y tantas otras cosas, pero desde su más tierna infancia quedó señalado por un destino erótico.
Sabía ya que la obra de su vida quedaría marcada por una incesante sucesión de tentadoras y artificiosas hembras.
Acaso, también, pudo ser un gran cazador; pero no un vulgar cazador de osos y elefantes, y menos aún de leonas gestantes.
El ideal del cazador que tiene todo el mundo, es una figura juvenil que nunca creció y jamás lo hará.
Es un muchacho que nunca llegará a ser hombre.
Penetra en la selva ataviado convencionalmente, con su carabina, su machete y su servidor negro de pelo ensortijado.
Va dispuesto a matar a cualquier inocente animal indefenso, que, todo lo más, contará con unos colmillos y unas desafiladas garras.
¿Puede ser ésta la meta de un varón hecho y derecho? ¡Hombre, no! Como tampoco lo sería poseer a una mujer, sometiéndose para ello a los sagrados lazos del matrimonio.
De todos es sabido que apenas existe una hembra capaz de resistir la mano que le ofrezca en matrimonio cualquier imbécil dispuesto a matarse trabajando para mantenerla.
El hacer el amor a la mujer propia, es como cazar patos en el suelo.
El
connaisseur
del sexo, el verdadero misógamo, se mofa de unos trillados senderos del amor.
Desea lo que desea, pero de un modo fugaz.
Para él, el anillo matrimonial es una pesada cadena.
Es cierto que le atrae el palpitante cuerpo de la mujer, pero sin anillos de platino ni comprometedoras alianzas.
Cuando ella se rinde, él sale corriendo a asediar otras fortalezas.
Con las gracias naturales que le adornan, no tiene problemas.
En sus manos, las mujeres son como cera derretida que se consume ante sus ojos.
Las trata a todas según se merecen.
Éste es el verdadero cazador.
Pero ¿a qué seguir? Ha sido una larga y deliciosa charada.
Aunque ahora ya no es más que un viejo libertino, no por ello ha perdido su sabiduría.
Tiene plena conciencia de la decadencia sexual que la edad impone imparcialmente a héroes y cobardes, y conoce perfectamente sus propias limitaciones.
Se da cuenta de que el crujido que oye no procede de la mecedora, sino que sale de su achacoso organismo, que se queja como puede.
Sus conquistas y sus victorias, aunque no enteramente pírricas, exigieron su inevitable tributo.
Las pavesas que aún resplandecían entre la ceniza han acabado por extinguirse.
Los párpados le pesan cada vez más, y, a poco, queda sumido en un profundo sueño.
No, caro lector; no ha muerto.
Pero, como tú y yo sabemos, también pudo ser así.
FIN
Julius Henry Marx, conocido artísticamente como Groucho Marx (Nueva York, 2 de octubre de 1890-Los Ángeles, 19 de agosto de 1977) fue un actor, comediante y escritor estadounidense, conocido principalmente por ser uno de los miembros de los Hermanos Marx.
Julius Henry Marx nació en Nueva York y creció en en el seno de una modesta familia de inmigrantes alemanes judíos. Groucho debutó en el mundo del espectáculo a los 15 años como cantante solista. Pasado algún tiempo comenzó a actuar junto a sus hermanos en el vodevil, primero en tríos o cuartetos musicales y finalmente en revistas. La obra
Cocoanuts,
interpretada de 1925 a 1928, dio a los Marx su oportunidad en Broadway. A raíz de este éxito, firmaron un acuerdo con la productora de cine Paramount, con la que hicieron varias películas, como
Los cuatro cocos, Plumas de caballo
y
Sopa de ganso
, entre otras. Tras salir de la Paramount, y gracias al productor Irving G. Thalberg, los hermanos Marx comenzaron a trabajar con la Metro Goldwyn Mayer, de donde salieron películas como
Una noche en la ópera
y
Un día en las carreras
. En los 50 cada uno de los tres hermanos continuó trabajando independientemente en radio, televisión y cine, siendo Groucho el que más éxito cosechó, gracias a su faceta como escritor y por su programa televisivo
Apueste su vida
, con el que se hizo realmente famoso en los Estados Unidos entre una generación de personas que nunca lo habían visto en el teatro y que apenas lo conocían de alguna de sus viejas películas.