Memorias de un amante sarnoso (16 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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—Porque el vicepresidente, por lo general, nunca dice nada, y me ha parecido que esto podría ser una experiencia insólita para usted.

A la vista está que el eslogan no tuvo un nacimiento demasiado feliz, y no ha de extrañar por tanto que, como decía al principio, no sea candidato a ningún cargo.

Pero no hay que interpretarlo mal ni confundirlo con falsa modestia.

Si hay alguien dispuesto a proponerme de veras para la vicepresidencia, yo estoy conforme, aunque admito que es posible que me cueste algún tiempo acostumbrarme a escuchar diariamente lo que se cuenta en el Senado.

Recuerdo que, hará unos cuarenta años, hubo un vicepresidente que se hizo famoso proclamando simplemente que lo que este país necesitaba eran buenos puros a cinco centavos.

Lo que este país necesita de veras es una buena moneda de cinco centavos y, a falta de ésta, un buen cinco por ciento de impuesto sobre la renta.

Lo cierto es que he estado redactando unas notas acerca de lo que necesita el país, sin incluir a los políticos: en primer lugar, la nación precisa de un buen bocadillo de jamón.

Me refiero al sencillo y anticuado (hoy en desuso) bocadillo compuesto exclusivamente por jamón y pan, que fue una institución nacional hasta que los snack-bars, con su afición por las mezclas, lo echaran a perder para todos nosotros.

A título experimental, entré ayer en una cafetería y pedí un bocadillo de jamón.

—¿Jamón con qué? —preguntó el barman.

—¿Cómo?

—Quería decir —replicó— si quería usted la combinación de jamón con atún, la de jamón, sardina y tomate, o la de jamón, bacón y pimiento. ¿Tomará usted ensalada de col o de patata?

—Jamón solo —le supliqué—. Un simple bocadillo de jamón, sin siquiera un poco de tomate o lechuga.

El hombre me miró perplejo y por último se dirigió al cajero, con ánimo de consultarle mi caso.

El jefe me dirigió una mirada preñada de sospechas, y yo, a punto de sonrojarme, creí prudente desaparecer, antes de que las cosas empeoraran.

Ésta es una de aquellas cosas que no debieran suceder en este país.

Otra necesidad que nos apremia de forma imperiosa, es un traje que permita que llevemos el tabaco sin dar lugar a un voluminoso bulto en el bolsillo correspondiente.

Alguien sugirió la idea de que los sastres confeccionaran los trajes de tabaco, y así, cuando el usuario quisiera llenar su pipa favorita, le bastaría con arrancar un trozo del vestido y meterlo en la cazoleta.

No sé hasta qué punto podría esto ser práctico, porque no me parece que sea muy adecuada una chaqueta cuyas solapas se tufen.

Además, ¿dónde llevaríamos, entonces, el escudo de nuestro club favorito o aquella flor temprana con que celebramos la llegada de la nueva primavera?

En mi opinión, la única prenda que debería ser de tabaco es el chaleco, porque, en sí, es una parte del vestido que carece de sentido; ni es ornamental ni proporciona abrigo ninguno.

En cambio, quedaría muy bien, por ejemplo, un buen chaleco de hebra holandesa, ribeteado de tabaco de Virginia.

Esto contribuiría eficazmente a mejorar el confort del ciudadano americano.

Al diseñar esta innovación, un sastre dotado de imaginación podría atender a otra necesidad, creando un par de pantalones que se ocultaran automáticamente durante la noche, con lo que se evitarían muchos de los hurtos nocturnos de que somos objeto, por parte de nuestras esposas.

Esta idea puede parecer propia de un visionario, pero yo personalmente, he realizado ciertos progresos en torno a su contenido fundamental; he logrado perder la camisa, bastándome para ello ponerme a jugar al bridge de pareja con mi mujer.

Conozco a otro que subastó dos corazones sin tener más que dos
tricks
bajos, y también logró que su mujer desapareciera.

Aquello, naturalmente, resolvió su problema, pues, a partir de entonces pudo colgar los pantalones donde le vino en gana.

Pero esta solución no es recomendable en términos generales, porque yo soy de los que creen que la mujer tiene un lugar muy apropiado en el hogar.

Tiene un valor incalculable como madre, y también como medio de información de que la vecina de enfrente se ha comprado un coche nuevo, o un abrigo de pieles, o de que su marido la saca de parranda dos veces por semana.

Las mujeres son entes especiales que siempre se figuran que no salen bastante de noche. Pero si uno les sigue la corriente, entonces no necesita ocultar los pantalones por la noche, porque nada queda ya en ellos susceptible de hurto.

Otra necesidad nacional está constituida por un nuevo tipo de lavandería que enviara, con cada camisa planchada, una cajita llena de alfileres, en lugar de obligar al sufrido cliente a que los vaya recogiendo, uno a uno, de entre sus pliegues o, en su defecto, de los de su propia piel.

Mi planchadora y yo, hemos llegado a un acuerdo, a este respecto: cada vez que me clavo uno de sus solapados alfileres, yo la clavo a ella, pagándola con un cheque sin fondos. Sus gritos de angustia pueden oírse desde Culver City hasta mi banco, en Beverly Hills.

Necesitamos igualmente un aspirador eléctrico que no altere nuestra paz interior, gimiendo como un reactor B-707, mientras intentamos descabezar una siestecita de cuatro horas después de comer.

Con penas y fatigas, he podido resolver este problema en mi propia casa, pero, como ahora veremos, la solución dista mucho de ser ideal.

He establecido campos de minas en torno de mi cama. (Los neutrales, como es natural, están provistos de planos de los mismos.)

De esta forma, si el zumbido pasa de una zona de veinte pies en torno de mi lecho, la doncella corre serio riesgo de morir despedazada.

La única desventaja que presenta el procedimiento, es que, después de un impacto directo, casi siempre hay que comprar un aspirador nuevo.

Y, también, una nueva doncella.

Por otra parte, los estropicios que se causan en el suelo, son asimismo de consideración.

La lista proseguiría indefinidamente, pero, antes de que me voten para la vicepresidencia y me vea forzado a cerrar el pico quisiera expulsar de mi organismo algún otro ensayo rebosante de sabiduría.

Por cierto; esto me recuerda que una de las cosas que tal vez necesita más el país, es un pequeño grupo de prudentes y experimentados ensayistas.

Sobre la economía

La gente que habla de los buenos tiempos pasados, suele hallarse alrededor de la cincuentena.

Recuerda con nostalgia el caballo y la calesa, la bicicleta en tándem, y aquella barraca del patio trasero que parecía una cabina telefónica, pero que no lo era.

Son muchas las cosas entrañables que han desaparecido pero ¿para qué pensar en ello? Si el lector anda sobre los cincuenta, se acordará de ellas con tanta claridad como yo las recuerdo.

La palabra «economía», por ejemplo, carece actualmente de un significado íntimo y hogareño.

El
Wall Street Journal
afirma que todo el país está viviendo abocado a un precipicio de deudas; el gobierno está entrampado hasta las orejas y lo mismo sucede a la mayoría de los ciudadanos.

Es una carrera alegre y desenfrenada, pero en Washington nadie parece darle importancia.

En los viejos tiempos, quienes eran pobres vivían como pobres. Hoy, en cambio, viven como si fueran ricos.

He discutido este asunto con amigos pertenecientes a la clase de los que ganan entre ocho y diez mil dólares al año, y, en la mayoría de los casos, han admitido que no son dueños de muchas cosas que poseen: el automóvil, la televisión, la casa, los muebles, etc…

Su filosofía común parece ser: «¡Qué diablo; si mañana podemos morirnos!» Sin embargo, si su predicción se retrasa algunas décadas, lo más probable es que acaben sus días como pensionistas del estado.

La limpieza es la virtud que sigue a la santidad, pero, en mi concepto, la economía debería precederla.

Me considero uno de los últimos supervivientes de la era de la tintorería.

Soy de aquel tipo de personas que apagan la luz cuando salen de una habitación, y que cierran bien los grifos para que no pierdan agua.

A pesar de que tengo cocinera, voy personalmente al supermercado para escoger los artículos que, eventualmente, ella se encargará de echar a perder.

La gente se queda asombrada cuando me ve estudiando cuidadosamente las ventajas de un repollo sobre otro, tentando los tomates u olfateando los melones.

Como soy bastante conocido, esto da a veces lugar a situaciones algo embarazosas, pero no puedo remediarlo.

Estoy convencido de que, en mi caso, la economía es una tendencia inevitable, originada durante mi deficitaria infancia, que no puede superarse, como no se supera la vejez (en la que entré hace años).

Pero no soy el único. Tengo muchos amigos bastante ricachones que son igualmente ahorradores en determinados aspectos.

Uno de ellos toma cada día un pañuelo limpio, pero, antes de echar a la cesta del lavandero el anterior, se suena en él enérgicamente. Un buen día le interrogué sobre este detalle y me respondió:

—Trato simplemente de extraer el máximo provecho de cada pañuelo, y cuando me siento realmente satisfecho es cuando pesco un resfriado. ¡Entonces sí que rinde de verdad el dinero invertido en los pañuelos!

Tengo otro amigo (nadie hubiera imaginado que tenía dos, ¿eh?) que viene a ganar unos doscientos mil dólares al año.

Es capaz de llevar a uno a Romanoff en un Rolls Royce y, en cambio, aparcar a dos o tres manzanas de distancia, para ahorrarse la propina del guarda coches. Y no es que sea tacaño.

Él lo explica así:

—Si voy a un restaurante de lujo y me gasto cincuenta o sesenta dólares en una cena, quiero que, por lo menos, el aparcar el coche me resulte gratis.

Conozco otro tipo que está calvo como un queso, y que, sin embargo, cuando va al restaurante, aunque sea en pleno invierno, deja su sombrero en el coche.

A consecuencia de ello, contrae frecuentes catarros y, un par de veces al año, una pulmonía. Pero él dice que no le importa.

—Me resisto a dar medio dólar de propina a una chica, sólo por colgarme el sombrero en una percha. Me daría igual si fuera ella quien se ganara el dinero, pero a ella no le queda una maldita perra. El restaurante se reserva una parte del momio y el resto va a parar a cualquiera de las bandas de Chicago que controlan estas concesiones. Soy liberal y tolerante con mi esposa, pero cuando cenamos fuera, me desespera que, de repente, se dé cuenta de que no lleva tabaco. Cuando esto sucede, he de soltarle un pavo a la chica de las faldas cortas, por un paquete de tabaco.

En su vida privada, Jack Benny es un chico extremadamente generoso.

En cambio, como actor, representa siempre papeles de avaro impenitente, capaz de arriesgar su vida por un dólar.

El público ríe hasta desternillarse con sus miserias.

Les parece muy gracioso que mire el dinero como algo que no debe malgastarse.

¡Veremos quién es el último en reír!

Fred Allen, un gran personaje, arrendó cierto verano una casita en Maine por trescientos dólares.

Como él era actor y el dueño de la casa era de Maine, se vio obligado a pagar la renta por adelantado.

A principios de junio, ofrecieron a Fred doscientos dólares por escribir una breve columna cada dos días, por cuenta de un sindicato.

Esto sucedía hace tiempo, cuando doscientos dólares eran todavía un montón de dinero, pero Fred rechazó la oferta.

Le pregunté por qué no aceptaba, y me contestó:

—He pagado trescientos dólares por la casita de Maine, y, si aceptara este encargo, tendría que quedarme en Nueva York. Perdería los trescientos dólares.

El sindicato elevó entonces la oferta hasta dos mil dólares semanales, y Fred la rechazó nuevamente.

Luego le ofrecieron cuatro mil dólares y de nuevo se negó.

—¿Por qué no te olvidas de esos trescientos dólares? —le pregunté—. Con lo que ganarías en una semana podrías comprarte la casita.

Pero también Allen tenía ideas peculiares acerca del dinero. Era de veras generoso, pero no podía tolerar el despilfarro. Y, además, su tozudez era proverbial.

—¡He pagado trescientos dólares por pasar el verano en la casita —decía— y no voy a permitir que su dueño se quede con mi dinero a cambio de nada!

En una ocasión estuve actuando en el Orpheum Circuito con un cómico muy gracioso llamado Doc Rockwell, que tenía su propio sistema de ahorrar dinero.

Durante la primera semana que pasamos en Chicago, Doc compró seis trajes de sarga azul por ciento cincuenta dólares.

Para quien no ande mal de matemáticas, esto quiere decir que cada uno le resultó a veinticinco dólares.

Su plan era llevar cada traje un mes, y luego, cuando estuviera sucio y arrugado, tirarlo.

—De este modo —me explicaba—, no tengo que pagar tintorerías ni planchadoras y, además, llevaré siempre un traje nuevo.

Años atrás, en mi época heroica, como muchos actores, solía comer en un
Automatic
.

La comida era muy buena, y supongo que sigue siéndolo, pero desgraciadamente, no puedo volver por allí a causa de los cazadores de autógrafos.

La de veces que he explicado a mi hija, Melinda, lo maravillosos que eran aquellos restaurantes.

Siempre le explicaba que bastaba con proveerse de calderilla en la caja e irla echando aquí y allá, para, al momento, obtener manjares de rey (suponiendo que aún quede alguno por ahí).

La última vez que fui a Nueva York, llevé conmigo a Melinda.

Íbamos ya camino de un restaurante de lujo, cuando me preguntó por qué no la llevaba a almorzar al
Automatic
.

—No —dije yo—, no te gustaría. Hay demasiada gente y la comida no vale gran cosa.

—Pero, papá —dijo ella—. Hace sólo unas semanas, me decías que la comida era tan buena como la de cualquier restaurante de Nueva York.

Me di por vencido. Nadie puede imaginarse la presión que puede ejercer una hija sobre su padre, a menos, naturalmente, que sea su padre.

De modo que, antes de que me diera cuenta, me hallaba ante la taquilla del
Automatic
de Horn y Hardart, en busca de la calderilla necesaria para dos almuerzos.

Melinda, más entusiasmada que si estuviera en el Club de los 21 o en el Pavillon, andaba de aquí para allá, echando perras en cuantas ranuras encontraba, como si aquélla hubiera de ser su última comida.

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