Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
Yo me decidí por un bocadillo de
roast beef
y deposité cuidadosamente diez monedas en el lugar correspondiente, pero, por causas ignoradas, la ventanilla de cristal no se abrió.
Golpeé ligeramente con una moneda, pero la trampilla siguió cerrada.
En vista de lo cual, traté de forzarla con los dedos.
Súbitamente, detrás de la cristalina mampara, surgió una fornida hembra, que, acercándose amenazadora, me dijo:
—¿Es usted quien anda enredando en mi ventanilla?
—Así es —respondí.
—¿Y no sabe que tiene que echar diez monedas para conseguir un bocadillo de
roast beef
de cincuenta centavos? ¿Qué pasa? ¿Es idiota o qué? ¿No fue nunca a la escuela?
A aquellas alturas ya se habían reunido varios comensales a nuestro alrededor, atraídos por las voces de la empleada y, para mi disgusto, me habían reconocido.
Traté de ignorarlos y reclamé nuevamente mi sándwich.
La matrona volvió al ataque:
—Permita que le diga una cosa. Cada día tenemos aquí tipos de su calaña, que se creen que, porque esto es un automático, pueden hacer lo que les viene en gana.
Ya, entonces, el grupo de los espectadores había aumentado notablemente. De él se destacó un conductor de autobús y me dijo:
—Oiga, ¿no trabaja usted en la tele? ¿Por qué discute, entonces, por cinco centavos más o menos, con esta pobre señora? ¿Cómo se le ha ocurrido venir a comer a un lugar tan triste como éste? ¡Si yo ganara la pasta que gana usted, no me pillarían aquí!
Revistiéndome de dignidad, repliqué:
—He venido porque mi hija quería comer en un automático.
—¿Ah, sí? —dijo con sorna—. ¿Y dónde está su hija?
Lo que yo no sabía era que Melinda, para evitarse la vergüenza, se había escabullido al empezar la bronca y me estaba esperando en la calle. Me imagino que ya debía de estar algo impaciente.
La discusión con la matrona y el funcionario de transportes fue elevándose de tono.
Y para empeorar las cosas, los espectadores empezaron a pedirme autógrafos.
Una mujer situada a mis espaldas, para atraer mi atención, daba enérgicos tirones del faldón de mi chaqueta.
Afortunadamente no tiraba de los pantalones, porque de haberlo hecho, allí habría quedado yo con mis calzoncillos a lunares.
Por último, se acercó a nosotros un inspector, o lo que fuera, y me interpeló:
—Mr. Marx, soy un admirador suyo, pero ¿puede decirme por qué está usted dando este espectáculo por unos centavos? Debería avergonzarse.
—¿Y por qué? —le pregunté indignado—. ¿Porque quiero un simple bocadillo de
roast beef
?
—Usted bien sabe que nuestras máquinas no mienten —respondió—. Si hubiera echado las diez monedas en la ranura oportuna, ahora estaría comiéndose un bocadillo tan bueno como el que puedan darle en cualquier otro sitio de Nueva York.
La matrona terció entonces:
—¡Echó sólo nueve monedas, sabiendo muy bien que el sándwich vale diez! ¿Por qué no echa lo que falta y se larga con su asqueroso bocadillo?
El inspector se volvió hacia ella con gesto amenazador y le dijo:
—¿He oído bien cuando usted decía que nuestros bocadillos son asquerosos?
—Oh, no, señor. No quise decir eso —explicó servilmente—. Quise decir que él es un asqueroso miserable por no echar la asquerosa moneda que falta.
Entre el intrincado altercado, la escritura de autógrafos y la preocupación por Melinda, a quien ya suponía embarcada hacia el Brasil, víctima de la trata de blancas, estaba dispuesto a batirme en retirada.
—No es por el dinero, sino por principio —dije—. Devuélvanme las diez monedas y me iré a comer a cualquier taberna, donde me traten con el respeto que una estrella merece.
La matrona dejó caer nueve perras en mi trémula mano.
Yo las eché al aire y rubriqué:
—¡Ahí tienen! ¡Esto les demostrará que el dinero no me importa nada!
Y salí a la calle con paso majestuoso.
Recogí a Melinda y nos fuimos al Colony, donde nos dieron un exquisito almuerzo por 27,60 dólares.
Sólo me resta dejar bien claro que jamás volveré a pisar un
Automatic
, si no tienen la decencia de devolverme los centavos que aún me deben.
No existe nadie que, sin suerte, pueda triunfar.
Ya puede uno tener el cerebro de Einstein, la sagacidad de Barney Baruch y la prudencia de Platón, que si el hada Fortuna no nos da el empujoncito, igual dará que nos encerremos en nuestra habitación y abramos la espita del gas.
No soy el primero que opina de esta manera. Algo parecido dijo Schopenhauer durante una cacería de jabalíes en la Selva Negra.
Que yo sepa, no hay una palabra de verdad en la afirmación que acabo de hacer (me refiero a lo de Schopenhauer), pero, de este modo, parece que me siento más respaldado.
Con esos malditos rusos llenando la atmósfera de cuerpos extraños, no hay quien tenga tiempo de comprobar la veracidad de lo que diga cualquiera, sobre cualquier cosa.
Y ahora que parece que hemos desenredado esta digresiva introducción, nos referimos a la suerte y al papel que desempeña en el éxito.
Si, además de tener suerte, se da la circunstancia de que uno tiene talento, la cosa, entonces, es coser y cantar. El mundo acudirá en masa a la puerta de nuestra casa, para comprarnos lo que queramos venderle, aunque sean ratoneras.
Hace algunos años, William Shakespeare quiso decir algo parecido cuando escribió: «Existe un flujo en los negocios de los hombres, que, llevado por la corriente, conduce a la fortuna».
Esto puede resumirse diciendo que hay que situarse en el lugar preciso y en el momento oportuno, y que, además, si es posible, hay que arrimar el ascua a la propia sardina.
En los viejos días de la opulencia de Hollywood, cuando sus cinco principales estudios producían casi todas las películas que se proyectaban en el mundo, aquellos potentados derramaban el dinero a su alrededor, como si lo fabricaran ellos mismos.
Cualquiera que se preciase de algo, jugaba al polo. Con pocas excepciones, no había nadie que lo hiciese bien, pero la gozaban cayendo de los caballos.
El jefe de uno de aquellos estudios sentía tal pasión por el deporte, que raramente iba a lugar alguno sin llevar un mazo de polo bajo el brazo.
Frecuentemente, en el transcurso de una conferencia, hacía ponerse a cuatro patas a uno de los peores escritores de su equipo y daba unas cuantas vueltas a la sala cabalgando sobre él, sólo por mantenerse en plena forma.
Al literato de turno, maldita la gracia que le hacía doblar el papel de caballo, pero, por lo general, no tenía dónde elegir. Necesitaba el empleo; era un pésimo escritor, y, además, pasaba pensión a tres mujeres, de las que se había divorciado sucesivamente.
Luego llegó el impuesto sobre la renta.
A medida que las tarifas fueron creciendo, los caballos fueron disminuyendo. Muchos de los dueños de cuadras de ponies, empezaron a venderlos a los dictadores sudamericanos. Los pocos jacos que quedaron fueron comidos, después de asados. Dicho sea de paso, el anca de pony asada es un bocado incomparable.
El polo dejó de ser el barómetro social y las estrellas empezaron a buscar procedimientos más baratos para impresionarse mutuamente.
Fue entonces cuando alguien descubrió el tenis.
Era un deporte que casi todos podían practicar y que todos podían subvenir.
Bastaba con disponer de un traje de franela, sudor abundante, unas cuantas raquetas, y, claro está, un campo de tenis.
Algunos de los muchachos llegaron a ser bastante buenos en el juego.
Uno de ellos (llamado Theodore Flunk), en sus ansias de ser el mejor jugador de la ciudad, dejó esquilmados los naranjos y limoneros de la comarca e instaló un campo de tenis reglamentario a espaldas de su hogar.
Era soltero y vivía solo en una bonita casa, que cuidaba con esmero un criado japonés.
Mr. Flunk adquirió el hábito de jugar uno o dos sets por la mañana, antes de ir al estudio.
Tenía la seguridad de que si se erigía en campeón, sería muy probable que le confiaran la jefatura de un estudio.
Pero no siempre le era fácil hallar un compañero, y, sin éste, no tenía a quién tirar la pelota, ni, lo que era peor, quién se la devolviera después.
Desesperado, preguntó al criado si le gustaría compartir el juego. El chico mostró sus dientes en una amplia sonrisa, se inclinó ceremoniosamente y dijo que se consideraría muy honrado ayudando a su venerable señor a perfeccionar el juego.
Contra lo que era de esperar, el muchacho desarrolló un juego bastante bueno; no tan bueno como para vencer a su señor, pero sí lo suficiente para constituir un interesante adversario. Su patrón solía ganarle por 6-2 o 6-1, y, de vez en cuando, tras alguna noche demasiado agitada, por 6-3 o 6-4.
Cierta tarde, Mr. Flunk llegó a casa inopinadamente, en el preciso momento en que el criado metía en su maleta tres botellas de costoso whisky escocés. Aquello le indignó. Le disgustaba aquella manera de traicionar su confianza.
Pagaba al muchacho generosamente, le ofrecía una habitación llena de comodidades y le dejaba comer cuanto deseaba.
Era evidente que, si su criado le había de robar el whisky, no había ventaja alguna en seguir soltero.
Si habían de expoliarle, daba ya igual contraer matrimonio.
Así, pues, fríamente y en tono mesurado, informó a su oriental servidor de que, tras un plazo de dos semanas, quedaba despedido. Subrayó que no estaba irritado, sino, más bien, dolido, muy dolido.
Le dijo a aquel bastardo hijo del Remoto Oriente que la faena de las tres botellas de su mejor whisky había destruido su fe en él, y que, en consecuencia, creía que lo mejor era que recogiera su kimono y sus zapatillas de tenis, y se largara con viento del este o del oeste.
A pesar de todo, seguía necesitando la práctica del tenis, así que, a la mañana siguiente, se pusieron a jugar como de costumbre.
En menos de diez minutos el criado batió a Mr. Flunk por 6-0 y 6-0. A poco que el lector entienda de tenis, sabrá que ésta es la derrota más completa que pueda darse en dicho deporte.
Aquel día, Mr. Flunk atribuyó su ignominioso fracaso a simple mala suerte.
El segundo día, con otro lamentable 6-0, 6-0, pensó que la cosa se debía a la noche pasada en compañía de una
starlet
.
Al tercer día, viéndose derrotado de modo tan definitivo como en los dos anteriores, empezó a sospechar que en aquel asunto influía algún factor que no era precisamente el hada de la fortuna.
Bueno, en realidad, queda poco que añadir.
Jugaron diariamente durante dos semanas y en los catorce días el patrón no ganó un maldito juego.
En el momento de despedirse el criado, su ex señor le interrogó:
—¿Cómo es posible que antes te ganara siempre y en estas dos semanas no haya ganado una sola partida? ¡Ni un solo juego!
—Verá, señor —respondió el chico enseñando su resplandeciente dentadura—. Mientras era su criado, hacía cuanto podía por complacerle. Ésta es la costumbre oriental. Sabía que al perder le hacía feliz, y perdía. No siempre resultaba fácil. Luego, señor, cuando usted me despidió, ya no había motivo para que le dejara ganar.
—Puede que sea así —admitió, humillado, míster Flunk—. Pero yo juego al tenis bastante bien. ¿Cómo pudiste ganarme con tanta facilidad?
—Verá, señor —el mozo hizo una profunda reverencia—, yo no siempre he trabajado como criado. No hace mucho que vine desde el Japón, para jugar al tenis cada día por toda América. Verá, señor, era capitán del equipo internacional de tenis del Japón.
Hace algunos años, Ziegfeld montó su revista en Boston.
El estreno fue un acontecimiento histórico, pero en aquella época todos los estrenos de Ziegfeld resultaban memorables.
Al decir Ziegfeld, quedaba dicho todo.
Tenía a las chicas más bonitas, la escenografía más rutilante y a los artistas de mayor comicidad.
No mencionaré el nombre de la estrella femenina; baste que diga que, en una revista donde hasta el último mono era admitido por su belleza, ella sobresalía como una de las figuras más resplandecientes del teatro.
No tenía demasiado talento, pero cantaba bastante bien y bailaba con la misma gracia que la mayoría de las coristas, lo que no es mucho decir.
Desgraciadamente, no tuve mucho trato con ella, y, si lo hubiera tenido, no me habría hecho ningún bien, porque a ella le gustaba beber y a mí no.
Por otra parte, era la entretenida de un rico plantador brasileño.
No es que fuera una alcoholizada perdida, pero le gustaba echar tres o cuatro tragos antes y durante la representación.
En el primer acto, el telón se alzaba sobre una escena de corte bucólico.
El escenario estaba cubierto de rosas y la muchacha aparecía sentada en un columpio festoneado igualmente de flores.
Mientras tan seductora muestra de feminidad se columpiaba sobre la platea, entonaba una cancioncilla, tan estúpida que estoy convencido de que la había escrito ella misma: «¡Empuja un poco más, empuja un poco más, y mira dónde pones las manos, atrás!»
Pero a nadie le importaba lo que cantaba. Ni siquiera la oían. No hacían más que mirarla.
Apenas había un marido entre el público que no estuviera hechizado por su belleza, y apenas había una mujer que no quisiera fulminar a su marido con la mirada.
En las semanas anteriores, en Filadelfia, su canción no había provocado más que unos convencionales aplausos.
Pero la noche del estreno en Boston, el teatro parecía electrizado por la estrella y la ovación fue ensordecedora.
El telón bajó y volvió a alzarse una y otra vez, y una y otra vez, la estrella columpió sobre el público de la platea sus bien formadas extremidades inferiores.
Los actores, entre bastidores, se hallaban perplejos ante aquella inusitada ovación.
Los tramoyistas también estaban desorientados.
El propio Ziegfeld quedó atónito.
Dudo de que en las paredes de teatro alguno resonara nunca una demostración tan estrepitosa.
¿Qué podía haber añadido a aquella cancioncilla tonta, para provocar casi un tumulto entre el público?
En realidad, no había añadido nada; más bien sustraído algo.
En aquella memorable noche, había soplado algo más que de costumbre y ofuscada por la bebida, había olvidado ponerse la «malla».