Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
—Mmmm… —comentaba entonces el hombre, oprimiendo sus labios contra los de ella.
Otras veces, el comentario iba reforzado con un puñetazo.
Pero, de todos modos, el invierno pasaba rápidamente y llegaba la primavera.
¡Qué bueno era tener vida y juventud! Con el buen tiempo, los amantes podían jugar al aire libre.
Había muchos juegos, pero el que preferían era el de la oca.
Sin embargo, era un juego que terminaba pronto: cuando de la oca no quedaban más que las plumas.
De este modo, llegó a su fin la Edad Neorocolítica y nació un mundo mucho más complejo y mucho menos satisfactorio.
Así como el hombre de la Edad de Piedra se contentaba con la compañía de su mujer para pasar las largas noches invernales, el nuevo hombre (
Homo Sap
) alborotó su cueva (y a su mujer) con abundantes reuniones.
La sociedad reemplazó al sexo y las cenas de matrimonios sustituyeron los retozos
à deux
.
Se iniciaba la Edad del Hombre Social y el verdadero amor salía volando por la ventana.
A medida que avancemos en este estudio histórico del amor, nos iremos aproximando, cada vez más, a los tiempos modernos.
Esto podrá dar lugar a la ilusión de que nos acercamos a lo interesante.
Pero el lector no ha de olvidar que la historia se repite, y yo no quisiera pecar de reiterativo.
Llegamos ahora a la Edad Media y puedo asegurar que nadie quedará más sorprendido que yo mismo.
La Edad Media fue un período de lentos progresos.
La gente se interesaba por los inventos. No les preocupaba el amor.
Ya estaba inventado, por lo menos en sus aspectos fundamentales. Sólo quedaban por aclarar ciertos puntos oscuros.
Los ancianos de las guildas se reunían cada noche en los palacios de los gremios, con el fin de aclarar algunos de aquellos puntos, pero como que las discusiones iban acompañadas de monumentales jarras de cerveza, a poco de empezar, nadie sabía para qué se habían reunido.
El consumo excesivo del alcohol constituyó una de las peores lacras de la Edad Media (¿o del promedio de las edades?). Y ahora entraremos en el Renacimiento, que fue un movimiento que no puede calificarse de político ni de religioso.
Respondía, más bien, a un estado de ánimo.
A primera vista, se hace difícil creer que, por su nombre, no tuviera nada que ver con el amor. Pero tal idea es absurda.
Sucede igual que con los propensos al reumatismo, a los que muchos creen incapaces de amar. La realidad es que la enfermedad limita en cierto modo su radio de acción, y el diletante del amor se ve generalmente obligado a recorrer enormes distancias. Por mi parte, he solucionado el problema con una vespa de dos plazas.
¿Pero, por dónde íbamos?…
Ah, sí; hablábamos de la gente del Renacimiento, que, como siempre, por el mero hecho de vivir, se creía con derecho a ser feliz.
Aquellos personajes, en vez de concentrar sus pensamientos en las bienaventuranzas de la vida ultraterrena, pretendían gozar del paraíso sobre este planeta de sus pecados.
La verdad sea dicha, parece que lo lograron en proporciones sustanciales.
El amor se iba imponiendo.
La mujer recobró algunas de sus libertades.
Ya no era preciso que rondara alrededor de una esquina en espera de que alguien la invitara a tomarse un martini.
De modo franco y desvergonzado, la mujer se incorporó a su papel natural de pareja y compañera del hombre, sin vacilar acerca de la normalidad de tal situación.
Fue entonces cuando alguien tuvo la idea de uncir la mujer a los bueyes.
Los historiadores discrepan acerca de hasta qué extremo pudo esto afectar a la civilización. Algunos opinan que la cosa constituyó una regresión, pero la mayoría, y yo entre ellos, se inclinan por la tesis de que, definitivamente, fue un gran avance en la correcta dirección.
Sea como fuere, el caso es que esto sirvió de gran alivio a los pobres bueyes. Los mansos brutos (los bueyes) se muestran agradecidos desde entonces. Tanto es así, que, en cuanto ven a una mujer, inclinan inmediatamente sus cuernos, a menos que lleven cubierta la cabeza.
Para mejor comprensión, reproduzco un fragmento de la vida cotidiana de una familia típica del Renacimiento, que evidencia los adelantos del sexo y el amor en aquella época.
Personajes: Mr. Dinglefingle y Mrs. Dinglefingle.
Escena: La sala de su hogar.
Hora: Diez de la noche.
Fecha: Imprecisa, aunque, eso sí, en invierno.
El señor Dinglefingle está hablando.
Mr. Dinglefingle: —¡Oh, cariño! ¡El amor es algo incomparable…!
Mrs. Dinglenfingle: —¡Ay, sí!
Finis
En realidad, esto no es final, amigos míos, pero es cuanto puedo transcribir.
Verdaderamente, no es más que el principio.
De veras, aquélla fue una época gloriosa.
El amor se había introducido a tal ritmo, que llegó a desplazar a la agricultura como actividad primordial.
Esto no sorprenderá a nadie que se haya entregado a ambas actividades, y, en efecto, no causó extrañeza a nobles ni a campesinos.
Antes bien, se integraron en el movimiento con ardiente entusiasmo.
Comprendieron al momento que la agricultura era una actividad temporal que sólo podía practicarse en primavera y verano.
El amor, en cambio, ignoraba las estaciones. Podía cultivarse, no sólo en los meses tibios y cálidos, sino, asimismo, e incluso en mejores condiciones, a lo largo de los gélidos días (y noches) del invierno.
Y, en cualquier caso, siempre resultaba mucho más divertido cultivar a la joven y frescachona compañera, que cultivar la tierra. La única diferencia en favor de ésta, era que la compañera resultaba muy difícil de controlar, mientras que la tierra no se movía de allí.
En la actualidad, los expertos en el medioevo afirman unánimemente que el tremendo incremento demográfico correspondiente a este período, se debió, sin duda, al renacimiento del amor.
Por mi parte, si no es demasiado tarde, quiero expresar mi agradecimiento a las mujeres renacentistas, por el entusiástico celo con que se entregaron al movimiento.
Mujeres como aquéllas, no se encuentran ya.
Indiscutiblemente, el amor fue el elemento determinante del aumento de la población.
Pero aun el amor, con lo poderoso que es, precisa de la cooperación del sexo fuerte, y, en aquella época, el sexo fuerte se hallaba activamente ocupado en la apertura de nuevas rutas comerciales.
¿Qué hay que pensar, entonces?
¿Existe solución para este enigma?
El misterio subsistió durante centurias, hasta que hace un año, el doctor Max Krum, autor de
El amor y las rutas comerciales
, aventuró una hipótesis, que fue aceptada y abucheada con igual entusiasmo.
Sugería en ella la posibilidad de que, aprovechando la ausencia de los maridos, comprometidos en la búsqueda de las rutas comerciales, descendieran sobre las ciudades grupos nómadas de godos.
Es probable que los godos, cantando acompañados del rasgueo de sus guitarras a lo largo de las vías urbanas, no tardaran en atraer la atención de las chicas renacentistas, con las consecuencias previsibles en ausencia de los varones medievales.
El movimiento, no obstante, se vio severamente restringido por un decreto emitido por el consejo de ancianas, que, celosas de la lozanía de las ingenuas locales, obligaron a éstas a no abandonar sus hogares bajo ningún pretexto, con lo que pudieron gozar tranquilamente de sus zonas de influencia góticas.
El mundo del Renacimiento consumía ingentes cantidades de pescado. Esto dará al lector una idea de la clase de gente que vivía en aquellos tiempos. (De ser así, le ruego que envíe la idea al editor, que se lo recompensará generosamente).
Pero, volviendo al pescado, la cosa contribuyó asimismo a mantener alejados a los hombres.
Siempre hubo algún motivo.
En el siglo XII, fueron las Cruzadas.
En el siglo XIII, fue la llamada del mar, y en el XIV, la pesca.
Los maridos se pasaban siete meses al año pescando y siete más buscando lombrices.
El lector objetará que así se suman catorce meses.
Lo esperaba.
Lo que el lector ignora es que, en aquella época, el año tenía catorce meses.
Supongo que esto bastará para que aprenda a no meter las narices donde no le llaman.
Así, pues, tal actividad proporcionó a las damas del medioevo una nueva ocasión de divertirse en grande.
Las historias que Marco Polo (descubridor del Polo Norte y el Polo Sur) explicó acerca de sus viajes, despertaron no escaso interés en los países situados más allá de los confines europeos.
A pesar de ello, sus exploraciones se llevaron a cabo con extremada lentitud a causa de que aún no había arraigado la afición por el mar.
Tal situación se veía favorecida por diversas razones.
Las embarcaciones resultaban pequeñas e inadecuadas. Eran algo así como los modernos barcos fluviales y lacustres, aunque sin violines ni acordeones (en sí, esta circunstancia era una ventaja no desdeñable).
El compás era todavía un instrumento rutinario, sin perfeccionar, y, por aquel entonces, el piloto que quería hacer rumbo norte-noroeste, había de trazar una ruta hacia el sur-sureste. Esto, que a nosotros parece tan sencillo, suponía un agotador esfuerzo intelectual para los hombres del Renacimiento.
Como es natural, tal estado de cosas dio lugar a incontables confusiones, derivando, en definitiva, en una total indiferencia del viajero acerca del lugar donde había de plantar el pie.
Diose el caso de cierto explorador que partió hacia el descubrimiento de la India y Arabia, y desembarcó en la costa de Spitzberg, con un catarro de padre y muy señor mío.
A él se debe, ya que no el descubrimiento de la India, el de la pulmonía y las cataplasmas de mostaza.
Vasco da Gama, célebre explorador de la época (hoy en día un tanto olvidado), se dedicó al perfeccionamiento del compás durante toda su vida.
Según parece, en uno de sus viajes, planeó dirigirse a los trópicos y, en consecuencia, equipó a su tripulación adecuadamente.
Pasó con sus marineros tres días en unos almacenes de todo a 0,95 dólares, y el rol completo salió dotado de marineras de franela, sombreros de paja, zapatillas de tenis, carteras llenas de ron Bacardí, un libro colorado lleno de números de teléfono y una factura de 609 dólares.
Maniobrando cuidadosamente, con un ojo puesto en el compás y otro en una corista que acertó a pasar, no se percató de su situación hasta que alzando la mirada y con la natural decepción, pudo observar que había llegado a las gélidas costas del Labrador.
El lector puede imaginarse su embarazo (por otra parte, sin consecuencias) cuando tuvo que desembarcar con una tripulación ataviada al estilo cubano (sin barba).
Todavía se están riendo por aquellas latitudes.
Personalmente, también lo encuentro gracioso, si bien no tanto como para provocar la carcajada.
Por aquellos tiempos, la forma de la tierra daba lugar a incontables especulaciones.
Mi intención, caro lector, no es exponer aquí mis propias teorías.
No quiero provocar discusiones ni meditaciones demasiado profundas.
De todos modos, desde mi punto de vista, no cabe duda de que el mundo constituye un perfecto triángulo.
Y si se necesitan pruebas, dispongo de ellas a montones.
¿Cuál es la razón de que todos los peces naden por debajo del agua? ¿Cuál es la causa de que la gente vaya a Florida en verano y a Quebec en invierno, o viceversa? ¿Por qué en el bridge nadie abre de tercera mano y vulnerable, a menos de tener tres
tricks
y medio?
Haga el lector estas preguntas a quienquiera que crea que el mundo es redondo y verá lo que le contesta.
No espero que nadie alcance el significado de lo que acabo de escribir hasta haber releído varias veces el párrafo anterior. No obstante, en mi fuero interno, calificaré de primo a aquél que lo haga; yo lo leí seis veces seguidas y sigo sin comprender palabra.
Después de estar disparatando sobre el siglo XV, sería monstruoso que pasáramos por alto uno de los mayores descubrimientos de todos los tiempos: América, la bella.
El mérito de esta hazaña corresponde a Cristóbal Colón, marino genovés que poseía la firme convicción de que el mundo era redondo, y que dedicó su vida, de modo exclusivo, a demostrárselo a sí mismo y al mundo entero.
Falto de ayuda, la solicitó a España y Portugal.
En Portugal ni siquiera contestaron a su carta.
Posteriormente, se supo que, en un momento de ofuscación, olvidó meter la carta en el sobre y envió éste vacío.
De cualquier modo, la reina Isabel de España, que sentía predilección por los marinos barbudos, se avino a suministrarle tres embarcaciones y ochenta y ocho hombres.
Esto significaba veintidós cuartetos, si todos sabían cantar, o veintinueve tríos, en caso contrario.
Después de una cena a la americana, compuesta de requesón y nueces de betel, Colón se hizo a la vela en el año 1497.
Bueno, pongamos en 1492… ¡pero ni un año menos!
Poco después de la marcha de Colón, llegaron a la reina Isabel ciertos rumores que denigraban al navegante y ésta comenzó a albergar dudas acerca de las verdaderas intenciones del presunto descubridor.
Más tarde resultó que la verdadera razón de su viaje no era demostrar la redondez de la tierra (era una añagaza; él bien sabía que era cuadrada), sino, más bien, entrar en contacto con una señora de América a la que había conocido a través de un anuncio sentimental publicado en cierto periódico; periódico que Isabel no acostumbraba a leer.
Llevaban años sosteniendo una meliflua correspondencia e, incluso, habían intercambiado fotografías.
Él había mandado la de Valentino y ella, a su vez, le dedicó una de la Loren. (Tampoco ella era manca.)
El lector aducirá seguramente que entonces no había correo trasatlántico.
Es cierto, sin duda, pero no lo es menos que el amor sabe siempre encontrar el camino.
Y, si no, ¿qué me dicen de Adán y Eva, por ejemplo?
Cuando se produjo el escándalo, Colón se hallaba, para su suerte, muy adentrado en el Océano.
Su primera escala fueron las Canarias, pero allí no se entretuvo mucho porque descubrió que todos los habitantes eran canarios, que no hacían más que entrar y salir volando de sus barbas.