Memnoch, el diablo (46 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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»—¡No, no es cierto, Señor! —protesté—. Estás equivocado por completo. Ahora lo comprendo todo.

»—¿De veras? ¿Qué tratas de decirme? ¿Que Dios, tras habitar durante treinta años este cuerpo, no ha sido capaz de descubrir la verdad?

»—¡A eso me refiero! Tú siempre has sabido que eras Dios. Dijiste que en ocasiones creías haberte vuelto loco o que casi habías olvidado que eras Dios, pero eso ocurría sólo durante unos breves instantes. Sin embargo, mientras planificas tu muerte, sabes quién eres y no lo olvidarás, ¿no es cierto?

»—No, no lo olvidaré. Debo de ser el Hijo de Dios Encarnado para cumplir mi ministerio, para obrar milagros.

»—Eso significa, Señor, que no sabes lo que representa ser un hombre mortal.

»—¿Cómo te atreves a suponer semejante cosa, Memnoch?

»—Cuando permitiste que asumiera un cuerpo mortal, cuando me arrojaste a la Tierra para que las hijas de los hombres me curaran y atendieran, durante los primeros siglos de existencia del mundo, no prometiste volver a admitirme en el cielo. No has jugado limpio en este experimento, Señor. En cambio tú siempre has sabido que regresarías, que volverías a ser Dios.

»—¿Quién puede comprender mejor que yo lo que significa habitar un cuerpo mortal? —inquirió el Señor.

»—Alguien que no sepa que es el Creador inmortal del universo —respondí—. Cualquier hombre mortal que en estos momentos esté clavado en una cruz del Gólgota, en las afueras de Jerusalén, lo sabe mejor que tú.

»Dios me miró fijamente, pero no rebatió mi argumento. Su silencio me inquietó. De nuevo, el poder de su expresión, la luz divina que irradiaba Dios Encarnado me deslumbró, invitando al ángel que había en mí a guardar un respetuoso silencio y postrarse de rodillas ante Él. Pero no lo hice.

»—Señor, cuando descendí al reino de las tinieblas —dije— no sabía si regresaría al cielo. ¿No lo comprendes? No pretendo saber lo que tú sabes, conocer los misterios del universo como tú los conoces. Si fuera así, no estaríamos hablando aquí en estos momentos. Pero tú no prometiste volver a admitirme en el cielo. Por eso llegué a conocer el sufrimiento y las tinieblas, porque corría el riesgo de no regresar de ellas jamás. ¿No lo comprendes?

»Dios reflexionó durante unos momentos y luego sacudió la cabeza con tristeza y respondió:

»—Eres tú quien no comprendes, Memnoch. Los hombres se sienten más cerca de Dios cuando sufren por el amor de otro ser humano, cuando mueren para que otro pueda seguir viviendo, cuando se precipitan a una muerte segura para proteger a los que permanecen en la Tierra o las verdades que han aprendido a través de la Creación.

»—¡Pero el mundo no necesita eso, Señor! No, no y no. No necesita el sufrimiento, la guerra, el derramamiento de sangre. No fue eso el motor que impulsó a los humanos a amar; son los animales quienes se despedazan y destruyen por instinto. Los humanos aprendieron a amar a través del calor y el afecto de sus semejantes, el amor de un niño, el amor de su compañero o compañera, la capacidad de comprender el sufrimiento de otro ser y el deseo de protegerlo, de superar su naturaleza salvaje y formar una familia, un clan, una tribu que les proporcione paz y seguridad.

»Tras mis palabras se produjo un largo silencio. Luego, el Señor se echó a reír suavemente y dijo:

»—Memnoch, mi arcángel, lo que has aprendido de la vida te ha sido enseñado en el lecho.

»—Es cierto, Señor. Pero el sufrimiento y la injusticia pueden afectar el equilibrio psicológico de los humanos y hacer que olviden las magníficas lecciones que han aprendido en el lecho.

»—Sin embargo, cuando alcanzas el amor a través del sufrimiento, Memnoch, éste posee una fuerza que jamás se puede lograr a través de la inocencia.

»—¿Por qué dices eso? ¡No lo creo! No lo comprendes, Señor. Escúchame. Existe una posibilidad de poder demostrarte lo que pienso. Una posibilidad.

»—Si crees que voy a permitirte que interfieras en mi ministerio y mi sacrificio, si crees que vas a poder invertir el curso de los acontecimientos, de las poderosas fuerzas que he puesto en marcha, no eres un ángel, sino un demonio —dijo el Señor.

»—No es eso lo que pretendo —respondí—. Adelante, difunde tus enseñanzas entre los hombres, provócalos, deja que te arresten, que te condenen y te ejecuten en la cruz. Hazlo, pero hazlo como un hombre mortal.

»—Es lo que me propongo.

»—No es cierto; sabes que eres Dios. ¡Olvídate de que lo eres! Sepulta tu condición divina en tu carne, tal como has hecho durante mucho tiempo. Sepúltala, Señor, piensa sólo en tu fe y en tu esperanza en el cielo, como si ello te hubiera sido dado a través de una revelación inmensa e innegable. Pero sepulta en este desierto la certeza de que eres Dios. De este modo experimentarás el dolor como un hombre. Conocerás el auténtico significado del sufrimiento, despojado de cualquier atisbo de gloria. Contemplarás lo que los hombres ven cuando les arrancan la carne y los mutilan y su cuerpo sangra. ¡Verás la podredumbre del cuerpo mortal!

»—Memnoch, todos los días mueren en el Gólgota muchos hombres. Lo importante es que el Hijo de Dios morirá por su propia voluntad en el Gólgota encarnado en un hombre.

»—¡No! —contesté—. Eso es una catástrofe.

»El Señor me miró con una expresión tan triste que creí que iba a echarse a llorar. Tenía los labios resecos y agrietados debido al sol del desierto. Sus manos eran tan delgadas que podían verse las venas a través de la piel. No era un hombre corpulento, sino de una complexión corriente, y ofrecía un aspecto cansado debido a los muchos años de duro trabajo.

»—Estás medio muerto de hambre, sed, sufrimiento, cansancio, perdido en las tinieblas de la vida; experimentas los auténticos y espontáneos males de la naturaleza mientras sueñas con alcanzar la gloria cuando abandones este cuerpo. ¿Qué clase de lección pretendes dar a la humanidad con tu sacrificio? ¿A cuántos dejarás que corroa la culpa de tu asesinato? ¿Qué será de los mortales que te negaron? Escúchame, Señor, te lo ruego. Si no quieres renunciar a tu condición divina, no sigas adelante con este disparatado plan.

»No mueras. No permitas que te asesinen. No cuelgues de un árbol como el dios de los bosques en las leyendas griegas. Ven conmigo a Jerusalén para gozar de las mujeres, el vino, las canciones, el baile, del espectáculo de un niño recién nacido y de todos los gozos que el corazón humano puede experimentar. Señor, en ocasiones incluso los hombres más duros sostienen a un niño en sus brazos, a sus hijos, y la felicidad y satisfacción que sienten en esos momentos es tan sublime que no existe ningún horror en la Tierra que pueda destruir la paz que entonces experimentan. Tal es la capacidad humana de amor y comprensión cuando uno alcanza la armonía pese al dolor y al sufrimiento. Muchos hombres y mujeres lo consiguen, te lo aseguro. Ven a bailar y cantar con tu pueblo. Celebra con ellos el hecho de estar vivo. Abraza a las mujeres y a los hombres para sentir su calor, para conocer sus virtudes y defectos.

»—Siento lástima de ti, Memnoch —respondió el Señor—. Te compadezco como compadezco a quienes van a matarme, a quienes no entienden mis leyes. Pero sueño con aquellos que se sentirán conmovidos hasta lo más profundo de su corazón por mi tormento, con los hombres y las mujeres que jamás lo olvidarán, que comprenderán que fue por amor hacia los mortales que dejé que me crucificaran antes de abrir las puertas del
sheol.
Sí, te compadezco, pues tus remordimientos se convertirán en una carga insoportable.

»—¿Mis remordimientos? ¿A qué te refieres?

»—Tú eres la causa de esto, Memnoch. Fuiste tú quien me dijiste que debía bajar a la Tierra y encarnarme en un hombre. Tú me incitaste a hacerlo, y ahora no comprendes el milagro de mi sacrificio. Cuando lo comprendas, cuando veas a las almas en su ascenso al cielo, perfeccionadas por el dolor, ¿qué pensarás de los mezquinos hallazgos que hiciste en brazos de las hijas de los hombres? ¿Es que no lo comprendes, Memnoch? Yo redimiré a los hombres a través del sufrimiento. Haré que alcancen su mayor potencial dentro del ciclo. Dejaré que entonen su más excelsa canción.

»—¡No, no, no! —protesté al tiempo que me levantaba—. Haz lo que te pido, Señor. Si estás decidido a seguir adelante con tu plan, hazlo, funda este milagro sobre tu asesinato, pero sepulta la certidumbre de tu condición divina a fin de morir en verdad, Señor, a fin de que cuando te claven las manos y los pies en el madero sepas lo que siente un hombre mortal y cuando penetres en el reino de las tinieblas lo hagas con un alma humana. ¡Te lo suplico, Señor, en nombre de toda la humanidad! No soy capaz de predecir el futuro, pero jamás me he sentido tan asustado como en estos momentos.

Memnoch se detuvo.

Nos hallábamos solos en las arenas del desierto. Memnoch tenía la mirada perdida en el infinito; yo permanecía junto a él, estremecido por su relato.

—Pero no te hizo caso —dije—. Murió sabiendo que era Dios. Murió y resucitó sabiéndolo. El mundo duda y lanza toda clase de conjeturas sobre ello, pero Él lo sabía. Cuando lo clavaron en la cruz, sabía que era Dios.

—Sí —contestó Memnoch—. Era un hombre, pero un hombre que en ningún momento renunció al poder de Dios.

De pronto me fijé en algo que me llamó la atención.

Memnoch había enmudecido, impresionado por cuanto acababa de relatarme.

El paisaje había experimentado un cambio. Miré el círculo de piedras y vi una figura sentada en una de ellas, un hombre de tez y ojos oscuros, enjuto, cubierto de arena, que nos miraba fijamente. Aunque cada músculo y nervio de su cuerpo eran humanos, comprendí al instante que era Dios.

Me quedé petrificado.

Había perdido el mapa. No sabía hacia dónde avanzar o retroceder, ni lo que yacía a mi izquierda o a mi derecha.

No me podía mover, pero no estaba asustado. El hombre, el desconocido de tez y ojos oscuros, nos miraba con profundo amor y comprensión, con la misma infinita benevolencia que había observado en Él cuando me abrazó en el cielo.

El Hijo de Dios.

—Acércate, Lestat —dijo, alzando suavemente su voz humana para hacerse oír por encima del viento del desierto.

Me volví hacia Memnoch, que también tenía la mirada fija en el Señor.

—Siempre es preferible hacer lo que Él te ordena, Lestat —dijo Memnoch mientras sonreía con amargura—. Se comporte como se comporte, debes obedecerle.

Las blasfemas palabras de Memnoch me hicieron estremecer.

Me dirigí hacia la figura, consciente de cada paso que daba a través de la arena abrasadora. A medida que me aproximaba distinguí con mayor claridad la oscura y esquelética forma de aquel hombre cansado y doliente. Caí de rodillas ante Él y le miré a los ojos.

—Señor —murmuré.

—Quiero que vayas a Jerusalén —dijo el Señor al tiempo que extendía la mano para acariciarme el cabello. Tal como había dicho Memnoch, tenía las manos encallecidas y tostadas por el sol, al igual que el rostro. Su voz poseía un timbre entre natural y sublime, más allá de lo angélico. Era la misma voz que me había hablado en el cielo, pero esta vez guardaba un sonido humano.

No pude responder ni moverme. Sabía que no haría nada hasta que Él me lo ordenara. Memnoch se hallaba a unos metros de distancia, con los brazos cruzados, observando la escena. Permanecí arrodillado, mirando a los ojos a Dios Encarnado.

—Dirígete a Jerusalén —dijo el Señor—. Sólo tardarás unos minutos en llegar. Deseo que vayas a Jerusalén con Memnoch el día en que yo muera, para asistir a mi Pasión, para que me veas coronado de espinas y portando la cruz. Hazlo por mí, antes de tomar la decisión de servir a Memnoch o a Dios.

Yo sabía que no podía hacerlo. No sería capaz de soportarlo. No podría presenciar su muerte. Estaba paralizado. No era una cuestión de desobediencia o blasfemia, sino que era incapaz de asistir a su calvario. Miré su rostro tostado, sus ojos de mirada serena y benevolente, sus mejillas cubiertas de arena, su largo cabello oscuro alborotado por el viento.

—¡No! ¡No puedo! ¡No lo soporto!

—Sí puedes —respondió el Señor—. Lestat, mi valiente asesino de tantas víctimas inocentes. No querrás regresar a la Tierra sin contemplar antes lo que yo te ofrezco, y perder la oportunidad de verme coronado de espinas. No es propio de ti desperdiciar una oportunidad como ésta, piensa en lo que te estoy ofreciendo. No, no creo que la rechaces, aunque Memnoch te lo pidiera.

Sabía que Él tenía razón. Sin embargo, también sabía que no podría soportarlo. No podía ir a Jerusalén y ver a Jesús cargado con la cruz. No tenía valor, era incapaz... Permanecí inmóvil, en silencio, mientras un torbellino de pensamientos se agolpaba en mi mente.

—¿Cómo puedo presenciar eso? —protesté, cerrando los ojos.

Cuando los abrí miré de nuevo al Señor y luego a Memnoch, el cual me observaba con una expresión más serena que fría.

—Memnoch —dijo Dios Encarnado—, llévalo a Jerusalén, deja que contemple mi calvario. Tú serás su guía. Luego puedes continuar con tu examen y tus postulados.

El Señor me miró sonriente. Parecía inverosímil que un cuerpo tan frágil pudiera contener su divina magnificencia. Tenía ante mí a un hombre con el rostro surcado de arrugas a causa del ardiente sol del desierto y la dentadura mellada.

—Recuerda, Lestat —dijo Dios—. Esto no es más que el mundo, y tú ya lo conoces. Sin embargo, no conoces el reino de las tinieblas. Has visto el mundo y el cielo, pero aún no has visto el infierno.

18

Habíamos llegado a la ciudad, una ciudad de piedras marrón oscuro y amarillo y arcilla. Deduzco que habían pasado tres años. Lo único que sabía con certeza era que nos hallábamos rodeados de una gran multitud de personas ataviadas con raídas túnicas y velos, que percibía el olor a sudor humano, la tibieza de sus fétidos alientos, el hedor de excrementos humanos y de camellos, el contacto de aquellos cuerpos sucios y hediondos, y que el aire que respirábamos entre las murallas de aquella ciudad conformada por estrechas callejuelas estaba impregnado de arena, al igual que el aire del desierto.

Las gentes se agolpaban en los pequeños portales y se asomaban a las ventanas. El hollín se mezclaba con la omnipresente arena. Unos grupos de mujeres con el rostro cubierto por un velo avanzaban entre la muchedumbre, abriéndose paso a codazos. De pronto oí unos gritos, pero la multitud que se arremolinaba en torno a mí me impedía moverme. Desesperado, me volví en busca de Memnoch.

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