Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Permanecí tendido en el suelo, llorando, mientras intentaba cerrar los ojos para no contemplar aquella barbarie, aunque no podía dejar de ver lo que sucedía a mi alrededor; temía que los cascos de los caballos me pisotearan y me sentía abrumado por el olor a la sangre del niño asesinado que yacía junto a mi pierna, empapado como una extraña criatura marina. Lloré con amargura. Junto a mí había el cadáver de un hombre con la cabeza prácticamente separada del tronco y sobre las piedras se estaba formando un charco de sangre. Otro individuo tropezó con el cadáver, extendió una mano ensangrentada para evitar caer al suelo y al tocar el cuerpo del niño, cuya cabeza estaba totalmente aplastada, lo apartó de un manotazo.
—El velo —murmuré.
—Ah, sí, el precioso velo —dijo Memnoch—. ¿Te apetece cambiar de escenario? Podemos trasladarnos a Madrid y deleitarnos con un auto de fe, cuando torturan y queman vivos a los judíos que se niegan a convertirse al cristianismo. También podemos regresar a Francia y ver cómo matan a los
cathars
en el Languedoc. Supongo que habrás oído esas leyendas cuando eras niño. Consiguieron acabar con todos los herejes. Fue una misión muy eficaz por parte de los padres dominicos, quienes posteriormente la emprendieron contra las brujas, naturalmente. O bien podemos ir a Alemania para asistir al martirio de los anabaptistas; o a Inglaterra, para ver cómo arden en la hoguera, por orden de María Estuardo, aquellos que se rebelaron contra el Papa durante el reinado de su padre, Enrique. Te describiré una escena extraordinaria que he revivido con frecuencia. Estrasburgo, 1349. Dos mil judíos serán quemados allí en febrero de ese año, acusados de provocar la muerte negra, la peste. Son cosas que suceden en toda Europa...
—Conozco la historia —repliqué, intentando dominarme—. ¡Sé lo que ha sucedido!
—Sí, pero el hecho de verlo resulta muy distinto, ¿no es cierto? Como te he dicho, esto no tiene mayor importancia. Lo único que conseguirán con estas escaramuzas es dividir a los católicos griegos y romanos para siempre. A medida que Constantinopla comience a debilitarse, el nuevo pueblo que aparece citado en la Biblia, el musulmán, atravesará sus debilitadas defensas y penetrará en Europa. ¿Quieres presenciar una de esas batallas? Podemos trasladarnos directamente al siglo veinte. Podemos ir a Bosnia o Herzegovina, donde en estos momentos los musulmanes y cristianos libran una encarnizada batalla. Actualmente los nombres de esas regiones, Bosnia y Herzegovina, están en boca de todo el mundo.
»Y ya que hablamos de los pueblos que se nombran en la Biblia (musulmanes, judíos, cristianos), ¿por qué no vamos a Irak y escuchamos los lamentos de los kurdos que mueren de hambre, cuyas llanuras han sido arrasadas y sus gentes exterminadas? Si lo deseas, podemos centrarnos exclusivamente en los lugares sagrados, en las mezquitas, catedrales e iglesias. Podemos utilizar ese método para trasladarnos a la época actual. Todos los pueblos bíblicos que he mencionado creen en Dios o en Cristo. Estamos hablando de los pueblos que aparecen en la Biblia, la cual parte de un solo Dios que se va transformando y desarrollando.
»Hoy, esta misma noche, arderán unos documentos de inestimable valor. La historia de la Creación, de la evolución. Un sufrimiento sin duda santificado por alguien, puesto que todos estos pueblos adoran al mismo Dios.
No respondí.
Memnoch guardó silencio, pero la batalla no cesó. De repente se produjo una violenta explosión. Las gigantescas llamas me impedían ver los santos que adornaban el techo. En un instante toda la nave de la basílica comenzó a arder, incluidas las numerosas columnas y arcos de media punta que sostenían la cúpula. La luz disminuyó y luego sonó otra explosión seguida de unos gritos desgarradores.
Cerré los ojos y permanecí inmóvil, haciendo caso omiso de los pisotones y puntapiés que me propinaban los soldados al pasar sobre mí. Lo importante era que nadie me arrebatara el velo.
—¿Es posible que el infierno sea peor que este lugar? —pregunté con voz apenas audible. No sabía si Memnoch alcanzaría a oír mis palabras en medio de aquella barahúnda.
—Sinceramente, lo ignoro —contestó en un tono confidencial que nos unía y mediante el cual nos comunicábamos sin esfuerzo.
—¿El infierno es el
sheol
? —insistí—. ¿Pueden abandonarlo las almas?
Memnoch guardó silencio durante unos minutos.
—¿Crees que me enfrentaría a Él si no supiera que las almas pueden abandonarlo? —respondió al fin, como si la idea de un infierno eterno le ofendiera.
—Sácame de aquí, te lo ruego —murmuré.
Seguía tendido de bruces en el suelo. El hedor de los excrementos de caballo se mezclaba con el del orín y la sangre. Pero lo peor eran los gritos y gemidos, junto con el incesante sonido que producían las armas y artilugios de metal.
—¡Sácame de aquí, Memnoch! ¡Dime a qué viene esta batalla! ¿Acaso tiene algo que ver con tu disputa con Dios? ¡Explícame sus normas!
Tras algunos esfuerzos conseguí incorporarme y me enjugué los ojos con la mano izquierda, sin soltar el velo que guardaba celosamente dentro de mi chaqueta. El humo me hacía toser. Los ojos me escocían.
—¿A qué te referías cuando dijiste que necesitabas mi ayuda, que estabas ganando la batalla? ¿Qué sentido tiene esta batalla que libras con Él? ¿Qué pretendes que haga yo? ¿Por qué te has convertido en su adversario? ¿Qué se supone que debo hacer?
Miré a Memnoch, el cual permanecía sentado tranquilamente, con una rodilla encogida y los brazos apoyados en ella. Las llamas iluminaban de vez en cuando su rostro. Estaba cubierto de polvo y hollín, pero ofrecía un aspecto extrañamente relajado. La expresión de su rostro no era amarga ni sarcástica, sino pensativa, ensimismada, como la de aquellos rostros de los mosaicos que se erigían en testigos mudos de cuanto acontecía a su alrededor.
—¿Qué importan las guerras? ¿Qué importan las matanzas que hemos presenciado? —contestó—. Sí, hemos asistido al sacrificio de muchos mártires, ¿y qué? Imaginación no te falta, Lestat.
—Déjame descansar, Memnoch. Responde a mis preguntas. No soy un ángel, sólo un monstruo. Marchémonos de aquí.
—De acuerdo —respondió Memnoch—. Vamonos. Debo reconocer que has sido muy valiente, aunque no esperaba menos de ti. Has derramado abundantes lágrimas y tu sentimiento es sincero.
No contesté. Me costaba respirar. Sujeté el velo con la mano derecha y me tapé el oído izquierdo con la otra. No podía moverme. Mis piernas se negaban a obedecerme. ¿Acaso esperaba que el torbellino nos envolviera de nuevo y nos trasladara al siguiente lugar que eligiese Memnoch?
—Vamos, Lestat —repitió Memnoch.
El viento comenzó a soplar con furia y los muros de la basílica se esfumaron. Sujeté el velo con fuerza y Memnoch me murmuró al oído:
—Descansa, no temas.
Las almas giraban a nuestro alrededor en las tinieblas. Apoyé la cabeza en el hombro de Memnoch mientras el viento agitaba violentamente mis cabellos.
Cerré los ojos y vi al Hijo de Dios penetrar en un lugar inmenso y sombrío. Los rayos de luz que despedía su lejana aunque nítida silueta se extendían en todos los sentidos, iluminando a centenares de formas humanas que giraban y se retorcían, formas de almas, formas fantasmales.
—
Sheol
—murmuré.
Estábamos atrapados en el torbellino, y la imagen que contemplaba se recortaba contra la negrura de mis párpados. De pronto la luz se hizo más potente; se convirtió en un gran haz de rayos que confluían y me deslumbraban, como si me hallara ante la Divina Presencia. Oí unos cánticos, claros y sonoros, que sofocaban los gemidos de las almas en pena, y al fin la mezcla de lamentos y cantos se transformó en la naturaleza de la visión y la naturaleza del torbellino, y ambos fueron una misma cosa.
Me hallaba tendido en un espacio abierto, sobre un suelo sembrado de piedras. Notaba que todavía llevaba el velo sobre mi pecho, pero no me atrevía a sacarlo para examinarlo.
Vi a Memnoch a unos metros de distancia, erguido en todo su esplendor, con las alas plegadas a sus espaldas, y vi a Dios Encarnado, resucitado, las heridas todavía visibles en sus tobillos y muñecas, aunque lo habían bañado y limpiado; su cuerpo tenía las mismas dimensiones que el de Memnoch, es decir, era más grande que el de un ser humano. Vestía una túnica blanca e inmaculada y su oscuro cabello estaba aún manchado de sangre, pero perfectamente peinado. Daba la impresión de que sus células epidérmicas emitían una luz aún más potente que antes de su crucifixión, la cual hacía palidecer la luz que emanaba de Memnoch, si bien ambos resplandores eran similares.
Permanecí tendido en el suelo, escuchando su discusión. Por el rabillo del ojo, y antes de que pudiera percibir sus voces, vi que me hallaba en un campo de batalla sembrado de cadáveres. No era el mismo escenario que el de la cuarta Cruzada, sino el de una epopeya anterior. Los cadáveres lucían armaduras y ropajes que yo relacionaba con el siglo tercero, aunque no estaba seguro. En todo caso, era una época muy remota.
Los cadáveres apestaban. El aire estaba infestado de insectos y cuervos que habían acudido a devorar los restos putrefactos de los soldados. A lo lejos oí cómo Dios y Memnoch sostenían una áspera discusión, ladrando y gruñendo como lobos.
—Ya entiendo —declaró Memnoch, furioso. Se expresaba en una lengua que no era inglés ni francés, pero comprendí lo que decía—. De modo que las puertas del cielo están abiertas para todos aquellos que mueran conociendo y aceptando la armonía de la Creación y la bondad de Dios. ¿Pero y los otros? ¿Y los millones de almas que languidecen en el
sheol
?
—¿Qué me importan los otros? —respondió el Hijo de Dios— ¿Qué me importan los que mueren sin comprender, aceptar ni conocer a Dios? No significan para nada mí.
—¡Son tus hijos, tú los creaste! Poseen la capacidad de acceder al cielo, siempre que se les guíe. El número de almas perdidas es infinitamente mayor que el de las pocas que poseen la sabiduría, experiencia y el don de salvarse. Lo sabes de sobra. ¿Cómo puedes permitir que tantas almas languidezcan en el reino de las tinieblas, se desintegren o se conviertan en espíritus malignos que rondan por la Tierra? ¿Acaso no has venido para salvarlas a todas ellas?
—¡He venido a salvar a las que deseen salvarse! —replicó el Señor—. Ya te lo he dicho; es un ciclo natural, y por cada alma que consigue acceder a la luz del cielo hay miles que fracasan en su empeño. ¿Qué valor tiene el comprender, aceptar, conocer, ver la belleza? ¿Qué pretendes que haga?
—Ayuda a las almas que están perdidas. No las abandones en la región de las tinieblas en su eterno esfuerzo por comprender lo que contemplan en la Tierra. Tu muerte no ha servido sino para empeorar las cosas.
—¿Cómo te atreves a decir eso?
—Es la verdad. Fíjate en este campo de batalla. Tu cruz, que apareció en el cielo antes de que se iniciara la batalla, se ha convertido en el emblema del imperio. Desde la muerte de los testigos que asistieron a tu resurrección, sólo unas pocas almas han accedido a la luz del cielo, mientras que multitud de seres humanos han muerto en los campos de batalla debido a absurdas disputas e incomprensiones y languidecen en el reino de las tinieblas.
—Mi luz es para quienes estén dispuestos a recibirla.
—¡Esa respuesta no me sirve!
Dios Encarnado abofeteó a Memnoch con fuerza. Este retrocedió y desplegó las alas, en un acto reflejo, a fin de echarse a volar. Pero se apresuró a plegarlas de inmediato, haciendo que se desprendieran unas pocas plumas blancas, y se tocó la dolorida mejilla, estaba roja como la sangre, como las llagas que tenía Cristo en los tobillos y las muñecas.
—Muy bien —dijo el Señor—, puesto que te preocupan más las almas descarriadas que tu Dios, te nombro su guardián. Tu reino será el
sheol.
Te ocuparás de preparar a los millones de almas que lo habitan a fin de que un día consigan acceder al reino de la luz. Ninguna se disolverá ni desintegrará más allá de tu poder para rescatarlas; ninguna se perderá, sino que todas estarán a tu cargo, serán tus pupilos, tus seguidores, tus siervos.
»Y hasta que llegue a ese día, hasta que todas las almas que pueblan el
sheol
suban al cielo, tú serás mi adversario, el diablo, condenado a pasar no menos de un tercio de tu existencia en la Tierra que tanto te ha dado y no menos de un tercio en el
sheol
o infierno, como quieras llamarlo, en tu reino. De vez en cuando te concederé la gracia de penetrar en el cielo, bajo tu forma angelical.
»Cuando desciendas a la Tierra asumirás una forma demoníaca. Los mortales te verán como la bestia de Dios, el dios del baile, el vino, la diversión, la carne, todas esas cosas que tanto amas. Tus alas tendrán el color del hollín y las cenizas y ostentarás las patas de un macho cabrío, como el dios Pan. O bien aparecerás ante los mortales con forma humana, sí, te concederé ese don para que puedas mezclarte entre ellos, ya que la especie humana te merece tal admiración. Pero jamás aparecerás ante ellos como un ángel. ¡Jamás!
»No utilizarás tu forma angelical para confundir y desorientar a los mortales, para deslumbrarlos o humillarlos, como hicisteis tú y tus observadores. Pero cuando te presentes ante mí en el cielo deberás mostrar el aspecto que corresponde a un ángel, con la túnica y las alas blancas e inmaculadas. En mi reino asumirás tu forma primitiva.
—¡Yo enseñaré y guiaré a los mortales! —contestó Memnoch—. Déjame hacer las cosas a mi modo en el infierno y los prepararé para que accedan al cielo. Repararé el daño que tu ciclo natural ha provocado en la Tierra.
—De acuerdo, me gustará ver cómo lo consigues —dijo el Hijo de Dios—. Envíame más almas a través de tu purgatorio. Adelante, incrementa mi gloria. Incrementa el
bene ha elohim.
El cielo tiene un poder infinito. Te agradeceré tus esfuerzos.
»Pero no regresarás al cielo de forma permanente hasta haber cumplido tu labor, hasta que el tránsito de la Tierra al cielo incluya a todos los que mueran o el mundo sea destruido, hasta que la evolución haya alcanzado un punto en que el
sheol,
por un motivo u otro, quede vacío. Pero ten presente, Memnoch, que puede que ese día no llegue nunca. No he prometido que el universo deje de evolucionar, de modo que te aguarda una larga y ardua tarea, Memnoch.
—¿Cuáles serán mis poderes en la Tierra? ¿Qué puedo hacer, como dios-macho cabrío o como hombre?