Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—Vayamos al grano —dijo Roger—. Me estoy poniendo nervioso.
—¿Por qué?
—Escucha y no me interrumpas. Hay un dinero que he reservado para Dora y que nadie puede relacionar conmigo. El Gobierno no puede tocarlo, porque gracias a ti no consiguieron detenerme ni acusarme de nada. La información está en el apartamento, en una carpeta de cuero negra que hay en un archivador, junto con los recibos de unos cuadros y estatuas. Quiero que pongas todo eso a buen recaudo. Dejo en tus manos el trabajo de toda mi vida, mi patrimonio, con el fin de que lo conserves para Dora. ¿Me harás este favor? No es necesario que te apresures, fuiste tan hábil al deshacerte de mis restos que tardarán un tiempo en descubrir mi muerte.
—Lo sé. Me pides que actúe como un ángel guardián, que me encargue de velar por Dora y que reciba le herencia que le corresponde...
—Sí, amigo mío, esto es lo que te ruego que hagas. Sé que puedes hacerlo. Y no olvides la obra de Wynken. Si Dora no quiere aceptar esos libros, quédate tú con ellos.
Roger me tocó el pecho con la mano. Sentí un leve golpecito, como una llamada en la puerta de mi corazón.
Roger prosiguió:
—Cuando mi nombre aparezca en toda la prensa, suponiendo que pase de los archivos del FBI a los teletipos, haz que Dora reciba el dinero. Con él podrá construir su iglesia. Dora tiene una personalidad carismática. Puede conseguirlo, si dispone del dinero. ¿Me sigues? Puede hacerlo, al igual que Francisco, Pablo y Jesús. De no haberse convertido en teóloga, habría llegado a ser un personaje importante en cualquier otro ámbito. Cualidades no le faltan. Es muy cerebral. Su teología es lo que la distingue del resto de la gente.
Roger se detuvo. Hablaba muy rápido y yo sentí un escalofrío. Percibía su temor. Pero ¿de qué?
—Voy a repetirte algo que me dijo Dora anoche. Habíamos leído unos párrafos de un libro de Bryan Appleyard, ¿te suena el nombre? Es un columnista de un periódico inglés. Escribió una obra llamada
Comprender el presente.
Tengo un ejemplar que me regaló Dora. En ese libro Appleyard dice cosas en las que Dora cree firmemente, como que todos estamos «espiritualmente empobrecidos».
—Estoy de acuerdo.
—Pero fue otra cosa, algo acerca del dilema de la humanidad, de que uno puede inventar todos los sistemas teológicos que quiera, pero para que funcionen tienen que brotar de lo más profundo de tu ser... Dora dijo... Appleyard lo denomina «la totalidad de la experiencia humana».
Roger se detuvo, distraído.
—Sí, es evidente que eso es lo que Dora busca, que está abierta a esa experiencia —dije, esforzándome por retener la atención de Roger asegurándole que comprendía lo que me decía.
De pronto me di cuenta de que me aferraba a él con la misma desesperación que él a mí.
Pero Roger estaba ensimismado.
Sentí de pronto tal tristeza que no pude articular ni una sola palabra. ¡Yo había matado a ese hombre! ¿Por qué motivo? Sabía que era un individuo interesante y malvado, pero, joder, pude haber... Si permanecía junto a mí tal como aparecía ahora, bajo la forma de un fantasma, ¿por qué no podía convertirse en mi amigo?
Era una idea pueril, egoísta y absurda. Estábamos hablando sobre Dora, sobre teología. Por supuesto que entendía el argumento de Appleyard.
Comprender el presente.
Imaginé el libro. Sí, iría a recogerlo. Lo archivé en mi memoria vampírica. Lo leería de inmediato.
Roger permanecía inmóvil, sin decir palabra.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté—. ¡No vayas a desvanecerte! —exclamé agarrándome a él, sintiéndome insignificante y vulnerable, casi sollozando al pensar que yo lo había matado, que le había arrebatado la vida, y ahora deseaba con todas mis fuerzas aferrarme a su espíritu.
Roger no respondió. Parecía aterrado.
Yo no era el monstruo osificado que creía ser. No corría el peligro de volverme inmune contra el sufrimiento humano. Era un estúpido sentimental.
—¡Mírame, Roger! Sigue hablando.
Roger murmuró algo acerca de que confiaba en que Dora hallara lo que él no había hallado jamás.
—¿Qué? —pregunté.
—Teofanía.
¡Qué palabra tan maravillosa! La palabra preferida de David. Yo la había oído por primera vez sólo unas horas antes, y ahora acababa de pronunciarla Roger.
—Creo que vienen a por mí —dijo Roger de pronto al tiempo que abría los ojos desmesuradamente. Más que asustado, parecía perplejo. Ladeó la cabeza, como si oyera algo. Yo también lo percibí—. Recuerda mi muerte —dijo de improviso, como si acabara de recordarla—. Cuéntale a Dora cómo sucedió. Convéncela de que mi muerte ha purificado el dinero. Ése es el argumento que debes utilizar. He pagado con mi muerte. El dinero ya no está sucio. Los libros de Wynken, todos mis tesoros, ya no están manchados. Mi sangre los ha purificado. Utiliza tu ingenio para convencerla, Lestat.
Oí aquellos funestos pasos.
El ritmo de algo que avanzaba lentamente... y el murmullo de unas voces, cantando, hablando. Noté que me mareaba, que iba a caerme de la silla. Me agarré a Roger, a la barra.
—¡Roger! —grité.
Supongo que todos los clientes del bar oyeron mi exclamación. Roger me miró con una expresión extraordinariamente pacífica, sin mover un músculo. Parecía extrañado, desconcertado.
Vi alzarse las alas sobre mí, sobre él. Vi una inmensa oscuridad que lo envolvía todo, como si brotara de una grieta volcánica en la tierra, y tras ella la luz, una luz hermosísima, cegadora.
—¡Roger! —grité de nuevo.
El ruido de las voces, los cantos, se volvió ensordecedor mientras la figura crecía hasta adquirir unas dimensiones gigantescas.
—¡No te lo lleves! ¡Yo soy el culpable! —exclamé enfurecido, oponiendo mi voluntad a la de aquel ser, dispuesto a despedazarlo con tal de que soltara a Roger. Pero no lo distinguía con claridad. No sabía dónde me encontraba. De pronto se produjo una densa y potente humareda, imparable, y en medio de aquel caos, durante un segundo, mientras la imagen de Roger se iba desvaneciendo, vi el rostro de la estatua de granito, sus ojos, precipitándose hacia mí...
—¡Suéltalo!
El bar no existía, el Village no existía, ni tampoco la ciudad ni el mundo. ¡Sólo ellos!
Tal vez los cánticos no fueran más que el sonido producido por un vaso al romperse.
Luego me sumí en la oscuridad. En la quietud.
Silencio.
Tenía la impresión de haber permanecido inconsciente durante largo rato en un lugar insólitamente apacible.
Al despertarme, aparecí tumbado en la calle.
El camarero estaba inclinado sobre mí, tiritando, y me preguntaba con aquella irritante voz nasal:
—¿Se encuentra bien?
Los hombros de su chaleco negro y las mangas blancas de su camisa estaban salpicados de copos de nieve.
Asentí y me levanté apresuradamente para que el camarero me dejara en paz. Llevaba puesto el
foulard
y tenía la chaqueta abrochada. Las manos estaban limpias.
La nieve, inmaculada y espléndida, caía suavemente a mi alrededor.
Atravesé de nuevo la puerta giratoria y me detuve en la puerta del bar. Vi el lugar donde Roger y yo habíamos estado sentados, vi su copa sobre la barra. Aparte de eso, el ambiente era el mismo. El camarero hablaba con expresión aburrida con un cliente, no había visto nada más que a mí saliendo disparado del bar para caer de bruces en la calle.
Cada nervio de mi cuerpo me decía: huye. ¿Pero adónde? ¿Qué podía hacer? ¿Echar a volar? Me habría atrapado en un instante. No, era mejor mantener los pies bien plantados en el gélido suelo.
¡Te has llevado a Roger! ¿Es por eso por lo que me seguiste hasta aquí? ¿Quién eres?
El camarero alzó la vista sobre el polvoriento mostrador y me miró perplejo. Supongo que debí decir o hacer algo extraño. No, sólo estaba farfullando. Permanecí de pie, en la puerta, llorando estúpidamente. Cuando el que llora es un servidor, significa que derrama lágrimas de sangre. Había llegado el momento de hacer mutis por el foro.
Di media vuelta y salí del bar. Seguía nevando. Pronto amanecería. No tenía por qué caminar bajo aquel frío intenso hasta que despuntara el alba. Lo mejor era ir en busca de una tumba donde acostarme y dormir un rato.
—¡Roger! —sollocé, secándome las lágrimas con la manga de la chaqueta—. ¿Dónde estás? ¡Maldita sea! —El eco de mi voz resonó entre los edificios—. ¡Maldita sea!
De pronto recordé que había oído unas voces confusas y había luchado contra aquella cosa que poseía rostro. ¡Una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable! Vas a marearte, no trates de recordar. Alguien abrió una ventana y gritó:
—Deja de dar esos alaridos.
No trates de reconstruir la escena. Volverás a desmayarte.
De pronto vi la imagen de Dora y temí caer redondo al suelo, tembloroso e impotente y farfullando cosas ininteligibles.
Ésta era la experiencia más cósmicamente espantosa que había vivido.
¿Qué significaba la expresión que mostraba Roger justo antes de desvanecerse? ¿Era una expresión de paz, calma, resignación, o simplemente la de un fantasma que empezaba a perder vitalidad, a desprenderse de su forma fantasmal?
Comprendí que me había puesto a gritar. Un gran número de mortales se había asomado a las ventanas de sus casas para ordenarme que callara.
Seguí caminando.
Me hallaba solo. Lloré en silencio. La calle estaba desierta, nadie podía oírme.
Avancé lentamente, como si me arrastrara, doblado hacia delante, entre amargos sollozos. No noté que nadie se detuviera para mirarme o que alguien se fijara en mí. Deseaba reconstruir mentalmente la escena, pero temía volver a perder el conocimiento. Roger, Roger... Mi monstruoso egoísmo me instaba a ir a ver a Dora, a caer de rodillas ante ella y confesarle que había matado a su padre.
Me encontraba en el centro, supongo. Vi unos abrigos de visón en un escaparate. La nieve se posaba suavemente sobre mis párpados. Me quité el
foulard
y me enjugué el rostro para eliminar cualquier rastro de sangre procedente de mis lágrimas.
Acto seguido entré en un pequeño hotel.
Alquilé una habitación, pagué al contado, di al conserje una generosa propina para que nadie me molestara durante veinticuatro horas, subí a la habitación, eché el cerrojo, corrí las cortinas, cerré la desagradable calefacción, me metí debajo de la cama y me quedé dormido.
El último y extraño pensamiento que se me ocurrió antes de sumirme en un letargo mortal —faltaban unas horas para el amanecer, tenía mucho tiempo para soñar— fue que David se enojaría cuando le explicara lo sucedido, pero que Dora posiblemente lo creería y comprendería...
Creo que dormí durante unas horas. Podía oír los murmullos de la noche en el exterior.
Cuando me desperté, empezaba a clarear. La noche casi había tocado a su fin. El día me ayudaría a olvidar la pesadilla que había vivido. Era demasiado tarde para pensar. Decidí sumirme de nuevo en el profundo sueño de un vampiro. Muerto junto con todos los seres «no muertos» que pululan por ahí, tratando de ocultarse de la luz del día.
De pronto me sobresalté al oír una voz.
—No va a ser tan sencillo —decía ésta con toda claridad.
Me levanté de forma precipitada, volcando la cama, y miré hacia donde creía haber oído la voz. La pequeña habitación del hotel era como una sórdida trampa.
En el rincón había un hombre, un hombre normal y corriente, ni alto, ni bajo, ni apuesto como Roger ni vistoso como yo, ni muy joven ni muy viejo. Era un hombre de aspecto agradable que mantenía los brazos cruzados y un pie cruzado sobre el otro.
El sol apareció sobre los edificios. Su fuego me cegó, impidiéndome por completo la visión.
Me desplomé en el suelo, levemente chamuscado y maltrecho. La cama cayó sobre mí, protegiéndome.
Esto es todo. Quienquiera que fuese aquella aparición, tan pronto como el sol brilló en el cielo sobre el blanco y espeso manto de la mañana invernal yo quedé indefenso.
—Muy bien —dijo David—. Siéntate. Deja de pasearte arriba y abajo. Cuéntame otra vez todos los detalles. Si necesitas beber sangre para reponer fuerzas, saldremos y...
—¡Te lo he repetido mil veces! No necesito beber sangre. La deseo, me encanta, pero no la necesito. Anoche me di un festín con Roger, le chupé la sangre como un demonio glotón. Olvida el tema de la sangre.
—¿Quieres hacer el favor de sentarte?
David se refería a que me sentara a la mesa, frente a él.
Yo me encontraba de pie junto al muro de cristal, contemplando el tejado de San Patricio.
David había alquilado un apartamento ideal en la Torre Olímpica, justo encima de las torres de la catedral. Era un apartamento inmenso, que excedía nuestras necesidades, pero no dejaba de ser un domicilio perfecto. La proximidad a la catedral era imprescindible. Desde mi posición podía ver el tejado cruciforme, las elevadas agujas de las torres; eran tan afiladas que parecían capaces de traspasar a un hombre. El cielo estaba cubierto por un suave y silencioso manto de nieve, igual que la noche anterior.
Yo suspiré.
—Lo siento, pero no deseo volver a hablar de ello. No puedo. O lo aceptas tal como te lo he contado o... acabaré loco.
David permaneció sentado tranquilamente. Había alquilado el apartamento ya amueblado. Ostentaba el llamativo estilo del mundo de los ejecutivos, con mucha caoba, cuero, pantallas de color crema, tapicerías en tonos tostado y oro que, supuestamente, no ofendían el buen gusto de nadie. También había flores. David había encargado muchas flores, y el ambiente estaba impregnado de perfume.
La mesa y las sillas eran armoniosamente orientales, de influencia china, muy en boga por aquel entonces. Creo recordar que había también un par de urnas.
Más abajo alcanzaba a ver la fachada de San Patricio que daba a la calle Cincuenta y uno, así como la gente que circulaba por la Quinta Avenida bajo la nieve. El apacible espectáculo de la nieve.
—No disponemos de mucho tiempo —dije—. Tenemos que ir al apartamento de Roger y cerrarlo a cal y canto o trasladar todos sus tesoros. No permitiré que nadie toque la herencia de Dora.
—Está bien, pero antes quiero que describas otra vez a ese hombre, no el fantasma de Roger ni la estatua ni el ser alado, sino al individuo que viste de pie en un rincón de la habitación del hotel, cuando salió el sol.