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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar II: Curandera Jedi (33 page)

BOOK: Medstar II: Curandera Jedi
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Oculta en la manga derecha de su abrigo tenía una pequeña pistola láser.

—Hablando de presión —dijo Jos—, yo creo que tú también estás bajo mucha presión. ¿Cómo pudiste, Klo? ¿Qué te llevó a traicionar a tus amigos? ¿A tus clientes? ¿A matar a gente que conocías, gente con la que trabajabas, con la que comías, con la que jugabas a las cartas?

Dispara. Dispara y vete. Cada segundo que desperdicies con él te pondrá en mayor peligro.

—¿Has oído hablar alguna vez del sistema Nharl? —preguntó Merit.

—No.

—Eran cinco planetas alrededor de un sol. Uno de ellos era mi planeta, Equanus. ¿Sabes por qué no se ven muchos equanis por la galaxia, Jos? Porque quedamos muy pocos, cientos, miles como mucho, de una especie que en su momento superó los mil millones de seres. ¿Y sabes por qué quedamos tan pocos? Porque sólo sobrevivimos los que hace dos años, seis meses y tres días no estábamos en nuestro planeta.

Merit nunca había contado esa historia a nadie. Sabía que era una idiotez, incluso algo suicida, pero fue como si se le hubiera abierto una presa , psíquica. No sabía si podría detener las palabras, por mucho que deseara hacerlo.

—Hace dos años, seis meses y tres días, una llamarada solar brotó de nuestro sol situado a diez minutos luz. Una erupción enorme, insólita, mucho mayor que la que haya producido cualquier estrella en diez millones de años. Un estallido de tanta fuerza que Equanus se abrasó. La atmósfera y los océanos se evaporaron en cuestión de minutos; la tierra se convirtió en ceniza carbonizada. Nuestros científicos supieron que ocurriría, pero ya era demasiado tarde. Llegó antes de que nadie tuviera la menor esperanza de escapar. Supieron que iba a ocurrir, y supieron que no podían hacer nada. Las líneas de comunicación del planeta quedaron saturadas por todas las personas que llamaron para decirse adiós.

Podía percibir que Jos le escuchaba; pudo sentir que la rabia del humano se mitigaba ligeramente, y vio que le había aturdido el impacto de tantas muertes. Era lógico, se trataba de un médico. La verdad era que, en ese momento, a Merit le daba igual, como le daba igual caer bajo fuego amigo al minuto siguiente. Lo único que le importaba era contar su historia.

—Todos los equani, casi mil millones de seres... nuestro arte, nuestra civilización, nuestras esperanzas, sueños, todo, quedaron reducidos a cenizas en un momento, Jos. Se fueron. Murieron. Para siempre.

—Lo... siento —repuso Jos despacio—. ¿Pero qué tiene que ver eso con esto?

Hizo un gesto con la pistola, como para abarcar la situación en la que se encontraban, y Merit podría haber aprovechado el momento para matarlo, para reventarle el pecho con su arma de mano.

Pero no lo hizo.

—¿Que qué tiene que ver con esto? Es muy sencillo: esa explosión solar no fue un desastre natural, doctor. La República, la gloriosa, maravillosa y benigna República Galáctica y sus líderes militares estaban probando una nueva arma. Un revienta—planetas, un superartefacto para desarrollar una especie de estación de combate definitiva. La dispararon contra el sol, y fallaron. Los científicos y militares que crearon esa abominación tenían una base en nuestra luna. La explosión también los alcanzó a ellos. Es poco consuelo para mí y para los equani que no estaban en el planeta cuando éste fue asesinado.

—Yo..., yo no sabía nada de esto.

—Claro que no. No es algo que la República esté ansiosa por dar a conocer a la galaxia. Lo taparon, pero yo me las arreglé para averiguarlo. La República acabó con mi especie, Jos. Ni juntando a todos los supervivientes habría suficiente como para repoblar otro planeta. Sí, puedes decirme que aquellos que pulsaron el botón también murieron, pero ¿qué pasa con los que les enviaron allí? ¿Qué pasa con los burócratas responsables de ello? Ellos siguen riendo, amando, comiendo y durmiendo... Siguen vivos. ¿Me preguntabas por qué? Pues por eso, Jos.

La mano con la que Jos sujetaba el arma descendió ligeramente, y, por un momento, Merit pensó que quizá, sólo quizá, su antiguo amigo y paciente daría marcha atrás. Pero entonces la expresión y la postura de Jos se reafirmaron.

—No puedo ni imaginarme cómo te sentiste —dijo él—, pero sé cómo me siento yo. Puede que la muerte de un solo ser no pueda compararse con la muerte de un planeta entero, pero la pérdida es la pérdida. El dolor es dolor. ¿Crees que los padres de Zan sienten menos dolor que tú?

—¡Han perdido a un hijo! ¡Yo perdí a mi planeta! ¡Cientos de millones de hijos, hijas, madres y padres, Jos! No puedes comparar. Fue un crimen desmedido.

Jos negó con la cabeza.

—Independientemente de las razones que tuvieras, del dolor..., lo que hiciste estuvo mal.

—Es obvio que yo veo las cosas de otro modo —Merit abrió las manos.

Ahora tenía el brazo derecho apuntando directamente a Jos. Sólo debía flexionar la muñeca—. Bueno. ¿Qué vas a hacer, Jos? ¿Me vas a disparar? —De verdad que no quiero, Klo, ni siquiera tras lo que has hecho. Pero no puedo dejar que te vayas. Barriss ha ido a avisar a Vaetes. Pronto vendrán los de seguridad.

Merit negó con la cabeza.

—Pero yo no estaré aquí jos.

—Sí que estarás.

Un momento antes, Merit habría jurado que Jos le dispararía. Pero ahora, tras escuchar su historia, el mentalista se dio cuenta de que algo había cambiado. La resolución del hombre ya no era tan firme.

—No vas a utilizar esa arma, Jos. Te conozco. Eres médico, un hombre compasivo. Salvas vidas, no las quitas. Te he visto en ocasiones aguantar durante un día entero, completamente exhausto, apenas capaz de mantenerte en pie, sólo por salvarle la vida a un clan. No puedes hacer esto. Va en contra de todo lo que eres.

Jos no era hombre de armas. Merit sabía que podía matarle en un abrir y cerrar de ojos. Pero no lo necesitaba. Jos no iba a disparar.

Merit empezó a retroceder hacia la puerta.

—¡No lo hagas, Klo!

~

Jos apuntó a Klo con la pistola láser.

—¡No lo hagas, Klo!

El gran equani siguió retrocediendo.

Jos recordó la visión de Zan muerto en el suelo de aquella nave. Él mismo había sufrido lesiones entonces, y las contusiones apenas le permitieron moverse. Le había costado sudor y lágrimas arrastrarse por el suelo para llegar hasta su amigo.

Matar a Merit no le devolvería a Zan. La venganza no le devolvería a nadie. Y Klo tenía razón: Jos salvaba vidas, no las quitaba.

Pero si Klo se iba, continuaría trabajando para los separatistas, continuaría haciendo daño a la República. ¿Cuántos morirían debido a aquel odio, a esa necesidad de venganza? Fueran uno o mil, si le permitía escapar, la responsabilidad de esas muertes recaería también sobre sus hombros. Porque él podría haber detenido a Klo Merit. Allí. Ahora.

—¡Klo!

Merit dio otro paso atrás. El sensor de proximidad de la puerta trasera registró su presencia y se abrió.

Jos respiró hondo, apuntó... y disparó.

Hubo una explosión, un estruendo de trueno, una luz cegadora. El dolor le atravesó. Gritó, se sintió caer...

41

L
a cúpula de fuerza explotó.

Irónicamente, fue un rayo de la tormenta, y no de partículas, lo que acabó por sobrecargar la barrera. Por un lado, fue una suerte, como reflexionó Den, aunque el rayo fue lo bastante potente como para ponerle a todo el mundo los pelos, los tentáculos o lo que fuera, de punta, ya que ese rayo no llegó acompañado de lo realmente horrible, que eran los rayos gamma. Pero los agradecimientos tendrían que quedar para más tarde. En ese momento, Den estaba demasiado ocupado ocultándose bajo una mesa en la cantina como para pensar en otra cosa que no fuera escapar. Las naves llevaban una hora trasladando pacientes, y sabía que los siguientes en subir a bordo serían los civiles como él. Después le tocaría a los oficiales y, por último, y siempre que quedara alguien para entonces, los soldados clan.

Ese orden le parecía estupendo. En lo que a él se refería, tenía intención de ser el primero en la cola de los civiles.

I-Cinco estaba a su lado, agazapado bajo la mesa. Los fotorreceptores del androide estaban oscuros; había optado por apagarse cuando el juego entre las fuerzas elementales llegó a su apogeo. Aunque su cubierta solía bastar para soportar las ondas electromagnéticas, ¿por qué arriesgarse? Acababa de recuperar su memoria y no quería volver a perderla.

Den encendió el interruptor de la nuca de I-Cinco.

—Nos vamos —le dijo.

— Tú quizá. La salida de los androides está programada para después de las tropas, si mal no recuerdo.

Den cogió a I-Cinco de la mano y tiró de él hacia la puerta. La cantina estaba desierta. El personal y los camareros ya estaban en los hangares de lanzamiento, esperando a embarcar. Vio varias cajas de vinos de cosecha y alcohol que le hubiera encantado llevarse consigo, pero dudaba que reunieran los requisitos necesarios.

—No eres un androide —dijo Den mientras ambos salían del edificio hacia la tarde llena de humo.

—¿Ah, no?

—No. Eres un enviado diplomático en misión para los Jedi. Eso te lleva directamente al principio de la cola —un impacto de mortero a menos de un klick les llenó de barro—. Suponiendo que lleguemos a la cola —añadió.

—¿No pasamos ya por esto hace unos meses?

—Sí, pero la última vez sólo perseguían hacer retroceder las líneas enemigas para hacerse con más bota. Esta vez quieren eliminarnos. Ya no les queda nada que perder.

Otra explosión, esta vez demasiado cerca. Apenas se hacían intentos de levantar el campamento, según pudo ver Den. Los androides trabajadores se concentraban en salvar las provisiones y lo poco que quedara de bota útil.

Den tropezó y estuvo a punto de caer en un cráter. I-Cinco tiró de él y le puso en pie de nuevo.

—La pista está ahí delante —dijo el androide—. A poco más de quince metros.

Den intentó responder, pero de repente todo se llenó de un humo ácido, llenándole los agujeros de la nariz. Tosió, luchando por respirar aire limpio, pero no lo consiguió.

De repente sintió que le alzaban por los aires. I-Cinco le estaba llevando en brazos, avanzando a largas zancadas hacia el hangar de despegue. Den intentó respirar, pero siguió sin conseguirlo.

Me está llevando con mucha más facilidad que la que yo tuve para llevar la quetarra de Zan, pensó. Y fue el último pensamiento coherente que tuvo en un tiempo.

42


M
ira... ya vuelve en sí —dijo la voz de Barriss. Sonaba hueca, como procedente de un pozo.

Jos intentó abrir los ojos, pero la luz blanca le cegó.

—Zan —intentó decir—. No lo hagas. No te mueras...

Pero ya era demasiado tarde. Y sabía que si abría los ojos vería el cuerpo sin vida de Zan tumbado sobre la cubierta. Y no quería verlo, no quería verlo otra vez...

—Jos —sintió unas manos cálidas—. Jos, soy Barriss. Todo va bien.

Vuelve con nosotros.

Jos abrió los ojos. La luz no fue tan intensa en ese momento. Parpadeó Y se centró en Tolk, que lloraba sonriendo mientras le miraba.

—¿Dónde estamos?

—En el hangar de heridos uno de la MedStar —dijo ella.

Jos se apoyó sobre un codo.

—¡Auch! —le dolía la cabeza. Se tocó la venda de sintocarne de la cabeza. Uli le quitó la mano.

—Cuidado, campeón. Tienes suerte de seguir vivo. Se te cayó el techo encima. Tienes una contusión.

—Merit —susurró Jos—. ¿Qué pasó? ¿Está...?

—Está muerto, Jos —dijo Barriss con suavidad.

Jos vio al coronel Vaetes y al almirante Keros de pie junto a Tolk y Barriss.

—Merit intentaba escapar. Yo le disparé —dijo Jos.

— Hiciste lo correcto, Jos —repuso Vaetes.

—Sí —añadió el tío Erel—. Impediste la huida de un peligroso agente enemigo, arriesgando tu propia vida.

—Cuando Uli, los de seguridad y yo llegamos allí te encontramos a ti inconsciente y a Merit muerto. Llevaba un arma escondida en la manga, pero no tuvo oportunidad de usarla. Uli te metió en el transporte —alzó la mano derecha para saludarlo en silencio—. Bien hecho, capitán —bajó la mano y añadió—: Estoy orgulloso de ti, sobrino.

—No estoy seguro... —dijo Jos.

—¿De qué?

—De si lo hice porque sabía que iba a causar más muertes y dolor o por...

—se quedó en el aire.

—¿Por Zan? —dijo Tolk.

Jos asintió.

— Da igual. Había que detenerlo. Tú lo conseguiste. De lo demás ya nos ocuparemos luego. Tenemos tiempo de sobra.

Era cierto, lo había hecho. Había matado a otro ser vivo. Daba igual el porqué, daba igual si había una razón buena y adecuada para ello. Él, un médico, había destruido una vida. Jos sabía que le quedaban unas cuantas noches de insomnio por delante como resultado.

Pero, como dijo Tolk, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Jos empezó a agitar la cabeza confuso, y gruñó.

—Cuidado —dijo Uli—. Tienes que dejar que el pegamento se seque.

—¿Y el Uquemer? ¿Qué ha pasado?

—Mira —la voz de Den se oyó cercana. El periodista e I-Cinco acababan de entrar, y Den señaló un ventanal. Tolk y Barriss ayudaron con cuidado a Jos a levantarse.

El cuadrante inferior del continente sur parecía estar completamente en llamas: las espesas nubes de humo se repartían por la atmósfera superior, vagando sobre el mar de Kondrus.

—Adiós a la bota —murmuró Den.

—Los separatistas también han emprendido la huida —dijo Vaetes—.

Hemos conseguido salvar la mayor parte de las tropas.

—¿Cómo? —preguntó Vli—. Daba la impresión de que iban a aplastarnos.

—Así —dijo Vaetes, señalando a otro ventanal. Uli se acercó y miró hacia afuera.

—¡Vaya!

Barriss vio por el lado de babor una nave enorme en forma de cuña, cargada de armamento, avanzando lentamente hacia ellos.

—Es un destructor estelar de la República —dijo ella—. Clase Venator.

—El Resolución. Lo han enviado para barrer esto y escoltamos de vuelta a los sistemas del Núcleo —dijo el almirante—. La batalla de Drongar ha terminado. Allí ya no queda nada por lo que luchar. Hemos salido con dos toneladas métricas de bota que los androides están sellando en carbonita lo más rápido que pueden. Todavía no tenemos información sobre cuánto se han llevado los separatistas.

—Dada la intensidad de su bombardeo de saturación, me sorprendería que hubieran conseguido mucho —musitó Vaetes.

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