—Hola, Elner —dijo—. ¡Te estaba esperando!
Habría reconocido aquella voz en cualquier parte.
—¡Vaya, si eres tú!
—¡Sí, soy yo! —dijo Dorothy, dando palmas de alegría—. ¿Sorprendida?
—Sorprendida es poco.
Después de abrazarse, Elner dijo:
—Cielo santo. Ida no me ha dicho nada. Yo no tenía ni idea de que volvería a verte. Deja que me siente y te mire. —Se acercó a la silla que había frente a Dorothy y se quedó mirándola fijamente, moviendo la cabeza de un lado a otro sin salir de su asombro—. Bueno…, pues si eres tú, es un placer verte. Dios santo, ¿cómo estás?
—Oh, de maravilla, Elner, ¿y tú?
Elner meneó la cabeza y se puso a reír.
—Cariño, si te digo la verdad, en este momento lo ignoro. Evidentemente, estoy muerta, pero no tengo la menor idea de qué está pasando. Ida sólo me ha dicho que iba a conocer a mi Creador. ¿Estoy en el lugar adecuado?
Dorothy sonrió.
—Lo estás, en efecto, y no sabes cuánto me alegro de verte, Elner.
—Yo también de verte a ti; ha pasado tanto tiempo. Y estás estupenda.
—Gracias, Elner. Tú también.
—Oh, bueno —dijo riéndose—, desde la última vez que te vi he aumentado unos kilos, pero me encuentro bien…, salvo que me he caído de la higuera, por eso aún llevo esta bata vieja; hoy ni siquiera me he vestido para salir.
—Ya lo sé —dijo Dorothy con tono comprensivo—. Has tenido una mala caída.
—Sí, ¿verdad? Pero creo que no me he roto nada. Hasta ahora no he sentido dolor.
—Bien. Aquí no queremos huesos rotos —dijo Dorothy.
Elner se reclinó en la silla, cruzó los pies, echó un vistazo a la habitación y reparó en
Dumpling
y
Moe
, los dos canarios amarillos de Dorothy, más gordos que nunca y piando en su jaula. También vio la araña de cristal blanco opaco que todavía colgaba sobre la mesa del comedor, así como en las cortinas con guirnaldas.
—Todo está exactamente igual. Siempre me encantó tu casa, Dorothy.
—Ya lo sé.
—Y también tu programa, todo el mundo lo echó mucho de menos cuando dejaste de emitirlo. No ha habido otro mejor que el tuyo. Ahora por la mañana están Bud y Jay, que son bastante buenos, pero no dan recetas como las que dabas tú.
—No, qué tiempos aquéllos…
Elner miró alrededor y dijo:
—Huelo a algo rico, no será que tienes una tarta en el horno, ¿verdad?
—Pues sí —confirmó Dorothy—. Una tarta de caramelo, y en cuanto esté hecha, tú y yo vamos a probarla.
—Oh, vaya, tarta de caramelo, mi favorita —recordó Elner.
—Lo sé, me acuerdo perfectamente
—Entonces —dijo Elner, muy contenta ante la perspectiva de la tarta— ¿estoy en una especie de compás de espera, descansando, tomando un tentempié, antes de ir a mi destino final?
Dorothy sonrió y dijo:
—No, cariño, es aquí.
—¿Aquí? —dijo una sorprendida Elner—. Estoy muy confusa… ¿Eres tú a quien yo tengo que ver? No serás el Creador, ¿verdad?
Dorothy se puso a reír.
—Sí, al menos uno de ellos, de hecho somos dos, pero quería saludarte primero antes de ir a la reunión. Eras una de mis personas preferidas. Lo pasaba en grande contigo, con todas esas preguntas disparatadas.
—Bueno, gracias —dijo Elner—. Siempre fuiste alguien especial, pero… pensaba que eras una persona normal, jamás se me pasó por la cabeza que fueras otra cosa que mi amiga, pero ahora siento vergüenza…, nunca llegué a imaginar que eras… Bueno, quien eres. ¿Esto me perjudicará?
Dorothy negó con la cabeza.
—No, y no tienes que sentir vergüenza por nada.
—¿No?
—No, la Dorothy Smith que conociste era la verdadera Dorothy Smith, yo sólo estoy hablando contigo adoptando su apariencia, como si fuera un doble. Nos gusta valernos de una forma familiar, con la que el otro se sienta cómodo; no queremos asustar a nadie, como es lógico. ¿Estás asustada?
—No, sólo un tanto desconcertada. ¿Dices que eres como ella, pero que no eres realmente la vecina Dorothy?
—Exacto, aunque en cierto modo sí lo soy. Hay una pequeña parte de nosotros en todo el mundo.
Elner hizo todo lo posible por entenderlo.
—Oh, querida, creo que aún estoy confundida. ¿Qué significa «nosotros»? Ida me ha dicho que iba a conocer a mi Creador, y si tú no eres tú, ¿quién es ese perro de ahí? ¿Es la
PrincesaMary Margaret
o sólo un impostor que finge serlo?
Dorothy rompió a reír.
—Te prometo que no es tan complicado. Espera y verás, en realidad el asunto es muy sencillo. Ven conmigo, cariño, quiero que conozcas a alguien.
12h 16m (10h 16m hora del Pacífico)
Tras pasar un rato viendo a la tía Elner, Macky regresó a la sala de espera y se sentó al lado de Norma. La enfermera que se había quedado con ella preguntó si podía ayudarles en algo, si querían que llamara a alguien, por ejemplo, y entonces Norma dijo:
—Oh, Macky, has de llamar a Dena. Dile que la avisaremos lo antes posible sobre el entierro… —Norma estalló nuevamente en sollozos al oír la palabra «entierro». La enfermera le pasó el brazo alrededor de los hombros y trató de consolarla—. Lo siento —dijo—. Es que es tan difícil de creer… Vamos, Macky, llama a Dena. No te preocupes por mí.
—Tendré que llamar a cobro revertido.
—Dile a la operadora que es una urgencia —dijo Norma.
Macky se levantó de mala gana y salió otra vez al pasillo. Le fastidiaba hacer esa llamada, con la de Linda ya había tenido bastante. Si hubiera dependido de él, habría esperado a estar de regreso en casa, pero supuso que Norma sabía más de esas cosas. Las mujeres parecían conocer mejor las reglas sobre bodas y funerales. Pero no iba a hacer una llamada telefónica de urgencia. La pobre mujer estaba muerta; por lo que a él le alcanzaba no había urgencia alguna. Haría una llamada normal a cobro revertido. Dena Nordstrom O'Malley era prima segunda de Norma, sobrina nieta de la tía Elner. Aunque sabía que ésta era ya muy mayor, cuando Macky se lo dijo se quedó muda de sorpresa, igual que todos. Una noticia así es siempre lo último que uno espera oír.
Tras colgar el teléfono, Dena se quedó quieta un momento pensando si llamaba o no a su marido, pero decidió esperar y decírselo en persona cuando llegara a casa a almorzar. No había prisa; había sucedido hacía poco y ni siquiera sabían cuándo sería el entierro. Se sentó en la silla de la galería y miró al patio, y de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas que acto seguido surcaron sus mejillas. No veía a la tía Elner desde la boda de Linda.
Desde que su esposo Gerry fue nombrado director del departamento de Psiquiatría del Centro Médico de la Universidad de Stanford y ella empezó a dar clases de periodismo, estaban tan ocupados que no habían tenido ocasión de ir a visitar a la tía Elner. La última vez que habló con ella por teléfono fue justo la semana anterior. La tía Elner, que nunca entendió lo de las dos horas de diferencia entre Misuri y California, había llamado a las cinco de la mañana tremendamente agitada. Cuando Dena descolgó, la tía le dijo:
—Dena, ¿sabías que una semilla de sandía puede producir una sandía que pesa doscientas mil veces más? Es increíble, ¿no?
—Desde luego —dijo Dena medio dormida.
—Y ahí viene lo que quiero saber. ¿Cómo se las arregla esa pequeña semilla negra para hacer que la capa externa de la sandía sea verde y el interior de la corteza blanco y el resto rojo? ¿Tú lo entiendes? ¿Cómo sabe lo que tiene que hacer?
—Lo ignoro, tía Elner.
—Será uno de los misterios de la vida, ¿verdad?
Dena colgó y volvió a la cama.
Ahora, al recordar esa última conversación, se dio cuenta de lo mucho que echaría en falta hablar con Elner. Durante los últimos quince años, habían charlado al menos una vez a la semana. Mientras Dena permanecía sentada y seguía dándole vueltas, reparó también en que debía buena parte de su vida y su felicidad actuales al hecho de haber conocido a Elner. Se marchó de Elmwood Springs con su madre cuando era todavía un bebé, y cuando regresó ya era una mujer hecha y derecha, aunque no deseaba volver. Dena era una de las nuevas promesas entre las periodistas de la televisión. Había regresado únicamente porque estaba enferma y necesitaba un lugar donde restablecerse. Para ella, Elner era sólo una mujer de campo, y desde luego no muy inteligente, al menos no según los criterios de inteligencia que ella manejaba.
Antes de caer enferma, la principal prioridad de Dena había sido su carrera, progresar, perseguir el éxito y el dinero. Jamás se le había ocurrido que hubiera nada más importante, por lo que una mujer que vivía en condiciones muy humildes y se mostraba conforme con su situación era para ella un enigma. Tras vivir diez años en Nueva York, Dena no podía creer que aquella mujer no cerrara nunca las puertas, que ni siquiera tuviera llave de su casa. Y Elner era la primera persona que conocía que parecía realmente contenta; y Dena no lo entendía. Pensaba que Elner quizás era algo candorosa, y que su fascinación casi infantil por la naturaleza reflejaba simplemente una falta de sofisticación. «Santo Dios, ¿cómo puede uno entusiasmarse tanto por haber encontrado un trébol de cuatro hojas?»
Antes de abandonar Nueva York, Dena no había prestado la menor atención a la naturaleza, jamás había visto salir o ponerse el sol a no ser por casualidad. Rara vez había reparado en la luna o las estrellas, ni siquiera en el paso de una estación a otra, aparte de los cambios que ello suponía en la indumentaria. Y por encima de todo, le resultaba imposible comprender por qué alguien se tomaba la molestia de ver cada mañana la misma salida de sol, y la misma puesta de sol cada atardecer. En lo que a ella se refería, vista una, vistas todas. Pero un día la tía Elner le dijo:
—Oh, cariño, nunca es lo mismo, cada mañana hay un amanecer totalmente distinto, y cada anochecer un crepúsculo también diferente, y nunca vuelven a ocurrir de la misma forma. —Y añadió—: La pregunta que te hago es cómo demonios puedes perderte siquiera una. Es mejor que cualquier película, y además gratis.
Dena tardó un poco, pero después de estar todas las tardes con Elner, sentada a su lado y observando cómo se ponía el sol tras los campos de detrás de la casa, llegó a entender de qué hablaba. La tía Elner le dijo que se fijara en el fugaz destello verde que se producía en el preciso instante en que el sol se escondía tras el horizonte. La primera noche que se sentó al aire libre con ella, la tía Elner le dijo:
—Mira, Dena, para observar las puestas de sol hay un secreto. La mayoría de las personas cree que una vez que el sol ha desaparecido, ya está. Dejan de mirar demasiado pronto, pues la parte realmente bonita sólo está empezando.
La tía Elner tenía razón, por supuesto, y todas las tardes se sentaban en el patio y se quedaban mirando hasta que se desvanecían los últimos rayos y el cielo se volvía negro azulado y aparecía la primera estrella.
La tía Elner decía:
—Yo no podría acostarme si no le pidiera un deseo a la primera estrella, ¿y tú? —Dena siempre quiso saber cuáles eran los deseos de la tía Elner, pero cuando preguntó, ésta sonrió—. Si te los digo, no se harán realidad, pero sí te puedo decir que son buenos.
Dena cambió mucho desde entonces. La tía Elner fue la primera que le abrió los ojos, que le hizo ver las cosas que siempre habían estado justo delante de ella, las cosas ante las que no se había detenido el tiempo suficiente para mirarlas. Más adelante, acabó dándose cuenta de lo inteligente que era en realidad la tía Elner, y pasó a no perderse casi nunca las puestas de sol. De repente la invadió otra oleada de tristeza al comprender lo solitario que sería el mundo a partir de ahora.
Dorothy y Elner recorrieron el pasillo, dejando atrás el viejo arcón de cedro, y cuando llegaron a la última puerta de la derecha, Dorothy llamó dando unos golpecitos.
—¿Raymond? ¿Podemos entrar?
—Claro, adelante —respondió una voz de hombre.
Elner se arregló la bata.
—Dorothy, ¿voy bien para encontrarme con alguien? Ojalá no llevara esta bata vieja.
—Vas muy bien —dijo Dorothy, que acto seguido abrió la puerta.
Dentro de la habitación, Elner vio a un hombre anciano, bien parecido, con el pelo brillante y plateado, sentado frente a una gran mesa. Era exactamente igual que el esposo de Dorothy, el doctor Smith, ¡que había sido el farmacéutico de la vieja farmacia Rexall de Elmwood Springs! Dorothy la hizo pasar, y dijo:
—Raymond, mira quién está aquí —y él se puso en pie inmediatamente, rodeó la mesa, y con una enorme y cordial sonrisa estrechó entusiasmado la mano de Elner.
—Bueno, qué tal, señora Shimfissle, ¡me alegro de verla! Dorothy me ha dicho que llegaría hoy. Siéntese, por favor, póngase cómoda, y disculpe por el desorden. —Le indicó la habitación, abarrotada de mapas, carpetas y papeles desparramados por todas partes—. Procuro tenerlo todo en su sitio, pero como puede comprobar el resultado no es muy satisfactorio.
Mientras él quitaba varios libros y papeles de una silla para que ella pudiera sentarse, Dorothy le hizo un comentario a Elner:
—Para mí es un misterio cómo encuentra algo aquí, pero al final lo consigue.
—Oh, no pasa nada —dijo Elner—, tendrías que ver mi casa.
Mientras se acercaba a la silla, Elner se sintió secretamente contenta al observar varias tazas de café sucias en el suelo y polvo en las estanterías; como siempre había sospechado, la limpieza, o la pulcritud si vamos a eso, no estaba forzosamente ligada a la devoción y la santidad. «Norma se llevará una buena sorpresa cuando vea esto», pensó. Echó un vistazo a la habitación y vio una pared con miles de fotos de bebés, y también le gustó ver en una esquina un gran gato blanquinegro durmiendo en el asiento junto a la ventana, el vivo retrato de
Trasto
, el gato que solía dormir en la ventana del taller de reparación de calzado La Pata del Gato, en el centro de Elmwood Springs.
Dorothy se sentó en la otra silla y le dijo a Raymond:
—Cariño, Elner quiere hacerte unas preguntas; he pensado que sería mejor que hablara con los dos.
Raymond se recostó en la silla y se quitó las gafas.
—Por supuesto, me encantará responder a todas sus preguntas, señora Shimfissle.
Fue entonces cuando Elner reparó en una pequeña placa dorada colocada en el borde de la mesa donde ponía «Ser Supremo», por lo que no estaba segura de cómo dirigirse a él. Lógicamente no quería cometer errores a esas alturas y preguntó: