Yo estaba mucho más feliz que los protagonistas de aquella historia cruel de Bujara mientras pasaba con mis dedos congelados las páginas de aquellos libros que llevaba cuarenta años imaginando y las contemplaba a medianoche en la fría sala del Tesoro. Me excitaba de tal manera tener entre mis manos antes de quedarme ciego y morir ciertos libros cuya historia legendaria había escuchado durante toda mi vida, que, a veces, al ver que una de las páginas que abría era aún más prodigiosa que la leyenda que había oído, susurraba: «Gracias, gracias, gracias, Dios mío».
Por ejemplo, cuando hace ochenta años el sha Ismail cruzó el río y recuperó por la fuerza de la espada Herat y todo el Jurasán de los uzbecos, nombró a su hermano Sam Mirza gobernador de Herat, y su hermano, para celebrar tan feliz acontecimiento, ordenó preparar un libro reescribiendo y haciendo ilustrar el llamado
Encuentro de las estrellas
, en el que se narra una leyenda parecida al hecho del que fue testigo Emir Hüsrev en el palacio de Delhi. Una de las imágenes de dicho libro, según yo había oído por la leyenda, mostraba a dos soberanos encontrándose a orillas de un río y celebrando sus victorias y su encuentro, y las caras de los dos soberanos se parecían tanto a la de Keyhubat, sultán de Delhi, y su padre, Bugra Jan, señor de Bengala, cuyas historias se narraban en el libro, como a las del sha Ismail y su hermano, Sam Mirza, que lo habían originado. Estaba absolutamente seguro de que en la tienda del sultán aparecerían los rostros de los protagonistas de cualquiera de las dos historias que en ese momento tuviera en la mente y le agradecí a Dios que me hubiera dado la oportunidad de ver aquella página milagrosa.;En una ilustración del jeque Muhammad, otro de los grandes maestros de aquel mismo tiempo legendario, había un pobre siervo, cuyo fervor y cariño por su soberano habían llegado al extremo del amor y que había estado esperando pacientemente largo rato mientras el sultán jugaba al polo con la esperanza de que la pelota fuera hacia él y así pudiera recogerla del suelo y entregársela, y que había sido representado cuando, después de que la pelota llegó por fin hasta él y pudo recogerla del suelo, se la entregaba a su sultán. Tal y como había oído miles de veces, la admiración, la sumisión y el amor debidos que un pobre siervo siente por un insigne jakán o un glorioso sultán, o bien los que siente un joven y apuesto aprendiz por un gran maestro, estaban representados con tal delicadeza y una comprensión tan profunda en la manera en que el siervo extendía los dedos que sostenían la pelota y en la forma que tenía de no atreverse a mirar a la cara del sultán, que, tal y como yo podía sentir en ese momento en lo más profundo de mi corazón, se podía comprender que en este mundo no hay mayor felicidad que la de ser aprendiz, con una sumisión rayana en la esclavitud, de un gran maestro, tanta como la de ser maestro de jóvenes, hermosos y comprensivos aprendices, y sentía pena por aquellos que eran incapaces de entender esa verdad.
Mientras pasaba las páginas y observaba rápidamente pero con toda mi atención miles de aves, caballos, soldados, enamorados, camellos, árboles y nubes, el alegre enano del Tesoro sacaba más y más tomos de los baúles y los dejaba ante mí presumiendo con tanta desvergüenza como si fuera un sha de los tiempos antiguos que hubiera encontrado la ocasión de exhibir sus riquezas. De entre aquellos libros maravillosos, volúmenes vulgares y confusos álbumes surgieron dos ejemplares extraordinarios de rincones distintos de un baúl de hierro, el uno encuadernado al estilo de Shiraz en color cereza madura y el otro con las cubiertas, lacadas en color oscuro por influencia china, hechas en Herat, cuyas páginas se parecían tanto que en un primer momento pensé que habían sido copiados el uno del otro. Intentando descubrir cuál era el original y cuál la copia, seguí los nombres de los calígrafos en el colofón, busqué las firmas secretas que pudiera ver y por fin, con un escalofrío, comprendí que aquellos dos volúmenes de Nizami eran los libros legendarios que el Maestro Ali, el jeque de Tabriz, había hecho para Cihan Sha, jakán de los Ovejas Negras, y Hasan el Largo, jakán de los Ovejas Blancas. Cuando el sha de los Ovejas Negras lo dejó ciego para que no pudiera hacer un libro igual al primero, el gran maestro ilustrador buscó refugio junto al jakán de los Ovejas Blancas y pintó de memoria uno aún mejor. El ver que en el segundo de aquellos libros legendarios, el que había ilustrado ya ciego, las pinturas eran más puras y simples mientras que en el primero los colores eran más vigorosos y llenos de vida, me recordó que la memoria de los ciegos saca a la superficie la cruel simplicidad de la existencia pero mata su vigor.
Como sé que soy un verdadero gran maestro, como por supuesto lo sabe también el Altísimo Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, soy consciente de que algún día me quedaré ciego, pero ¿es eso lo que deseo ahora? Como el condenado a muerte que quiere ver por última vez el paisaje antes de que le corten la cabeza, le dije a Dios «Permíteme ver todas estas ilustraciones y llenarme la mirada con ellas», porque en la extraordinaria y terrible oscuridad de aquella sala del Tesoro repleta de objetos se podía sentir muy de cerca la presencia de Dios.
A menudo, gracias a la divina Providencia, surgían parábolas sobre la ceguera entre las leyendas de las páginas que hojeaba. El jeque Ali Riza de Shiraz, que había pintado las hojas del plátano una a una de manera que cubrieran el cielo en la famosa escena en la que se describe cómo Sirin, en un paseo por el campo, ve la imagen de Hüsrev colgada de una rama del árbol y se enamora de él, había intentado pintar el mismo árbol, de nuevo con todas sus hojas, sobre un grano de arroz para demostrar orgullosamente que el verdadero tema de la ilustración no era la pasión de la hermosa joven sino la del ilustrador en respuesta a un imbécil que había mirado la pintura y había comentado que el verdadero tema no debía ser el plátano. Si la firma orgullosa que había a los hermosos pies de una de las encantadoras damas de Sirin no me engañaba, estaba viendo el extraordinario árbol del gran maestro, el que había hecho sobre el papel, por supuesto, y no el del grano de arroz, que apenas tenía a medias cuando se quedó ciego siete años y tres meses después de haber comenzado el trabajo. En otra página Rüstem aparecía cegando a Alejandro con su flecha de doble punta como lo habría hecho un ilustrador que conociera el país del Indo, con un vigor y un colorido tales que al observador le daba la impresión de que la ceguera, el ansia vital y el secreto deseo del verdadero ilustrador, no era sino el comienzo de una alegre celebración.
Contemplaba todos aquellos libros e imágenes tanto con la excitación de quien quiere ver con sus propios ojos las leyendas sobre las que lleva años oyendo hablar, como con la inquietud de un anciano que siente que poco después ya no podrá ver nunca más. En aquella fría sala del Tesoro envuelta en una rojiza oscuridad como nunca antes había visto, causada por el color de las telas y el polvo y por la extraña luz de las velas de los candelabros, de vez en cuando lanzaba un grito de admiración y Negro y el enano acudían junto a mí, miraban por encima de mi hombro la asombrosa página que yo estaba observando y, sin poder contenerme, se la explicaba.
—Este rojo pertenece al gran maestro de Tabriz Mirza Baba Imami, cuyo secreto se llevó a la tumba consigo. Pintó con él los lados de la alfombra, la señal de su pertenencia a los
kizilbas
en el turbante del sha safaví y, mirad, también la panza del león en esta página y aquí el caftán de este guapo muchacho. Este rojo tan hermoso, que Dios nunca muestra directamente a sus siervos excepto cuando hace fluir su sangre pero que ha escondido en ciertos minerales o insectos muy raros para que a base de esfuerzo podamos encontrarlo, en este mundo sólo podemos verlo con los ojos desnudos en telas hechas por el hombre y en las ilustraciones de los grandes maestros —y añadía—: Gracias le sean dadas a Él, que nos lo muestra ahora.
»Mirad esto —les dije mucho después, de nuevo sin poder contenerme, y les mostré una ilustración maravillosa que habría podido estar en cualquier libro de poesía que hablara del amor, de la amistad, de la primavera y de la felicidad. Miramos los árboles abriéndose multicolores a la primavera, los cipreses de un jardín parecido al del Paraíso y la felicidad de los amantes sentados en dicho jardín bebiendo vino y recitando poemas, y nos pareció que podíamos oler el suave aroma de las flores y de la piel de los alegres amantes en aquella fría sala del Tesoro que olía a moho y a polvo—. Mirad la rudeza al trazar el ciprés de atrás del mismo ilustrador que fue capaz de pintar con tanta sinceridad los brazos de los amantes, sus pies descalzos, la elegancia de sus posturas y el placer de los pájaros que vuelan a su alrededor. Es una obra de Lütfi el de Bujara, que dejaba todas sus pinturas a medias a causa de su mal humor y su propensión a las pendencias, que discutía con todos los shas y janes porque decía que no entendían de pintura y que nunca paró mucho en ninguna ciudad. Este gran maestro, que, a fuerza de disputas, fue de ciudad en ciudad del palacio de un sha al de otro sin que llegara a encontrar ningún soberano por el que valiera la pena trabajar en un libro, por fin se unió al taller de un oscuro señor que gobernaba sobre unas montañas peladas y allí pasó los últimos veinticinco años de su vida afirmando: "Su país será pequeño, pero el jan entiende de pintura". Todavía hoy se discute y es motivo de bromas si sabía o no que ese oscuro señor estaba ciego.
»¿Veis esta página? —dije mucho después de medianoche y en esta ocasión ambos corrieron de inmediato con candelabros en la mano—. Desde Herat hasta aquí, desde los tiempos del nieto de Tamerlán hasta ahora, este libro ha cambiado diez veces de dueño en ciento cincuenta años —los tres juntos leímos, todo aumentado por mi lente, las firmas, las dedicatorias, las frases con la fecha y los nombres de sultanes, encajados unos sobre otros o entre los demás, que en la vida real se habían estrangulado entre ellos y que llenaban cada esquina de la página del colofón—. Este libro fue terminado, con la ayuda de Dios, en Herat por el calígrafo Sultán Veli, hijo de Muzaffer el de Herat, en el año ochocientos cuarenta y nueve de la Hégira para Ismetüd Dünya, esposa de Muhammed Cûki, victorioso hermano de Baysungur, señor del Mundo.
Luego leímos que había pasado a manos de Halil, el sultán de los Ovejas Blancas, después a las de su hijo Yakup Bey, de él a los sultanes uzbecos del norte, y de aquellos sultanes uzbecos, cada uno de los cuales se había entretenido feliz con el libro durante un tiempo sacando un par de ilustraciones y añadiendo un par de otras, incorporando entusiasmados desde el primero los rostros de sus hermosas mujeres y escribiendo orgullosos sus nombres en el colofón, pasó a manos de Sam Mirza, conquistador de Herat y hermano del sha Ismail, que regaló el libro a su hermano con una dedicatoria distinta, y el sha Ismail se llevó el libro a Tabriz y lo preparó como regalo e hizo escribir una nueva dedicatoria, pero después de que fuera derrotado en Çaldiran por el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, y de que su palacio de Los Ocho Cielos en Tabriz fuera saqueado, el libro cruzó desiertos, montañas y ríos con los soldados del sultán victorioso y llegó a Estambul, a esta sala del Tesoro.
¿Hasta qué punto compartían Negro y el enano el entusiasmo y el interés de un anciano ilustrador como yo? Cada vez que abría un nuevo volumen y pasaba las páginas sentía en mi corazón la profunda tristeza de miles de ilustradores distintos en temperamento y carácter que se habían quedado ciegos demostrando su talento trabajando al servicio de crueles shas, janes y señores en cientos de ciudades. Pasando avergonzado las páginas de un primitivo libro que mostraba técnicas e instrumentos de tortura sentí las palizas que todos nos habíamos llevado en nuestros años de aprendices, los reglazos en nuestras mejillas hasta que se quedaban hechas un puro moratón y los golpes con tinteros de mármol en nuestras cabezas afeitadas. No sé qué hacía aquel libro miserable en el Tesoro de la casa de Osman, un libro encargado a ilustradores deshonestos capaces de pintarrajear aquellas ilustraciones a cambio de un puñado de monedas de oro para viajeros infieles que lo usarían para demostrar a sus correligionarios lo crueles y despiadados que éramos en lugar de mostrar que la tortura es una práctica que necesariamente debe hacerse en presencia de un cadí para asegurar la justicia de Dios sobre la Tierra. Me sentí avergonzado por el evidente y retorcido placer que el ilustrador había obtenido pintando todas aquellas imágenes de hombres sufriendo bastinados, palizas, crucifixiones, ahorcamientos, suspendidos boca abajo, colgados de ganchos, empalados, atados a la boca de un cañón que luego se disparaba, atravesados por clavos, ahogados, con la garganta cortada, dados de comer a los perros, azotados, metidos en sacos, metidos en presas, sumergidos en agua fría, con el pelo arrancado, los dedos rotos, despellejados poco a poco, con las narices cortadas y los ojos arrancados de sus cuencas. Sólo los que son como nosotros, sólo los auténticos ilustradores que a lo largo de todos sus años de aprendizaje han sufrido crueles bastinados, palizas gratuitas, puñetazos para que el maestro nervioso que ha trazado mal una línea pueda tranquilizarse, golpes con palos y reglas durante horas para que el diablo de nuestro interior muera y se convierta en el genio de la pintura, sólo alguien así puede obtener un placer tan profundo pintando escenas de palizas y torturas y colorear los instrumentos con unos colores tan despreocupadamente alegres como los que usaría un niño para decorar su cometa.
Los que contemplen de lejos nuestro mundo sin entenderlo demasiado, como aquellos que contemplen dentro de unos siglos las pinturas de los libros que hemos ilustrado, aunque tengan el deseo de acercarse a él y comprenderlo, si no demuestran la paciencia necesaria, quizá puedan llegar a sentir la vergüenza y la felicidad, el dolor profundo y el placer de la mirada que yo sentía mirando ilustraciones en la fría sala del Tesoro, pero no nos llegarán a comprender del todo. Mientras mis ancianos dedos, que habían perdido toda sensibilidad con el frío, pasaban las páginas, mi vieja lente con mango de nácar y mi ojo izquierdo se deslizaban sobre las ilustraciones como una cigüeña migratoria que ha podido ver de todo viajando por el mundo, sin sorprenderse por el paisaje que había bajo ellos pero observándolo admirados, aprendiendo cosas nuevas. Gracias a aquellas páginas que durante años nos habían sido ocultadas, algunas de ellas legendarias, me enteraba de qué había aprendido qué ilustrador de quién, en qué talleres y bajo la protección de qué sha se había formado por primera vez eso que ahora llaman estilo, al servicio de quién había trabajado qué ilustrador legendario o, por ejemplo, que las rizadas nubes a la manera de los chinos, que yo sabía que se habían extendido por todo el país de los persas desde Herat por influencia china, también se habían utilizado en Kazvin, y de vez en cuando suspiraba con un cansado «¡Ay!», pero el dolor que sentía en lo más hondo, la tristeza y la vergüenza que tanto me cuesta compartir con vosotros tenían más que ver con los sufrimientos y las humillaciones que padecían los hermosos ilustradores de cara de luna, ojos de gacela y cuerpo de junco, la mayoría de los cuales habían sido azotados por sus maestros cuando eran aprendices, con el entusiasmo y la esperanza que sentían, con la proximidad de corazón que vivían con sus maestros y su amor mutuo por la pintura y con el olvido y la ceguera a los que llegaban al final de sus días.