Me llamo Rojo (54 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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En un ejemplar del Hüsrev y Sirin de Nizami, de los tantos que habían pasado por nuestras manos, leyó la inscripción que había grabada en piedra en lo alto del muro del palacio en una página ilustrada en la que se mostraba a Sirin en el trono: Altísimo Dios, protege la fuerza, el gobierno y el país de nuestro noble Sultán y justo Jakán, hijo de Tamerlán Jan el Victorioso de manera que sea feliz (escrito en el sillar izquierdo) y rico (escrito en el sillar derecho).

—¿Dónde podremos encontrar ilustraciones en las que el ilustrador haya pintado los ollares de un caballo tal y como lo tenía grabado en la memoria? —le pregunté luego.

—Tenemos que encontrar el legendario volumen del
Libro de los reyes
que el sha Tahmasp envió como regalo —me contestó el Maestro Osman—. Tenemos que ir a esos tiempos hermosos, antiguos y legendarios en los que el mismísimo Dios colaboraba en la pintura de ilustraciones. Aún debemos mirar muchos libros.

Se me pasó por la cabeza que la verdadera intención del Maestro Osman no era encontrar caballos de ollares extraños, sino contemplar todo lo posible aquellas maravillosas ilustraciones que llevaban años durmiendo en aquella sala del Tesoro lejos de cualquier mirada. Estaba tan impaciente por encontrar las pistas que me permitieran llegar a Seküre, que me esperaba en casa, que me resultaba imposible creer que el gran maestro pudiera querer quedarse todo el tiempo que le fuera posible en aquella helada sala del Tesoro.

Y así continuamos abriendo otros armarios y otros baúles que el anciano enano nos mostraba y examinando ilustraciones. A veces me aburrían aquellas pinturas todas parecidas, me negaba a ver de nuevo a Hüsrev bajo la ventana del castillo visitando a Sirin, me alejaba del maestro sin ni siquiera echar una mirada a los ollares del caballo de Hüsrev e intentaba calentarme junto al brasero o paseaba admirado y respetuoso entre los terribles montones de telas, oro, botín y armas y armaduras de las demás salas del Tesoro, que daban unas a otras. En ocasiones corría hasta el Maestro Osman debido a que hacía algún ruido o a algún gesto con la mano soñando que por fin había encontrado alguna nueva maravilla en un volumen o, sí, que por fin había aparecido en alguna página un caballo de extraños ollares, y al mirar la página que el maestro, acurrucado en una alfombra de Usak de los tiempos del sultán Mehmet el Conquistador, sostenía entre sus manos ligeramente temblorosas me encontraba con una ilustración como nunca había visto otra igual, el Diablo embarcándose arteramente en el arca del Profeta Noé.

Contemplamos cientos de shas, reyes, sultanes y emperadores que habían ocupado los tronos de todo tipo de Estados desde los tiempos de Tamerlán hasta los de Solimán el Magnífico, cazando alegres y despreocupados entre gacelas, leones y liebres. Vimos cómo incluso el Diablo se mordía el dedo y se avergonzaba del vicioso que había atado las rodillas posteriores de un camello y había construido unos escalones de madera para poder violar al pobre animal. Vimos, en un libro en árabe que había llegado de Bagdad, cómo el comerciante sobrevolaba los mares agarrado a las patas del ave legendaria. En primera página del siguiente volumen, que se abrió por sí sola, vimos la escena que más nos gustaba a Seküre y a mí, a Sirin enamorándose de Hüsrev observando su imagen colgada de un árbol. Viendo una ilustración que daba vida al funciona—miento interno de un complicado reloj hecho con bobinas, bolas, pájaros y estatuillas árabes sobre el lomo de un elefante, recordamos la hora.

No sabría decir cuánto tiempo más estuvimos así, examinando volumen tras volumen, página tras página. Era como si la edad dorada, inmóvil e inmutable, que mostraban las ilustraciones y las historias que observábamos se hubiera mezclado con el tiempo, húmedo y mohoso, que estábamos viviendo en la sala del Tesoro. Era como si las páginas, pintadas al precio de la luz de los ojos en los talleres de decenas de shas, príncipes, janes y sultanes, fueran a cobrar vida después de tantos años de estar ocultas en baúles poniendo en movimiento a todo tipo de caballos, como parecía hacerlo todo lo que nos rodeaba: los cascos, las espadas y dagas con empuñaduras incrustadas con diamantes, las armaduras, las tazas llegadas de la China, los polvorientos y delicados laúdes y los almohadones bordados con perlas y los tapices cuyos iguales habíamos visto realmente en las ilustraciones.

—Ahora comprendo que en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro.

He de confesar que no entendí del todo lo que quería decir el gran maestro. Pero el cuidado que demostraba con los miles de imágenes hechas en los últimos doscientos años desde Bujara y Herat a Tabriz, Bagdad y al mismo Estambul, ya hacía rato que iba mucho más allá de buscar una señal en los ollares de los caballos. Lo que estábamos haciendo era una especie de ceremonia de melancólica reverencia a la inspiración, el talento y la paciencia de todos los maestros que se habían dedicado a la pintura y a la ilustración durante siglos en estas tierras.

Por eso cuando las puertas de la sala del Tesoro se abrieron a la hora de la oración del anochecer y el Maestro Osman me dijo que no tenía el menor deseo de salir y que sólo si permanecía allí hasta el amanecer examinando ilustraciones a la luz de velas y candiles podría llevar a cabo correctamente la misión que le había encomendado Nuestro Sultán, mi primera reacción fue la de quedarme allí con él —y con el enano— y así se lo dije.

Cuando la puerta se abrió y mi maestro hizo saber aquella decisión nuestra a los agás que nos esperaban fuera y le pidió permiso al Tesorero Imperial, me arrepentí de inmediato. Echaba de menos a Seküre y la casa. Me inquietaba enormemente pensar cómo pasaría la noche sola con los niños, cómo podría cerrar con firmeza la ventana de los postigos ahora ya reparados.

Me llamaban a la maravillosa vida del exterior los enormes y húmedos plátanos del Patio Privado, que se veían apenas, como si estuvieran entre nieblas, a través de la única hoja abierta de la puerta de la sala del Tesoro, y los movimientos de dos jóvenes pajes que hablaban entre ellos usando los gestos de los sordos para no molestar a Nuestro Sultán con sus voces, pero me paralizó una sensación de vergüenza y culpabilidad.

50. Nosotros, dos derviches errantes

Teniendo en cuenta que se han extendido hasta la sección de ilustradores, muy probablemente gracias al enano Cezmi agá, los rumores de cómo hay también una imagen nuestra en un álbum, entre otras páginas llegadas de China, Samarcanda y Herat, en el rincón más oculto del tesoro que los ancestros de Su Majestad Nuestro Sultán llenaron conquistando y saqueando cientos de países a lo largo de cientos de años, creemos que nosotros también debemos contar nuestra historia a nuestra manera y ojalá nadie de la selecta clientela que atesta este café se sienta ofendido.

Han pasado cien años desde nuestra muerte y cuarenta desde que se cerraron nuestros incorregibles monasterios, focos de herejía, hogares del Diablo y, además, partidarios de los persas, pero, mirad, estamos ante vosotros. ¿Cómo? ¡Pues porque hemos sido pintados a la manera de los francos! Como se puede ver en esta pintura, un día nosotros, dos derviches errantes, caminábamos de una ciudad a otra por los dominios de Nuestro Sultán.

Vamos descalzos, con las cabezas afeitadas, medio desnudos, cada uno con un jubón y una piel de gamo, cinturones al talle, cayados en la mano y nuestras escudillas colgando de las cadenas que llevamos al cuello, además uno de nosotros lleva un hacha para cortar leña y el otro una cuchara para comer lo que Dios quiera que entre en nuestra escudilla.

En ese momento mi querido amigo, mi compañero, y yo estábamos entregados a la misma eterna discusión: quién usaría antes la cuchara para comer de su escudilla. Estábamos ante la fuente de una hospedería entregados a aquel primero yo, no primero yo, cuando un hombre extraño, un viajero franco, nos detuvo, nos dio a cada uno una moneda veneciana de plata y comenzó a pintarnos.

Era franco, y, por lo tanto, extraño. Nos colocó justo en medio del papel, como si fuéramos la tienda de Nuestro Sultán, y nos estaba pintando tal como estábamos, medio desnudos, cuando se me vino algo a la cabeza de repente y se lo conté a mi querido camarada: para que pareciéramos verdaderos derviches kalenderis, pobres y mendicantes, debíamos volver el iris de los ojos hacia dentro y el blanco hacia fuera y mirar como los ciegos, y así lo hicimos. En situaciones parecidas es parte de la naturaleza del derviche el contemplar el mundo que hay en su mente y no el exterior, y como además nuestras cabezas estaban atiborradas de hachís, el paisaje interior era mucho más agradable.

Y además el paisaje exterior empeoró. Porque oímos cómo gritaba y chillaba un señor religioso.

Por Dios, que no se nos malinterprete ahora. Hablamos de un Señor Religioso y la semana pasada eso se malinterpretó en este bonito café; de la misma manera que ese Señor Religioso no es Su Excelencia el maestro Nusret, el predicador de Erzurum, tampoco es el maestro Husret, de padre desconocido, ni el maestro de Sivas que follaba con el Diablo en lo alto de un árbol. Porque los que todo lo retuercen han dicho que si alguien vuelve a hablar mal de Su Excelencia el Señor Predicador, le cortarán la lengua al señor cuentista y pondrán patas arriba el café.

Como hace ciento veinte años aún no había café, el Señor Religioso a quien nos referimos echaba fuego de rabia por la boca.

—¿Por qué pintas a éstos, franco infiel? —decía—. Estos vergonzosos kalenderis van por ahí robando y mendigando, toman hachís, beben vino, fornican unos con otros y, como se puede ver por su manera de ir medio desnudos, no saben lo que son la oración, la piedad, el hogar, la familia ni la patria, son la vergüenza del mundo. Teniendo nuestro país tantas cosas bellas, ¿por qué pintas a estos asquerosos? ¿Para mostrar nuestras miserias?

—No, porque la pintura de vuestras miserias me supone más dinero —le contestó el franco infiel y nosotros, los dos derviches, nos quedamos estupefactos ante la fuerza del razonamiento del ilustrador.

—¿Y mostrarías hermoso al Diablo si eso te supusiera mas dinero? —le replicó el Señor Religioso intentando llevarle a un astuto debate, pero, como puede deducirse por esta pintura nuestra, el ilustrador franco era un auténtico artesano y no le interesaba el parloteo sino su obra y el dinero, así que no le prestó atención.

Así pues, nos pintó, guardó la pintura en las alforjas del caballo y regresó al país de los francos, pero como el victorioso ejército de la casa de Osman también conquistó y saqueó aquella ciudad a orillas del Danubio, nosotros dimos marcha atrás hasta llegar a Estambul, a la cámara del Tesoro. Y de allí, copiados cuidadosamente de cuadernos secretos a libros, acabamos por llegar a este establecimiento feliz donde se toma café como si fuera un elixir rejuvenecedor. Ahora,

UNA BREVE EXPLICACIÓN SOBRE LA PINTURA,LA MUERTE Y NUESTRO LUGAR EN EL MUNDO

El Señor Religioso de Konya que mencionamos poco antes declaraba lo siguiente en algún lugar del grueso volumen que reunía sus sermones, que ordenó pasar por escrito: los kalenderis sobran en este mundo. Porque en este mundo la gente se divide en cuatro clases:

1. Señores; 2. Comerciantes; 3. Campesinos; 4. Artistas. No están en ninguna de ellas. Por lo tanto, sobran.

Y además declaraba lo siguiente: «Siempre andan en parejas y discuten sobre quién será el primero en usar su única cuchara para comer de la escudilla», de manera que quien no sepa que esto es una retorcida alusión al auténtico asunto, quién follará antes a quién, se reirá sin llegar a comprenderlo. Su Excelencia el Religioso Pordiosnosemeentiendamal ha descubierto nuestro secreto porque tanto él como nosotros, más todos los hermosos efebos y los aprendices y los ilustradores, viajamos por el mismo camino.

Pero el auténtico secreto

es éste: el franco infiel nos observaba tan dulcemente y con tanto cuidado mientras nos pintaba que a nosotros nos gustaron él y ser pintados por él. Se dedicaba a una labor tan errónea como la de observar el mundo con los ojos desnudos y pintar lo que veía, y así nos pintó ciegos, a nosotros, que en realidad podemos ver, pero no nos importó. Ahora estamos muy contentos. Según el Señor Religioso estamos en el Infierno, según algunos impíos somos cadáveres putrefactos y según vosotros, inteligente comunidad de ilustradores reunida aquí, somos una pintura y como somos una pintura, qué bien, nos encontramos ante vosotros como si estuviéramos vivos. Porque después de nuestro encuentro con el dicho Señor Religioso y después de pasar mendigando por tres hospederías y ocho aldeas en nuestro camino de Konya a Sivas, una noche comenzó a nevar e hizo un frío tal que los dos derviches nos abrazamos, nos dormimos y nos morimos congelados. Antes de morir soñé que era pintado y que mi imagen, después de vivir miles de años, iba al Paraíso.

51. Yo, el Maestro Osman

En Bujara cuentan una historia de tiempos de Abdullah Jan. Al jan uzbeco, que era un soberano muy receloso, le disgustaba profundamente que los ilustradores observaran las páginas de los demás y se copiaran unos de otros aunque no se oponía a que colaboraran en una misma pintura. Porque si se cometía algún delito al pintar sería imposible encontrar al auténtico culpable entre unos ilustradores que se copiaban desvergonzadamente. Y, lo que era más importante, al poco tiempo aquellos ilustradores plagiarios, en lugar de esforzarse y buscar en la oscuridad los recuerdos de Dios, se dejaban llevar por la holgazanería y se limitaban a dibujar de nuevo lo que veían por encima del hombro del que trabajaba junto a ellos. Por eso el jan uzbeco recibió con alegría a dos grandes maestros que huían de las guerras y de soberanos crueles y buscaron refugio junto a él, uno del sur, de Shiraz, y el otro del este, de Samarcanda, pero les prohibió a aquellos renombrados talentos que vieran las obras del otro y les dio dos pequeños cuartos de pintura situados en los dos rincones más alejados del palacio. Y así, durante treinta y siete años y cuatro meses, aquellos grandes maestros escucharon, como si se tratara de una leyenda, las explicaciones de Abdullah Jan sobre lo maravillosas que eran las páginas del otro, que nunca habían podido ver, en qué detalles se diferenciaban y en qué puntos se parecían sorprendentemente y ambos sintieron una curiosidad mortal por las pinturas del otro. Después de que el jan uzbeco muriera tras una vida tan larga como la de una tortuga, los ancianos ilustradores corrieron al cuarto del otro para ver sus pinturas. Después, sentados juntos a ambos lados de un enorme almohadón, con los libros del otro en el regazo y observando las pinturas que conocían por las historias legendarias de Abdullah Jan, se sintieron decepcionados. Porque las pinturas que veían no eran legendarias, como las de las historias que le habían escuchado al jan, sino que les parecían vulgares, sin luz y borrosas, como todas las que habían visto en los últimos años. Ni siquiera después de quedarse completamente ciegos algún tiempo más tarde comprendieron los dos grandes maestros que el motivo de aquella opacidad era la ceguera que les estaba sobreviniendo, y se murieron habiendo decidido que habían sido engañados a lo largo de toda su vida y creyendo que los sueños eran más hermosos que las pinturas.

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