Me llamo Rojo (25 page)

Read Me llamo Rojo Online

Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
6.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

De repente me afectó mucho que mi pobre huérfano siguiera llorando y yo misma me encontré a punto de llorar. Nos abrazamos. Hipaba de vez en cuando, pero tampoco la bofetada había sido para tanto. Le acaricié el pelo.

Todo había empezado así: sabéis que el día anterior le había comentado a mi padre de pasada que había soñado que mi marido había muerto. De hecho, a lo largo de estos cuatro años que lleva sin regresar de la guerra con los persas he soñado con él a menudo, y con un cadáver, pero ¿era el suyo? Eso no estaba nada claro.

Los sueños siempre sirven para alguna otra cosa. En Portugal, de donde había venido la abuela de Ester, parece ser que los sueños servían para probar que los herejes tenían tratos carnales con el Diablo. En aquel tiempo, aunque la estirpe de Ester había renegado de su judaísmo y había afirmado que eran católicos como los demás, los torturadores jesuitas de la Iglesia portuguesa no les habían creído y les habían forzado mediante torturas a que enumeraran cada uno de los demonios y duendes de sus sueños así como lo que nunca habían soñado, y habían conseguido que confesaran de manera que se pudiera detener a todos los judíos. Así pues, allí los sueños servían para que la gente fornicara con el Diablo, acusarles de ello y enviarlos a la hoguera.

Los sueños sirven para tres cosas:

Alif: Quieres algo pero no te permiten ni siquiera que lo quieras. Entonces dices que lo has soñado. Y así es como si quisieras sin querer lo que quieres.

Bá: Quieres hacerle daño a alguien. Por ejemplo, quieres calumniar a alguien. Entonces dices que has soñado que tal mujer cometía adulterio; o que has soñado que tal bajá se trasegaba jarra tras jarra de vino. Así, aunque no te crean, simplemente por haberlo mencionado, parte del mal se le anota a su cuenta.

Yim: Quieres algo pero ni siquiera sabes lo que quieres. Cuentas un sueño confuso. Enseguida te lo interpretan y te dicen qué es lo que tienes que querer y qué es lo que pueden ofrecerte. Por ejemplo, te dicen que te hace falta un marido, o un hijo, o una casa...

Estos sueños no son realmente cosas que hayamos visto dormidos. Todo el mundo cuenta que soñó de noche lo que ha soñado de día para que le sirva para su objetivo. Sólo los bobos cuentan sus verdaderos sueños nocturnos tal y como han sido. Entonces o se ríen de ti o, como siempre pasa, interpretan para mal tu sueño. Nadie se toma en serio los sueños verdaderos, ni siquiera los que los han soñado. ¿O vosotros sí?

Cuando, gracias a un sueño contado a regañadientes, insinué que mi marido podía estar muerto, lo primero que dijo mi padre fue que aquel sueño no podía ser tomado como una señal de lo que había ocurrido en realidad. Pero, después de regresar del entierro, de repente llegó a la conclusión de que aquel mismo sueño indicaba que mi marido había muerto. Y así todos creyeron que mi marido había muerto, aunque no había habido forma de que se muriera en estos cuatro años, y no sólo eso, se tomaron tan en serio su muerte como si hubiera sido anunciada oficialmente. Entonces fue cuando los niños se convencieron de que se habían quedado huérfanos y se entristecieron de veras.

—¿Tú nunca sueñas? —le pregunté a Sevket.

—Sí —me respondió sonriendo—. Mi padre no vuelve pero tú acabas casándote con alguien.

Su nariz estrecha, sus ojos negros y sus hombros anchos no se parecen a los de su padre, sino a los míos. A veces me siento culpable por no haberles podido dar a mis hijos la frente alta y amplia de su padre, ellos casi no tienen.

—Hala, vete a jugar a las espadas con tu hermano.

—¿Con la espada vieja de mi padre?

—Sí.

Estuve un rato mirando al techo mientras escuchaba los ruidos de espadas de los niños y los crujidos del entarimado e intenté vencer el miedo y la inquietud que se elevaban en mi corazón. Bajé a la cocina y le dije a Hayriye:

—Mi padre lleva mucho tiempo queriendo sopa de pescado. Quizá te envíe a Kadirga. Saca un poco de esa pasta de orejones que tanto le gusta a Sevket de donde la tienes guardada y dale un poco a los niños.

Mientras Sevket comía en la cocina, Orhan y yo subimos al piso de arriba. Lo cogí en brazos y le besé el cuello.

—Estás sudando —le dije—. ¿Qué te ha pasado aquí?

—Sevket me ha dado como si tuviera la espada roja del tío Hasan.

—Te ha salido un moratón —se lo toqué—. ¿Te duele? Este Sevket no tiene cuidado. Mira lo que voy a decirte. Tú eres muy inteligente, muy listo. Quiero pedirte algo. Si lo haces te contaré un secreto que no le he contado a nadie, ni siquiera a Sevket.

—¿Qué?

—¿Ves este papel? Vas a ir con tu abuelo y se lo pondrás en la mano al señor Negro sin que el abuelo se dé cuenta. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—¿Lo harás?

—¿Qué secreto vas a contarme?

—Tú lleva el papel —le besé una vez más el cuello, que olía a almizcle. Ahora que hablamos de almizcle. Hace mucho que Hayriye no se ha llevado a estos niños a los baños. No han ido desde que Sevket empezó a tener erecciones con las mujeres de los baños—. Luego te contaré el secreto —le besé—. Eres muy listo y muy guapo. Sevket tiene muy mal genio. Le levanta la mano hasta a su madre.

—No quiero llevarlo —me respondió—. El señor Negro me da miedo. Él mató a mi padre.

—Te lo ha contado Sevket, ¿no? Baja ahora mismo y llámalo.

Como vio la cólera pintada en mi cara, se bajó temeroso de mis brazos y echó a correr. Quizá estuviera un poco contento sintiendo que esta vez le iba a caer una buena a Sevket. Poco después llegaron los dos completamente sofocados. Sevket llevaba en una mano la pasta de orejones y en la otra la espada.

—Le has dicho a tu hermano que el señor Negro mató a vuestro padre. En esta casa no se volverá a oír nada parecido. Le tendréis cariño y respeto al señor Negro. ¿Entendido? No podéis pasaros la vida sin padre.

—Yo no lo quiero. Quiero volver a mi casa, con el tío Hasan, a esperar a mi padre —me respondió Sevket insolente.

Me enfadé de tal manera que le solté una bofetada. Todavía no había dejado la espada y se le cayó de la mano.

—Quiero a mi padre —dijo llorando.

Pero yo lloraba todavía más que él.

—Ya no tenéis padre, no volverá. Os habéis quedado sin padre, ¿lo entendéis, bastardos?

—No somos bastardos

Sevket seguía llorando. Lloramos largo y tendido. Un rato después el llanto había ablandado mi corazón y sentí que lloraba porque eso me hacía mejor persona. Mis hijos y yo nos abrazamos y nos echamos en la cama llorando sin parar. Sevket metió la cabeza entre mis pechos. A veces cuando se me acerca así noto que en realidad no está durmiendo. Quizá en esa ocasión yo me habría dormido con ellos pero tenía la cabeza en el piso de abajo. Me llegaba un dulce aroma de toronjas hirviendo. De repente di un salto e hice un ruido tal que los niños se despertaron.

—Bajad y que Hayriye os dé de comer.

Me había quedado sola en la habitación. Le rogué a Dios que me ayudara, luego abrí el Sagrado Corán y volviendo a leer en la azora de La Familia de Imran que los que mueren en la guerra siguiendo el camino de Dios van junto a Él, mi corazón se tranquilizó por mi difunto marido. ¿Le habría enseñado mi padre a Negro la pintura inacabada de Nuestro Sultán? Decía que esa pintura sería tan verosímil que el que la viera tendría miedo y apartaría la mirada, como ocurre con quienes intentan mirar directamente a los ojos de Nuestro Sultán.

Llamé a Orhan y le besé largamente la cabeza y las mejillas pero sin cogerle en brazos.

—Ahora, sin miedo y sin que lo vea tu abuelo le vas a dar este papel a Negro. ¿Entendido?

—Se me mueve un diente.

—Si quieres, cuando vuelvas le doy un tirón. Te acercarás a él y como se quedará sorprendido, te abrazará. Entonces le dejas con mucho cuidado el papel en la mano. ¿Vale?

—Tengo miedo.

—No hay nada de que tener miedo. Si no es Negro, ¿sabes quién quiere ser tu padre? ¡El tío Hasan! ¿Quieres que el tío Hasan sea tu padre?

—No.

—Entonces, vamos, guapo mío, mi inteligente Orhan. Y mucho ojo porque puedo enfadarme... y si lloras me enfadaré más.

Le apreté en la manita que me alargaba desesperado y dócil la carta bien doblada. Dios mío, ayúdame, lo único que quiero es que a estos huérfanos pueda irles bien. Le cogí de la mano y le llevé hasta la puerta. Ya en el umbral volvió a mirarme con miedo.

Regresé a mi rincón y vi por el agujero cómo pasaba a la antecámara con pasos tímidos, cómo se acercaba a mi padre y a Negro, cómo se detenía, cómo por un instante permanecía indeciso y cómo echaba una mirada al agujero a sus espaldas buscándome. Comenzó a llorar. Pero por fin consiguió arrojarse al regazo de Negro con un último esfuerzo. Negro, a quien la cabeza le funcionaba lo bastante como para merecerse ser el padre de mis hijos, no se inquietó al ver a Orhan en sus brazos sin saber por qué lloraba y comprobó la mano del niño.

En cuanto Orhan volvió a la carrera bajo la sorprendida mirada de mi padre yo le cogí en brazos, le besé largo rato, lo bajé a la cocina, le llené la boca con esas uvas pasas que tanto le gustaban y dije:

—Hayriye, coge a los niños, id al muelle de Kadirga y compra en el puesto de Kosta una lisa para hacerle sopa a mi padre. Toma estos veinte ásperos y, con lo que te sobre del pescado, a la vuelta cómprale a Orhan de esos higos secos y de esas cornejas que tanto le gustan y para Sevket garbanzos tostados y dulce de ciruelas y nueces. Paséalos cuanto quieran hasta la hora de la oración del anochecer, pero ten cuidado de que no cojan frío.

Me agradó el silencio de la casa una vez que todos se vistieron y se marcharon. Subí al piso de arriba y saqué de donde lo había guardado, de entre unas fundas de almohada que olían a lavanda, el espejo que mi suegro había hecho y que me había regalado mi marido y lo colgué de la pared. Si me miro de lejos y me muevo muy ligeramente puedo ver en el espejo todo mi cuerpo por partes. El chaleco de paño rojo me quedaba muy bien pero quería ponerme también la camisa morada del ajuar de mi madre. Saqué del baúl la chaqueta color pistacho en la que mi abuela había bordado con sus propias manos unas flores y me la puse pero no me gustó cómo me quedaba. Al ponerme la camisa morada me dio frío y sentí un estremecimiento y la llama de la vela tembló ligeramente conmigo. Por supuesto, encima me pondría el sobretodo forrado de piel de zorro, pero en el último momento cambié de opinión, crucé silenciosamente la antesala, y saqué del baúl el abrigo azul cielo largo y amplio que me había dado mi madre. Pero justo en ese momento me inquieté al oír ruidos en la puerta: ¡Negro se iba! Me quité de inmediato el viejo abrigo de mi madre y me puse el rojo forrado de piel de zorro. Me apretaba el pecho, pero aquello me gustaba. Me puse el velo más suave y blanco que tenía y me cubrí bien la cara con él.

Por supuesto, el señor Negro todavía no se había ido, los nervios me habían traicionado. Si salgo ahora puedo decirle a mi padre que voy a comprar pescado con los niños. Bajé las escaleras silenciosa como un gato.

Clic, cerré la puerta como un fantasma. Crucé el patio en silencio y cuando iba a salir a la calle me detuve un momento y miré atrás, desde detrás de mi velo me dio la impresión de que aquella casa no era la nuestra.

En la calle no había nadie, ni siquiera gatos. Caían esporádicos copos de nieve. Me introduje con un escalofrío en aquel jardín abandonado al que nunca llegaba el sol. Olía a hojas podridas, a humedad y a muerte, pero en cuanto entré en la casa del Judío Ahorcado me sentí como en la mía propia. Dicen que por las noches aquí se reúnen los duendes, que encienden la chimenea y que organizan sus jaranas. Me resultaba terrorífico oír el sonido de mis pasos en la casa vacía, así que esperé sin moverme. Sonó un ruido en el jardín pero el silencio lo cubrió todo de inmediato. En algún lugar cercano ladró un perro; conozco a todos los perros de nuestro barrio por sus ladridos, pero no pude adivinar cuál era ése.

En el silencio que siguió al ladrido sentí algo: era como si en la casa hubiera alguien más y yo estuviera muy quieta para que no oyera el ruido de mis pasos.

Unas personas pasaron charlando por la calle. Pensé en Hayriye y los niños: ojalá no hayan cogido frío. En el silencio posterior se apoderó de mí el arrepentimiento. Negro no vendría, yo había cometido un error y debía volver a casa antes de verme todavía más humillada. Me estaba imaginando aterrorizada que Hasan me había seguido cuando oí pasos en el jardín. La puerta se abrió.

De repente cambié de posición a toda velocidad. No sé por qué hice aquello, pero me di cuenta de que al tener a mi derecha la ventana que recibía la luz del jardín, con ella reflejándose sobre mí, Negro me vería como decía mi padre, entre el misterio de las sombras. Me cubrí con el velo y esperé escuchando el sonido de sus pasos.

Negro, al cruzar el umbral y verme, dio unos pasos y se detuvo. Nos miramos así, con cuatro o cinco pasos de distancia entre nosotros. Era más fuerte y vigoroso de lo que parecía por el agujero. Hubo un silencio.

—Descúbrete —me dijo como si susurrara—. Por favor.

—Estoy casada. Espero el regreso de mi marido.

—Descúbrete —repitió con la misma voz—. No volverá jamás.

—¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme eso?

—No, para poder verte. Llevo doce años pensando en ti. Descúbrete, querida, quiero verte una vez.

Me alcé el velo. Me gustó que me mirara a la cara y a los ojos largo rato sin hablar.

—El matrimonio y la maternidad te han hecho aún más hermosa. Tu cara es completamente distinta de como la recordaba.

—¿Cómo me recordabas?

—Con dolor. Porque cuando me acordaba de ti, creo que no era de ti de quien me acordaba, sino de la imagen que me había creado. Te acuerdas de lo que hablábamos cuando éramos niños sobre Hüsrev y Sirin, que se habían enamorado viendo sus imágenes, ¿no? ¿Por qué Sirin no se enamoraba la primera vez que veía la imagen del apuesto Hüsrev colgando de la rama del árbol y le hacía falta ver tres veces la pintura? Tú decías que en los cuentos todo pasa tres veces. Yo, que el amor debería haber prendido la primera vez. Pero ¿quién habría podido pintar a Hüsrev de una manera tan realista como para enamorarse de él, de una forma tan correcta como para reconocerlo? Eso nunca lo hablamos. Si a lo largo de estos doce años hubiera tenido conmigo una pintura tan real de tu inigualable rostro, quizá no habría sufrido tanto.

Siguió diciendo muchas cosas hermosas de aquel tipo, contándome historias sobre gente que veía una pintura y se enamoraba y explicándome cuánto había sufrido por mí. Entretanto, como estaba atenta a cómo se aproximaba a mí paso a paso, cada palabra de lo que me contaba cruzaba mi mente sin detenerse y se mezclaba directamente con mis recuerdos. Ya las evocaría después y pensaría en ellas. Ahora simplemente sentía en mi corazón el embrujo de lo que decía de una manera que me acercaba a él. Me sentí culpable por haberle hecho sufrir durante doce años. ¡Qué bonitas palabras decía, qué buena persona era este Negro! ¡Inocente como un niño! Todo aquello podía leerlo en sus ojos. Me daba mucha confianza en mí misma que me amara tanto.

Other books

Far Away (Gypsy Fairy Tale Book Two) by Burnett, Dana Michelle
Jane Austen by Valerie Grosvenor Myer
Garnets or Bust by Joanna Wylde
The Architect by C.A. Bell
Sword and Song by Roz Southey