En la puerta estaba, toda ruborizada, la esclava Hayriye. Llevaba una carta en la mano.
—La manda la señora Seküre —susurró.
Estaba tan nerviosa que te hubieras creído que era ella la que estaba enamorada y quería casarse.
Cogí la carta muy seria y le advertí a aquella muchacha estúpida que regresara a casa sin que nadie la viera. Nesim miraba con ojos curiosos. Agarré el atado falso que usaba cuando entregaba cartas, más grande pero también más ligero que el otro.
—Seküre, la hija del señor Tío, arde de amor —le expliqué—. La pobrecilla está que pierde la cabeza.
Lancé una carcajada y salí a la calle, pero de repente la vergüenza me envolvió el corazón. De hecho, habría preferido llorar por la triste vida que llevaba Seküre en lugar de burlarme de sus aventuras románticas. ¡Y qué hermosa es mi niña de ojos negros y tristes!
Caminé a toda prisa pasando por delante de las casas semiderruidas de nuestro barrio judío, que parecía todavía más desierto y miserable con el frío de la mañana. Mucho después, cuando vi al pordiosero ciego que se colocaba en la esquina de la calle de Hasan para controlar a todos los que pasaban, grité con todas mis fuerzas:
—¡Buhoneraaa!
—Bruja gorda —me dijo—. Aunque no gritaras te habría reconocido por tu manera de andar.
—Ciego asqueroso —le respondí—. ¡Tártaro mala sombra! Los ciegos son una calamidad dejada de la mano de Dios. Que Dios te maldiga.
Antaño esas cosas me daban igual y no me enfadaba. Me abrió la puerta el padre de Hasan. Era un abjazo señorial y educado.
—Vamos a ver qué nos ha traído esta vez —me dijo.
—¿Está durmiendo el vago de tu hijo?
—¿Dormir? Está vigilando la calle, esperando noticias tuyas.
Aquella casa estaba tan oscura que cada vez que iba me daba la impresión de estar entrando en una tumba. Seküre nunca me preguntaba qué era lo que hacían, pero yo siempre le hablaba de la casa de tal manera que no se le ocurriera siquiera volver a ella. Resultaba difícil imaginar que mi hermosa Seküre había sido en tiempos la señora de aquella casa y que vivía allí con sus revoltosos hijos. Dentro olía a sueño y a muerte. Pasé a la otra habitación entrando más en la penumbra.
Allí no se veía tres en un burro. Casi ni había terminado de sacar la carta cuando Hasan apareció en la oscuridad y me la arrebató de las manos. Como siempre hacía, le dejé que la leyera para sí y que satisficiera su curiosidad. Rápidamente levantó la cabeza del papel.
—¿No hay nada más? —me preguntó aunque sabía que no había nada más—. Es una carta muy breve —dijo, y me la leyó:
Mi señor Negro:
Vienes a nuestra casa y te pasas el día allí sentado. Pero he oído que todavía no has escrito ni una línea del libro de mi padre. No te hagas esperanzas vanas mientras no hayas terminado el libro de mi padre.
Sostenía la carta en la mano y me miraba a los ojos de manera acusadora como si todo lo que ocurría fuera por mi culpa. No me gustan nada esos silencios de esta casa.
—Ya ni menciona que está casada y que su marido va a volver de la guerra —me dijo—. ¿Por qué?
—¿Y cómo voy a saberlo? No soy yo quien escribe esas cartas.
—A veces hasta de eso sospecho —dijo, y me devolvió la carta junto con quince ásperos.
—Algunos hombres se hacen más avaros cuanto más ganan. Ése no es tu caso.
Este hombre tiene un lado tan astuto y demoníaco que enseguida se comprende por qué Seküre sigue aceptando sus cartas a pesar de su carácter malvado y oscuro.
—¿Qué es eso del libro del padre de Seküre?
—¡Ya lo sabes! Dicen que quien lo paga todo es Nuestro Sultán.
—A causa de las pinturas de ese libro los ilustradores se están matando entre ellos. ¿Es por el dinero o porque, Dios nos libre, el libro blasfema contra nuestra religión? Cuentan que el que mira las pinturas se queda ciego de inmediato.
Dijo todo aquello sonriendo de tal manera que comprendí que no debía tomármelo en serio. Y aunque fuera algo que debiera tomarse en serio, estaba claro que él no se tomaba en serio que yo me lo tomara en serio. Como muchos hombres que me necesitan para llevar sus cartas o para servirles de intermediaria, Hasan tiende a menospreciarme cuando se sienten tocados en su honor. Y yo, como parte de mi trabajo, aparento disgustarme para que ellos se alegren. Cuando son las muchachas las humilladas, me abrazan y lloran.
—Eres una mujer inteligente —dijo Hasan para aliviar mi supuesta humillación—. Lleva rápidamente la carta. Siento curiosidad por ver la respuesta de ese estúpido.
Por un instante sentí la tentación de decirle que Negro no era tan estúpido. En este tipo de situaciones el espolear a los rivales hace que Ester la casamentera gane mucho dinero. Pero me asustó que le diera un ataque de furia.
—Ese;tártaro;pordiosero que hay al otro lado de la calle —le dije mientras salía— es un desvergonzado.
Para no discutir con el ciego fui por el otro extremo de la calle y así tuve la ocasión de cruzar el Mercado de los Pollos por la mañana temprano. ¿Por qué no se comen los musulmanes las cabezas y las patas de los pollos? ¡Porque son así de raros! Mi abuela, que en paz descanse, nos contaba que cuando llegaron de Portugal cocían muchísimas patas de pollo simplemente por lo baratas que eran.
En Kemeraraligi vi una mujer montada a caballo rodeada de sus esclavos tan tiesa como un hombre, orgullosa como la que más porque sería la esposa de un bajá o la hija de un ricachón o algo así. Suspiré. Si su padre no estuviera en las nubes entregado a sus libros y si su marido hubiera vuelto con un buen botín de la guerra con los safavíes, Seküre viviría como aquella mujer orgullosa. Ella se lo merecía más que nadie.
Cuando llegué a la calle de Negro mi corazón se aceleró. ¿De veras quería que Seküre se casara con ese tipo? Hasta ahora había conseguido que aguantaran vivas las relaciones entre Seküre y Hasan y, al mismo tiempo, que él se mantuviera lejos de ella, pero ¿y este Negro? Todo le iba muy bien excepto su amor por Seküre.
—¡Buhoneraaa!
No cambio por nada la alegría de entregar una carta a un enamorado idiotizado por la soledad, por la falta de marido o mujer. Todos sienten un escalofrío de esperanza cuando van a empezar a leer la carta aunque estén seguros de que van a recibir las peores noticias.
Por supuesto, Negro tenía toda la razón en hacerse esperanzas ya que Seküre no le hablaba del regreso de su marido y hacía depender de una condición la frase «No te hagas esperanzas». Observé complacida cómo leía la carta. Se puso nervioso de pura felicidad, incluso tuvo miedo. Cuando se retiró para escribir una respuesta, yo, como haría cualquier buhonera inteligente, abrí mi atado falso, saqué de él una faltriquera negra y se la enseñé a la curiosa dueña de la casa de Negro.
—De la mejor seda de Persia —le dije.
—Mi hijo murió en la guerra con los persas —me respondió—. ¿De quién son esas cartas que andas trayéndole y llevándole a Negro?
Podía leerle en la cara que estaba trazando planes para endosarle al intrépido Negro su horrorosa hija o la de Dios sabe quién otro.
—De nadie —respondí—. Un pariente pobre que se está muriendo en el lazareto de Bayrampasa y le pide dinero.
—¡Ay, ay! —se lamentó sin creerme en absoluto—. ¿Y quién es ese desdichado?
—¿Cómo murió tu hijo en la guerra? —le pregunté tercamente.
Comenzamos a mirarnos de manera hostil. Una mujer sola y viuda. ¡Qué dura era su vida! Si eres buhonera y recadera como Ester ves que la gente sólo siente curiosidad en esta vida por la riqueza, el poder y los amores increíbles de las leyendas. El resto son tristezas, separaciones, envidias, soledad, enemistades, lágrimas, habladurías y pobreza interminable, siempre iguales, como los muebles de aquella casa como cualquier otra: un viejo y descolorido tapiz que fue multicolor, un caldero y un cucharón sobre una bandeja para hojaldres vacía, las tenazas para el carbón y el cubo para las cenizas junto al hogar, dos baúles ajados, uno grande y otro pequeño, un perchero para el turbante, algo que resulta incomprensible que se conserve en casa de una viuda que vive sola, una vieja espada para asustar a los ladrones.
Negro volvió con una bolsa contento como unas campanillas.
—Buhonera —dijo más para la curiosa dueña de su casa que para mí—. Toma esto y llévaselo al pobre enfermo. Si hay alguna respuesta, la espero de inmediato. Luego estaré todo el día en casa del señor Tío.
No había necesidad de todos aquellos juegos. No había nada que ocultar en que un muchacho sano y fuerte como Negro se buscara una joven y recibiera señales de ella y le enviara pañuelos y cartas. ¿O realmente tenía puesta la mirada en la hija de la dueña? A veces no confío lo más mínimo en Negro y temo que esté engañando de la peor manera a Seküre. Aunque se pasa el día con ella en la misma casa es incapaz de enviarle una señal.
Ya en la calle abrí la bolsa: dentro había doce ásperos y una carta. Sentía tanta curiosidad por la carta que fui corriendo a casa de Hasan. Los verduleros habían expuesto delante de sus puestos coles y zanahorias. Pero ni siquiera me apetecía tocar aquellos enormes puerros que me decían: Cómeme, Ester.
Al llegar a la calle vi que el tártaro ciego estaba dispuesto a insultarme de nuevo así que escupí en su dirección y eso es todo. ¿Por qué el frío no congela a esos asquerosos y los mata?
Me contuve a duras penas mientras Hasan leía la carta para sí. Por fin no pude más, le pregunté y él me la leyó:
Querida señora Seküre:
Quieres que termine el libro de tu padre. Me gustaría que supieras que ésa es mi única intención. Con ella fui a esa casa y no con la de molestarte, como ya te he dicho. Sé perfectamente que el amor que siento por ti es un problema exclusivamente mío. Pero a causa de este amor soy incapaz de coger la pluma para escribir los textos necesarios para el libro y que tu padre, mi Tío, me pidió. Cada vez que siento tu presencia en la casa me quedo petrificado y no puedo ayudarlo. Lo he meditado mucho y todo esto tiene una única razón: después de doce años sólo he podido ver tu cara una vez, cuando apareció en la ventana. Ahora tengo muchísimo miedo de olvidar aquella visión. Si pudiera volver a verte más de cerca, no tendría miedo de perder la imagen de tu rostro y podría acabar fácilmente el libro de tu padre. Sevket me llevó ayer a la casa vacía del judío Ahorcado. En esa casa nadie podrá vernos. Te esperaré allí hoy a la hora que quieras. Sevket me dijo ayer que habías soñado que tu marido había muerto.
Hasan leyó la carta lanzando carcajadas, a veces haciendo más aguda su voz, ya chillona de por sí, como la de una mujer, a veces imitando los ruegos temblorosos de un amante que ha perdido la cabeza. Se burló de que su deseo de poder «volver a verte» lo hubiera escrito en persa.
—En cuanto ha visto que Seküre le daba esperanzas, Negro ha empezado a regatear. Estos cálculos no son propios de un verdadero enamorado.
—Pero él está realmente enamorado de Seküre —dije inocente.
—Eso que acabas de decir me demuestra que estás de parte de Negro. El que escriba que soñó que mi hermano había muerto significa que ella acepta que su marido ha muerto.
—Es sólo un sueño —dije, tonta de mí.
—Sé perfectamente lo listo y enredador que es Sevket. ¡Cuántos años hemos vivido juntos en esta casa! Sevket nunca habría llevado a Negro a la casa del Judío Ahorcado a no ser que su madre le hubiera dado permiso o, peor aún, le hubiera forzado a hacerlo. ¡Si Seküre cree que nos puede quitar de en medio a mi hermano y a nosotros, se equivoca! Mi hermano sigue vivo y volverá de la guerra.
Sin haber terminado de hablar entró en la otra habitación, e iba a encender una vela con la llama del hogar pero se quemó la mano y lanzó un grito. Lamiéndose la mano consiguió por fin encender la vela y la colocó a un lado de un atril de lectura. Sacó un cálamo de una caja, lo sumergió en el tintero y comenzó a escribir a toda velocidad en un papelito.;Comprendí de inmediato que le agradaba que le contemplara, pero le sonreí con esfuerzo para demostrarle que no le tenía miedo.
—¿Quién era ese judío ahorcado? ¿Lo sabes?
—Algo más allá de su casa hay otra amarilla. Dicen que Mose Hamon, el querido médico del anterior sultán, que era inmensamente rico, ocultó allí durante años a su mantenida, una judía de Amasya, y al hermano de ésta. Al parecer unos años antes un joven griego había desaparecido en el barrio judío de Amasya en vísperas de Pascua y la gente decía que lo habían estrangulado para hacer pan ácimo con su sangre. En cuanto aparecieron unos testigos falsos comenzó la matanza de judíos pero el querido médico del sultán consiguió sacar a aquella hermosa mujer y a su hermano y, con permiso del sultán, esconderlos. Al morir el sultán, sus enemigos no pudieron atrapar a la hermosa mujer, pero consiguieron que ahorcaran al hermano, que vivía solo.
—Si Seküre no espera a que mi hermano vuelva de la guerra también a ella la castigarán —dijo Hasan entregándome las cartas.
Pero en su cara no se leía la ira ni la ambición, sino ese desvalimiento y esa desdicha tan propios de los auténticos enamorados. Por un instante vi en sus ojos que, sin que pasara mucho, el amor convertiría a aquel hombre en un anciano. El dinero que había comenzado a ganar en las aduanas no le había servido en absoluto para rejuvenecerle. Después de tanta mirada ofendida y tanta amenaza se me ocurrió que todavía sería capaz de preguntarme cómo podría convencer a Seküre. Pero ya se había acercado tanto a convertirse en un hombre absolutamente malvado como para no preguntarlo. En cuanto uno acepta que es malo, y el ser rechazado en el amor es una razón importante para llegar a serlo, la crueldad surge luego con facilidad. Me dieron tanto miedo aquella terrible espada roja de la que hablaban los niños, que cortaba todo lo que tocaba, y las cosas que se me pasaban por la imaginación, que me lancé a la calle desesperada y nerviosa, como si quisiera huir de allí.
Y así fue como me pillaron desprevenida los insultos del pordiosero tártaro. Pero me recuperé enseguida y dejé muy despacio en su pañuelo una piedra que había recogido del suelo.
—Toma, tártaro tiñoso —le dije.
Contemplé sin reírme cómo alargaba la mano para coger la piedra creyendo que era dinero. Sin escuchar sus insultos, me fui a casa de una de mis hijas, a la que había casado después de encontrarle un buen novio.
Mi querida hija me sacó un hojaldre con espinacas que le había sobrado del día anterior pero que aún seguía estando crujiente; para el almuerzo estaba preparando un guisado de cordero con abundante salsa y ligeramente ácido por las ciruelas, tal y como a mí me gusta; para no romperle el corazón me esperé a que terminara y me comí dos cazos rebosantes con pan tierno. Había preparado también un estupendo jarabe de uvas y, sin dudarlo un segundo, le pedí mermelada de rosas, le añadí una cucharada al jarabe, me lo tomé para que me pasara bien la comida y le llevé sus cartas a mi triste Seküre.