En cierto momento pensé si debería decirle que le entregaría a mi hija. ¿Viviría con nosotros en esta casa? Luego me dije: «No te dejes engañar por lo atentamente que te escucha ni por la expresión infantil de su cara. Espera poder fugarse con Seküre». Pero no tenía a nadie que pudiera terminar mi libro, excepto a Negro.
Al regresar de la oración del viernes le hablé también del mayor descubrimiento en pintura de los maestros italianos, las sombras.
—Si queremos pintar el mundo tal y como se ve desde las calles por las que paseamos, en las que nos detenemos a charlar con otros transeúntes, si queremos hacer nuestras pinturas desde la calle, debemos aprender a introducir en nuestras pinturas, como hacen los maestros francos, lo que con más frecuencia se ve en ellas, la sombra.
—¿Y cómo se puede pintar una sombra? —me preguntó Negro.
En ocasiones veía cierta impaciencia en mi sobrino mientras me escuchaba. A veces jugueteaba con el tintero mongol que me había traído. A veces cogía el atizador de hierro y removía las brasas de la chimenea. A veces yo me imaginaba que quería matarme golpeándome la cabeza con el atizador. Porque iba a alejar la pintura de la perspectiva de Dios. Porque me disponía a traicionar las ilustraciones surgidas de los sueños de los maestros de Herat y toda una tradición pictórica. Y porque había engañado al Sultán para hacerlo. A veces se quedaba sentado sin moverse largo rato y no apartaba la mirada de mis ojos. Suponía que pensaba «Seré tu esclavo hasta que pueda conseguir la mano de tu hija». En cierto momento, tal y como hacía cuando era niño, le saqué al jardín e intenté explicarle como lo habría hecho un padre los árboles, cómo el sol se reflejaba en sus hojas, la nieve fundiéndose y la razón por la cual las casas de nuestra calle se veían más pequeñas cuanto más lejos estaban. Pero me equivoqué al hacerlo: incluso algo tan mínimo me bastó para demostrarme que la especie de relación padre—hijo que habíamos tenido en tiempos hacía mucho que se había agotado. El lugar de la curiosidad y la pasión por aprender de su infancia había sido ocupado por la paciencia que demostraba con las tonterías de un viejo chocho en cuya hija había puesto los ojos. El peso y el polvo de los países que había recorrido en aquellos doce años se agazapaban con toda su fuerza en el alma de mi sobrino. Estaba más agotado incluso que yo y sentí lástima de él. Pensaba que además se sentiría furioso no sólo porque no le había entregado a Seküre doce años atrás —aquello era imposible—, sino porque soñaba en pinturas alejadas del estilo de los ilustradores musulmanes, de los legendarios maestros de Herat, e insistía en explicarle aquellas tonterías. Por eso me imaginaba que mi muerte ocurriría a sus manos.
Pero no le tenía miedo; justo al contrario, era yo quien intentaba acobardarle porque sentía que el miedo era lo más adecuado para el texto que quería que escribiera. Le dije que uno debería ser capaz de situarse en el centro del mundo, como en aquellas pinturas, y añadí:
—Uno de mis ilustradores ha pintado la Muerte de una manera muy hermosa. Échale un vistazo a esto.
Así pues, comencé a mostrarle las pinturas que llevaba un año encargándoles en secreto a los maestros ilustradores. Al principio receló un poco, quizá hasta sintiera miedo. Pero en cuanto vio que la Muerte había sido pintada inspirándose en escenas que pueden verse en muchos
Libros de los reyes
, como la decapitación de Siyavus por Efrasiyab o la muerte de Suhrab por Rüstem, ignorando que se trataba de su hijo, rápidamente se sintió interesado. En la ilustración que mostraba el funeral del difunto sultán Solimán, hecha con colores tristes y solemnes, podía verse también una cierta forma de concebir la página similar a la de los maestros francos, así como un intento de sombreado hecho por mí mismo. Le señalé la profundidad demoníaca que hacía que las nubes se fundieran con la línea del horizonte. Le recordé que la Muerte había sido pintada como un individuo único e inigualable, como aquellos infieles cuyos retratos había visto en los palacios de Venecia y que tanto se esforzaban por parecerse sólo a ellos mismos.
—Tienen tal deseo por ser únicos e incomparables, lo quieren con tal violencia... Mira, mira los ojos de la Muerte. El hombre no teme la Muerte, sino la violencia del deseo de ser único, incomparable y excepcional. Mira esta pintura y escribe su historia. Haz que hable la Muerte, aquí tienes papel y plumas. Entregaré de inmediato a los calígrafos lo que escribas.
Durante un rato observó en silencio la imagen y luego preguntó:
—¿Quién ha pintado esto?
—Mariposa. Es el de mayor talento. El Maestro Osman lleva años admirándole y enamorado de él.
—Vi una pintura parecida a la de este perro, pero más tosca, en el café donde el cuentista narraba sus historias —dijo Negro.
—Mis ilustradores, la mayoría de los cuales están espiritualmente ligados al Maestro Osman, no creen en lo que pintan para mi libro. Supongo que cuando salen de aquí a medianoche se burlan impúdicamente en los cafés de las pinturas que han hecho por dinero y de mí. En cierto momento, Nuestro Sultán se hizo pintar un retrato por un joven pintor veneciano que habíamos traído de la embajada a instancia mía. Luego quiso que el Maestro Osman pintara una copia exacta de aquel óleo a su manera. El Maestro Osman me responsabilizó de que le forzaran a copiar al pintor veneciano, de aquella acción tan fea, y de la vergonzosa pintura resultante. Tenía razón.
A lo largo de todo aquel día le mostré todas las ilustraciones, excepto la última, que era incapaz de terminar, le provoqué para que escribiera sus historias, le hablé de los caprichos de los ilustradores y de la cantidad de dinero que me gastaba en ellos. Hablamos tanto de la perspectiva y de si el hecho de que en la pintura veneciana los objetos del fondo fueran empequeñeciéndose constituía una impiedad o no, como de si al pobre Maese Donoso lo habrían asesinado por envidia de su dinero o por pura ambición.
Cuando Negro se disponía a regresar a casa aquella noche yo ya estaba seguro de que volvería al día siguiente, tal y como había prometido, y de que seguiría escuchándome las historias de mi libro. Mientras oía cómo se perdía el sonido de sus pasos por la puerta abierta había algo en la fría noche que hacía a mi insomne e inquieto asesino más poderoso y diabólico que mi libro y que yo.
Cerré la puerta con firmeza tras él y, como hacía cada noche, coloqué tras ella el viejo aguamanil que usaba como maceta para la albahaca y estaba cubriendo las brasas con ceniza antes de irme a la cama cuando vi que Seküre estaba frente a mí con un camisón blanco que hacía que pareciera un fantasma en la oscuridad.
—¿Estás completamente decidida a casarte con este hombre? —le pregunté.
—No, padre. Hace mucho tiempo que abandoné la idea de casarme. Además, estoy casada.
—Si todavía quieres casarte con él, puedo darte permiso.
—No quiero casarme con él.
—¿Por qué?
—Porque usted no lo quiere. Yo no puedo querer sinceramente a alguien a quien usted no quiere.
Vi por un momento que las brasas del hogar se reflejaban en sus ojos en la oscuridad. Se le saltaban las lágrimas, no de desdicha, sino de pura ira, pero no había el menor enojo en su voz.
—Negro te ama —le dije como contándole un secreto.
—Lo sé.
—Se ha pasado el día escuchándome, no por amor a la pintura, sino por amor a ti.
—Va a terminar el libro, eso es lo importante.
—Tu marido volverá algún día.
—No sé por qué, quizá haya sido por el silencio, pero esta noche he comprendido por fin que mi marido no volverá nunca. Mis sueños deben de ser ciertos: lo han matado. Hace mucho que ha sido pasto de las alimañas —susurró aquella última frase como si los niños, que estaban dormidos, pudieran escucharla y había una extraña furia en su voz.
—Si me matan —dije—, quiero que te encargues de que se termine este libro al que le he entregado todo lo que poseo. Júramelo.
—Lo juro. Pero ¿quién acabará el libro?
—Negro. Tú puedes conseguirlo.
—Pero si usted ya lo está consiguiendo, padre mío. No me necesita para eso.
—Es cierto, pero me aguanta por ti. Si me matan se asustará y podría abandonar el libro.
—Entonces no puede casarse conmigo —dijo sonriendo mi inteligente hija.
¿De dónde me he sacado que sonreía? A lo largo de toda aquella conversación no pude ver sino el brillo que de vez en cuando aparecía en sus ojos. Estábamos de pie en medio de la habitación, el uno frente al otro, tensos.
—¿Te comunicas con él? ¿Tenéis algún tipo de señales? —le pregunté sin poderme contener.
—¿Cómo puede ocurrírsele algo semejante?
Se produjo un largo y doloroso silencio. A lo lejos ladró un perro. Tenía algo de frío y noté un estremecimiento. La habitación estaba ya tan oscura que no podíamos vernos en absoluto y simplemente sentíamos que estábamos allí, frente a frente. Luego nos abrazamos de repente, nos estrechamos con todas nuestras fuerzas. Ella comenzó a llorar y dijo que echaba de menos a su madre. Le besé el pelo, que olía como el de su madre, y la acaricié. La llevé a su cama y la acosté junto a sus hijos, que dormían abrazados. Al pensar en los dos días que acabábamos de dejar atrás, no me cupo la menor duda de que Seküre se comunicaba con Negro.
Tras regresar a mi casa aquella noche me deshice rápidamente de la propietaria, que empezaba a creer que era mi madre, me encerré en mi cuarto, me tumbé en la cama y pensé en mi Seküre.
Comencemos por los ruiditos a los que tanta atención había prestado, tan complacido como si se tratara de un juego. Ella no había aparecido en aquella segunda visita a su casa después de doce años de ausencia. Sin embargo, había conseguido envolverme de una manera tan hechicera que estaba seguro de que de cierta manera me observaba continuamente, de que me sopesaba como hipotético marido y de que obtenía de todo ello el placer de un juego de lógica. Por esa misma razón, yo también creía verla continuamente. Así fue como comprendí mejor a qué se refería Ibn Arabi cuando hablaba de la capacidad que tiene el amor de conseguir que se vea lo que no se ve y de que se sienta junto a uno lo invisible.
Podía deducir que Seküre me observaba por mi forma de ser todo oídos a los ruidos de la casa y a los crujidos del entarimado. En cierto momento me di perfecta cuenta de que ella y los niños estaban en la habitación que daba a la antesala porque oí que los niños se peleaban a empujones pero que intentaban amortiguar el ruido probablemente amenazados por las miradas y el ceño fruncido de su madre. De vez en cuando, les oía que cuchicheaban de una forma nada natural, no como se hace para no distraer a alguien que está rezando, por ejemplo, sino de una manera muy afectada y que luego lanzaban risitas.
En otro momento, mientras su abuelo me hablaba de las maravillas de la luz y las sombras, entraron los dos niños, Sevket y Orhan, y nos ofrecieron café sosteniendo con mucho cuidado y esmero la bandeja con unos gestos que se notaba que habían sido ensayados previamente con todo detalle. Pensé que aquello, algo de lo que debería haberse ocupado Hayriye, había sido planeado por la madre para darles a sus hijos la oportunidad de ver de cerca al hombre que más adelante quizá ejerciera de padre con ellos y, así pues, le dije a Sevket «Qué bonitos ojos tienes» e inmediatamente, notando que el pequeño Orhan sentiría celos, añadí «Los tuyos también lo son» y, después de dejar en la bandeja un pálido pétalo de clavel que me saqué de repente del bolsillo, besé a ambos niños en la mejilla. Luego me llegaron desde el otro cuarto todo tipo de risas y risitas.
A veces sentía curiosidad por saber en qué agujero de las paredes, de las puertas cerradas o incluso del techo estaría situado el ojo que me contemplaba y desde qué ángulo lo hacía y me dedicaba a formularme hipótesis observando ciertas grietas, nudos en la madera o puntos que erróneamente tomaba por agujeros, imaginaba cómo estaría Seküre detrás de aquella rendija y de repente sospechaba sin razón de otro punto oscuro y para comprobar si lo que suponía era cierto me levantaba de donde estaba sentado, aun corriendo el riesgo de ser irrespetuoso con mi Tío, que continuaba hablando sin parar, y mientras aparentaba recorrer absorto la habitación con aspecto preocupado, sorprendido y pensativo para demostrar a mi Tío que estaba escuchando atentamente la historia que me contaba, me acercaba a ese punto de la pared del que sospechaba, a la sombra que allí había.
Y allí me llevaba la decepción de no encontrarme con el ojo de Seküre tras lo que yo había tomado por una mirilla. Por un instante me poseía una extraña sensación de soledad y me impacientaba como quien no sabe qué va a ser de su vida.
A veces sentía de repente en mi corazón que Seküre me estaba observando y creía con tal fuerza que era el objeto de sus miradas que empezaba a darme aires, como alguien que quisiera demostrar que es más profundo, fuerte y capaz de lo que realmente es para impresionar a la muchacha que ama. Después se me ocurría que Seküre y sus hijos me estarían comparando con aquel marido que no acababa de regresar de la guerra, con aquel padre desaparecido, y justo en ese momento se me venía a la cabeza ese nuevo tipo de notables venecianos cuyas imágenes pintadas mi Tío me estaba describiendo. Me habría gustado parecerme a aquellos hombres, que no habían ganado su fama sufriendo penitencias en celdas como los santos ni cortando cabezas con el filo de su espada y la fuerza de su muñeca como el marido desaparecido, sino gracias a un libro que habían escrito o a una página que habían pintado, simplemente porque Seküre le había oído hablar de ellos a su padre. Me esforzaba de tal manera por representarme en la mente los cuadros de aquellos hombres famosos, que, como decía mi Tío, habían sido hechos inspirándose en la fuerza de la oscuridad visible y los rincones misteriosos del mundo —esas maravillas que él había visto personalmente y que intentaba describirme a mí, a su sobrino, que nunca las había visto—, que cuando por fin me resultaba imposible imaginarlos notaba una especie de decepción y me sentía inferior.
En cierto momento me encontré con que de nuevo tenía a Sevket ante mí. Se me acercaba decidido y yo supuse que, como ocurre entre algunas tribus árabes de la Transoxiana y los circasianos de la montañas del Cáucaso, el hijo mayor de la casa no sólo besaba la mano del invitado cuando éste llegaba sino también cuando él mismo salía y, pillado por sorpresa, le extendí la mano para que me la besara y se la llevara a la frente. En ese momento oí que Seküre se reía en un lugar no muy lejano. ¿Se reía de mí? Me puse nervioso y, como única salvación, agarré a Sevket y le besé en ambas mejillas por si aquello era lo que se esperaba de mí. Mientras lo hacía le sonreí a mi Tío para demostrarle que era consciente de que le había interrumpido pero que no quería ser irrespetuoso en absoluto y, por otro lado, olí cuidadosamente al niño por si conservaba algún rastro del aroma de su madre. Cuando quise darme cuenta de que me había metido en la mano un papelito, Sevket ya se había dado media vuelta y había comenzado a alejarse.