Me llamo Rojo (28 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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En cierto momento quise sobresaltarle y le pregunté osadamente:

—¿Puede uno hacer sin darse cuenta una pintura impía?

En lugar de responderme hizo de repente un gesto airoso con la mano, como si en la habitación hubiera un niño dormido y me llamara la atención y yo guardé silencio.

—Está muy oscuro —me dijo como en un susurro—, vamos a encender ese candelabro.

No me agradó en absoluto ver en su cara un orgullo desacostumbrado mientras encendía la vela del candelabro en el brasero. ¿O era una expresión de lástima por mí? ¿Lo había comprendido todo y pensaba que era un miserable asesino, o me tenía miedo? Recuerdo que de repente me pareció que perdía el control de mis pensamientos y que observaba sorprendido lo que estaba pensando en ese momento como si lo pensara otro. La alfombra del suelo tenía algo en una esquina que se parecía a un lobo, ¿por qué no me había dado cuenta hasta ese momento?

—Todos los janes, shas y sultanes que han amado la pintura, las ilustraciones y los libros hermosos, han pasado por tres épocas en su afición —dijo el señor Tío—. Al principio son osados, complacientes y sienten curiosidad. Quieren pinturas para aumentar su prestigio, porque otros van a verlas; es una etapa de aprendizaje. En la segunda encargan los libros que les gustan para satisfacer su propio placer. Como por fin han conseguido disfrutar sinceramente de la contemplación de la pintura, adquieren prestigio y acumulan libros que, tras su muerte, les darán renombre en este mundo. En el otoño de sus vidas no hay ningún monarca que se preocupe ya por su inmortalidad mundana. Con «inmortalidad mundana» me refiero al deseo de que nos recuerden en este mundo nuestros nietos, las futuras generaciones. En realidad los soberanos aficionados a la pintura ya han conseguido esa inmortalidad con los libros que nos han encargado hacer, en los que han hecho constar sus nombres, en algunos de los cuales se cuentan incluso sus propias historias. En su vejez sólo les preocupa asegurarse un buen lugar en el otro mundo. Y todos descubren enseguida que la pintura es un obstáculo para conseguirlo. Eso es lo que más me entristece y más miedo me da. El sha Tahmasp, que era él mismo un maestro ilustrador y que había pasado su juventud en los talleres, los cerró al acercársele el momento de la muerte, expulsó de Tabriz a todos aquellos milagrosos pintores, repartió los libros que había encargado y sufrió ataques de remordimientos. ¿Por qué todos creen que la pintura les cerrará las puertas del Paraíso?

—¡Ya sabe por qué! Porque recuerdan que Nuestro Santo Profeta dijo que en el Día del Juicio Dios daría el más duro de los castigos a los pintores.

—A los pintores no —dijo el señor Tío—, a los que crean ídolos. Es un hadiz, de Bujari.

—El Día del Juicio se les pedirá a los que han creado esos ídolos que les insuflen vida —continué con mucha precaución—. Pero como serán incapaces de darle vida a nada serán castigados con las penas del Infierno. No lo olvidemos; Creador es uno de los Nombres de Dios en el Sagrado Corán. Sólo Dios es el que crea, el que hace que exista lo inexistente y da vida a lo que no la tiene. Nadie debe intentar competir con él. La pretensión de los pintores de hacer lo que Él hace, de ser creadores como Él, es el mayor de los pecados.

Le dije todo aquello con dureza, como si le estuviera acusando también a él. Me miró a los ojos.

—¿Crees que eso es lo que estamos haciendo?

—No. —Sonreí—. Pero eso fue lo que empezó a pensar el difunto Maese Donoso cuando vio completa la última ilustración. Decía que pintar según la ciencia de la perspectiva y seguir las maneras de los maestros francos eran tentaciones del Diablo. Al parecer en esa última ilustración se ha pintado el rostro de un mortal siguiendo las técnicas de los francos de tal manera que el que la ve tiene la impresión de que es real y no una pintura y despierta el deseo de postrarse ante ella, tal y como ocurre en las iglesias. Decía que la perspectiva era una tentación del Diablo no sólo porque hace que el punto de vista de la pintura descienda del de Dios al de un perro callejero, sino porque además al usar las técnicas de los francos estamos adulterando nuestra sabiduría y nuestro talento con los de los infieles y así perdemos nuestra pureza y nos convertimos en sus esclavos.

—No existe nada puro —replicó el señor Tío—. Cada vez que se crean maravillas en la ilustración, en la pintura, cada vez que en un taller aparece una obra de una belleza tal que nos humedece los ojos y nos pone la piel de gallina, sé que allí se han unido dos cosas distintas que nunca antes habían estado juntas para que esa maravilla pueda aparecer. Le debemos Behzat y toda la hermosura de la pintura persa a la mezcla entre la árabe y la china y mongola. El sha Tahmasp unió en sus más bellas pinturas el estilo persa con la sensibilidad turcomana. Si hoy todo el mundo se hace lenguas de los talleres que Ekber Jan tiene en la India es porque ha animado a sus artistas a que adopten los estilos de los maestros francos. Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios. Que Él nos proteja de aspirar a la pureza sin adulterar.

Todo lo que tenía de dulce e iluminada su cara a la luz de la vela lo tenía de oscura y terrible su sombra en la pared. A pesar de lo razonable y lo cierto que era lo que decía, seguía sin creerle. Como suponía que sospechaba de mí, yo también sospechaba de él y me daba la impresión de que de vez en cuando prestaba atención a la puerta del patio como si esperara a alguien que le pudiera librar de mí.

—Me has contado la historia del jeque Muhammed, el pintor de Isfahán, de cómo quemó la gigantesca biblioteca porque allí había pinturas suyas de las que había renegado y de cómo se quemó en ella torturado por los remordimientos —me dijo—. Y yo voy a contarte una historia que no conoces relativa a esa leyenda. Sí, el artista se pasó los últimos treinta años de su vida buscando sus pinturas. Pero en los libros en cuyas páginas rebuscaba vio, más que sus propias pinturas, imitaciones inspiradas en él. En los años posteriores pudo darse cuenta de que dos generaciones de pintores habían adoptado como modelos aquellas pinturas de las que él había renegado y que se las habían grabado en la memoria, más que aprendiéndoselas, convirtiéndolas en parte de sus almas. Y el jeque Muhammed, mientras buscaba sus propias ilustraciones para destruirlas, vio que los artistas jóvenes las habían reproducido admirados en multitud de libros, que las habían usado para ilustrar otras historias, que estaban en la memoria de todos y que se habían propagado por el mundo entero. Lo comprendemos a lo largo de los años, observando libro tras libro e ilustración tras ilustración: un buen pintor no se limita a permanecer en nuestras mentes con sus prodigios, sino que además acaba por cambiar el paisaje de nuestra memoria. Una vez que se han grabado de esa manera en nuestra alma el talento y las obras de un pintor, se convierten en el criterio de belleza para el mundo entero. El pintor de Isfahán no sólo fue testigo al final de su vida de cómo se multiplicaban sus obras mientras las quemaba para destruirlas, sino que comprendió que todos los demás veían el mundo como él mismo lo había visto en tiempos y encontraban feas las cosas que no se parecían a las pinturas que había hecho de joven.

Fui incapaz de refrenar la admiración y el deseo de gustarle al señor Tío que se elevaban en mí y me arrojé de rodillas a sus pies. Mientras le besaba las manos aparecieron lágrimas en mis ojos y noté que le estaba otorgando a él el lugar que el Maestro Osman había ocupado antes en mi corazón.

—El ilustrador —continuó el señor Tío con el tono de alguien satisfecho de sí mismo— pinta sin temer nada, atendiendo a su conciencia y de acuerdo con las normas en las que cree. No le importa lo que digan sus enemigos, los fanáticos ni los envidiosos.

Pero el señor Tío ni siquiera es un ilustrador, pensé mientras besaba llorando sus manos cubiertas de lunares y manchas. De inmediato me avergoncé de lo que había pensado. Era como si alguien me hubiera metido a la fuerza en la mente aquella idea demoníaca e insolente. A pesar de todo, vosotros mismos sabéis que lo que pensaba era cierto.

—No les tengo miedo a ellos —siguió—, porque no temo a la muerte.

¿Quiénes eran «ellos»? Asentí con la cabeza como si entendiera lo que había dicho. Vi que justo a su lado tenía un antiguo volumen del
Libro del alma
de El Cevziyye. Este libro, que narra los avatares por los que pasa el alma después de la muerte, les encanta a los que desean morir. Sólo vi un objeto nuevo desde la última vez que había venido entre todos aquellos cortaplumas, palilleros, tinteros, escribanías y cajas de cálamos que llenaban bandejas y que cubrían la caja de pinturas y el baúl: un tintero de bronce.

—Probémosles que no les tenemos miedo —le dije audazmente—. Saque la última ilustración y mostrémosla.

—¿Y no demostraría eso que nos importan sus calumnias al menos tanto como para tomárnoslas en serio? No hemos hecho nada por lo que tengamos que temer. ¿Hay acaso otra cosa que justifique tus miedos?

Me acarició el pelo como un padre. Temí que volvieran a brotarme lágrimas de los ojos y lo abracé.

—Sé por qué mataron al pobre iluminador Maese Donoso —dije inquieto—. Maese Donoso, calumniándole a usted, al libro, a nosotros, iba a conseguir echarnos encima a los hombres de Nusret, el predicador de Erzurum. Había decidido que aquí no se hacían más que impiedades siguiendo las instrucciones del Diablo y había comenzado a contarlo por todas partes y a incitar contra usted a los demás ilustradores que trabajan en el libro. No sé por qué hizo eso de repente. Quizá por celos o quizá tentado por el Diablo. Los demás ilustradores que trabajan en el libro también estaban al tanto de lo decidido que estaba Maese Donoso a destruirnos. Como puede suponer, todos se asustaron y empezaron a alimentar sospechas, como yo. Uno de ellos se dejó llevar por el pánico una noche en que Maese Donoso le estaba presionando y provocándole contra usted, contra nosotros, contra el libro, las ilustraciones, la pintura y contra todo en lo que creía y mató a ese miserable y lo tiró al pozo.

—¿Miserable?

—Maese Donoso era un traidor con muy mala idea y muy mala leche —le respondí—. ¡Un hijo de mala madre! —grité, como si lo tuviera frente a mí en aquella habitación.

Se produjo un silencio. ¿Tenía miedo de mí? Yo mismo me daba miedo. Era como si me hubieran poseído la ambición y la inteligencia de otra persona, pero era una sensación agradable.

—¿Quién es ese ilustrador que se ha dejado llevar por el pánico como tú y como el pintor de Isfahán? ¿Quién lo mató?

—No lo sé —respondí.

Pero quise que comprendiera por la expresión de mi cara que le estaba mintiendo. Me daba cuenta de que había cometido un grave error viniendo hasta aquí. Pero tampoco iba a dejar que me dominaran los sentimientos de culpa y de arrepentimiento. Podía ver que el señor Tío sospechaba de mí y eso me complacía y me daba fuerzas. Pensé a toda velocidad que si ahora comprendía que yo era un asesino y le daba miedo, entonces sacaría para enseñármela la última ilustración, que yo ahora quería ver no tanto para saber si era realmente una impiedad como por pura curiosidad.

—¿Acaso es importante saber quién mató a ese degenerado? —le dije—. ¿No hizo un buen trabajo el que lo quitó de en medio?

Me dio valor el que no pudiera mirarme directamente a los ojos. Eso es lo que le pasa a la gente importante que se cree mejor y más ética que uno cuando sienten vergüenza de ti, que no pueden mirarte a los ojos. Quizá porque están pensando en denunciarte y entregarte al verdugo para que te torture.

Fuera, justo delante de la puerta, unos perros empezaron a ladrar como si estuvieran rabiosos.

—Vuelve a nevar —dije—. ¿Dónde están todos a estas horas de la noche? ¿Por qué se han ido abandonándolo solo en casa? Ni siquiera han dejado una vela encendida.

—Es muy raro, mucho —me respondió—. No lo entiendo.

Era tan sincero que lo creí por completo y volví a sentir en lo más profundo que lo quería a pesar de que me burlara de él cuando estaba con los otros ilustradores. Me resulta imposible saber cómo comprendió al instante que se elevaban en mi corazón un cariño y un respeto excesivos por él, pero en ese momento me acarició de nuevo el pelo con aquel irresistible afecto paternal. Sentí que la manera de pintar del Maestro Osman, inspirada en los antiguos maestros de Herat, no tenía futuro alguno. Era un pensamiento tan feo que me dio miedo de mí mismo. A todos nos ocurre lo mismo después de alguna catástrofe: con una última esperanza rogamos por que todo siga como antes sin que nos importe parecer ridículos o estúpidos.

—De todas formas, sigamos ilustrando el libro —le dije—. Que todo siga como antes.

—Hay un asesino entre los ilustradores. Continuaré el libro con el señor Negro.

¿Me estaba provocando para que lo matara?

—¿Dónde está ahora Negro? —le pregunté—. ¿Dónde están su hija y los niños?

Me daba la impresión de que aquellas palabras me las había puesto en la boca una fuerza ajena a mí, pero no podía contenerme. Ya no había manera de que pudiera ser feliz en el futuro ni de que pudiera alimentar ninguna esperanza. Sólo me quedaba ser inteligente y sarcástico, aunque detrás de aquellos dos duendes siempre divertidos, la inteligencia y el sarcasmo, podía sentir la presencia del Diablo, que los gobernaba y que se iba infiltrando en mi corazón. En ese preciso momento, los malditos perros que había más allá de la puerta del patio empezaron a aullar enloquecidos como si hubieran olido sangre.

¿No había vivido aquel instante mucho tiempo atrás? En una ciudad muy lejana, en un tiempo que ahora me parecía muy remoto, mientras fuera nevaba aunque yo no pudiera verlo, a la luz de las velas, intentaba demostrarle llorando mi inocencia a un viejo chocho que me acusaba de haber robado pintura. Entonces, justo como estaba ocurriendo ahora, también habían comenzado a aullar como si hubieran olido sangre unos perros que había más allá de la lejana puerta del patio. También el señor Tío tenía una barbilla arrogante, como aquel tipo arrugado y malvado, y, lo comprendí porque por fin clavó su mirada en la mía despiadadamente, tenía la intención de aplastarme. En ese momento revivía aquel terrible recuerdo neto pero descolorido de cuando era un aprendiz de diez años de la misma manera en que habría podido representarme en la mente una pintura con las líneas muy definidas pero un tanto desteñida.

Y mientras me levantaba, rodeaba al señor Tío, que seguía sentado, y cogía de entre los tinteros familiares que había sobre la mesa de trabajo, algunos de vidrio, otros de porcelana, otros de cristal de roca, aquel nuevo de bronce, enorme y pesado, el ilustrador laborioso que había en mi mente, y que el Gran Ilustrador Osman nos había enseñado a ser, me pintaba de forma neta y descolorida como si lo que hacía y lo que veía no fuera algo que estaba viviendo en ese instante sino un lejano recuerdo. En los sueños nos vemos desde el exterior y sentimos un escalofrío, y yo, con un escalofrío parecido y con el tintero rechoncho de boca estrecha en la mano, dije:

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