—Quizá —concedió Artemio, y se llevó un trozo de faisán a la boca. No recogería la ofensa. Su madre había sido campesina; ofenderse con alguien que expresaba la verdad equivaldría a admitir que a él le pesaba su origen cuando, en realidad, lo enorgullecía. Apoyó los cubiertos en el plato y tomó la mano de Tessie, que casi no había probado la comida.
—Tessie —la instó Artemio—, come. ¿No está bueno el faisán?
Prudence inició una charla con su cuñada Elisabetta; Stephen le preguntó a Calvú Manque acerca del ganado de las pampas; el conde de Grossvenor comentó al lord canciller acerca de un amigo en común; y así se superó el mal rato. Elisabetta, aún conmocionada, respondía a Prudence con monosílabos, en tanto lanzaba miradas de súplica a su prometido.
Al final de la cena, el conde de Grossvenor solicitó la atención de los comensales y se puso de pie con la asistencia del lacayo, lo que todos imitaron. El anciano elevó su copa de vino y manifestó:
—Mi nieto Sebastian, único hijo varón de mi adorado Horatio, me ha concedido el honor de anunciar esta noche una feliz noticia: su próxima boda con la querida Elisabetta María.
La sonrisa de la italiana, el rubor de sus mejillas y el modo en que detenía los ojos en Artemio resultaron elocuentes. Su dicha era inefable.
—Los invito a brindar por la felicidad de Elisabetta María y por la de mi nieto, Sebastian de Lacy, futuro conde de Grossvenor.
El anuncio por fin se realizaba. Lo que había mantenido en vilo a la aristocracia inglesa y a los políticos irlandeses se desveló frente a un pequeño y selecto grupo que esparciría la novedad antes de que pasara un día. El décimo conde de Grossvenor había elegido a su sucesor. William se dijo que no debería experimentar esa decepción dado que esperaba la noticia; no obstante, lo ahogaba un rencor negro. John Joe, que había guardado silencio a lo largo de la cena, congeló la sonrisa y apretó la copa hasta obligarse a disminuir la presión para evitar quebrarla. Sólo Devona, su madre, habría advertido su furia reprimida. El lord canciller también sonreía, al tiempo que barajaba las consecuencias. Los de Lacy eran hombres de inmenso poder económico y político, controlaban varios distritos electorales, la mayoría "podridos", que los proveía de una influencia envidiable en el Parlamento. No caería bien el anuncio. El nombre de Sebastian de Lacy se repetía con poca simpatía en los círculos de Dublín dada la fama de su comportamiento extravagante que rompía con los códigos que por siglos habían mantenido domeñada a la Irlanda. El último cotilleo que lo tenía por amigo del joven abogado Daniel O'Connell, conocido agitador y rebelde, se juzgaba peligroso a un punto intolerable.
Consciente de lo que el anuncio acababa de provocar, Artemio levantó la copa hacia su prometida y le sonrió.
"No me olvide, señor Furia. Por favor, no me olvide."
La voz se filtró en sus pensamientos, y casi dejó caer la copa. Apoyó el cuerpo contra el borde de la mesa, inclinó la cabeza y se apretó la sien izquierda. Elisabetta estuvo a su lado en un instante.
—¿Qué ocurre, Sebastiano? ¿Otra vez esa puntada? Winthorp, el tónico del señor.
—Ya está —susurró Artemio, agitado—. Ya pasó. Ya pasó.
La frase, sin embargo, se repetía con la insistencia del tañido de una campana.
"No me olvide, señor Furia." "No me olvide, señor Furia."
—Desde que perdió el ojo izquierdo —explicó el conde a la esposa del lord canciller—, sufre esas horribles puntadas en la sien. Enseguida estará mejor.
Tomaron asiento de nuevo. La emoción del anuncio se había disipado. Winthorp se presentó con el tónico y vertió una medida en una copa limpia. Prudence intervino para desviar la atención.
—Dinos, Elisabetta, ¿cuándo será la boda?
—Todavía no hemos fijado la fecha.
—Lo más pronto posible —indicó el conde, con una sonrisa que no terminaba de ocultar la preocupación por el estado de su nieto—. ¿Verdad, Sebastian? No tiene sentido esperar.
—Será dentro de unos meses —contestó Artemio—, después de mi viaje.
—¿Qué viaje? —preguntaron al unísono Elisabetta, Prudence y el conde.
—El que emprenderé dentro de poco al Río de la Plata.
—¡Al Río de la Plata! —se espantó su abuelo.
Se inició una polémica en la que Artemio no participó. Calvú Manque le echó un vistazo que expresaba su sorpresa y curiosidad, al que Artemio contestó con otro que decía: "Más tarde te explico".
—¡Cásate primero y luego viaja al Río de la Plata! —sugirió el conde.
—No —se limitó a contestar, habituado a no dar explicaciones.
—Entonces, iré contigo —resolvió Elisabetta.
—De ninguna manera —se escandalizó Girolamo Sforza.
—Mina me acompañará —adujo la italiana.
Al final se decidió que, además de Mina, Girolamo y William acompañarían a Artemio y a Elisabetta para guardar las apariencias.
—Si deseas, Sebastian —intervino el lord canciller—, puedo averiguar con el lord del Almirantazgo cuál es la próxima nave que zarpa para las Indias Occidentales.
—Le agradezco, sir Arthur, pero no será necesario que se moleste. Viajaré en mi propio barco.
—¿Ya está listo? —se sorprendió el conde.
—Hoy recibí carta de Roger Blackraven —no necesitó explicar de quién hablaba; todos lo conocían—. Me asegura que el
Smarag
está pronto para zarpar.
—
¿Smarag?
—dijo William.
—Significa esmeralda en gaélico. Esmeralda —explicó—, era el nombre de mi madre, la campesina.
Revelaciones en la madrugada
A pocas millas de
Grossvenor Manor,
en una taberna del pueblo de Trim, Jacob Burke, antiguo administrador de las propiedades de los de Lacy, aguardaba a su nuevo patrón en una habitación de la planta alta. La reunión habría podido llevarse a cabo en Dublín, pero, como mantenían en secreto que se conocían, evitaban el riesgo de exponerse en la ciudad. Consultó la hora: dos y cuarto de la mañana. Se preguntó cuánto tiempo esperaría antes de que el sueño lo venciera. Se había tratado de una jornada ajetreada comenzada muy temprano, en la cual se dedicó a averiguar, a partir de un dato que recibió, acerca de la relación entre Sebastian de Lacy y el abogado Daniel O'Connell, que desde hacía algunos años se ganaba la atención de los nobles y de los miembros del Parlamento dada su costumbre de ganar pleitos a favor de los arrendatarios. El último, muy resonado, tuvo como testigo clave al propio Sebastian, quien declaró que el acusado, hijo de uno de sus campesinos, había conducido su carruaje hasta
Saint Ailish
la noche en que se suponía que había ingresado en las tierras del
earl
de Ormond para cazar furtivamente. Se sospechaba que el nieto del conde de Grossvenor había cometido perjurio para salvar al muchacho de la prisión, si bien nadie se animaba a mencionarlo por temor a despertar la ira del mismo Sebastian de Lacy, de quien se referían anécdotas que lindaban con lo inverosímil. Se decía que era vengativo y manejaba extraños códigos aprendidos en la tierra salvaje donde había nacido.
Escuchó el sonido de cascos de caballo frente a la taberna. Lo alcanzó la voz dormida de la dueña en la planta baja. Siguieron unos pasos en la escalera y el llamado a la puerta de la habitación. Se trataba de su nuevo patrón, John Joe Fitzgerald, que lo había contratado pocos días después de que de Lacy lo despidió. "Necesito un hombre de confianza que me preste servicios que requerirán de absoluta discreción", le había manifestado en aquella entrevista. "Sus actividades serán variadas y, en general, tendrán que ver con la búsqueda de información. Mi posición en el Parlamento me exige saber todo cuanto acontece en la Irlanda." El último encargo, además de investigar la amistad entre Sebastian de Lacy y O'Connell, se refería a las actividades delictivas de un grupo cuyos blancos eran las propiedades de los nobles ingleses.
—Le agradezco que haya esperado hasta esta hora, Burke —dijo John Joe, con acento duro, mientras se quitaba el abrigo y los guantes y se servía una medida de cerveza, que bebió de un trago; aún no conseguía desembarazarse del mal humor causado por la noticia de su padre—. ¿Qué información me tiene?
Burke sacó la libreta y un lápiz de carbonilla y repasó las anotaciones. En los barrios bajos de Dublín y de Drogheda se los conocía como los
Dark Boys
(Muchachos Oscuros), debido a que saqueaban las propiedades de sus víctimas vestidos de negro y con capuchas de ese mismo color. Actuaban con rapidez, se movían con eficacia, sin dejar rastro, como si lo hubiesen ensayado.
—Cuentan con muy buena montura —agregó Burke, y John Joe lo miró por primera vez—, lo que índica que alguien los financia. Es más, por el modo en que operan, me atrevería a decir, señor, que no sólo los financian sino que los entrenan —sacó de un zurrón un elemento que le pasó a John Joe.
—¿Qué diantre es esto?
—No fue fácil conseguirlo, señor. Tuve que sobornar al comisario de Lucan para que me lo entregase. Fue hallado en la propiedad del sir Bemley, después del ataque que sufrió a manos de los
Dark Boys.
Le robaron veinte purasangres.
John Joe estudiaba lo que tenía aspecto de arma primitiva, conformada por dos bolas pesadas, forradas en cuero, unidas a las extremidades de un tiento.
—¿Qué es? ¿Cómo se usa?
—De acuerdo con el relato del jefe de la guardia de sir Bemley, lo arrojaron a las ancas de un caballo para derribar a uno de sus hombres, con éxito, señor —Burke dudó durante una corta pausa; luego, dijo—: Hay un dato que no me atrevo a confirmar, aunque me gustaría mencionárselo. Alguien en Drogheda asoció el nombre de Daniel O'Connell al de los
Dark Boys.
John Joe dio la espalda a Burke y caminó hacia la ventana para esconder una sonrisa satisfecha. No resultaba descabellado conjeturar que si O'Connell estaba involucrado con los vándalos, su sobrino Sebastian también; sabía de la amistad que habían estrechado en el último tiempo esos dos. Una acusación de traición por financiar actividades para desestabilizar la paz del reino lo llevaría a la horca, y, en ese caso, su abolengo no lo salvaría, más bien, le pesaría como un yunque.
—Como sabemos —habló Burke—, O'Connell es amigo de Sebastian de Lacy.
John Joe giró para mirarlo, y el destello en sus ojos invitó a Burke a proseguir.
—Hoy estuve averiguando acerca de O'Connell y de la relación con de Lacy. Si considera que no debo seguir indagando, aquí me detengo.
—Cuénteme qué averiguó.
Lo que Burke le refirió acerca del juicio donde Sebastian había actuado como testigo clave, John Joe ya lo sabía. Con todo, a la luz de la nueva pieza de información —la que relacionaba a O'Connell con los
Dark Boys
—, la amistad entre su sobrino y el joven abogado tomaba otro cariz. "Traición", repetía John Joe, y la esperanza que había muerto esa noche en la mesa de su padre cobró vida de nuevo.
—Resulta imperioso infiltrar a alguien en los
Dark Boys —
la mueca de Burke le comunicó el miedo que le provocaba la orden—. ¿Qué sucede?
—Señor, ha sido muy difícil dar con la poca información que he conseguido. La gente protege a los
Dark Boys,
los consideran héroes. Además, no cuento con medios ni conexiones para infiltrar a un espía entre los vándalos.
—Entiendo —de sus días de informante de los ingleses, John Joe conservaba amistades que servirían para deslizarse por un resquicio que los acercaría al corazón del grupo delictivo—. Yo me ocuparé de eso. De usted, Burke, precisaré otro servicio —el hombre inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Viajará al puerto de Liverpool y se ocupará de averiguar cuándo zarpará y con qué destinos el buque de propiedad de Sebastian de Lacy. Entiendo que lo ha construido el astillero del conde de Stoneville, Roger Blackraven. Deberá partir mañana mismo. Ahora me despido. Cuando regrese de Liverpool, contácteme como de costumbre. Y cuídese bien las espaldas. No quiero que su nombre y el mío se asocien.
Más tarde, ya solo y rodeado de oscuridad, John Joe meditaba acerca de su sobrino. "Sebastian está metido en intrigas hasta el cuello." Esa noche, durante la cena en
Grossvenor Manor,
lo había percibido mientras Arthur Ewell lo interrogaba acerca de sus actividades con los campesinos. Aprovecharía la mala fama de su sobrino en beneficio propio.
Aunque, se desalentó, probar que Sebastian conspiraba contra el Reino de la Gran Bretaña no resultaría fácil ni se lograría en el corto plazo
.
Y él no contaba con tiempo. Su padre no duraría para siempre. Esa noche lo había notado avejentado, con poca energía. Pensó en William de Lacy, en la conversación que habían sostenido al finalizar la cena, por la cual había llegado tarde a su encuentro con Jacob Burke.
Pasado de copas, William había expresado:
—Al igual que a mí, a usted, señor Fitzgerald, debió de caerle muy mal la novedad de que Sebastian será el nuevo conde de Grossvenor —ante el desconcierto de John Joe, William sonrió con burla—. Vamos, dejémonos de hipocresías. Es un secreto a voces que usted es el ilegítimo de mi tío. A usted corresponde el título, no a Sebastian.
—En realidad —admitió John Joe—, si es cierto que Sebastian es hijo de Horatio de Lacy, pues le corresponde heredar el título y los bienes de Horatio.
—¿Qué ocurriría si Sebastian muriese?
John Joe levantó las cejas y dejó escapar un soplido.
—¡Dios no lo permita!
—¡Dios lo permita! —rebatió William, y sorbió más whisky.
John Joe lo tomó por el brazo para conducirlo hacia un sector vacío del salón y lo ayudó a acomodarse en un canapé. Buscó la garrafa de cristal y escanció con generosidad en el vaso de William.
—¿Por qué desea la muerte del nieto de su tío?
—Porque me ha robado todo lo que me pertenece: el cariño de mi tío Horatio y el de la mujer que amo.
John Joe movió el rostro para ocultar su desagrado. No toleraba las muestras de sentimentalismo; en un hombre, no las admitía.
—William de Lacy —murmuró en la oscuridad.
Recostada sobre el vientre y, mientras se sostenía el mentón con las manos, Elisabetta contemplaba dormir a Artemio. Afuera helaba; en la habitación, el ambiente era cálido, húmedo y alcanforado. Sonrió, dichosa, y se instó a que nada empañase el recuerdo de esa noche, ni siquiera la discusión que había mantenido con su primo Girolamo Sforza pocas horas atrás, apenas terminada la cena y en tanto Mina la asistía para ir a dormir.