Me llaman Artemio Furia (11 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Rafaela descubrió un mundo que la fascinaría el día de su duodécimo natalicio, cuando Pola, la hermana menor de su madre, le regaló el libro
Manual de mugeres en el qual se contienen muchas y diversas recetas muy buenas,
de autor anónimo. De allí, extraería los secretos para crear desde perfumes y ungüentos hasta polvos para los dientes y el neguijón y pelador para el vello. Esas recetas, llenas de nombres extraños, abrirían las puertas de otro universo, el de las flores y las plantas, al que Rafaela terminó por aficionarse hasta convertirse en experta sin saberlo. Era capaz de identificar a la mayoría, conocía sus nombres en latín y en lengua vernácula, sus propiedades y peligros. Adonde fuera la acompañaba su libreta, un pequeño cuadernillo más largo que ancho, donde las dibujaba y realizaba anotaciones. Sostenía largas conversaciones con el mejor boticario de la ciudad, Demetrio Sola, el cual se asombraba de los conocimientos de una muchacha tan joven.

—Su educación es extremadamente esmerada —le dijo en una oportunidad.

—Se la debo a mi tía Pola —admitió Rafaela—. Ella fue para mí como Beatriz Galindo para Isabel la Católica. Además, el cuñado de mi prima Federica, fray Cayetano Rodríguez, me permite consultar su biblioteca con una generosidad sin límite.

A diferencia de la mayoría de sus congéneres, Rafaela había aprendido a leer y a escribir de la mano de Pola, una de las mujeres más cultas de Buenos Aires, que vivió en la casa de la calle Larga para colaborar en la crianza de su sobrina, hasta el día en que huyó con Leónidas, un indio imaginero de los padres franciscanos. Después de cuatro años desde la fuga, Rafaela no se habituaba a la falta de su tía. La condena que pesaba sobre ella, por la cual Rómulo prohibía mencionarla, tornaba más gravosa la separación. En el año ocho, Rafaela recibió a escondidas una carta de su tía donde le informaba que vivía con Leónidas en Córdoba y que era feliz.

Clotilde achacaba a la influencia de Pola la inclinación desnaturalizada de Rafaela por hacer migas con las clases bajas. En una ocasión, le comentó a una señorona con aires de emperatriz: "Mi sobrina Rafaela comete la torpeza de evitar la compañía de los de nuestra clase. Es repugnante admitir que se siente cómoda moviéndose en círculos inferiores. No comprendo cómo soporta la vulgaridad". La declaración, escuchada por casualidad, le había dolido, y sabía que Clotilde aludía a Corina Bonmer, su única y verdadera amiga, que incurría en el pecado de trabajar en la Imprenta de los Niños Expósitos para subsistir. "¿Por qué me siento a gusto entre personas de clase baja? ¿Tendré alma de descastada, como tía Pola?" Ese pensamiento la angustiaba.

Aunque sabía de memoria las recetas del
Manual de mugeres,
cada tanto lo hojeaba y acariciaba las tapas forradas en cuero como si lo hiciera con las mejillas de su tía.

—Tía Pola —sollozó, abrumada por el miedo de enfrentar sola la ruina de
Laguna Larga.

La esclava Peregrina, a su lado, la miró de reojo y se mordió el labio. La niña de unos tres años que estaba en brazos de Creóla pasó a las piernas de Rafaela.

—¿Qué ocurre, Mimita? —preguntó a la niña—. Dilo con palabras, no con señas —Mimita, obstinada en su mutismo, le limpió una lágrima con el dedo y se lo mostró—. Estoy llorando —admitió, sin ánimos de obligarla a hablar—. Extraño mucho a mi tía Pola.

—Todo habría sido más fácil si la señorita Pola hubiese estado en la casa cuando apresaron al amo Rómulo —opinó Creóla, de mal humor.

El cabriolé, uno de los pocos lujos que conservaban, se detuvo. Babila abrió la portezuela, desplegó la gradilla y la ayudó a bajar. Rafaela había decidido visitar el hospicio
Martín de Forres
antes de seguir hacia la estancia. El edificio lucía bien cuidado y pulcro. Años atrás, fray Cayetano le mencionó ese sitio, una casa que recogía a esclavos viejos y abandonados. Rafaela no conocía a su fundadora, la condesa de Stoneville, porque formaba parte de un círculo al que ella no accedía, pero, como ansiaba su amistad —la atraían los comentarios acerca de su vida y su comportamiento—, se presentó en el hospicio con la excusa de una donación. La recibió Pilar Montes, otra gran dama porteña, y le explicó que Melody —así llamó a la condesa de Stoneville— vivía en la Inglaterra con su esposo, Roger Blackraven, y su pequeño hijo. Apareció Guadalupe Moreno, la otra fundadora, y la saludó cordialmente. En aquella oportunidad, Rafaela entregó una rica donación —géneros para sábanas y pastillas de jabón de sosa que ella fabricaba— y prometió regresar. Lo hizo, pues si bien no había logrado su objetivo —obtener la atención de la famosa "condesa buena"—, la comodidad que había experimentado con Pilar y Lupe la sorprendió pues, siendo dos damas de buen tono, ella las había juzgado como desdeñosas en el pasado. Formar juicios apresurados formaba parte de su larga lista de defectos.

Avanzaron por el camino de piedra hasta el portal del hospicio, donde Peregrina agitó la aldaba. Les abrió una mulata de avanzada edad, las saludó con familiaridad y las invitó a pasar. Rafaela, muy atenta a los olores, enseguida percibió que el lugar, como de costumbre, se encontraba limpio y ventilado.

Guadalupe Moreno la vio avanzar y recordó a aquella muchacha alta, de aromas cautivantes, que las había visitado por primera vez tres años atrás. Ahora caminaba con una niña de la mano; le bastó un vistazo para advertir que no era normal; lo demostraban su cara, afilada y diminuta, y también su cuerpo, de brazos largos y piernas cortas y estevadas. Se movía con dificultad, y Guadalupe se preguntó qué sucedería si Rafaela la soltaba.

Las sospechas acerca de la maternidad de la niña habían ocupado los cotilleos de los salones por meses. Algunos sostenían la versión oficial: era hija de una pobre mujer de San Fernando de la Buena Vista, que la había entregado a los Palafox para su crianza; otros insinuaban que era fruto del amorío de Clotilde, viuda, aunque todavía joven, con León Pruna, un usurero que la visitaba a menudo; pocos apostaban a que el desliz lo hubiese cometido Cristiana con alguno de sus varios festejantes; y la mayoría apuntaba a Rafaela Palafox y Binda, la esquiva Rafaela, la que se recluía en la quinta de Barracas, entre sus árboles, plantas y flores, la que, se murmuraba, era medio bruja y practicaba la alquimia, y que prefería departir con Corina Bonmer, la de mala reputación, hija de un conspirador francés, muerto en prisión en el 95. "¿Cómo saber cuál de las tres es la madre de esa desdichada criatura?", se preguntó Lupe, si en el año siete las tres mujeres habían desaparecido entre gallos y medianoche para pasar una temporada en la estancia
Laguna Larga.
La abnegación con que Rafaela cuidaba a la niña la acusaba.

Lupe miró de soslayo a Pilar Montes y entrevio que se debatía con el mismo pensamiento.

—¡Por fin conoceremos a tu protegida! —exclamó Pilar, con esa soltura llena de distinción que Lupe le admiraba.

—Buenas tardes —saludó Rafaela—. Ella es Milagros. La llamamos Mimita.

Compartieron un momento agradable. Sirvieron hordiate, té de menta a Rafaela, porque le conocían el gusto, y comieron figuritas de mazapán. Desde la caída en desgracia de los Palafox, las donaciones de Rafaela se limitaban a jabones de su fabricación, lejía de barrilla, algún ungüento para quemaduras y solimán para desinfectar las habitaciones de los enfermos; ya no había dinero ni géneros ni conservas. Peregrina entregó el modesto paquete, y se pusieron de pie para despedirse. Les aguardaba un largo viaje por el camino de las Chacras, que bordeaba el rio.

Creóla trepó al coche con un bufido y se acomodó en un extremo, lejos de Rafaela, que ocultó una sonrisa ante el mal humor de la mulata. "Mi dulce Creóla", pensó. Le pertenecía desde hacía doce años, cuando la recibió como presente en su quinto natalicio. Ella había pedido una muñeca; Rómulo, en cambio, le compró una esclava tan sólo un año mayor. "Somos hermanas del corazón", solían bromear. Las facciones de la negra llamaban la atención por su trazo, delicado, proporcionado, regular, femenino. Tan alta como Rafaela, poseía la estampa de una dignataria y caminaba con un aire que su ama imitaba cuadrando los hombros e irguiendo la cabeza. Rafaela le admiraba también el arrojo. A nada le temía, ni a los perros, ni a los caballos, ni a los desconocidos, mientras que, en la vida de Rafaela, el miedo se había erigido como el amo; la ataba y la abrumaba; odiaba su índole susceptible.

—¿Sigues de mal humor, Creóla? —la acicateó—. Pues más vale que se te pase.

—Su padre le dejará las asentaderas como un hierro al rojo cuando se entere de que se ha venido sola para la estancia.

—¿Qué podía yo hacer? Don Íñigo nos convoca con urgencia.

—Eso mismo digo yo: ¿qué puede usté hacer? ¡Nada! ¿Qué sabe de manejar una estancia? Podría haberse ocupado su primo, ese petimetre —masculló.

—Creóla, no seas insolente —dijo Rafaela, con un tono medido y calino que sus esclavas conocían y del que no se fiaban—. Aarón viajó a Montevideo para visitar a mi padre, bien lo sabes, y no sé cuándo regresará.

—Podría haber esperado a que regresara la señora Justa, mi niña —intervino Peregrina—, tal como le dijo la señora Clotilde. ¡Qué enojada estaba con usté, mi niña!

Rafaela evitó pensar en su tía Clotilde.

—De mi tía Justa no sabremos en un buen tiempo. Cuando visita a mi prima Candela en San Pedro no regresa hasta después del miércoles de Ceniza, lo sabéis. El problema aquí es que Creóla echará de menos a Paolino.

—¡Ja! ¡Eso desearía él! —se jactó la mulata.

"El bueno de Paolino", sonrió Rafaela al pensar en el aguatero que proveía a la quinta de los Palafox y que enamoraba a Creóla con sus piropos. Rafaela sólo le compraba a él porque se ocupaba de cargar sus pipas lejos de la costa
,
donde las lavanderas no corrompían el agua con jabón, lejía y azulete, y lejos también de las desembocaduras de los dos zanjones, el de Matorras y el de Granados, infestados de basura y animales muertos. "¡Pobre Paolino!", lo compadeció. En la estancia, Creóla lo olvidaría, cautivada por un peón o alguno de los changadores; era enamoradiza y todos le gustaban. Ella, en cambio, había entregado su corazón sólo una vez.

Juan de Dios Bonmer la salvó del peligro como los caballeros de armadura salvaban a las princesas en las leyendas medievales que le contaba tía Pola. Se había interpuesto entre ella y la jauría de perros cimarrones con sus brazos, su vozarrón y su entereza como únicas armas. Los perros se alejaron, y él la condujo a su casa, a pocas cuadras, en los Altos de Escalada, frente a la Plaza de la Victoria. Temblaba, así que su hermana, Corina Bonmer, la ayudó a sorber chocolate caliente y azucarado, La escoltaron hasta el Cabildo, donde Rómulo Palafox se desempeñaba como Defensor de Pobres; allí la despidieron. Al día siguiente, Rafaela y Creóla llamaron a la puerta de las habitaciones de los hermanos Bonmer con algunos obsequios. Ése fue el comienzo de la amistad con Corina y del idilio con Juan de Dios. Pocos meses más tarde, influenciado por el amante de Corina, el gigante Buenaventura Arzac, por Agustín Donado, a cargo de la Imprenta de Niños Expósitos, y por otros amigos del Café de Marcos —Mariano Orma, Antonio Beruti y Domingo French—, Juan de Dios se alistó en un escuadrón de los Húsares con el grado de sargento para defender la ciudad del ataque de las tropas inglesas acantonadas en Montevideo. A principios de julio de 1807, el general Whitelocke fue repelido, la ciudad salvada y Juan de Dios muerto en batalla. El dolor atravesó a Rafaela con la certeza de un filo, y, con culpa, se dio cuenta de que sufría más que en ocasión de la muerte de su madre, a la que nunca se había aficionado. No tenía derecho a llorarlo abiertamente ni a vestir de luto, pues su familia desconocía el romance; lo habrían prohibido. Los Bonmer no eran nadie; su padre, un francés acusado de conspirador, enemigo de Martín de Álzaga, había muerto en prisión en el 95 tras sufrir torturas reiteradas, práctica escandalosa que significó un baldón en la vida política del vasco. A la muerte de Bonmer, sus hijos, Corina y Juan de Dios, marcharon a la Casa de Niños Expósitos, donde los trataron bien, además de enseñarles el oficio de la imprenta. Desde la muerte de Juan de Dios, Rafaela donaba ropa y alimentos al orfanato. Los colocaba en el torno y, mientras Creóla lo hacía girar, fijaba la vista en la inscripción esculpida en el sillar sobre la puerta:
Mi padre y mi madre me arrojaron. Divina piedad, ampárame aquí.

El padre Ciríaco Aparicio salió al balcón del convento de la Merced, el que daba sobre la parte trasera, desde donde se apreciaba el huerto al final del terreno. Artemio Furia llegaría de un momento a otro, e ingresaría por el portón de muías, que daba sobre la calle de Santo Cristo, y lo haría con su propia llave, una de las prerrogativas concedidas por el principal de la orden de la Merced al gaucho Furia, como se lo conocía en esos tiempos.

Ciríaco sonrió con nostalgia al rememorar los primeros días de Artemio en las tolderías de Calehán, cuando los niños ranqueles dejaron de llamarlo
Pichín-Antü
(pequeño sol) para bautizarlo
Pichín-Ülleún
(pequeña furia) después de que demostró con frecuencia que, si bien de apariencia esmirriada y aire abatido, ocultaba un temperamento que se alzaba como el del león para defenderse si lo provocaban. Al final, con varios magullones, ojos negros y narices sangrantes, los niños terminaron por aceptarlo como a uno de ellos y le enseñaron sus habilidades con la generosidad que caracterizaba al indio pampa. Artemio aprendió a
loncotear,
una forma de lucha para dirimir pequeñas diferencias, a fabricar boleadoras, para fastidio de los perros y pequeñas alimañas, a arrojar la lanza de tacuara, una especie de caña liviana y flexible, y, sobre todo, a dominar el caballo con la asombrosa destreza de los ranqueles. El tiempo pasó, y
Pichín-Úlleún
se convirtió en
Ülleún
o en Furia, su traducción más aproximada.

Los años parecían haberse escurrido como agua entre los dedos, y, cada tanto, cuando a Ciríaco lo asaltaba la inquietud por la suerte de su pequeño Artemio, se instaba a recordar que ya era un hombre, "uno bien bragado", al decir de Belisario, con una reputación granjeada a fuerza de lucha, trabajo y tesón. Lo llamaban
gauderio,
un vocablo del sur del Brasil usado para nombrar a los campesinos andariegos y a los vagabundos, o su equivalente en castellano,
gaucho,
y que refería a los jinetes errantes de las pampas, a los vagos, a los mal entretenidos, que iban de campo en campo en busca de una
changa,
porque así vivía Artemio Furia, como un vagabundo, sin terruño, sin querencia, de puesto en puesto, de estancia en estancia, aunque Ciríaco sabía que su corazón se repartía entre las paredes de ese convento que lo habían protegido de pequeño y los ranchos donde habitaba su familia, los ranqueles.

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