—De siguro anda queriendo que le organices la campaña en Buenos Aires, pa'que no caiga en manos enemigas.
—Ha pasado demasiado tiempo, Calvú. Ya no cuento con ese poder.
—Entuavía cuentas con él, Artemio —objetó el indio—. Pero —admitió—, no sería güeno que vayas al Río de la Plata. Podrían meterte en la chirona.
—Don Juan Martín asegura que ya se ha encargado de eso. Mi causa está cerrada.
—¡Ah, qué güeña noticia!
—Dice que las declaraciones del padre Ciríaco y de Cristiana Romano resultaron concluyentes. Todo ha terminado.
—¿Y el conde de Stoneville? —se interesó Manque—. ¿Qué hay con él?
—Me informa que ha contratado la tripulación para mi barco. Todo está pronto en Liverpool para la botadura.
—¿Has decidió qué gracia le vas a poner a tu barco?
—
Smarag
—dijo, y le explicó que significaba Esmeralda en gaélico, y Calvú Manque no precisó que le aclarase que Esmeralda había sido el nombre de su madre.
—Elisabetta se pondrá triste. Creo que pensaba que mentarías a tu barco por su gracia —le explicó, sin mirarlo, con la vista en el animal que dormitaba junto al fuego, sobre una alfombra de
Aubusson
—. ¡Quinto! —lo llamó.
El felino se despertó y, sin levantar la cabeza, miró con lánguido desinterés.
—Vamos, Quinto, ven conmigo. Iremos al lago. Te gustará —el animal cerró los ojos y ronroneó—. ¡Te has convertío en un puma huraño y antipático! ¡Como tu dueño! —se quejó Calvú Manque antes de desaparecer tras la puerta.
La sala se sumió de nuevo en el mutismo, apenas alterado por el crepitar de los leños, que pronunciaba el carácter letárgico del ambiente.
Artemio se acuclilló junto al animal y le masajeó el cuello con ambas manos. Su adorado Quinto, su entrañable y viejo amigo. No le gustaba pensar que había vivido suficientemente y que, en términos de un puma, era anciano. Sin detener las caricias, rememoró la mañana de principios de 1806, cuando lo encontró a orillas del río Quinto, en las pampas, junto al cuerpo destrozado de su madre, probablemente víctima de un jaguar. Al igual que él, Quinto había sobrevivido a sus padres y salvado el pellejo de milagro. "No lograrás domesticarlo", le advirtió Calvú Manque en aquella ocasión. "No es mi intención", aseguró Artemio. Lo protegería hasta que el animal se valiera por sí solo, como el padre Ciriaco había hecho con él.
Alcanzada la juventud, Quinto aparecía y desaparecía a su antojo, y en ocasiones llegaba con una oreja colgando o el lomo en jirones. Artemio lo curaba con las artes que empleaba para atender las heridas del ganado, mientras ironizaba: "¿Has estao peliando por una hembra? ¡A fe que no valen la pena, amigo!".
Las manos de Artemio se detuvieron de modo súbito, y Quinto levantó la cabeza. Gruñó hasta que su amo le prestó atención. Se miraron con fijeza, y Artemio advirtió que los ojos oscuros y somnolientos del felino mutaban hasta adoptar un brillo amarillento y vivaz, y le dio por pensar que el animal sabía en quién pensaba, quizás hasta compartiese el recuerdo de la misma escena, la que había tenido lugar en un rancho de
La Larga,
tanto tiempo atrás. Se puso de pie y sacudió la cabeza. No recordaría, cerraría la mente al pasado, él contaba con la templanza para lograrlo.
¿Qué bien hay en vivir sin ti?
La frase lo atravesó como un rayo. Cruzó la estancia y se detuvo frente al enorme ventanal que dominaba el parque de
Grossvenor Manor.
Elisabetta, del brazo de Calvú Manque, se dirigía al lago. Miró el cielo, de un gris plomizo, y ratificó que el día estaba afectándole el humor. Y también la carta de don Juán Martín. "Volver al Río de la Plata." Analizó su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana, y se dijo que estaba viejo, en septiembre cumpliría los cuarenta. Pasó los dedos por el parche negro que le ocultaba la cuenca vacía del ojo izquierdo y acarició la pequeña cicatriz en la sien que marcaba la salida de la bala que lo había dejado tuerto. Tenía canas, aunque se disimulaban entre sus cabellos rubios. Ligeras arrugas le circundaban los ojos, y su párpado derecho, aún más pesado, le celaba la mirada. Descubrió que se habían acentuado las líneas que nacían junto a la nariz y morían en las comisuras.
Me gustan sus comisuras, señor Furia, Son marcadas, muy varoniles. Me gusta besarlas justo en el pliegue.
Apretó el puño contra los labios y contuvo el respiro, esperando a que esa voz se desvaneciera, como quien espera a que un dolor disminuya. En lo profundo de su garganta, comenzaba a percibir el perfume de un cuello, de una oreja, ese aroma a rosas, naranjas y bergamotas, sutil, femenino, que le acicateaba las fosas nasales para diluirse un segundo después. "El aroma de una persona está ligado a su ausencia", había expresado Elisabetta en una ocasión.
Acabaría con esa tortura, sabía adonde conducía, a la desesperanza, a la desazón, a la locura. Volteó con un giro brusco, y su mirada se congeló en el cuadro que había mandado colgar a un costado del ingreso con el fin de contemplarlo desde su escritorio, y por el cual había desembolsado una fortuna —más de treinta mil libras— cuatro años atrás cuando se lo disputó al duque de Buckingham y Normandía en el salón de
Sotheby's,
en Londres, causando estupor a la sociedad inglesa.
Bathsheba in her bath (Betsabé en su baño),
así se titulaba, una obra del manierista holandés Cornelisz van Haarlem, que lo cautivó apenas posó sus ojos en él. Como se conjeturó que Sebastian de Lacy, ese personaje excéntrico, cubierto de misterio, que el viejo Horatio de Lacy, décimo conde de Grossvenor, insistía en presentar como su nieto, era experto en arte, muchos se habrían desilusionado al saber que, en realidad, lo había comprado por impulso y que no tenía idea de quién era el tal van Haarlem.
Se detuvo a un paso de la pintura. Su ojo derecho se movía de un extremo al otro, mientras estudiaba por enésima vez los detalles y recreaba en su mente la escena que había motivado la compra.
"Creóla, pásame la piedra pómez." "Niña, ¿quiere que le jabone la espalda?" "Sí, por favor. Utiliza el jabón de benjuí que preparamos ayer. Huele tan bien. ¡Qué bueno es estar aquí, Creóla! Nademos hasta la mitad de la laguna. Nadar siempre te ha gustado." "Luce muy contenta hoy, mi niña." "Lo estoy, Creóla." "¿Furia tiene algo que ver con esta dicha?"
Desnudas, ambas muchachas, la blanca y la negra, se pusieron de pie y caminaron, la larga cabellera de la blanca cubriéndole las espaldas, hasta que el agua ocultó sus siluetas.
En el exterior, la voz de Winthorp, el mayordomo, que se dirigía a la señora Bayle, el ama de llaves, lo sacudió de su abstracción. Acababa de soñar despierto y, sin caer en la cuenta, había terminado por posar la punta de los dedos sobre el lienzo, sobre Betsabé; ahora percibía la rugosidad que formaban las pinceladas de óleo. "Haré quitar este cuadro", decidió.
Alcanzó el escritorio a paso precipitado y ocupó la butaca dispuesto a contestar las cartas. Un frío, que nacía en su interior, en el centro de sucuerpo, y que se expandía por sus extremidades, superó la calidez de la habitación. Sufrió un estremecimiento. Su mano tembló y soltó la pluma con impaciencia, esparciendo gotas de tinta sobre el papel. Apoyó los codos sobre el escritorio y se tomó la cabeza.
—Dios —susurró, más colérico que triste.
Su mente y su corazón se hallaban en un solitario confinamiento que lo amparaba de los interrogantes —de otros y de él—, que lo protegía de la sinceridad, que lo salvaguardaba de admitir que había muerto nueve años atrás en el Río de la Plata, porque si bien departía con amigos y familiares, atendía sus negocios, comía y bebía, tenía sexo, aun reía, todo lo desempeñaba con un alma muerta, fría e inerte. Esa capacidad, la de vivir sin vida, la había desarrollado desde pequeño para consolidarla en su época de gaucho errante. Ella se presentó un día y desbarató la fortaleza con la que él contaba, la de vivir sin sentir. Incluso barrió con sus odios y rencores, o lo que es lo mismo, lo despojó de la energía y de la furia que habitaban en él. Ella había sido su sol, su faro, su vida, y le quitó todo para esfumarse de la manera súbita en que había aparecido frente a él. Su espíritu buscaba liberación, su corazón buscaba saciar el hambre. Anhelaba romper la fría coraza y vencer el confinamiento. Quería vivir, pese a todo, quería vivir, como ella le había enseñado, aunque para eso debía deshacerse de ella. De ella. Hacía años que no pronunciaba su nombre, ni siquiera con el pensamiento. No podía.
¿Qué bien hay en vivir sin ti?,
volvió a leer, y se preguntó por qué lo habría escrito. Produjo un ruido raro con la garganta, de disgusto, de condena por ese signo de debilidad que su naturaleza no admitía. Se puso de pie, y el asiento cayó detrás de él. Quinto levantó la cabeza de orejas puntiagudas y lo siguió con la mirada en tanto Artemio hacía un bollo con el papel y lo arrojaba al cesto. Levantó la butaca y se acomodó en ella. Mojó la péñola en el tintero y encabezó la misiva.
Grossven OT Manor, Irlanda. 5 de enero de 1820. Estimado don Juán Martín,
escribió.
Calvú Manque estudió de soslayo a su compañera. "Simplemente perfeta", concluyó, mientras apreciaba la piel de sus mejillas, que brillaban con el destello suave y untuoso de una perla, lo que destacaba el color de sus labios delgados. Pocas veces había apreciado facciones tan delicadas y regulares, y una figura tan esbelta. La pequeña mano enguantada, que descansaba sobre su antebrazo, le transmitía calidez, mientras la otra cargaba a la pequeña Berna, la perrita sin raza que había encontrado de cachorra en esa ciudad suiza. Caminaba a corta distancia la nodriza de Elisabetta, Mina, quien, en su rol de
cbaperona
se ocupaba de protegerla de la maledicencia de la gente, en especial desde el anuncio de su matrimonio con el señor Sebastian.
Calvú Manque asentía a los comentarios de su compañera, que le hablaba en un inglés fluido y bien pronunciado, y hasta el tono de su voz lo subyugaba, medio grave, suave, casi un susurro. "Aristocrático", resolvió, de acuerdo con lo que Artemio le había informado acerca de Elisabetta María d'Adda, nieta de Amadeo di Savoia, duque d'Aosta, y de regia prosapia. De unos treinta años, Elisabetta desplegaba una frescura en su trato, desprovisto de las poses y los artificios de las de su clase, que le había granjeado el cariño de la familia de Lacy, aun de los sirvientes, a quienes se dirigía con consideración, llamándolos por su nombre y utilizando muy seguido la alocución
perpiacere
("por favor", en su lengua madre) y
grazie,
a lo que los sirvientes habían aprendido a responder
prego.
Casada a temprana edad con Andrew de Lacy, sobrino dilecto de Horatio de Lacy, actual conde de Grossvenor y abuelo de Artemio, había enviudado diez años atrás cuando Andrew cayó muerto en el coto de caza de
Saint Aihsb,
la propiedad de los de Lacy en el valle de Glendalough, golpeado en la cabeza por una bala perdida. El comisario del condado de Wicklow, dada la importancia de la familia involucrada, inició investigaciones que desembocaron en el arresto de dos campesinos de la aldea de Laragh, a quienes se culpó de cazadores furtivos y se ajustició en la localidad de Wicklow. Hubo descontento entre los aldeanos, que hablaban de "chivos expiatorios" e "imperdonable injusticia", y, si bien se produjeron manifestaciones frente al Ayuntamiento, la policía montada las dispersó a bastonazos.
A pesar de que la unión con Andrew de Lacy no dio frutos, Elisabetta se mantuvo apegada a la familia de su esposo y pasaba largas temporadas en
Grossvenor Manor
o en
Saint Aúish,
que alternaba con visitas al palacio de su abuelo, el duque d'Aosta, en Turín, o a su ciudad natal, Milán. Últimamente, desde que ella y Artemio habían manifestado el deseo de contraer nupcias, Elisabetta no se separaba de él y sólo visitaba a su familia en Italia si Artemio, o Sebastiano, como ella lo llamaba, consentía en acompañarla.
—Señor Manque —dijo Elisabetta—, ¿hace cuánto que llegó a la Irlanda?
—Mañana se cumplirá un mes, señora —contestó en un inglés de pésima pronunciación.
—¡Parece que usted y yo nos conociéramos de toda la vida! ¿No lo cree así?
—Es cierto. Su amistad me honra.
—Ya es tiempo de que me llame Elisabetta. Y yo podría llamarlo Calvú, como lo hace Sebastiano —Calvú Manque asintió, con una corta sonrisa—. ¿Prefiere que me dirija a usted en castellano?
—No, se lo agradezco. Hábleme en inglés. Me obliga a practicarlo.
—De acuerdo. ¿Le gusta la Irlanda?
—Mucho, Elisabetta. Por eso vuelvo cada vez que los asuntos en Buenos Aires me lo permiten.
—Siempre olvido que ha visitado la Irlanda varias veces, como usted y yo nunca hemos coincidido... Espero que no haya pensado en regresar demasiado pronto a aquellas tierras lejanas del sur.
—Eso depende de Artemio.
—Artemio —repitió Elisabetta—. Es un hermoso nombre, y creo que le sienta mejor que Sebastian —Calvú Manque guardó un silencio deliberado—. Él nunca habla de su pasado. Poco sé de su vida en las pampas. Me pregunto si existe algo que se empeña en olvidar o si, simplemente, no es afecto a hablar.
—Más lo segundo —expresó Calvú Manque.
Se detuvieron frente al lago congelado. Sin quitar la mirada del paisaje, Elisabetta preguntó:
—Vosotros habéis sido amigos desde hace largo tiempo, ¿verdad?
—Alrededor de treinta años. Éramos dos pequeñuelos cuando nos conocimos.
La italiana fijó la vista en la del indio, y sus ojos celestes reflejaron un brillo de codicia que, en cierta forma, lo llenó de compasión. Desde su llegada a
Grossvenor Manor
treinta días atrás, Elisabetta había buscado su compañía para averiguar acerca del hombre al que esa noche en una cena íntima, prometería unirse para siempre.
—Calvú Manque. Es su nombre en su lengua madre, ¿verdad? Esa que, de tanto en tanto, lo escucho hablar con Sebastiano, ¿no es así?
—Significa cóndor azul.
—¿Cóndor?
—Un ave de mi tierra, enorme. Con sus alas extendidas, puede alcanzar una longitud de treinta y dos pies.
—¡Oh! ¡Qué magnífica debe de ser! —Calvú Manque asintió—. Cuando pienso en esa tierra tan lejana donde Sebastiano se crió, la imagino como una especie de Paraíso. Aunque él nunca se refiera a su vida en aquel sitio, yo intuyo que lo echa de menos, que fue feliz allá. ¿Sabe, Galvú? Lo envidio —admitió, con esa sinceridad que la caracterizaba—. Envidio cuánto conoce a Sebastiano. Nadie lo conoce como usted.