—No. En lo de doña Clara.
—¡Uf! —se quejó el mercedario—. Esa mujer era una delincuente en su país, la Inglaterra, y aquí no puede esconder su verdadera naturaleza. Siempre anda vociferando chocarrerías.
—Son divertidas —lo acicateó Artemio, y Serapio soltó una risotada, a la que Ciriaco acalló de un vistazo.
—¿Y qué me cuentas de mi hermano?
—Mi padrino se quedó en la Cañada de Morón —en esa localidad, a cinco leguas al oeste de Buenos Aires, Artemio había comprado una porción de tierra, con un casco derruido y varios puestos, es decir, varios ranchos para peones donde cobijaba a la familia de Calvú Manque, a otros de la tribu de Calelián y a sus hombres.
—Quizá vaya a visitarlo —dijo Ciriaco, y Artemio asintió. Ambos sabían que si bien Belisario había abandonado la reclusión entre los ranqueles para acompañar a Artemio en su vida de paisano, jamás pondría pie en Buenos Aires, escenario del crimen por el que se lo buscaba.
—Tus amigos andan muy revoltosos —comentó el mercedario, y Artemio levantó la vista sobre la bombilla y lo inquirió sin palabras—. Pancho Planes arenga todas las tardes en el Café de Marcos subido a una mesa —Artemio movió la comisura izquierda para ensayar una sonrisa—. Su primo, Vicente López, le escribe los discursos subversivos y él los proclama a viva voz. Temo que terminen en las mazmorras del Cabildo. Lo mismo el Gigante Arzac y Mariano Orma. Hace tiempo que no veo a los Pueyrredón.
—En unos días me iré pa'su estancia, en San Isidro. Juan Andrés se quebró la pata y me mandó llamar. Anda necesitando que lo ayude con el rodeo. Padre —dijo Artemio, y por la inflexión que tomó su voz, Ciriaco se puso alerta—, ¿usté conoce a un tal Rómulo Palafox y Binda?
—Sí, lo conozco. Fue regidor del Cabildo en varias oportunidades, siempre al servicio de Alzaga. Son bastante amigos. Ahora anda en las malas —aquello pareció interesar a Artemio—. Es uno de los sarracenos y si bien el virrey Cisneros los indultó por esa causa, a Palafox le pesan otras que lo mantienen refugiado en Montevideo.
—Tiene una hija —ante el comentario, Ciriaco lo miró como aguardando una explicación, que Artemio no pensaba dar.
—Sí, tiene una hija. No la conozco ni sé cómo se llama. Conozco a su sobrina, Cristiana Romano, una muchacha de gran talento para la música. Lo sé porque forma parte del coro de Facunda Rey, esposa de Blas Parera, y ha cantado aquí para la misa de Nochebuena —luego de una pausa, a Ciriaco lo dominó la curiosidad—: ¿Por qué quieres saber de él? ¿Lo conoces?
—De mentas. 'Tonce —dijo, y succionó la bombilla, sin mirar al sacerdote—, su hija no está en el coro de Facunda Rey.
—No, no. Como te dije, poco se sabe de ella. Vive más bien recluída. Parece ser que la deshonraron años atrás. Quedó encinta y sin marido. Me dijeron que la criatura nació baldada. ¿Por qué preguntas?
Artemio hizo caso omiso de la pregunta y siguió indagando.
—¿Rómulo Palafox es peninsular?
—Sí, creo que madrileño, y hace mucha alharaca de su origen. Se da aires por ser peninsular. Aunque su madre era porteña, Engracia Binda, hija de un rico comerciante. La muchacha viajó a la España junto con su criada, una india, para desposar a Ambrosio Palafox. A los pocos años de matrimonio, Ambrosio, Engracia y sus tres hijos (creo que Rómulo es el mayor) marcharon hacia el Potosí, donde don Ambrosio se convirtió en un próspero minero y azoguero. ¿Tienes negocios con él? —insistió Ciríaco.
—Sí —mintió Artemio, porque no le confesaría que lo tenía sin cuidado el tal Palafox y Binda; le interesaba la hija, la que había visto días atrás desde el sitio que ocupaba en la pulpería del Caricaburu, el matadero ubicado frente al Fuerte, sobre la calle de Santo Cristo.
En realidad, lo que había atraído su atención era la niña que caminaba junto a la hija de Palafox; le recordó a Serapio, por sus movimientos desmañados y por su carita enjuta y desigual. El vestidito de blonda y los chapines de raso delataban su origen elevado. Se incorporó en la silla, entre confundido y curioso, ya que la gente de buen ver escondía a los parientes deformes y a los deficientes. Movió los ojos para observar quién la llevaba de la mano y quedó perplejo ante la visión de una muchacha, cuya voz de timbre grave, pulido, culto, flotó hasta él y lo alcanzó como un roce.
—Vamos, Mimita, repite conmigo. ¡Anímate!
—Vamos, Mimita —la instó la negra que las escoltaba.
—
Soy el farolero de la Puerta El Sol
—la oyó cantar—,
cojo la escalera y enciendo el farol. A la medianoche me pongo a contar y siempre me sale la cuenta cabal —
y en tanto lo hacía, daba cortos saltitos y movía el brazo, obligando a la niña a bambolearse.
Los transeúntes las contemplaban con un ceño; enseguida, al reparar en la criatura, pasaban de una mueca de estupor a una de repulsión que Artemio les habría borrado de un sopapo, la misma mueca que por años le habían lanzado a Serapio cuando salían a pedir limosna con el padre Ciríaco. "No son miradas compasivas", pensó, "sino de desprecio y condena, como si la niña tuviera culpa de ser imperfecta". A diferencia de él —siempre lo habían enfurecido las miradas que recibía Serapio—, la muchacha seguía cantando como si estuviese en el jardín de su casa o como si paseara con una criatura donosa y bella. La admiró por eso, y un fuerte deseo de verle la cara en detalle lo impulsó a ponerse de pie.
Entraron en uno de los locales de la planta baja de los Allos de Escalada, el de la señorita Bernarda de Lezica, que además de proveer afeites, jabones, abanicos, guantes, colonias y perfumes, era una prestamista de cuidado. Artemio volvió a su sitio en la mesa de la pulpería y aguardó un cuarto de hora.
Al salir de la tienda, la muchacha, con la niña en brazos, y su esclava caminaron deprisa por la calle de Santo Cristo, doblaron en la del Cabildo y se treparon a un cabriolé cubierto que las aguardaba frente a la Fonda de las Naciones. Decepcionado, Artemio volvió sobre sus pasos y se metió en lo de la señorita de Lezica.
—Furia —se sorprendió la mujer—. Buenas tardes. ¿Viene a pagar la cuenta de la señorita Albana?
—Sí —mintió, y sacó de la cartera de su cinto, llamado tirador, un par de monedas. Cancelada la deuda, su voz se tornó intimista al hablar—: Dígame, misia Bernarda —y deslizó una moneda de oro sobre el mostrador—, ¿quién era la joven que acaba de salir?
La mujer detuvo el movimiento de sus manos y lo miró a los ojos. La seriedad del gaucho Furia le advirtió que sofocara la curiosidad y que se limitara a contestar, y, como sabía que con él no se jugaba, dijo:
—Se llama Rafaela Palafox y Binda.
—¿É cliente de su boliche?
—No, es mi proveedora de perfumes, jabones y afeites —por primera vez, Bernarda descubrió un ceño de confusión en ese hombre inescrutable——. Rafaela de las flores, así la llaman porque dicen que es capaz de hacer florecer cualquier cosa, por poco que pertenezca a estas latitudes. Me han comentado que su jardín es una selva de flores y plantas aromáticas. Se supone que prepara sus productos y los vende para donar las rentas al Convento de las Clarisas —se inclinó sobre el mostrador y bajó la voz al asegurar—: Esto era así hasta hace un año. Ahora los vende para subsistir. Nadie debe saberlo, mucho menos su padre, Rómulo Palafox y Binda, porque se juzga impropio que una dama trabaje. La única renta que sigue destinando a las Clarisas es la que obtiene por la venta de los rosarios de pétalos de rosa —Bernarda revolvió en un cajón y sacó una cajita de madera. Levantó la tapa, y un penetrante perfume a rosas inundó las fosas nasales de Furia—. Éste es el mío —aclaró, mientras le mostraba el rosario—. Los venden las Clarisas.
—Le compraré uno de los perfumes de la señorita Palafox.
—Acaba de traer éste —y señaló un frasquito de gres más bien rústico, con tapón sellado con cera de abeja—. Es nuevo —consultó una lista escrita con una caligrafía grande y redonda, muy clara—. Se llama... Agua de Chipre.
Albana Bouquet, la amiga y amante de Artemio Furia, vivía ahí mismo, en la planta alta de la propiedad de don Antonio José de Escalada, llamada los Altos de Escalada, un enorme caserón que funcionaba como inquilinato. Salió de la tienda, traspuso el portón de cuatro puertas, cruzó el patio en pocas zancadas y subió por la escalera tragándose los escalones. Se precipitó dentro de las habitaciones con la urgencia de un adolescente lujurioso y, haciendo caso omiso de las protestas de Albana —aseguraba que llegaría tarde a la función en el teatro—, consiguió recostarla sobre la cama y desvestirla. Descorchó el frasco de perfume con los dientes y se mojó la punta de los dedos con los que acarició las partes íntimas de Albana, que acalló sus protestas y gimió. Él, acostumbrado a los olores punzantes —el de los gauchos sudados, de los caballos, del estiércol y de las vacas—, y que se quejaba del aroma de los potingues de Albana, se vio cautivado por esa fragancia indescifrable, en la que no se detenía a pensar, sólo le permitía que lo envolviera, que se apoderara de su sentido del olfato y lo extasiara.
—Acaba dentro de mí —le murmuró Albana al oído.
Artemio siguió meciéndose, buscando su satisfacción y la de ella. Se retiró a tiempo y eyaculó fuera. A medida que recobraba el aliento, varios pensamientos le cruzaban la mente. ¿Cómo sería la mujer que había inventado una fragancia tan sublime? ¿Por qué Albana había violado una regla que los regía desde la época en que ella, cautiva en los aduares de Calelián, le había enseñado el arte del sexo? "Rafaela de las flores. Rafaela Palafox y Binda, ¿quién eres, cómo eres?" ¿Acaso Albana deseaba quedar preñada?
—No acabaste dentro de mí —le recriminó.
—Nunca lo hago. Tú mesma lo enseñaste años atrá.
—¿Lo haces con otras?
—No. ¿Por qué me lo has pedio?
—Porque deseo un hijo. Y sólo puedo pensar en que tú seas el padre.
—¿Y qué hay de tu nuevo amante?
Albana ensayó un gesto airado y se retiró a cambiarse.
—¿En qué piensas? —le preguntó el padre Ciríaco—. Se te ha perdido la mirada.
—En Albana —contestó, y recibió el mate de manos de Serapio
.
Aunque el sacerdote censuraba la vida disoluta de la actriz, sentía aprecio por ella. Trabajaba en el teatro, frente al convento de la Merced, y cada tanto cruzaba la calle de San Martín y se reclinaba en el confesorio.
Años atrás, los ranqueles de Calelián atacaron las galeras en las que viajaban Albana Bouquet y su compañía, hacia Mendoza. Calvú Manque le refirió a Ciríaco que Artemio, de diecisiete años, se había retado a duelo con el indio Arrepán, de los más feroces de la tribu, por los favores de la hermosa actriz, y que había salido vencedor. Convivieron en el toldo que el cacique Calelián les asignó hasta que Ciriaco obtuvo la liberación de la mujer, honrando a la congregación a la que pertenecía, fundada en 1218 por San Pedro Nolasco para redimir cristianos en manos de musulmanes.
—¿Qué le ocurre a Albana? —quiso saber el mercedario.
—Náa. 'Tuve con ella y la vide bien.
—¿Cuándo dices que te marchas a la estancia de los Pueyrredón?
—En unos días nomá.
El señor Furia
Rafaela se sentó en el borde de la cama y estudió la habitación desconocida. Horas atrás, Babila había detenido el coche en el camino de las Chacras y comunicado su decisión de interrumpir el viaje hacia San Fernando de la Buena Vista por temor a la tormenta que se cernía sobre el Río de la Plata. "Las sudestadas se lo llevan todo, mi niña, aun los carruajes. Es de Dios que estemos en la tranquera de la chácara de los Pueyrredón. Será mejor pedir alojamiento por esta noche." Babila había tenido razón, en ese momento la tormenta azotaba los parajes costeros, a veces iluminados por los rayos que caían cada vez más cerca a juzgar por el estruendo que hacía temblar los cristales de las ventanas. Mimita se amparaba en el regazo de Peregrina.
Aunque protestara, Rafaela admitía la sabia decisión de su cochero. No habrían llegado a tiempo a
Laguna Larga.
De igual modo, no conseguía deshacerse del sentimiento de frustración y rabia. "Justo pedir alojamiento en
Bosque Alegre",
despotricaba, refiriéndose a la quinta de los Pueyrredón, donde, desde hacía unas semanas, su prima Cristiana Romano, invitada de Isabel de Pueyrredón de Albarellos, transcurría los meses de estío.
Llamaron a la puerta. Creóla se apresuró a abrir. Cristiana entró seguida de su perrita Poupée. Rafaela se puso de pie de un salto.
—¡Toma a esa perra en tus brazos! —le ordenó.
—¿Tanto le temes a un animal pequeño? —se burló Cristiana.
—Ese animal pequeño, tan mañoso y perverso como su dueña, posee unos dientecitos filosos que le gusta clavar en los talones ajenos. Ya mordió a Mimita en la mano. Sabes que le teme. No la dejes suelta. ¡Levántala! —como Cristiana permanecía inactiva, con una media sonrisa en los labios, Rafaela pronunció—: Haz lo que te digo, Cristiana, o en la primera oportunidad envenenaré a esa perra y la encontrarás tan hinchada y tiesa que la confundirás con una cerda a punto de parir. Sabes que lo haré. Sabes que puedo hacerlo.
Cristiana tomó a Poupée en los brazos y dirigió un fiero vistazo asu prima. Nunca se habían llevado bien. Desde pequeñas, sin motivos aparentes, la rivalidad se había erigido entre ellas como un muro. A veces, Rafaela se acordaba de la alegría que había experimentado cuando su madre le informó que Clotilde, recientemente viuda, y sus hijos, Aarón y Cristiana, habían llegado desde Lima para quedarse en la casa de la calle Larga. El entusiasmo duró hasta que Rafaela decidió que Cristiana era más agraciada y talentosa que ella y que su padre, Rómulo, un esteta nato, la adoraba. Como si esos dones no alcanzaran, su prima había resultado una eximia cantante, y tocaba varios instrumentos con notable talento, al menos eso expresaba, con ojos querendones y cara de tonto, el profesor de música, el maestro Blas Parera, la misma cara de tonto con que Rómulo Palafox la contemplaba tocar el armonio o la guitarra. "He ahí nuestra bella Euterpe", se ufanaba con frecuencia, en tanto se aproximaba para besarla en la coronilla, gesto que Rafaela jamás habría juzgado carente de paternalismo. Apretó los ojos. No pensaría en ello. Convivieron en una tensa tregua para no causar el desagrado de Clotilde ni el de Rómulo, que intentaban hermanarlas, aunque el abismo entre ellas se había tornado tan profundo que resultaba imposible sortearlo. Cristiana era la "bella Cristiana", la talentosa, la donosa, la ocurrente, la de la sonrisa perfecta, la de las conexiones envidiables. Aunque de escasa cultura, sabía cómo departir con la gente decente, y sus amistades tenían los apellidos más rancios de la sociedad.