Suspiró y depositó el cepillo sobre el tocador. En verdad, estaba gastando muchísimo dinero y, sin duda, divirtiéndose; sin embargo, nada la satisfacía del todo porque se hallaba inquieta. No quería pensar en que Furia corría peligro; era un hombre curtido, criado en las tolderías de los ranqueles, avisado e inteligente, dueño de un instinto que en ocasiones a Rafaela la hacía pensar en el de un animal; sus sentidos, en especial el del olfato y el de la vista, parecían los de Quinto. Dios lo protegería y lo preservaría, ella se lo había suplicado. Furia regresaría a sus brazos en poco tiempo.
"Sí, en poco tiempo", se animó. Estaba impaciente por conocer su nuevo hogar, en la Irlanda. Ya no le resultaban atractivos los bailes en
Almack's Assembly Rooms
ni las tertulias en las mansiones de los aristócratas, que la recibían por haber emparentado con la condesa de Stoneville, el duque de Guermeaux y el conde de Grossvenor. Nadie le perdonaba no haber nacido inglesa ni noble. Rafaela lo ignoraba, pero era el tema de conversación de la sociedad londinense. Como se había esperado a una mujer de tez morena y rasgos de nativa, azoraban la calidad alabastrina de su piel y el color de sus ojos, a los que algunos señores calificaban de "exóticos". Las señoras le envidiaban su matrimonio con el enigmático futuro conde de Grossvenor, de quien se murmuraba que conocía prácticas sexuales aprendidas entre los nativos del sur que llegaban a provocar varios orgasmos a una mujer en el mismo coito. Si los caballeros se mostraban dispuestos a admitir a la intrusa sudamericana, las damas, para desprestigiarla, comenzaban a imitarla hablar en inglés o a bailar. En verdad, la pronunciación de Rafaela no era buena y aún no dominaba los pasos de la cuadrilla ni del
schottische.
Rafaela estaba cansada de simular alegría y forzar sonrisas, de visitar el British Museum, los jardines Vauxhall, pasear por Hyde Park o la calle Piccadilly, gastar fortunas en tiendas, tomar el té en Fortnum & Manson y pensar todo el tiempo en Sebastián y en Artemio. Quería a su esposo de vuelta. Él conjuraría la tristeza.
Como cada noche, se trenzó el cabello y se roció el cuello y el escote con su perfume
Amor
porque de esa manera tenía la impresión de que yacía entre los brazos de Furia. Se metió bajo las sábanas y cerró los ojos.
El paje de guardia se sobresaltó al oír voces en el vestíbulo. Enseguida reconoció la de su señor, el conde de Stoneville, y se apresuró a iluminarle el camino.
—Buenas noches, Peter —saludó Roger.
—Bienvenido a casa, su excelencia. Buenas noches, señor de Lacy.
—Buenas noches, Peter.
—¿La señora condesa se encuentra en casa —preguntó Roger—, o ha asistido a algún evento?
Artemio sintió un apretón en el estómago ante la posibilidad de que Rafaela no se hallase en
Blackraven Hall
para recibirlo. El alivio lo reconfortó como una oleada de aire fresco cuando el sirviente dijo que tanto la señora condesa como la señora de Lacy se habían retirado temprano a dormir. Blackraven lo miró a la cara y le sonrió.
—¿Me acompañas a la cocina por un bocado o la impaciencia te quitó hasta el hambre? —a causa del titubeo de Furia, Roger añadió—: Querido Artemio, vamos a comer algo. De igual modo tendrás que esperar hasta mañana para ejercer tus derechos de esposo. A menos que pienses interrumpir el sueño de tu joven esposa...
—¡Ja! —se burló Furia—. Como si no planeases despertar a mi prima en cuanto hayas cruzado el umbral de tu dormitorio.
Blackraven se limitó a reír y le indicó el camino a la cocina, donde Peter les calentó las sobras de la cena y les escanció un calvados.
—¿En qué piensas? —se interesó Roger.
—En el padre Ciríaco. Él condena la venganza.
Blackraven se sacudió de hombros y empleó un acento pragmático al decir:
—Sé que estimas al padre Ciríaco, pero ¿qué saben los curas del mundo real? Además, venganza o no, Artemio, tenías que acabar con ese hijo de puta antes de que él acabase contigo.
—No me malentiendas, Roger. No estoy arrepentido de haber acabado con ese par de hijos de mala madre. Se siente bien. Es decir, me siento bien por haberlo hecho, y eso es lo que el padre Ciríaco condenaría especialmente. Pero se lo debía a mi hijo, y me importa una mierda si voy al infierno por eso. Él murió por mi causa y yo se lo debía —insistió.
Peter les iluminó las escaleras mientras se dirigían a sus dormitorios y le indicó a Furia dónde se encontraba el de la señora de Lacy. Abrió la puerta con delicadeza y entró. La habitación se hallaba a oscuras. Usó el chisquero para ubicarse. Vio una palmatoria sobre el tocador y la encendió. Se acercó a la cama. La garganta se le cerró y una intensa emoción le erizó la piel de las piernas cuando descubrió a Rafaela. Dormía. Su placidez lo apaciguó, su fragancia lo envolvió. Dejó caer los párpados e inspiró profundamente. El perfume
Amor
se suspendía sobre ella, y lo seducía, lo tentaba como una ondina, lo arrastraba hacia la cama. Estiró la mano y la sostuvo a una pulgada del vientre de Rafaela, donde dormía su hijo. Se quedó prendado del suave movimiento de ascenso y descenso de su pecho. ¿Acaso sus senos habían crecido? Acercó la palmatoria. Estaban enormes. Frunció el entrecejo cuando lo asaltó la erección. No la despertaría para saciar su concupiscencia, no cuando lucía sosegada. Sabía que, desde la muerte de Sebastián, a Rafaela le había costado conciliar el sueño. La dejaría en paz. "Mañana", pensó.
Se quitó la ropa, excepto las bragas, y se alejó en dirección al mueble donde se hallaban la jofaina y el aguamanil. Se lavó los dientes y realizó las abluciones. En tanto se secaba el torso, escuchó que Rafaela se rebullía en la cama. La vio incorporarse, medio dormida, pasarse una mano por los ojos y fijar la vista en su dirección.
—¿Quién está ahí?
—Su hombre, señora Furia.
La voz de contrabajo de Artemio llenó el dormitorio. Rafaela soltó un quejido entre angustiado y feliz. Apartó el cobertor, saltó de la cama y corrió hacia él, tambaleándose como un ebrio. Artemio la aguardó junto a la cómoda y la recibió en sus brazos, y la aplastó contra su pecho. Sus labios descendieron sobre los de ella y los devoraron; su lengua le llenó la cavidad de la boca con una destemplanza que hablaba del imperio de su necesidad; temblaba y respiraba de modo agitado. Se apartó para permitirle inspirar; la escuchó jadear, y no supo si lo hacía por placer o por que casi la había ahogado con su frenesí. Hundió la nariz detrás de la oreja de Rafaela, enloquecido por el aroma de su perfume, mientras le bajaba el escote para desnudar sus pechos. Con la lengua, le imprimió una caricia caliente, mojada y lenta, que nació en el hueco formado en la base del cuello y acabó en su pezón; sobre el otro trabajaban sus dedos, apretándolo, haciéndolo girar. Rafaela jadeaba y se retorcía, abrumada por un placer que también encerraba algo de dolor.
—Te adoro, Rafaela —lo escuchó susurrar, y, cuando sus labios volvieron a encontrarse, él repitió, con una ansiedad que la traspasó como una flecha—: Te amo, te amo, te amo.
Las manos de Rafaela se movieron con destreza sobre las portañuelas de los calzones de Artemio. Se inclinó para bajárselos. Al subir, se detuvo frente a su erección. La sangre había inflado el miembro de su esposo hasta convertirlo en un órgano enorme, atractivo y atemorizante a la vez; su cabeza, del color de las moras, pulsaba y secretaba unas gotas brillantes. La introdujo en su boca y la succionó. El estremecimiento de Furia hizo temblar la cómoda. Rafaela escuchó el ruido de la jofaina al entrechocar con el aguamanil. El gemido grave y áspero de él, como si sufriera, le tensó los músculos y le erizó la piel. Los dedos de Furia se enredaron en su cabello, y la empujaron para obligarla a engullir su pene por completo.
—¡Oh, sí, mi amor, sí! ¡No te detengas!
Con movimientos rudos, la puso de pie y le quitó el camisón y los calzones. La levantó por las axilas y la sentó en el borde de la cómoda. Le separó las piernas y se deslizó dentro de ella. Existió un instante en que pensó que acabaría apenas entrado. Rafaela atisbo el rictus amargo que le deformaba la expresión antes de que Furia echara la cabeza hacia atrás y se congelase en esa postura. Poco a poco, ganó dominio, y soltó el aire al tiempo que su cabeza descendía. Se miraron fijamente durante un largo momento. Ninguno habló. Rafaela enterró la mano dentro de la mata de cabello de Furia y lo buscó para besarlo. Él la aproximó al borde de la cómoda y entró y salió de ella, entró y salió, una y otra vez; eso parecía gustarle. Casi sin aliento, tragándose las sílabas, Artemio le preguntó:
—¿Estás bien? ¿Puedes sentirme dentro de ti?
Rafaela no pudo contestar. La marea de gozo que se originaba en algún punto entre sus piernas subió hasta transformarse en una explosión de luz. Se aferró a Furia con ardor. Pasmada de placer, alcanzó a percibir la risa de su esposo, hasta que se cortó abruptamente cuando le sobrevino el orgasmo. Lo sintió hundirse todavía más en ella, y temblar y sacudirse como si lo atacaran severas convulsiones. Por fin, descansó la frente en su hombro.
—Rafaela... Por Dios.
Los dos permanecieron en una extraña parálisis, contemplándose a los ojos. Aunque había imaginado que sería así después de la angustia y la añoranza de esos tres meses, Furia no salía de su asombro. La sostuvo por las nalgas, le ordenó que le rodeara la cintura con las piernas y la llevó a la cama.
Artemio la observaba, emocionado. Habían seguido amándose hasta la extenuación, de un modo brusco al principio, cuando él la depositó sobre el colchón y, de pie junto al borde, se acomodó las pantorrillas de ella sobre los hombros, la levantó por las nalgas y se inclinó para penetrarla con una lenta embestida. Rafaela terminó con la rodilla cerca de la mejilla, una mano aferrada a la nuca de su esposo y la otra, a la sábana. Hubo cortos intervalos de sueño para recomenzar después. Ella percibía una necesidad en Furia que iba más allá del deseo sexual, y le permitía que siguiese tomándola hasta que encontrara la paz. Esta llegó al amanecer. Él se había recostado junto a ella y, mientras le acariciaba el vientre, la estudiaba.
—Tranquilízame —susurró Rafaela—. Dime algo que acabe con la zozobra de estos tres meses sin ti.
—Tu nuevo hogar te espera en la Irlanda. En pocos días, partiremos hacia allá.
Le cubrió las meullas con ambas manos y le suplicó:
—Artemio, dime que seremos felices.
—Te lo juro. Todo ha acabado, mi amor. Nuestro hijo descansa en paz.
Rafaela lloró quedamente entre los brazos de su esposo. Al serenarse, le habló con firmeza.
—Te permití marchar porque sabía que, mientras no vengases la muerte de Sebastián, no vivirías en paz. Ahora quiero que me prometas que no volveremos a separarnos. ¿Imaginas lo que han sido estos tres meses lejos de ti, sin noticias, sabiendo que tu vida corría peligro? Reviví la desolación y la angustia de los nueve años en que despertaba pensando: "Hoy quizá sea el día en que Artemio venga por mí".
—Rafaela —le suplicó él, con los labios sobre su frente—. Basta, no digas más, me destrozas. Te juro por la memoria de Sebastián que jamás te apartaré de mi lado, que no volveré a consentir una separación.
—Siempre juntos, Artemio.
—Siempre juntos, mi Rafaela.
Irlanda, Grossvenor Manor. Verano de 1826.
El silencio de la gran mansión no lo perturbaba; no se relacionaba con la soledad sino con la noche, con el descanso de su familia, con el momento de paz que compartía con Rafaela. Al día siguiente, las habitaciones cobrarían vida y las voces de sus seres amados lo alcanzarían en el despacho, donde trabajaría gran parte del día, sonriendo cada tanto al escuchar a la pequeña Emerald cantar o a Mimita tratar de imitarla o a Horatio llorar para que su madre lo higienizase o alimentase.
Como cada noche, caminó por el largo corredor de la planta donde se hallaban las habitaciones de sus hijos y de Mimita. No negaba que ese hábito tenía matices de paranoia. Aunque Rafaela, la institutriz y la niñera le aseguraran que sus hijos dormían en paz, él necesitaba comprobarlo para conciliar el sueño. Temía que nunca superaría del todo la pérdida de Sebastián, y que Emerald y Horatio deberían lidiar con un padre obsesionado por la seguridad de sus hijos. Rafaela se mostraba más dueña de sí.
Entró en la habitación de Mimita. Dormía con su muñeca bajo la mejilla. Siempre sería una niña a pesar de que ya tenía la regla. Su dulce niña. Le rozó la frente y pensó que su felicidad se la debía a esa criatura imperfecta por fuera y perfecta por dentro, que había llamado su atención aquel día desde la pulpería del Caricaburu. La cubrió con la sábana solamente; era una noche calurosa.
Caminó en puntas de pie para no despertar a la niñera de Horatio. Sonrió al ver a su hijo en la cuna, el duodécimo conde de Grossvenor. Tenía una extraña manera de dormir: boja abajo, con las rodillas flexionadas bajo el pecho y la colita parada. Le besó el carrillo regordete y salió.
Dejaba para el final la revisión de Emerald; Emmie, como la llamaban. Apoyó el candelabro sobre una mesa y se aproximó al lecho de su hija. No pudo contenerse; apartó la sábana y la tomó entre sus brazos. La niña se quejó, dormida, y, cuando Furia le dijo al oído:
"It's daddy",
se tranquilizó enseguida.
Artemio se acomodó en un canapé y sostuvo a Emmíe como a un bebé. Había amado entrañablemente a Sebastián y adoraba a su pequeño Horatio; sin embargo, le resultaba difícil explicar lo que esa niña le inspiraba o el vínculo que los unía. No había creído que pudiera experimentar por alguien un sentimiento tan inconmensurable.
Sonrió. Resultaba infrecuente verla tranquila. Poseía una energía inagotable; era alegre y despierta; ávida y simpática. A pesar de contar con cinco años, manejaba a Mimita mejor que nadie, y trataba a su hermano como a sus muñecas. Quinto, que la había venerado, le había servido de caballo y de compañero de recámara hasta una mañana del año anterior, cuando, vencido por los años, el puma decidió no despertar. Rafaela dispuso que lo enterrasen en el jardín de
Grossvenor Manor,
al pie de su árbol favorito, el ocozol. Una lápida de madera rezaba:
A ti debo la vida de mi amor. Nunca te olvidaré, viejo amigo. Siempre estarás conmigo, en mi jardín.
Furia tocó el cabello de su hija, tan similar al de su abuela, al de su tía Edwina, y, aunque intentó cancelar las imágenes que amenazaban con perturbar la serenidad, no lo logró. La apretó contra su pecho esperando que el temblor cediera. Le ocurría cada vez que evocaba el momento en que casi había perdido a su Emmie, seis meses atrás.