—Mi anda pareciendo, don Pancho, que mi 'tá provocando. Y, dende aura le digo nomá, a usté no le conviene. ¿No é ansina, Calvú?
—Y, no, don Pancho, de siguro, no le conviene. ¿Ve esas argollas de plata que tiene en l'oreja? Son los cristianos y l'infieles que mi
peni
despachó pa'l otro lao. Con usté, se completaría la oreja. No 'taría mal, ¿no,
peni?
El hombre dio media vuelta con aire ofendido, masculló algo acerca de palurdos y descastados y le permitió a Pandora que lo guiase hasta la salida.
Rafaela y Artemio hablaban mucho del pasado. Al principio, como se emocionaban, Furia prefería postergar las charlas. Sin embargo, ella tenía necesidad de explicar y de recibir explicaciones. Por eso, la primera mañana en casa de Edwina, cuando despertó con Furia a su lado, contemplándola, le refirió lo acontecido camino a Córdoba, nueve años atrás.
Llegados al paraje Puntas de la Cañada Honda, el mayoral les informó que harían noche en la posta. El propietario, un hombre de mal aspecto, sucio y brusco, les dio una habitación y agua caliente para lavarse. Cenaron temprano y marcharon a dormir. Se levantaron al alba y subieron a la diligencia cuando comenzaba a clarear. En el interior, Rafaela dip un respingo al descubrir, acurrucadas en el piso, a la joven esposa del propietario y a su pequeña hija.
—Buena señora —le suplicó—, ayúdeme a huir. Mi esposo acabará matándome si me quedo.
Rafaela, que la noche anterior había notado los moretones en la cara de la joven, aun en la de la niña, accedió a que viajaran con ellas. La muchacha se llamaba Ñusta y su hija, Rufina. A pocas leguas, el mayoral y el cochero comenzaron a inquietarse al columbrar una nube de polvo que avanzaba desde el sur. Una hora más tarde sabían que se trataba de un malón. La algazara de los indios les causó terror. Los gritos que lanzaban presagiaban las torturas que les esperarían si caían en manos de esos salvajes. El coche se detuvo, y el mayoral y el conductor comenzaron a disparar sus pistolas. Rafaela se había ovillado sobre Mimita y lloraba y recitaba plegarias. Una tacuara atravesó el cuero de la diligencia y traspasó la cabeza de Rufina como si se hubiese tratado de un melón. Enloquecida, Ñusta abrió la portezuela y se lanzó fuera, a los gritos. A pocas varas, una tacuara que la alcanzó en el pecho, la mató. Poco a poco, el rugido de los indios, el sonido de los cascos y los disparos fueron acallándose. Rafaela, con la cara oculta en el cabello de Mimita, aguardó su destino dentro del coche. Percibió un olor nauseabundo, y se acordó de que Calvú Manque le había dicho que sus hermanos solían oler mal porque se untaban el cuerpo con sebo de yegua. Un momento después, se sintió jalada hacia fuera. Los semblantes de esos indios la aterraron y, sin razonar, prorrumpió en exclamaciones: "¡Soy la
curé
de Artemio Furia! ¡Soy la
curé
de Artemio Furia!", que aplacaron a los indios como por ensalmo. Los vio parlamentar con el alma en vilo. Uno de ellos, que hablaba un poco de castellano, le preguntó adonde se dirigía. Ella mintió: dijo que Furia la esperaba en Córdoba. Se ofrecieron a escoltarla. Habría declinado la oferta; sin embargo, en esa inmensidad inhóspita y desconocida, no le quedaba otro remedio. Viajó durante siete días montada, junto con Mimita, en un parejero del capitanejo del grupo. Al principio temió que la violentasen, aunque enseguida se dio cuenta de que el nombre Artemio Furia pesaba sobre ellos. Para probar la veracidad de sudeclaración, le hacían preguntas acerca de Furia que, por fortuna, sabía contestar. Al llegar a las afueras de Córdoba, le explicaron que no se adentrarían por temor a que la milicia los apresase. Le indicaron el camino y le entregaron un chifle con agua y lonjas de carne seca y galletas. Horas más tarde, un carretero que transportaba sus hortalizas al mercado de la ciudad, las llevó hasta la Plaza Mayor. Alcanzar lo de tía Pola desde allí resultó un juego de niños.
Furia la abrazó y le besó la coronilla.
—¡Rafaela, pudiste haber muerto de verdad! Dios mío, tengo la piel erizada de pensarlo. Tú, mi niña decente y refinada, viviendo esas penurias, y yo, muriéndome en el barco que me llevaba a la Irlanda.
Una mañana, días más tarde, Rafaela elevó la mano y rozó el parche de Artemio.
—Quiero ver tu cicatriz —le pidió.
—Nunca se la he mostrado a nadie.
—¿A mí no me la mostrarías?
—¡Sí, a ti sí!
—Porque eres todo mío, ¿verdad?
—¡Todo tuyo! ¡Sólo tuyo!
Rafaela levantó el parche y, como se había preparado para una cicatriz desagradable, no ensayó ningún gesto, sus facciones no se alteraron. Percibió que el cuerpo de Furia se relajaba. Se incorporó en la cama y le besó la cuenca vacía y, con la punta de la lengua, le lamió el párpado maltrecho y los bordes toscos que conformaban la cicatriz.
—¿A tu prometida se la has mostrado?
—Te he dicho que a nadie. Sólo mi abuelo la ha visto porque él me practicaba las curaciones durante el viaje a la Irlanda. Además, Elisabetta ya no es mi prometida.
Rafaela asintió, sin mirarlo. De manera irracional, la había enfadado enterarse de que Furia había planeado contraer matrimonio. Fue tía Pola la que le hizo comprender que Furia, después de nueve años de luto, había tenido derecho a pensar en una familia de nuevo. Cuando permitió que Furia se acercara de nuevo, éste cayó de rodillas junto a la cama y le besó con ardor la mano. Ella le pidió:
—Señor Furia, susúrreme palabras de amor.
—Te amo, Rafaela. Te amo de esta manera inefable que es difícil de comprender. Durante estos nueve años, jamás te olvidé. Estabas en mi cabeza en cada maldito minuto de cada maldito día. Tu recuerdo era una maldición. Te confieso que quería deshacerme de él porque estaba volviéndome loco. La noche en que Elisabetta y yo nos comprometimos, tu rostro me perseguía como un fantasma y tu voz me repetía:
No me olvide, señor Furia. No me olvide, señor Furia.
¡Rafaela, nunca vuelvas a dejarme! Ya no podría soportarlo.
—¡Nunca, amor mío! Prométeme que moriremos juntos.
—Lo prometo.
Después de varios días de reposo y de grandes cantidades de comida, Rafaela empezaba a cansarse de guardar cama. Furia no le permitía caminar y la llevaba en andas hasta la tina, al patio para tomar sol, aun detrás del biombo para que hiciera sus necesidades; y, mientras cambiaban las sábanas, él la sentaba sobre sus rodillas y la sostenía como a un bebé. No negaría que, después de trabajar años sin descanso, esos días en los que la trataban como a una reina obraban maravillas en su cuerpo y en su corazón. Por la mañana, mientras Pandora la peinaba y arreglaba, Rafaela analizaba su semblante en el espejo y advertía que las ojeras desaparecían, que la piel cobraba elasticidad y brillo y que su cabello lucía voluminoso y sano.
—¿Por qué permitías que ese hijoputa de Boleslao te explotase? —quiso saber Furia—. Podrías haber fabricado los afeites y perfumes en casa de tu tía Pola.
—¿Sin alambiques ni redomas ni nada? ¿Sin esencias ni flores? No olvides que todo quedó en el campito de Morón cuando viajamos a Buenos Aires. Al llegar a Córdoba, yo traía dinero que Juvenal Romano me había dado. Incluso me había prometido que me enviaría un poco todos los meses. La situación de tía Pola era desesperada. Su esposo, Leónidas, un indio imaginero, había muerto meses atrás dejando un tendal de deudas. Los últimos meses no había podido trabajar la madera debido a una afección severa a los huesos que le deformó las manos. Sin ingresos y con grandes gastos en medicinas y médicos, el dinero de tía Pola pronto se agotó. Yo pagué las deudas confiada en que Juvenal Romano me enviaría dinero al mes siguiente. El dinero nunca llegó. Mucho tiempo después, me enteré de que había muerto.
—Le dispararon. No me extrañaría que, al igual que tu padre, muriese a manos de Aarón Romano.
—Murió por mi culpa, por protegerme y esconderme de Aarón.
—¡Olvidemos el pasado! —la instó—. Ya no más penas. Cuando lleguemos a la Irlanda, te compraré el mejor alambique de cobre y todas las redomas, pipetas y demás utensilios que precisas para fabricar perfumes. Tendrás un batallón de jardineros a tus órdenes y te convertirás en la dueña del jardín más exuberante de la Europa.
—¡Oh, Artemio! ¿De veras?
—Viajaremos por el mundo buscando especies exóticas. Lo primero que quiero que hagas cuando te compre el alambique es fabricar nuestro perfume, ese que bautizaste
Amor
y que me tiene encadenado a ti desde los tiempos de
La Larga.
—Si podemos permitírnoslo, me gustaría fabricarlo con rosas de la Bulgaria. Siempre soñé con tener la esencia de esas rosas.
—Todo para ti, Rafaela. Las rosas de la Bulgaria, los muguetes de la Inglaterra y los jazmines de donde sean. Todo.
Así como Furia consentía a Rafaela, hacía otro tanto con Sebastián, y eso suscitaba discusiones entre ellos.
—No quiero que piense que vivirá a mesa puesta, Artemio. Quiero enseñarle el valor del dinero, quiero que aprenda a ganárselo. No haremos de él un malcriado.
—Mi amor, déjame darle una porción de lo que le habría dado desde su nacimiento. Prometo que, una vez en la Irlanda, seré más austero con él.
Sebastián se aficionaba al señor Furia día a día. Nadie era más inteligente que ese bravo señor, ni generoso, ni bueno, ni divertido, ni mejor jinete. Cuando le permitían visitar a su madre, se trepaba en la cama y le enumeraba los regalos que el señor Furia le había comprado y las actividades que habían compartido.
—Hoy el señor Furia se compró una argolla de plata y se la puso en la otra oreja, en la que estaba vacía. ¿Y sabes por qué lo hizo, mamá? —Rafaela dijo que no—. Porque acaba de descubrir que tiene un hijo. Se colgará una argolla por cada hijo que Dios le dé, así dijo. Cuando le pregunté por qué se había colgado las argollas en la otra oreja, me contestó que algún día me lo contaría.
Habían acordado que correspondía a Rafaela revelarle al niño la identidad de su padre. A pesar de que Rafaela aseguraba que Sebastián lo aceptaría sin dudar —desde muy pequeño vivía en la esperanza de conocer a su padre—, Furia le había pedido unos días para ganarse su confianza y su cariño. Sin duda, estaba lográndolo. Hasta el día en que Sebastián entró sin llamar en la habitación de Rafaela y sorprendió a Furia besándola. Se abalanzó sobre él y le asestó puñetazos al tiempo que exclamaba: "¡Déjela! Mi mamá es mía y de mi papá. ¡Suéltela!". Furia consiguió reducirlo. El niño siguió debatiéndose y le lanzó dentelladas cuando sus brazos y piernas quedaron inutilizados. Furia miró a Rafaela y le dijo, con una media sonrisa:
—Podríamos apodarlo Pichín-Ülleún, ¿no crees? —lo depositó sobre el regazo de la madre y abandonó el dormitorio.
Sebastián lloró hasta mojar el camisón de Rafaela.
—Hijito mío, no sufras. ¿Por qué lloras tanto?
—Porque el señor Furia te estaba besando.
—Creí que lo apreciabas, que sentías un gran cariño por él.
—Sí, pero él no puede besarte. Porque tú eres de mi papá.
—¿Crees que lo habría besado si él no fuera tu padre?
Sebastián levantó la cabeza y la miró en abierta confusión. Rafaela lo obligó a sonarse la nariz y le secó las mejillas.
—Sebastián, yo jamás traicionaría a tu padre besando a otro hombre. Yo besé al señor Furia porque él es tu padre.
—¿Mi padre? —Rafaela asintió—. ¿De verdad?
—Hijo, ¿alguna vez te he mentido? —Sebastián agitó la cabeza—. ¿No te has dado cuenta de que tienes su mismo color de cabello? ¿No te has dado cuenta de lo parecido que eres a él?
—No se llama Sebastián. Se llama Artemio.
—Lo llaman Artemio Furia, pero su verdadero nombre es Sebastian de Lacy. Sebastian no Sebastián, porque es en inglés, que es otro idioma, el que tu padre habla con misia Eduarda.
Rafaela rió ante la expresión de azoro de su hijo. El niño se sorbió los mocos, se pasó el dorso de la mano por los ojos y salió corriendo de la habitación. Volvió al rato en brazos de su padre, con la cara oculta y aferrado a su cuello. Furia y Rafaela se contemplaron a través del espacio del dormitorio. Rafaela sonrió con labios temblorosos. Artemio fue incapaz de devolverle el gesto; la barbilla se le sacudía de sofrenar el llanto. Se sentó en el borde de la cama y ubicó a Sebastián sobre sus rodillas.
—Siempre has de proteger a tu madre como lo hiciste hoy.
—Sí, papá.
Furia visitaba a diario la casa en la calle de San Francisco y evitaba encontrarse con Girolamo Sforza. En cuanto a William, se sorprendía de sus cambios bruscos de carácter; en ocasiones parecía exultante; otras, deprimido. Una tarde, Sforza lo encaró en el vestíbulo y le pidió unas palabras en privado.
—De Lacy, esta situación es insostenible. Elisabetta se siente humillada y está sufriendo.
Aunque le costase admitirlo, Sforza tenía razón. Si bien Elisabetta lo recibía de buen humor, él advertía su deterioro; estaba ojerosa y pálida.
—Yo no soy culpable de cómo sucedieron las cosas. Jamás habría lastimado a tu prima con intención, y lo sabes. Además, deberías de estar contento. Sé que nuestro matrimonio no contaba con tu aprobación.
—Estoy contento por que vuestra boda se haya frustrado, pero no estoy contento con esta situación. Elisabetta y yo deberíamos viajar a Buenos Aires para regresar a la Italia.
—En ningún barco viajaréis tan cómodos y bien atendidos como en el
Smarag.
Además, no quiero que os aventuréis solos hasta Buenos Aires. Los caminos de este país están plagados de peligros.
—Entonces, si algo de nobleza corre por tus venas, emprendamos el viaje pronto, para evitar que Elisabetta siga sufriendo y humillándose.
—No podré hacerlo hasta que el médico me indique que mi mujer puede afrontar un viaje de esa envergadura. Cuando la encontré, su salud no era buena.
Elisabetta irrumpió en el comedor.
—No hables por mí, Girolamo. Volveré a la Europa en el
Smarag
y en ningún otro. Si lo deseas, regresa tú a la Italia. No cuentes con mi dinero para pagar el pasaje.
Furia anhelaba regresar a la Irlanda para comenzar una nueva vida con Rafaela. Su constitución y su semblante mejoraban a ojos vistas, y no había modo de mantenerla en cama; incluso, en ocasiones, oía misa en la Merced.
—Te pediría que cases conmigo aquí, en Córdoba —admitió Furia una noche—, si no deseara que fuera el padre Ciríaco quien lo hiciera.