La ansiedad se apoderó de Furia. Quería verla. Prepararía un discurso para justificar su aparición. No resultó necesario. La joven salió de la botica y el dueño cerró tras ella. Iba embozada por completo, incluso se había cubierto la cabeza. Antes de que cruzara la calle de los Plateros, salió la mujer de la botica y la llamó: "¡Catalina!".
Se llamaba Catalina. No era Rafaela. ¡Qué tonto había sido por ilusionarse! La decepción le drenó el vigor, y se quedó quieto tras una columna del pórtico.
—Es para ti, Catalina —escuchó decir a la mujer, y la vio extenderle un pequeño paquete—. Sé que no has comido nada en todo el día y debes de tener hambre.
Furia no pudo oír las palabras que la joven apenas musitó antes de cruzar la calle de los Plateros. La vio sentarse en la escalinata de la Catedral a comer. Pese a que lo hacía con la mantilla echada en la cabeza, a Furia lo alcanzaba el ansia con que engullía. No tenía apetito sino un hambre cruda y visceral. La siguió aunque se llamara Catalina, no importaba; caminó tras ella sin pensar, sin razonar, atraído por una fuerza de imán. La joven se dirigía hacia el Suquía, la zona de la ciudad en que habitaban las gentes pobres. De nuevo caminaba rápido y arrebujada en la mantilla; hacía mucho frío. Abrió una cancela y caminó por un sendero de piedras hasta una casa mal iluminada; a pesar de la escasa luz, Furia adivinó el aspecto humilde de la vivienda. La vio inclinarse para hurgar en una bolsa; de seguro buscaba la llave. Abrió. La recibió un niño, que exclamó: "¡Llegaste, mamá!", y se le colgó del cuello. La tenue luminosidad que emergía del interior desapareció tras la puerta.
Al día siguiente, Bamba averiguó que la muchacha se llamaba Catalina López y que poco sabían de ella sus vecinos. Tenía un hijo de unos diez años y vivía con una mujer de mala salud, una niña "rara" y una india. Catalina trabajaba en la botica de don Boleslao Peña, un viejo gruñón y tacaño, famoso por su avaricia.
Furia regresó a la botica. Apenas abrió la puerta, lo envolvió una ráfaga de aromas intensos. Bergamota, sándalo, jazmín, azahar, neroli, rosas, benjuí, estoraque, ámbar, almizcle. Rafaela le había enseñado a distinguirlos. El efecto de los aromas le causó una intensa alegría, y sonrió de forma autómata. Había mucha clientela. Atendían don Boleslao y la mujer, su esposa probablemente. No había rastro de la joven. Escrutó los anaqueles poblados de frascos. Aguzó la vista de su único ojo.
Agua de Hungría. Aceite de caléndula. Ungüento para labios. Agua de rosas. Perfume de lavanda. Colonia de melisa. Fragancia varonil (romero). Agua de aciano (para la belleza de los ojos).
"¡Dios bendito!" Él conocía esa caligrafía, la habría distinguido entre miles. "Rafaela, Rafaela, mi Rafaela. Por amor de Dios, Rafaela." Se contuvo de pegar un salto sobre el mostrador e irrumpir en la parte de atrás. No sabía si ella se hallaba tras el cortinado. Actuaría con cordura. Aún existía la posibilidad de que la caligrafía correspondiera a otra persona. Lo atendió la mujer con una cautela que rayaba en la antipatía. Don Boleslao echaba vistazos desconfiados. Compró varios perfumes y aceites esenciales impostando la voz, hablando casi en susurros, y salió. Pasó la mañana dando vueltas a la manzana. Ni siquiera regresó a su casa a la hora de la siesta, en la que don Boleslao colgó de nuevo el cartel que decía "Cerrado".
La espera obtuvo su resarcimiento. Alrededor de las cuatro, junto al boticario, tras el mostrador, se ubicaba la muchacha. Llevaba el pañuelo en la cabeza, y el mandil, ajustado a la cintura, denunciaba su extrema delgadez. Como estaba inclinada mientras realizaba unas cuentas, Furia no le veía la cara. Le estudió las manos. Usaba el
claddagb,
en la mano derecha y con el corazón hacia adentro. Se reclinó sobre el mostrador y echó la cabeza hacia delante.
—¿Se siente bien, señor? —escuchó decir a don Boleslao.
Furia asintió. La muchacha había detenido sus cuentas; ya no se oía el rasgueo de la péñola. De seguro, lo observaba. La mala iluminación del local y su capa de cuello alto sumada al sombrero sesgado sobre el lado izquierdo, le impedirían ver su rostro. No se atrevía a levantar la vista; no deseaba descubrir que se trataba de una macabra burla del destino y que esa mujer no era su Rafaela. Lo hizo cuando estuvo seguro de que se concentraba en otro cliente. "¡Rafaela!", clamó su alma. Su perfil, su nariz delicada, sus labios carnosos, sus ojos sesgados y grandes y verdes, la fina línea de sus cejas, el cuello como una columna de alabastro blanco, derecha y delgada. Sí, estaba muy delgada; no tenía carrillos, y los pómulos, que sobresalían, dotaban a su fisonomía de un aspecto exótico donde los ojos adquirían preponderancia. Salió del local sin prestar atención al llamado de don Boleslao. Caminó como ebrio bajo el pórtico en dirección a la calle Ancha. Entró en la iglesia de Santo Domingo para guarecerse en ese recinto callado, lúgubre y solitario. Se apoyó contra una pared y se deslizó hasta el suelo. Le costaba respirar. "Señor mío, ¿es esto verdad? ¿Me la has devuelto? ¿No has roto, entonces, nuestro juramento? ¡No juegues conmigo! ¡Piedad de mí, Señor!" Regresó a su casa y se encerró en el dormitorio para evitar los cuestionamientos de Elisabetta. La italiana intuía que, desde la tarde anterior, algo lo aquejaba. Él necesitaba pensar, ordenar el caos en el que se habían sumido su cuerpo y su mente. Planearía su aparición. No quería asustarla. El efecto en ella sería tremendo.
Quinto se subió a la cama y le olfateó el rostro. Maulló con el sonido que empleaba cuando algo lo disgustaba. Furia le aferró la cabeza y lo sacudió un poco al decirle:
—Amigo mío, la he encontrado. Rafaela está viva. No sé cómo. No sé por qué, pero está viva. Mi Rafaela. Mi Rafaela de las flores.
Al sonido de sus propias palabras, Artemio se echó a llorar.
Un rato más tarde, se lavó la cara y el torso, se cambió la camisa y cepilló su cabello y rehizo la coleta. Montó a Zeus y partió hacia lo de su hermana.
—No la conozco —admitió Edwina, cuando Furia le preguntó por la muchacha de la botica— porque no he vuelto a lo de don Boleslao en años. Peleé con él tiempo atrás y ahora compro en la de doña Carmina. Pero mis amigas la conocen porque están encantadas con sus perfumes y cosméticos, y hablan a menudo de ella. Dicen que es una muchacha retraída, rara vez se la escucha hablar. ¿Por qué quieres saber de ella?
—Cuéntame lo que sepas y después te lo explicaré.
—Dicen que el negocio de don Boleslao ha medrado considerablemente desde que ella fabrica esos productos con aromas exquisitos. Sin embargo, ese avaro de don Boleslao le paga un salario miserable y la usa hasta el agotamiento. Hace años que trabaja para él, y dicen que cada vez está más delgada y consumida. ¿Qué te sucede, Sebastian? Te has puesto pálido —Furia sacudió la cabeza y la instó a proseguir—. No es casada ni se le conoce hombre, aunque me ha dicho Pandora que Pancho Sosa Loyola, un riquillo de acá, la pretende. ¡Pandora! —llamó Edwina—. Si alguien sabe algo sobre Catalina, ésa es Pandora. Tiene un talento especial para estar informada y conocer los secretos más oscuros de la gente. Pandora, muchacha, aquí estás. Dime, ¿qué sabes de Catalina, la joven de la botica de don Boleslao? ¿Es casada?
—No, misia Eduarda, pero tiene un hijo. Lo he visto una que otra vez en la tienda de Boleslao y paseando por la Plaza Mayor en compañía de una muchachita y de una india. Es un pequeño adorable. Rubio, casi payo, y con ojos grandes y verdes, como los de su madre.
—Está bien, puedes retirarte —cuando Pandora abandonó el comedor, Edwina se acercó a Furia—: ¿Por qué te tiemblan los labios? ¿Por qué se te arrasan los ojos? ¡Sebastian, no me asustes!
Furia abrazó a su hermana y le susurró con ímpetu:
—¡Ese niño es mi hijo, Edwina! ¡Catalina es Rafaela!
—¡Jesús misericordioso! ¿Cómo puede ser eso posible?
—No lo sé. Pero necesito tu ayuda.
Una mulata le abrió la puerta y la invitó a pasar al vestíbulo, que se abría a un patio enorme. La guió hasta una sala bien iluminada, con piano de cola y adornos bonitos. Pensó, para darse ánimos, que lucía como la sala de una familia decente y que nada malo le sucedería. Había dudado de aceptar la invitación. Un joven, que la contempló con intensidad durante el tiempo en que permaneció en la botica comprando un tónico, le deslizó, junto con las monedas, una pequeña nota.
Es importante que se presente en mi casa hoy mismo. Tengo información de capital relevancia para su merced acerca de Artemio Furia. Misia Eduarda.
Más abajo detallaba la dirección, en la calle de la Merced.
La impresión de ver ese nombre estampado en el papel resultó suficiente para que se echase a temblar y para que su cuerpo se cubriese de una capa de sudor pese al clima gélido. Según doña Almudena, la esposa del boticario, se había puesto del color de su mandil. La mujer discutió con Boleslao, que no le permitía retirarse temprano, hasta cansarlo y obtener la venia.
—Está bien —rezongó el hombre—, pero mañana te quiero aquí a las siete.
—Sí, don Boleslao —odiaba a ese hombre, por mezquino y por insufríble . No obstante, tenía que soportarlo por el bien de su hijo.
Embozada, aún temblando bajo su mantilla, emprendió la caminata hacia la calle de la Merced. Había dudado frente a la casa. ¿Y si era una trampa? Lo mismo agitó el aldabón y entró.
En la sala había un brasero. Se acercó y estiró las manos apreciando los pinchazos en su carne al entrar en contacto con el calor intenso; las tenía congeladas, lo mismo los pies. Vio unas botellas con licores y deseó poder servirse un trago. Tomó asiento. Había comido muy poco a lo largo del día, y una languidez profunda que le convertía el estómago en una bolsa vacía, le provocaba náuseas y mareos. Su corazón parecía reventar con cada latido, por lo que respiraba de modo acelerado. Si el suspenso no acababa pronto, terminaría muerta en ese sillón.
—Rafaela.
En un primer momento habría respondido con naturalidad a su nombre. Un instante después, al caer en la cuenta, experimentó un miedo cerval que la mantuvo congelada en el sillón. Escuchó pasos y vio una sombra proyectarse sobre los mazaríes del piso. La figura se materializó frente a ella. Enseguida apreció la calidad de las prendas que vestía ese hombre.
Furia descubrió que Rafaela doblaba hacia dentro los puños de su chaquetilla para ocultar las hilachas y que metía los pies bajo el ruedo del vestido para que él no viese los agujeros en las puntas. "Amor mío", lloró su alma.
—Rafaela —repitió.
Ella se puso de pie con dificultad, apoyándose en el sillón, sin apartar la vista de él. Sus ojos verdes se movían con rapidez sobre el rostro del extraño, al tiempo que la comprensión iba imprimiendo una mueca de pasmo en sus facciones. No pestañeaba, y mantenía la boca entreabierta, por donde respiraba de modo agitado. El cosquilleo que se inició en la parte inferior de su estómago fue trepando hasta convertirse en una náusea feroz. Tenía la boca seca y la lengua pesada. Su visión se tornó borrosa.
Furia observó cómo el temblor de las manos se extendía a todo el cuerpo de Rafaela. Se impresionó cuando los ojos se le pusieron en blanco, y saltó hacia delante para sujetarla antes de que se derrumbara sobre el sillón. La tomó en brazos y, llamando a gritos a su hermana, se adentró en la casa. La ubicaron en la antigua habitación de su sobrino Eduardo, y Furia le ordenó a Bamba que trajera a un médico.
En tanto Edwina la cubría con mantas —habían comprobado que estaba helada— y Furia le sobaba las manos y se las besaba, Pandora le pasó sales bajo la nariz. En la cocina se había levantado un revuelo porque misia Eduarda acababa de entrar vociferando órdenes: poner suficiente agua para un baño de tina, buscar una muda de ropa limpia, preparar un caldo de gallina y llevar un tazón de leche tibia y miel a la recámara del niño Eduardo. Pandora insistió con las sales hasta que oyeron el quejido de Rafaela y la vieron agitarse sobre la almohada. Furia se inclinó sobre ella y le apoyó los labios en la frente; allí los dejó, inspirando el perfume de su piel, embriagándose de dicha por tenerla de nuevo con él. Quería llorar, reír, gritar, saltar. El corazón le martilleaba el pecho; la sangre le fluía, enloquecida; las lágrimas se agolpaban bajo su párpado cerrado, mientras todo él se sacudía en espasmos incontrolables, como si padeciera una fiebre muy alta. No podía retirar sus labios de Rafaela.
—Sebastian, muévete. Permítele respirar —le ordenó Edwina.
Se incorporó con torpeza. Rafaela lamentó la separación. La fragancia exquisita y excéntrica que despedía ese cuello la había serenado. Lo miró con expresión desmesurada, los ojos bien abiertos, inmóviles en ese rostro tan familiar y desconocido al mismo tiempo. Fijó la vista en el parche negro. No consiguió modular, y sus labios dibujaron la palabra Artemio. Lo vio asentir, y se dio cuenta de que él no podía hablar. Le echó los brazos al cuello y rompió a llorar, primero en silencio, apenas unos gemidos débiles; después, cuando su garganta desató el nudo, lo hizo abiertamente, como lo habría hecho su hijo al pelarse las rodillas o al lastimarse un dedo. Furia también lloraba con la misma pasión y la fundía contra su cuerpo hasta privarla de aliento.
—¡La ahogarás! —escuchó que alguien le reprochaba, y sintió que, poco a poco, el abrazo implacable cedía.
Se miraron con una intensidad que arrancó un gemido a Furia.
—Di mi nombre.
Se estremeció al sonido de esa voz ronca y áspera, de un timbre rico y profundo.
—Artemio —balbuceó.
—¡Rafaela! —el clamor de Furia rasgó el aire—. ¡Amor mío! ¡Amor de mi vida! ¡Me dijeron que habías muerto! Que unos indios habían atacado la diligencia en la que tú y Mimita viajaban a Córdoba. ¡Dios mío, te creía muerta!
La besaba y la abrazaba sin percatarse de que había caído naturalmente en el tuteo. Rafaela lo aceptó de modo espontáneo, lo mismo a su manera elegante de hablar. Los nueve años de separación lo habían cambiado de un modo radical y profundo, y el nuevo trato que le confería se presentaba como la lógica consecuencia. Supo que ella también, cuando recobrase el habla, se sentiría cómoda tuteándolo.
El doctor Allende Pinto entró en la recámara escoltado por Pandora. Furia se negó a marcharse y sólo consintió en apartarse mientras el médico se ocupaba de Rafaela. Al completar la revisión, Allende Pinto habló con él y Edwina.
—Conozco a Catalina de la botica de Boleslao Peña y la aprecio mucho. Está desnutrida, su delgadez asusta. Su muñeca mide cinco pulgadas, a lo más, como la de una niña. Hace tiempo que vengo insistiéndole en que debe alimentarse mejor. Ha colapsado a causa de su debilidad extrema.