No precisaron aplicar demasiada violencia para que Burke hablase. Unos cuantos puñetazos y la visión del cuchillo de Furia bastaron para confirmar las sospechas: John Joe Fitzgerald había mandado matar a Artemio aprovechando los celos y el rencor de William. Parecía sincero al asegurar que desconocía el paradero del ilegítimo del conde de Grossvenor.
—Me envió mensaje ordenándome que me escondiese porque usted había vuelto con vida de la Sudamérica. Después de eso, no supe nada más de él.
—¿Cómo se llama el infiltrado que colocó Fitzgerald entre mi gente? ¡Debes de saberlo! —lo intimidó O'Connell.
—Kieran —farfulló Burke—. Se llama Kieran, pero desconozco su apellido.
—¡Afuera, todos! —rugió Furia.
El portón de la caballeriza donde tenían a Burke se cerró tras el último
Dark Boy
, y el administrador se echó a temblar y a balbucear disculpas.
—Burke —dijo Artemio, profundizando su voz a propósito—, ¿te acuerdas de que te dije que no quería volver a saber de ti o te degollaría? —el hombre no contestó; en cambio, se echó a llorar—. Pues bien —prosiguió, y se ubicó tras él.
Burke intentó girar sobre la silla donde lo habían maniatado. No pudo. Furia lo sujetó por el cuello y lo obligó a echar la cabeza hacia atrás. Se miraron a los ojos.
—Lo último que aprenderás antes de partir hacia el infierno, Burke, será que Sebastian de Lacy siempre cumple sus promesas.
Le pasó el filo del facón por el cuello y se lo abrió de lado a lado. La sangre brotó como de una fuente, y el hombre se convulsionó con los ojos en blanco. Artemio se colocó delante de su víctima y lo observó desangrarse. Sus compañeros lo aguardaban en el exterior. Lo vieron limpiar el filo del arma con minuciosidad. Los sorprendía su sangre fría y audacia.
—Liam, Brian, haceos cargo del cadáver de esa alimaña. Ya sabéis cómo proceder.
Que Burke no supiera dónde se escondía Fitzgerald significó una demora que impacientó a Furia. Hacía dos meses que había partido de Londres y la añoranza estaba minando sus nervios. Quería acabar y pronto.
Usaron a Kieran para engañar a Fitzgerald. Gracias a los seguimientos, descubrieron que el soplón entregaba mensajes a un cantinero en Dublín quien, a su vez, los enviaba a una cabaña en las afueras de la ciudad de Trim: la casa de Devona Fitzgerald, la madre de John Joe. Aunque Furia habría preferido mantener al margen a la antigua amante de su abuelo y a éste, terminó por convencerse de que cualquier medio se justificaba para aniquilar a ese monstruo.
—Al conde de Grossvenor —dijo Blackraven—, no le sorprenderá tu relato, Artemio. No es ningún estúpido y, si no nombró como su heredero a Fitzgerald, es porque sabía que, una vez que le anunciase su intención de convertirlo en el futuro conde, la muerte no tardaría en caer sobre él, ya fuese a causa de una repentina complicación gástrica o de una bala perdida en el coto de caza.
Al verlo con el semblante descompuesto, Furia se arrepintió de haberle expuesto la verdadera índole de Fitzgerald a Horatio de Lacy; despues de todo, se trataba de su hijo. Temió que sufriera un colapso; el hombre tenía casi ochenta y siete años.
—No te preocupes, Sebastian, estoy bien —aseguró, y dio un sorbo al whisky que le extendió Blackraven—. Siempre he sabido que algo funcionaba mal con John Joe. Siempre he sospechado de él. Pero no quería ver la realidad porque me resultaba muy dolorosa. Pienso en su madre, que es una buena mujer y que adora a su hijo. Sufrirá.
—Alguien tiene que detener a ese hijo de puta, abuelo. Casi acaba con la vida de mi madre, asesinó a Andrew y causó la muerte de mi hijo.
Ante esta última parte de la declaración, el gesto del conde se contrajo como si un dolor lo hubiese acometido de pronto. Aunque no había conocido al pequeño Sebastián, lloró al enterarse de su muerte.
—Te ayudaré, hijo mío. Le pondremos un fin a esta pesadilla. Deseo que tú y tu esposa viváis en paz y seáis felices. No quiero que el título se convierta en una maldición para ti.
Días más tarde, Horatio de Lacy llamó a la puerta de la casa de Devona. La mujer no ocultó su asombro. Hacía tiempo que el conde no se dignaba a visitarla; se limitaba a enviarle la mesada con un empleado de
Grossvenor Manor
sin tomarse la molestia de escribirle unas líneas. El conde disfrazó los nervios fingiendo enojo.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Devona.
—Estoy furioso con mi nieto Sebastian. El muy imbécil echó por la borda los planes que tenía para él. Acaba de regresar de un viaje a la Sudamérica desposado con una nativa de esas tierras salvajes. ¡Sangre india corre por las venas de la muchacha! Me causó horror cuando la conocí. Piel oscura, ojos rasgados, modales burdos. No entiendo qué le pasó por la mente a mi nieto cuando decidió desposarla. Para peor, es papista.
—Lo siento —susurró la mujer.
—He decidido que Sebastian no se convertirá en el conde a mi muerte. No puedo permitir que una mujer de semejante ralea sea llamada condesa de Grossvenor y presida la mesa que por siglos presidieron damas de la más refinada alcurnia, algunas emparentadas con reyes y príncipes. Tampoco admitiré que el hijo de esa mujer, un mestizo, se convierta en el duodécimo conde de Grossvenor. ¿Dónde está John Joe?
—No lo sé, Horatio. Está de viaje, en el continente, según me informó.
—¿De viaje? ¿En el continente? ¿Justo cuando más lo necesito? Es imperioso que hable con él. Necesito hablar con él. No viviré para siempre, Devona, y últimamente no me he sentido bien —su mirada se suavizó y la tomó de la mano para confesarle—: Nombraré a tu hijo como mi heredero.
—¡Oh! ¿De veras, Horatio?
—Sí. Después de todo, él se ha mantenido a mi lado toda la vida. Se ha abierto camino por sí solo y ha alcanzado las más altas esferas. Es mi orgullo —las lágrimas de Devona lo lastimaron—. ¡No llores, mujer! No hay por qué llorar. ¿Acaso la noticia no te causa alegría?
—¡Una inmensa alegría! John Joe estará feliz cuando se lo diga.
—Hazlo pronto, Devona, y pídele que vaya a verme. Necesito arreglar ciertas cuestiones con él. No haré cambio alguno en mi testamento hasta no verlo. Díselo.
—¡Oh, sí! Lo haré. Apenas me visite, le contaré esta maravillosa noticia.
Fitzgerald leyó la nota de su madre una segunda vez.
El conde de Grossvenor ha decidido nombrarte su heredero.
Al principio no lo creyó y olfateó una trampa. Sin embargo, lo que motivaba el cambio en el conde no carecía de verosimilitud. Sus informantes le aseguraban que de Lacy había llegado a Londres en compañía de una joven con evidentes rasgos españoles que, según se cotilleaba, era su esposa. Sonrió al imaginar la impresión de Horatio al ver a la aristocrática Elisabetta d'Adda cambiada por una plebeya de aquellas tierras perdidas de la mano de Dios. Sí, la motivación del conde era plausible.
John Joe no quería perder tiempo, aunque tampoco deseaba arriesgarse a asomar la cabeza de su madriguera. Si el inútil de William no hubiese fallado, Sebastian de Lacy no estaría cazándolo como a la zorra. Se suponía que William era famoso por su puntería. Debió suponer que, por muy bueno que fuese con las armas de fuego, ese pusilánime lo echaría todo a perder.
Antes de enviar una contestación a Devona, John Joe decidió esperar. El instinto, que tantas veces le había salvado el pellejo, le decía que no se aventurara aún. Pocos días más tarde, el alcahuete que Burke había infiltrado entre las filas de los
Dark Boys
le envió un mensaje comunicándole que Sebastian de Lacy había recibido una carta de Londres en la cual su prima, la condesa de Stoneville, lo instaba a regresar ya que su esposa había caído gravemente enferma.
Sebastian de Lacy está como loco y ha decidido emprender el viaje a Londres hoy mismo.
Dos días después, llegó la confirmación de su espía en el puerto de Cork: de Lacy y Blackraven hapían zarpado rumbo a Londres.
Madre, infórmale a su excelencia que me presentaré en
Grossvenor Manor
el miércoles 20 de junio por la mañana.
*
*
*
Despediría a Winthorp, el mayordomo de
Grossvenor Manor,
apenas se hiciera con el título. Ese viejo envarado siempre lo había considerado un bastardo y tratado como tal.
—Adelante, señor Fitzgerald —le indicó el sirviente—. Su excelencia se le unirá en un momento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber mientras lo aguarda?
—No.
Winthorp cerró la puerta y lo dejó solo. Paseó la mirada por la majestuosa biblioteca, que se continuaba en la planta superior y que contenía miles de volúmenes, muchos de ellos incunables. "Y pensar que seré dueño de todo esto", se regodeó. Un zumbido le causó cosquillas en la oreja. Se echó hacia atrás al ver el cuchillo que aún cimbraba clavado en la columna de la biblioteca. Dio un giro brusco. Lo reconoció por el parche negro, y se estremeció. Sebastian de Lacy lo apuntaba con una pistola.
—¿Qué diantre?
—Has de pagar por la muerte de mi hijo —avanzó y le apoyó el cañón en la frente—. Da media vuelta y camina.
Al alcanzar el pórtico de la entrada, varios muchachos —los
Dark Boys,
conjeturó— lo ataron de pies y manos y lo acostaron en el interior de un coche. Furia saltó sobre el pescante y ordenó emprender la marcha. No lo asesinarían en
Grossvenor Manor,
ésa había sido la condición de Horatio de Lacy.
Se detuvieron una hora más tarde, en la frondosidad de un bosque. Bajaron a Fitzgerald, que se debatió incluso con los dientes, y lo arrojaron al pie de un roble.
—Pagarás por tantas muertes —le anunció Furia—, por la de mi hijo, por la de mi primo Andrew y por la de los irlandeses que perecieron a causa de tu traición.
—¿De qué estás hablando? ¿A qué diantre te refieres? ¡No he asesinado a nadie!
Un muchacho le ató el extremo de una cuerda en los tobillos. Furia saltó sobre la montura de un caballo blanco de alzada imponente y, de pie sobre el lomo del animal, lanzó el otro extremo de la cuerda sobre una rama que se hallaba a aproximadamente doce pies de altura. Entre dos muchachos comenzaron a jalar.
—¡Qué hacéis! ¡Bajadme! ¡Bajadme! ¡Estáis cometiendo un error!
La sangre le abandonaba el cuerpo y se le acumulaba en la cabeza. Sintió las piernas frías, y lo acometieron náuseas y un latido feroz en las sienes. Las imágenes de los hombres que lo circundaban se dejaban en tanto lo subían; comenzaban a desdibujarse.
—Así murió mi hijo: desnucado.
Giró el rostro con gran esfuerzo y vio a Sebastian de Lacy, aún de pie sobre el caballo, que empuñaba un cuchillo de grandes dimensiones y movía el brazo para cortar la soga.
—¡No! —alcanzó a exclamar antes de iniciar la caída libre cabeza abajo.
Todos, incluso Fitzgerald, escucharon el sonido como de una rama que se partía cuando la cabeza dio contra la piedra plana colocada a los pies del árbol.
Rafaela tomó asiento frente al espejo del tocador y contempló su imagen. Melody tenía razón: su semblante había recuperado el aspecto lozano; las líneas enjutas se habían redondeado y las ojeras, desaparecido; el contorno de sus ojos lucía la tonalidad blanquecina que resaltaba el verde del iris y el negro de las pestañas. Había aumentado unas cuantas libras, y sus pechos desbordaban del escote del camisón bastante escandaloso que Melody la había convencido de comprar. Deseó que Artemio la viese en ese instante en que se sentía hermosa. Si bien él siempre le decía que era bonita, después de conocer a Elisabetta d'Adda, Rafaela perdió la confianza, se juzgaba fea y se preguntaba si él las compararía.
Tomó el cepillo de marfil adquirido días atrás en una tienda de la calle Bond y lo pasó por su larga cabellera oscura, aplicando fuerza sobre el cuero cabelludo que estaba tenso. Ella estaba tensa. Pese a los días maravillosos que compartía junto con Melody y su familia y a su buen estado de salud —no tenía náuseas matinales ni se cansaba—, una y otra vez volvía al tema de su preocupación: Artemio y el viaje a la Irlanda. Habían transcurrido casi tres meses desde la partida, y no sabían nada de ellos; ni Blackraven ni Furia habían dado señales de vida. Melody no lucía ansiosa.
—He debido aprender a controlar la zozobra en lo que a Roger respecta —le confió—. Es demasiado libre e independíente para pedirle que se quede en casa todo el día a buen resguardo. Supongo que tendrás que hacer lo mismo con mi primo, querida Rafaela.
Rafaela sospechó que nunca lograría permanecer tranquila si Furia no se hallaba a su lado, a buen resguardo. Ya habían padecido demasiadas separaciones y habían bebido demasiados tragos amargos. Aunque debía admitir que, durante esos meses como huésped en
Blackraven Hall,
habían existido momentos en que se había olvidado de todo y disfrutado como una niña.
Melody era una excelente anfitriona además de una entrañable amiga. Conocía Londres como la palma de su mano y, desde que despertaban, no muy temprano, hasta que se retiraban a descansar, se dedicaban a recorrerla, desde las zonas más conocidas y aristócratas hasta las más populares y pintorescas, y a divertirse. A Rafaela la escandalizaba gastar tanto dinero. Melody la obligaba a confeccionarse vestidos de fiesta, trajes de mañana, de montar, de tomar el té, ropa interior, guantes de encaje, de raso y de terciopelo, y sombreros, en lo de una modista francesa que, se decía, había servido a la emperatriz Josefina y por eso cobraba un ojo de la cara; un vestido de droguete floreado con encaje manchego en escote y mangas le había costado trescientas sesenta libras; y un cubrecorsé en seda rosada con bordado en perlas, ciento ochenta. También mandaron confeccionar batas de cotilla y vestidos sueltos para cuando el embarazo no le permitiera usar los trajes entallados.
—Rafaela —se impacientaba Melody—, tienes que acostumbrarte a la idea de que Artemio Furia ya no es el gaucho que conociste. Ahora es un noble irlandés de inmensa fortuna que podría vivir tres vidas holgadamente y así tener suficiente para que le hereden sus hijos. ¿Olvidas que no hesitó en extender la
carte blanche
que le pedí para ti?
La
carte blanche
(carta blanca, en francés) de Rafaela, el documento que toda mujer pretendía arrancarle al esposo o al amante, rezaba que las facturas a nombre de Rafaela de Lacy se cursarían a la banca N. M. Rothschild & Sons en el edificio New Court sito en St. Swithin's Lañe, donde procederían a liquidarlas. A continuación, en el costado derecho, se hallaba la firma de Furia y, más abajo, sobre una gota de lacre, su sello, el del dragón confaloniero. Artemio le había explicado el significado de las secciones del escudo, y ella experimentaba un profundo orgullo del origen de su esposo. Pensó en Rómulo, en cuánto habría presumido de una hija condesa, emparentada con una de las casas más antiguas de la Inglaterra. Sonrió ante la ironía de que su padre hubiese rechazado a un gaucho que, en realidad, escondía a un noble irlandés. De todos modos, se dijo, para ella su esposo siempre sería Artemio Furia, un gaucho. Bastaba apreciar su aspecto y mirarle con fijeza el único ojo para saber que un sustrato primitivo, carente de reglas y códigos, bullía bajo la traza elegante. Ella conocía esa esencia salvaje; él siempre la liberaba mientras le hacía el amor.