Me llaman Artemio Furia (68 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Iremos armados. Nos resistiremos. No tengo nada que perder.

—Hay que pedirle al doctor Argerich que obligue a Artemio a beber láudano para que duerma durante el trayecto. Si comenzase a delirar, nos delataría.

Calvú Manque se paseaba por el locutorio del convento de la Merced con la impaciencia de un tigre en una jaula. Soltaba bufidos y alzaba, la vista al techo. Escuchó pasos en el corredor y se detuvo.

—¡Calvú, hijo! —exclamó Ciríaco, y lo abrazó—. ¡Gracias a Dios que has aparecido! ¿Dónde estabas? Te envié mensaje hace días. Te necesitábamos desesperadamente. No sabes...

—Antes de venirse pa'cá, Artemio nos mandó a Arrecifes con un rodeo chucaro que mi ha sacao canas verdes. Nos tardamos má de lo normal. En llegando a Morón, mi
ñuqué
me dio aviso de su mensaje. Y me he venío echando cachaza pa'verlo. ¿Qué carajo pasa?

—Ven, siéntate. Ha sucedido una desgracia.

Ciríaco le relató los hechos. Manque no preguntaba ni hacía comentarios porque no atinaba a aprehender la magnitud de la tragedia.

—Quiero ver a mi
peni
—balbuceó.

—¿Acaso no escuchaste que te he dicho que lo embarcamos hace tres días y que, junto con su abuelo, el conde de Grossvenor, viaja hacia la Irlanda?

—¡Dios mío, padre! ¿Qué gualicho nos han echao pa'tener esta suerte tan canija?

—Ahora hemos de hallar a Rafaela y decirle la suerte que ha corrido Artemio.

—¿Cómo? ¿Rafaela no embarcó con él?

—No hemos podido hallarla. Desapareció. Nadie sabe dónde está. Yo no la conozco así que no sé quiénes son sus amistades, a qué personas frecuenta. Sabemos que no está en casa de los Palafox ni en Los Tres Reyes. La Policía la busca a ella también; la acusan de cómplice en la muerte de su padre. Debe de estar escondiéndose, la pobre. Tú, Calvú, la conoces más que yo. Quizá sepas adonde ir a preguntar por ella.

El indio se puso de pie y, con acento sombrío, declaró:

—No me gustaría sé el conde ese de no sé dónde, cuando mi
peni
dispierte y sepa que Rafaela no va en ese barco.

—Le pidió a Babila que la llevase al número 28 de la calle de San Cosme y San Damián. Ahora, entrégame a Poupée.

Aarón retiró la pistola que clavaba en el vientre de la perra y se la devolvió a su hermana.

—Si vuelves a traicionarme —la amenazó—, terminarás peor que Peregrina —lanzó un vistazo al bulto que formaba la esclava en un rincón de la habitación; temblaba y gemía, mientras la sangre se encharcaba en torno a ella a causa de una herida en la frente.

Le había tomado varios días darse cuenta del papel de Cristiana en la fuga de Rafaela, pues en un principio creyó que la había ayudado la tía Justa. Hasta que notó el nerviosismo de Peregrina, y el instinto le marcó el camino. Lo demás, había sido pan comido.

Montó su caballo y galopó hacia el norte. Para llegar al 28 de San Cosme y San Damián debía cruzar toda la ciudad. Conocía esa dirección; allí vivía y administraba su compañía de alquiler de diligencias Juvenal Romano. Le resultaba improbable que Rafaela y su padrastro se conocieran. No obstante, iría a verlo. Si Cristiana le había mentido, regresaría y la golpearía hasta arrancarle la verdad. Se le agotaban la paciencia y los recursos; ya no sabía dónde buscar a su prima; hacía más de diez días que había desaparecido. Estaba perdiendo el control, y, a excepción de la muerte de Rómulo, el resto de su estratagema se desmadraba y fracasaba. Rafaela había huido y el cadáver de Furia, desaparecido. ¿O, en realidad, aún seguía con vida?

Calvú Manque le indicó a la criada que necesitaba hablar con el señor León Pruna; añadió que lo enviaba la señorita Bonmer. Romano se presentó en la sala en compañía de la señorita de Lezica. A Manque le llamaron la atención sus semblantes pesarosos con signos de llanto. No obstante, simuló no haber reparado en ello y se apresuró a quitarse el pañuelo de la cabeza, para inclinarla a modo de saludo. Trató de hablar lo mejor posible para causar una buena impresión.

—Mi nombre es Calvú Manque, amigo de Artemio Furia. La señorita Bonmer me ha dicho que vuesa mercé me daría razón de Rafaela Palafox, la mujer de mi hermano. Aquí le manda una carta —le extendió la nota, y Juvenal reconoció la caligrafía de Corina Bonmer.

Gracias a las conversaciones que había sostenido con Rafaela, Juvenal sabía de la amistad de Furia con ese tal Calvú Manque. Lo invitó a tomar asiento y le ofreció un vaso de vino.

—Si agradece. Acabo de llegar a Buenos Aires y tengo la garganta seca del viaje. Señor Romano, ¿qué puede decirme de Rafaela? "Tamo con el alma en un hilo por su disaparición. ¿Su mercé sabe por dónde anda?

—Señor Manque —habló Romano—, su visita es muy oportuna. Esta mañana he recibido una noticia —se detuvo, carraspeó y miró hacia otro lado para decir—: No es una buena noticia la que tengo para usted ni para Furia. Es cierto, la señorita Palafox recurrió a mí para ocultarse de la perfidia de Aarón —le relató de manera sucinta los hechos—. Ella no deseaba irse sin Furia, pero el peligro era inminente. Aarón Romano no tardaría en saber que ella se ocultaba aquí, y yo la induje a partir hacia Córdoba, a lo de una tía, hermana de su madre.

—¿Hace cuánto que se jué pa'Córdoba?

—Partió hace nueve días.

—Estará al llegar. Me iré pa'Córdoba...

—Señor Manque, aún no he terminado de relatarle los sucesos. Como le expresé un momento atrás, esta mañana he recibido una penosa noticia. La señorita Palafox nunca llegó a Córdoba.

—¿Adonde 'ta, pué?

La inquietud de Manque lo desbordaba y, en un acto inconsciente, se puso de pie.

—La galera en que viajaban fue atacada por los indios a legua y media de la posta de Puntas de la Cañada Honda. Como consecuencia, la señorita Palafox y la niña murieron, lo mismo que el mayoral y el cochero.

Calvú Manque sujetó a Romano por las solapas. Bernarda saltó sobre el indio y se colgó de su brazo.

—¡Suéltelo! ¡Qué hace!

—¿Dónde 'tá la mujer de mi
peni?

—¿No ha escuchado al señor Pruna? ¡Ha muerto, junto con Mimita!

—No é verdá. ¿Adonde 'tá ella? ¿Adonde la escuende?

—Lo siento, lo siento —lloriqueaba Juvenal—. Yo la impulsé a partir. Ella no quería, no quería. Y yo la induje a que se fuera. ¡Pobre niña! Estaba tan asustada. ¡Qué muerte tan horrible ha encontrado por mi culpa!

Calvú Manque lo soltó y se abandonó en la silla. Se cubrió la cabeza con las manos y apoyó los codos sobre las rodillas.

—No é verdá —susurraba.

—Los halló otra de mis diligencias, que se dirigía también hacia Córdoba. Ellos enterraron los cuatro cadáveres a la orilla del camino y despacharon un chasque con la noticia. Llegó esta mañana.

—¡No é verdá! Hasta que no vea el cuerpo de Rafaela no lo creeré.

Antes de enfrentar a Juvenal, Aarón Romano se dedicó a estudiar el movimiento de la casa y de los alrededores. La zona, alejada del centro, presentaba un aspecto desolado; no había gente ni coches, ni siquiera perros.

La puerta de la casa se abrió de modo súbito y violento, y Aarón atinó a bajar el ala de su sombrero para evitar que Calvú Manque lo reconociera; apuró el caballo y simuló ser un paseante. Después de un rato, giró la cabeza y constató que el indio, a una velocidad extrema, se alejaba en dirección al centro. Habría jurado que Cristiana le mentía al darle esa dirección; la presencia de Calvú Manque en casa de Juvenal arrojaba una nueva luz sobre el caso.

No llamó a la puerta, sencillamente entró. Su padrastro lucía abatido, solo en el amplio vestíbulo, medio echado en un canapé. Levantó lacabeza, y su expresión afligida mudó de inmediato a una dura y enojada.Se puso de pie.

—¿Qué haces aquí, Aarón? ¿Cómo te atreves a entrar en mi casa sin llamar?

—Quiero saber dónde tienes a Rafaela, dónde la escondes.

—Nada sé yo de Rafaela, así que sal de aquí. ¡Ahora!

—¿Por qué tanta antipatía? Meses atrás me llamaste hijo y me ofreciste compartir tu negocio de diligencias.

—Tú no eres mi hijo sino de ese delincuente de Avendaño. Sois astillas del mismo palo —manifestó, con un desprecio que logró perturbar a Aarón.

—Puedes decírmelo por las buenas o puedo sacártelo por las malas. Te encerraré en una mazmorra del Cabildo y te haré torturar. ¡Dimedónde tienes a Rafaela!

Una sonrisa sardónica afloró a los labios de Juvenal.

—Antes de abandonarme, tu madre me denunció por marrano al Tribunal del Santo Oficio en Lima. ¿Crees que, después de haber sido torturado por esos inquisidores hijoputas, expertos en técnicas para infligir dolor, le temeré a los improvisados del Cabildo? Si ellos, con toda su destreza, no consiguieron arrancarme un solo nombre, ¿piensas que podrás lograr que te diga adonde escondí a Rafaela Palafox?

Bernarda de Lezica, que había ido a la cocina en busca de una tisana para Juvenal, se detuvo al escuchar murmullos y permaneció oculta en el ingreso del vestíbulo. Reconoció la voz de Aarón Romano y se echó a temblar. La perversidad de ese muchacho había conseguido quebrar su coraza de mujer valiente e independiente y filtrarse en su tierno interior.

Le temía al punto de quedarse noches en vela imaginando las maldades a las que la sometería. La última vez había intentado violarla. Regresaría para perjudicarla y caería sobre ella y su tienda sin piedad. Debido a la posición que ocupaba en el gobierno, su perfidia y su inmoralidad lo convertían en una criatura letal. Prefería que no siguiera levantando los pagarés que le debía si con eso evitaba volver a verlo. Le condonaría la deuda.

Un chasquido se mezcló con las voces, y Bernarda identificó el sonido del gatillo de una pistola al ser aprestado para disparar.

—Tarde o temprano la encontraré —prometió Aarón—. Ahora, me daré el gusto de hacer algo que deseo desde hace mucho tiempo: mandarte al infierno, marrano de mierda —y disparó.

El sonido del disparo produjo ondas en el aire, como las de una piedra arrojada sobre un espejo de agua, que alcanzaron a Bernarda y la recorrieron de los pies a la cabeza. Apretó el cacharro con la tisana sin reparar en que se quemaba. No supo cuánto tiempo permaneció oculta, con los dientes apretados y los ojos cerrados. Al despegar los párpados, necesitó varios minutos para atreverse a enfrentar lo que sabía que hallaría en la sala: a Juvenal muerto.

Calvú Manque se mantenía erguido sobre la montura a fuerza de voluntad. Hacía días que no dormía ni comía bien. Fustigaba a sus parejeros, y era consciente de que descargaba sobre sus bestias la ira que lo embargaba. Refrenaba el impulso de elevar el puño al cielo y agitarlo en un gesto de amenaza hacia Dios. "¿Por qué has güelto a ensañarte con él, Señor?", preguntaba después, abatido y humilde. "¿No ha sío suficiente que le arrebataras a su familia cuando era un crío que aura le quitas lo que más ama en esta vida?" Sonrió con amargura al evocar la cara de orgullo de Artemio cuando le comunicó que Rafaela iba a darle otro hijo. "Me voy a casoriar con ella
peni.
Quiero que hasta la ley de Dio diga que Rafaela Palafox é mi mujer".En tanto se aproximaba a la posta del paraje Puntas de la Cañada Honda, el miedo crecía y lo ahogaba. Se negaba a la verdad y se sujetaba a un hilo de esperanza. Quizá Rafaela y Mimita no estuvieran muertas sino cautivas en Tierra Adentro. No resultaría difícil redimirlas si se hallaban entre tribus amigas.

La posta no presentaba el aspecto misérrimo de las que había dejado atrás. Sólidamente construida, con una amplia estancia y habitaciones, hasta podía pasarse la noche en una cómoda cama. Manque ató los caballos al palenque y entró. Los parroquianos y viajeros cesaron la conversación para estudiar la catadura del recién llegado. Como era indio, nadie se mostró hospitalario ni amistoso.

Manque se aproximó al despacho de bebidas que se realizaba a través de una ventana con rejas para evitar los asaltos. Pidió un vaso con grapa antes de preguntar:

—¿Quién é el patrón d'este lugar?

—¿Pa'que lo busca?

—¿Usté é el patrón?

—No. Pero le voy a dar un consejo gratis, amigo. Evite al patrón hoy día. Dende que la mujer se le fugó y lo dejó abandonao, no es un cristiano fiable, lo que se dis. 'Tá dentro, mamándose, má cabreao que un tigre con dolor de huevo. ¿Qué anda necesitando? Capá que si puedo, le echo una mano.

—Hará cosa de quince días, acá cerca, má pa'l norte, unos infieles atacaron una galera que llevaba solamente a una niña y a una joven muy bonita y refináa. ¿Sabe usté algo d'esto?

—¡Ah, sí! —confirmó el pulpero—. La misia y la niña (medio rara esa criaturita, si me permite) hicieron noche aquí y se jueron antes de que saliera el sol. A legua y media, unos indios le lancearon la diligencia, mataron al mayoral, al cochero y a ellas. Un asunto muy triste, muy triste. Los que los encontraron, les dieron cristiana sepultura y hasta clavaron unas cruces en cada tumba. Se dijo que los cuerpos estaban muy maltrechos porque los buitres y los caranchos se habían dao una panzáa con ellos. ¡Qué triste asunto!

Calvú Manque se desmoronó en una silla para seguir bebiendo. Despertó unas horas más tarde sobre la mesa, confundido, con dolores, puntadas y molestias desde la coronilla hasta los pies, y un sabor desagradable en la boca. Salió. Se acercó a un pozo de agua y se enjuagó el rostro e hizo gárgaras. Se ocupó de su montura, a la que había descuidado sin perdón. Regresó a la posta y se obligó a comer algo. Demoró la partida hasta que reunió valor para proseguir.

En la invariabilidad del terreno, no le costó distinguir los cuatro montículos que el sol del atardecer bañaba con una luz dorada y suave. Desmontó con un giro lento, se deslizó despacio; no quería tocar tierra porque, al hacerlo, se vería obligado a acercarse a las tumbas. Caminó hacia ellas y, a unos palmos, se quitó el sombrero en señal de respeto. Las cruces, de ramas de chañar atadas con tientos de cuero, eran pequeñas y torcidas, y no se divisaban desde el camino. Se preguntó cuáles serían las tumbas de Rafaela y de Mimita. Había llevado una laya para desenterrarlas y ratificar que se tratara de ellas; después del comentario acerca de buitres y caranchos cebándose en los cuerpos, carecía de sentido. Juró que Artemio jamás se enteraría de que la carne de su mujer le había servido de comida a un ave carroñera; ese secreto se lo llevaría al otro mundo.

—Artemio —musitó, y se puso de rodillas—
,peni,
¿cómo te lo voy a decí?

No quería ser él quien le diera la noticia de la muerte de Rafaela y la del hijo de ambos. Tenía miedo de enfrentarlo, de atestiguar su dolor y su derrumbe. Se odió por desear que Artemio nunca despertase de la inconsciencia en que lo había sumido el disparo que le había vaciado el ojo. Aunque quedara con medio corazón después de la muerte de su hermano, prefería su pérdida a verlo padecer por la muerte de Rafaela.

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