Me llaman Artemio Furia (55 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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A Rafaela la sacaba de quicio que los hombres de Furia no respetaran su intimidad y entraran y salieran de la casa grande como si se tratase de una pulpería. Sus buenos modales se limitaban a quitarse el sombrero o el pañuelo e inclinar la cabeza en señal de saludo y, aquellos que las usaran, a sacarse las nazarenas antes de poner pie dentro; se juzgaba una gran falta de urbanidad ingresar con las espuelas ya que la rodaja dañaba los pisos. Rafaela le decía a Furia que estaba dispuesta a tolerar las malas maneras de sus hombres cuando compartían una comida ocasional, pero que no se acostumbraba a la presencia súbita e inesperada de esos paisanos en la sala, la cocina, el comedor o en los interiores. Artemio desestimaba su queja. "Ellos son mi gente y mi casa é su casa", esgrimía. Una mañana, sin embargo, al experimentar en carne propia lo que Rafaela intentaba explicarle, cambió de opinión.

Como de costumbre, apareció alrededor de las once de la mañana en la cocina para reclamar su desayuno. Se trataba de una jornada especialmente gélida, con un viento sur que cortaba la piel. Rafaela le vio las manos estropeadas y los labios agrietados, con finas líneas de sangre.

—Vaya al comedor. Enseguida le serviré el desayuno y le curaré esas heridas.

Lo encontró sentado a la cabecera, tan fuera de sitio como un caballo dentro de un salón de baile. Se miraba las palmas de las manos y se levantaba la piel de las ampollas reventadas. Lo distrajo la vista de la comida. Como de costumbre, estaba famélico.

Rafaela sorbió un té de menta en tanto Furia comía mazamorra y carne asada y bebía mate cebado por Creóla. Le agradaban esos ratos que compartían por la mañana. Él desertaba a su gente, que desayunaba cerca de los corrales, y volvía a la casa para estar con ella. Mayormente, Furia comía en silencio, la mirada perdida, absorbido en sus cuestiones. A veces, se interesaba por sus cosas, le contaba una anécdota o jugaba con Mimita.

Terminado el desayuno, el gaucho adoptó una actitud sumisa cuando Rafaela se dispuso a curarlo. "Deben de estar doliéndole mucho las manos para mostrarse tan dócil", dedujo, y no se atrevió a mencionárselo pues había aprendido que a Furia no le gustaba recibir órdenes ni que se le descubrieran debilidades. Se guardó de comentar acerca de la insensatez de enlazar toros con la fortaleza de veinte hombres sin guantes de cuero. Se acercó a la cabecera y le pidió que girase sobre la silla y extendiera las manos. Las desinfectó con aceite de tomillo, las cubrió con savia de aloe y las vendó con retazos limpios de sábanas, dejándole libres los dedos. Lo pilló observándola con una sonrisa que la hizo acordar de la pasión con que la había poseído por la madrugada. Se sintió incómoda, pues, si bien se amaban en la oscuridad de la noche y dentro de los límites de la habitación, a la luz del día desplegaban un trato distante, respetuoso y frío, como si Rafaela aún no le perdonase el rapto al pie del altar.

Por el bien de Mimita, que jugaba junto a Furia, Rafaela tomó con naturalidad que el gaucho la ubicase entre sus piernas y le apretase las caderas con las rodillas hasta encimarle los pies. Habría perdido el equilibrio de no sujetarse a sus hombros. Prosiguió las curaciones con aire indiferente, mientras Furia le olisqueaba el cuello. Había terminado por aceptar el aceite esencial de rosas y fabricar el perfume que a él seducía, el que ella había bautizado
Amor.

Le limpió la piel muerta de los labios y los restos de sangre con un género embebido en agua de hamamelis. Se cargó el índice con la pomada que sabía a vainilla y la untó en los labios del gaucho. Sintió su erección contra las piernas. Levantó la vista de inmediato y descubrió que los ojos turquesa se habían tornado negros y exigentes.

—¿Ricuerda nuestro primer beso bajo ese árbol en
La Larga?
—le susurró.

—No sonría —lo amonestó Rafaela—. Volverá a partirse los labios.

—Creóla —pronunció Furia—, vete pa'la cocina. Y llévate a Mimita.

—Sí, don Furia.

Al quedar solos, le ordenó:

—Ábrase el justillo pa'verle los pechos.

—Ni lo sueñe, señor Furia.

—Ábralo o lo hago con el guampudo —dijo, y cabeceó en dirección a la mesa, donde descansaba el facón.

Rafaela desató las cintas y las hizo deslizar por sus hombros. Aún la cubría la combinación, de un liencillo delgado que se adhería a sus pezones. No era a causa del frío que los tuviese erectos, dado que un brasero bien alimentado mantenía cálida la estancia.

Furia le pasó las manos por los hombros y arrastró las tiras de la combinación hasta desnudarle los pechos. Los contempló con la seriedad que ella le había visto emplear cuando estudiaba las heridas de un animal o los dientes de un caballo.

—Cada vé 'tan má grandes, como las ubres de una vaca sin ordeñar.

—Eso no es muy halagador, señor Furia.

—'Tan llenos de leche pa'm'hijo.

Le masajeó los pechos con las mejillas sin rasurar. Las pasaba una y otra vez, incluso a veces rozaba los pezones con el mentón, donde la barba era más espesa y dura. La excitación de Rafaela no le impedía escuchar cómo se trastornaba la respiración de Furia. Percibía el calor y la humedad de sus manos abiertas, que le ocupaban la espalda y la sujetaban. Con la brusquedad creciente de sus caricias, los pechos de Rafaela rebotaban, y el tirón doloroso se diluía en el placer que le proporcionaba esa piel rasposa sobre la de ella. Observó a su amante y observó sus pechos, enrojecidos e hinchados. De modo instintivo, subió las manos por la nuca de Furia y enredó los dedos en su cabello rubio. El gruñó al sentir la presión. Rafaela necesitaba que los labios de ese hombre se cerrasen en torno a sus pezones y calmasen la ansiedad.

—Chúpeme —se escuchó susurrar.

Furia manoteó la latita con el ungüento, se pringó los dedos y le untó la punta de los pechos. Rafaela gimió y se arqueó para ofrecérselos. La lengua de Artemio envolvió y succionó el pezón de su seno derecho, y, cuando pasó al otro, como presa de una convulsión, Rafaela se cerró sobre él y le envolvió la cabeza
.

—¡Oye ,
peni!
Acaba de llegar la punta… —Calvú Manque se congeló en el ingreso de la sala—. ¡Epa!

—¡Mierda! —masculló Furia, al tiempo que se ponía en pie de un salto y se colocaba de espaldas a su amigo para ocultar la desnudez de Rafaela—. ¡Juera de aquí!

Calvú Manque salió disparado. Furia la mantuvo abrazada y pegada a su cuerpo para no afrontar la condena de sus ojos ni escuchar las recriminaciones que le soltaría. Fue ella la que rompió el abrazo. Él se apresuró a prometer:

—Le diré a mi gente que no güelva a entrar sin dar aviso. Lo juro, Rafaela, pero aura no se me enjurezca.

—¡Qué vergüenza, Artemio! —exclamó, mortificada.

—No, no, nenguna vergüenza, mi Rafaela. Nenguna vergüenza.

La promesa de Furia se cumplió. Sus hombres no volvieron a poner pie siquiera en la cocina, que se hallaba separada de la casa, sin aplaudir, llamar a la puerta o vociferar "Ave María purísima".

A veces Furia parecía inquieto, su humor mudaba de modo súbito, y Rafaela se preguntaba cuánto tiempo toleraría esa vida sedentaria. Trataba de prepararse para el momento en que desplegase las alas y se fuera a vagabundear por la campaña.

Como no quería atormentarse cavilando acerca del futuro, ocupaba su día con toda clase de actividades. Anuillán y sus hijas se habían convertido en buenas amigas, y así como ella les enseñaba a preparar potingues, tónicos y afeites, las indias la introdujeron en el arte de trabajar el cuero y el telar. Aprendió a confeccionar una petaca estirando un cuero mojado sobre un molde provisto por Anuillán y sujetado con tientos a estacas clavadas en la tierra, de lo que obtuvo un pequeño y primoroso cofre de cuero, que regaló a Mimita para que guardara sus juguetes —aumentaban a diario gracias a la habilidad de Belisario en la talla del hueso—; aprendió a teñir lana con polvo de cochinilla y a fijar el color rojo con alumbre o bórax; también a tejerla, y la primera prenda fue un chaleco para Furia, bastante mal confeccionado. Lo sorprendió al entregárselo una noche, después de amarse, y él, conmovido, se limitó a abrazarla y a besarla en la sien. Como Anuillán le explicó que se acostumbraba entre las mujeres de los gauchos a confeccionarles la
guayaca,
la bolsita de cuero con divisiones internas donde guardaban los avíos para fumar, Rafaela se empecinó en fabricar una para Artemio, para lo cual mandó comprar a la abacería de Morón un pedazo de cabritilla que le costó gran parte de lo ahorrado por la venta de sus perfumes en lo de Bernarda de Lezica, aunque el gasto valió la pena, pues el semblante de Furia se iluminó el día en que se la entregó. "¡Qué cuero tan suavecito!", exclamó, entusiasmado, pero cuando ella le ofreció perfumarle el tabaco, él declaró: "Eso é cosa de poco hombre", y Rafaela pensó en Aarón.

Disfrutaba especialmente de las tardes no muy frías en que Furia mandaba ensillarle una yegua mansa y, con Mimita sobre el lomo de Cajetilla, salían los tres a recorrer la propiedad; si Artemio terminaba temprano sus tareas, iban hasta el pueblo y compraban provisiones. En una oportunidad, Rafaela le pidió permiso para entrar en la iglesia de Morón, conocida como de Nuestra Señora del Buen Viaje. Hacía semanas que no oía misa ni realizaba ninguna oración.

Había poca gente en el interior, sólo algunas beatas rezando una novena, las cuales, al verla dirigirse hacia el altar, se santiguaron y comentaron en voz alta: "Es la manceba del gaucho Furia". A Rafaela se le dispararon las pulsaciones y quedó paralizada por la vergüenza. "La manceba del gaucho Furia", repitió. "La manceba del gaucho Furia," Quizá se debió al respeto con que las mujeres pronunciaron el nombre de Artemio, que la vergüenza cedió para dar paso a un sentimiento de orgullo que colocó una sonrisa en sus labios. Se persignó, pero no rezó. Paseó la mirada por el templo hasta fijarla en la imagen de la Virgen María. No experimentaba paz sino unas ganas locas de salir corriendo y arrojarse a los brazos de su amado. Apareció en el atrio sonriendo, y el gaucho, al verla, levantó las cejas, ensayando un gesto aniñado de confusión. Entonces, Rafaela estalló en una carcajada.

—José Luis —dijo Gabino, y hablaba de uno de sus hombres— pidió hacer noche en el campito que Juria tiene en Morón, y se quedó dos días, patrón, pa'ver si misia Rafaela andaba por ai.

—¿Y? —se interesó Aarón.

—Por ai anda nomá, patrón. La vide poco, porque el gaucho Juria no la deja mostrarse a los forasteros, pero ai 'taba.

Tenía que recuperar a Rafaela, el único medio para hacerse con la fortuna de su tío. Lo frustraba encontrarlo tan tranquilo a pesar de que los españoles estaban pasándolo mal desde el nombramiento de la Junta. A la propuesta de poner los bienes a su nombre para evitar la confiscación, Rómulo desestimó la posibilidad de que el nuevo gobierno lo perjudicase y aun declaró que resultaba probable que le devolvieran los cuarenta y cinco mil pesos de moneda fuerte y las ciento veinte onzas de oro incautados después de la asonada del año anterior. Aunque la noticia lo inquietó —¿con quién mantendría tratos su tío en el nuevo gobierno para mostrarse tan orondo?—, su codicia creció.

—Ve con un grupo de hombres —ordenó a Gabino—, y trae a mi prometida. Responderás con tu vida si algo malo llega a ocurrirle.

—Patrón, hay dos indias, muy güeñas mozas, hermanas del indio Calvú Manque, amigo de Juria. Andarían bien en su burdel de usté.

—Tráelas si eso no compromete tu propósito principal: recuperar a mi prometida.

Dos días más tarde, Gabino y cuatro jinetes aguardaban, ocultos, el momento en que Rafaela, Creóla, Millao y Alihuen marchasen al jardín ubicado en la zona trasera de la casa grande para raptarlas. A la esclava, Gabino la quería para él. Lo había vuelto loco el meneo de sus caderas durante los días en
La Larga.

Habían planeado el golpe con minuciosidad; Gabino se haría cargo de la prometida de don Aarón, en tanto tres de los jinetes se ocuparían de las otras mujeres; el cuarto, el único con arma de fuego, cubriría la retaguardia. Les cayeron encima de la nada y, después de un momento de estupor, las cuatro mujeres se pusieron a gritar a coro hasta que sus cuellos adoptaron el color del vino tinto. No contaban con la presencia de la niña tonta, que, de modo desmañado, salió corriendo en dirección a la casa.

—¡Déjala ir! —ordenó Gabino al hombre que amagó con seguirla.

Unos a otros se ayudaron a maniatar a las mujeres y a subirlas a las grupas de los caballos. A punto de partir, Gabino vociferó:

—¡Cuidado, Roque! ¡Tras de ti!

La advertencia resultó en vano. El puma, emergido de la hierba, saltó encima del jinete y lo arrojó de la montura junto con una de las indias, que luego de rodar, se alejó pidiendo socorro. Gabino y los demás jinetes se horrorizaron ante la saña con que el felino destrozaba el cuello del hombre. El que sujetaba la pistola no se atrevía a accionarla por temor a herir a su compañero. El arma le temblaba en la mano y balbuceaba incoherencias.

—¡Vamos! ¡Rajemos de aquí! —vociferó Gabino, al descubrir a Furia y a varios de sus hombres galopar hacia ellos—. ¡Dispárales! —le ordenó al de la pistola, en tanto luchaba por someter a Rafaela, que se sacudía y chillaba sobre la montura. La habría atontado de un golpe, pero la condenada se movía demasiado y él no tenía un buen ángulo ni las manos libres. Hincó las espuelas en los ijares de su caballo, que emprendió la marcha a toda velocidad.

Artemio Furia podía sentir cómo el pánico iba dominándolo. Se trataba de una corriente gélida que lo paralizaba. Parecían fogonazos de fusil los destellos que explotaban en su mente y lo hacían revivir las escenas de la noche en que había visto morir a sus padres. Se acordó de su actitud pasiva frente a la tragedia, hasta se había hecho encima. No permitiría que le arrebatasen la vida otra vez. Nadie se llevaría a su Rafaela.

—¡Yo me ocupo de Gabino! —advirtió a los demás.

Se trataba de su antiguo trabajador; lo había reconocido por Cachafaz, su montura. Desde esa distancia, habría utilizado las boleadoras para trabar las patas del picazo si Rafaela no se hubiese encontrado sobre su lomo. Una caída desde esa altura y a esa velocidad habría resultado letal.

—¡Rafaela, quédese quieta! —le ordenó, pero, al ver que seguía moviéndose, supuso que no lo escuchaba.

Él tampoco oía los gritos, ni el estruendo de los cascos, ni los disparos que irrumpían en la paz de sus tierras. El corazón, que le latía dolorosamente en el cuello, lo ensordecía. No lo alcanzaban los alaridos de Millao ni de Creóla, aunque las veía con sus bocas abiertas y sublevadas intentando zafar de los captores. La impotencia y la ira desplazaban al miedo original. Furia cabalgaba con el torso pegado a la cruz de Cajetilla, que parecía sobrevolar el terreno. Alcanzaría a Cachafaz y arrebataría a Rafaela de brazos de Gabino. Después, se ocuparía de ese tape mal parido.

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