—El primero es que me ayudes a dar con Martín —no lo sorprendió el gesto desconcertado de Juvenal—. Necesito dar con él pero sin que él sepa que estoy buscándolo. Me dijiste que, tiempo atrás, estuvieron en contacto. Tú eres mi única esperanza de hallarlo.
—No te garantizo nada, Rómulo, pero trataré de averiguar dónde se encuentra. Se ha movido mucho desde la última vez en que lo vi, en el 90.
—Necesito saber dónde se encuentra lo antes posible. ¡Por favor!
—Está bien, está bien. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada, nada. Sólo quiero saber dónde está. Lo segundo más que un favor es pedirte que hagas un juramento solemne —Juvenal asintió—. Me he enterado de que tu compañía de coches de alquiler está funcionando bien y de que eres un hombre adinerado, por eso sé que lo que te pediré no significará una gran carga para ti. Debes jurarme por lo más sagrado que, en caso de que algo me sucediera, tú te harías cargo del bienestar de mi hija Rafaela. ¿Lo juras?
—Rómulo, me toma por sorpresa este pedido. ¿Acaso ella no se convertirá pronto en la esposa de Aarón? ¿No correspondería que le solicitases este juramento a él?
—Estoy pidiéndotelo a ti, Juvenal, puesto que eres, junto con Ñuque, el único en quien confío. Aarón es ambicioso y carece de principios, esa es la verdad, ¿para qué ocultarla? ¡Digno hijo de su padre! —agregó, con una sonrisa amarga—. Sólo si me jurases que, en caso de que algo me ocurriese, tú te harías cargo de mi hija, me quedaría tranquilo.
—Lo juro.
Peregrina entró en la habitación de su ama y se aproximó al tocador donde Cristiana se recogía los bucles. Cruzaron las miradas en el espejo.
—¿Lo averiguaste?
—Sí, amita. Está en la pensión de doña Clara, la de la calle de Santo Cristo.
—Sé dónde queda. Apréstate, Peregrina, y dile a Babila que prepare el coche. Saldremos en este instante. A quien te pregunte dirás que visitaré a mi amiga Marcelina Valdez e Inclán.
De hecho, Babila estacionó el cabriolé frente a la puerta de la casa de Valdez e Inclán, en la calle de Santiago, y desde allí caminaron, bien embozadas, hasta la de Santo Cristo. La jugada que se encontraba a punto de llevar a cabo constituía la última oportunidad para acabar con la influencia de Rafaela sobre su padre.
La noche del 25 de mayo, en la fiesta de los Rodríguez Peña, se había ocupado de que Furia se enterase del compromiso de su prima con Aarón, segura de que la reacción no tardaría en llegar. Pasaban los días, la boda se acercaba y Furia seguía inactivo, como si de veras no le importase con quién se desposaba su antigua amante.
Cristiana necesitaba deshacerse de Rafaela para recuperar a Rómulo y anular la preponderancia que su hermano estaba obteniendo en la casa de la calle Larga desde el triunfo del partido de los patriotas; el muy descarado hasta le había insinuado que la casaría con el hijo mayor de Tomás de Grigera, lo que le proporcionaría una alianza inmejorable y a ella la confinaría en las lejanas Lomas de Zamora. "Tío Rómulo me ha dicho que está de acuerdo." Cristiana habría podido arrancar los ojos de "tío" Rómulo de haberlo oído pronunciar su consentimiento.
La misma doña Clara les abrió la puerta.
—Pasad, gentil señora —dijo, y se hizo a un lado—. ¿De qué modo puedo ayudaros?
—Necesito ver a Artemio Furia.
—Qué pena con vuesa merced. Don Artemio ha dado orden de no ser molestado.
Doña Clara razonó que, si en tantos días no había deseado ver a la señorita Bouquet ni a su amigo, el indio Manque, menos atendería a una desconocida.
—Señora —dijo Cristiana, en tanto deslizaba unos cuartillos en el bolsillo del mandil de la mujer—, le aseguro que si usted le refiere a Furia que Cristiana, la prima de Rafaela, está aquí para darle información de capital importancia, él me recibirá.
—¡He dicho que no 'toy pa'naides! —clamó Artemio cuando llamaron a su puerta.
—Lo sé, don Furia, pero aquí está la señorita Cristiana, la prima de la señorita Rafaela. Dice que tiene información de capital importancia para vuesa merced.
El anuncio de doña Clara tardó en colar a través del vaho de alcohol que embotaba su lucidez. Una agitación se apoderó de él. Rafaela. ¿Qué le había sucedido para que su prima solicitase verlo? Después se acordó de que eran enemigas. ¿Qué diantre quería esa muchacha? No tenía ganas de recibir a nadie. Hacía días que no abandonaba la habitación, tampoco se bañaba ni mudaba de ropa. Desde la noche en que se enfrentó a Rómulo Palafox, había permanecido encerrado, ahogándose en alcohol. El primer paso en su plan de venganza sabía a diablos, nada de la exultación anticipada. Nada de nada, sólo un vacío que él pretendía llenar con ginebra, y un dolor que se volvía físico cuando el rostro de Rafaela se presentaba delante de él, lo cual sucedía a cada maldito minuto. Estaba a punto de perder la razón, lo sabía.
—¡Que pase! —dijo, y no se movió del rincón que ocupaba en el suelo, el mismo donde Rafaela se había resguardado, envuelta en la sábana.
Cristiana y Peregrina abrieron la puerta y, al ubicarlo sentado en el suelo, con la cara hundida en las rodillas, se quedaron quietas y calladas. Cristiana carraspeó. Furia no se movió.
—Qué ilusa pretender —declaró la muchacha— que un bergante, un sotreta como usted despliegue las maneras de un caballero de rancia cuna. ¡Póngase de pie! Una dama acaba de entrar.
Furia levantó el rostro, y Peregrina ahogó un grito de pánico. Tenía los ojos inyectados de sangre, lo que resaltaba el turquesa del iris, confiriéndoles un aspecto maligno. La barba crecida y enredada embrutecía sus facciones, y el cabello tieso de sudor y sebo acentuaba la traza de alguien en el límite de la cordura. Cuando se decidió a hablar, su voz aguardentosa no ayudó a mejorar la estampa de orate peligroso.
—Si ha venío pa'que la adulen y la traten con galanteos, ya mesmo da la güelta y sale por ande ha entrao. La alvierto, hoy justamente no ando con pacencia. No 'toy pa'que me vengan con quisquillas.
Cristiana avanzó y Peregrina cerró la puerta. Las golpeó un olor a sudor humano, alcohol y orines (por lo visto nadie se había ocupado del bacín), que se tornó insoportable. Cristiana se llevó un pañuelo perfumado a la nariz. Con la voz amortiguada por el lino, expresó:
—A fe que no comprendo cómo una mujer como Rafaela, tan sensible a los aromas y a los perfumes, pudo enamorarse de un gaucho hediondo como usted.
La declaración despabiló a Furia. Cristiana se echó hacia atrás y Peregrina profirió un alarido cuando el hombre se puso de pie hecho un basilisco y arrojó el jarro de latón sobre sus cabezas, salpicándolas con ginebra. En tanto recuperaba el aliento y las contemplaba con ira, cayó en la cuenta de que Cristiana sabía de su amorío con Rafaela.
—¡A qué mierda ha venío! ¡Hable de una güeña vé o márchese! La alvierto que si sigue calladita y mirándome con cara de pescao, la sacaré de las crenchas, por muy
señorita bien
que vuesa mercé sea.
—Rafaela casará mañana con mi hermano Aarón —farfulló Cristiana.
—¡Qué carajo me importa! —exclamó, para ocultar la sorpresa que significaba que la boda se realizara tan pronto, como también el pánico que esa inminencia le provocaba—. ¡Que se case con quien mierda quiera! ¡Que se entregue al necio de su hermano!
—¡Rafaela está encinta! —lo interrumpió Cristiana—. ¡Ella está esperando un hijo suyo! Furia, ella está esperando a su hijo de usted.
Artemio separó los labios y relajó el ceño. Abrió los puños, y los brazos le colgaron a los costados del cuerpo. Resultaba casi chocante atestiguar el estupor y el miedo que se evidenciaban en el gesto de ese hombre enorme y bravio.
Furia posó la mirada en Peregrina y la inquirió sin necesidad de palabras. La cuarterona asintió para confirmar la revelación de su ama.
—Entonces —se animó a hablar Cristiana—, ¿permitirá que mi hermano no sólo le robe la mujer sino también el hijo?
Rafaela pensó que la deteriorada fachada de la iglesia de San Francisco —se había derrumbado en el año siete— reflejaba a pie juntillas el estado de su ánimo, lo mismo que el clima, inestable y frío, y el cielo gris. Se sentía fea, cansada, sin fuerzas. Con artimañas y lisonjas, Ñuque y Creóla habían conseguido levantarla de la cama, bañarla y ponerle el vestido de novia, de color blanco con listones rosados. Caminar al altar del brazo de su padre, a quien veía por primera vez desde el encuentro con Furia, dependía de ella, y no estaba segura de lograrlo.
Tembló cuando las puertas de la iglesia se abrieron. Rómulo le apretó la mano para reconfortarla; así y todo, Rafaela no se animó a encontrarlo con la mirada. El chasquido de las puertas al cerrarse los impulsó por la nave casi vacía, sólo ocupada por la familia y unos amigos de Aarón. Rafaela reconoció a Tomás de Grigera, el alcalde de Lomas de Zamora, y a Joaquín Campana, el secretario del coronel Saavedra.
Aarón la esperaba al pie del altar, y la calidez de su sonrisa la reconfortó. Dejó caer los párpados e inspiró con ganas cuando él le quitó el velo. Pronto pasaría, se animó. Todo quedaría en el pasado y ella lo olvidaría. Aarón sería un esposo considerado, su hijo se apellidaría Romano y nadie lo tacharía de bastardo.
Fray Cayetano Rodríguez inició la ceremonia. No prestaba atención a sus palabras y, aunque intentaba concentrarse, no podía seguir el hilo de su parrafada. En realidad, no escuchaba. Tenía la impresión de hallarse bajo el agua y que le hablaban desde la superficie. Una conocida molestia en el estómago la llevó a pensar que quizá la profecía de Creóla se cumpliría, y la elegante chaqueta de terciopelo púrpura de Aarón terminaría con vómito. Se mordió el labio para sofrenar la risa que le provocaba aquella imagen. Sí, estaba volviéndose loca. Se reía cuando un minuto antes se habría echado a llorar.
En un primer momento creyó que se trataba de un trueno, un fragor seco que hacía estremecer los vitrales y que le destapó los oídos. Los alaridos a continuación la llevaron a darse vuelta. Todo ocurría con rapidez pasmosa y, al mismo tiempo, con la lentitud de los movimientos acuáticos. La silueta del magnífico corcel que con sus cuartos delanteros había abierto las puertas de la iglesia se recortaba en la media luz del exterior. Supo que se trataba de Cajetilla y que Artemio Furia se hallaba sobre la montura, sujetando las riendas del encabritado animal, al cual sojuzgó sin esfuerzo y guió por la nave, a paso lento; iba escoltado por un grupo de jinetes. Estaban todos: el indio Manque, Bamba, "el marucho", Isidoro, "el rastreador", Torquil, "el marinero", Billy, "el rengo", Juan, "el peludo", Modesto, "el entrerriano", y Buenaventura Buena. El corazón le saltó de alegría ante aquellos rostros familiares. Al tropezar con la mirada de Artemio Furia, su
alegría,
se convirtió en una furia negra.
Llevaba la barba muy crecida, y el cabello largo y suelto le cubría los hombros. Avanzaba con aire fanfarrón, el sombrero caído en la espalda, sostenido por el barboquejo. Echaba vistazos a los invitados, desafiándolos a abrir la boca, a moverse. Su belleza resultaba profana en el contexto, como la de un ángel caído que desdeñaba la autoridad divina. Rafaela notó que, si bien Furia no empuñaba un arma de fuego, sus hombres sí.
—¡Que significa esta afrenta! —estalló fray Cayetano, al vencer el estupor—. ¡Qué clase de herejía estáis cometiendo! ¡Entrar con vuestras bestias a la casa del Señor! ¡Marchaos de aquí, blasfemos!
Artemio Furia sonrió, y Rafaela contuvo el aliento. No se trataba de la sonrisa que ella adoraba sino de un gesto carente de humor, macabro, como la acción instintiva de una fiera cuando descubre los colmillos para amedrentar a su víctima.
Pasado el estallido del sacerdote, nadie se atrevió a hablar. Los cascos inquietos de los caballos retumbaban sobre los mazaríes y cada tanto un relincho provocaba un eco que rebotaba en el ábside. Aarón obligó a Rafaela a colocarse tras de él cuando Artemio acercó tanto a Cajetilla que los belfos del caballo casi rozaron su chaqueta. El gaucho lo contempló fijamente durante unos segundos. Aarón le sostuvo la mirada con denuedo, aunque lo recorrió un estremecimiento cuando lo oyó decir con voz ronca y profunda:
—Esta mujer y el hijo que lleva en sus entrañas me pertenecen.
—¡No! —gritó Rafaela, y, en una confusión de tules y ruedos, se escabulló hacia la sacristía.
Aarón observó, hechizado, cómo el gaucho, sin apartar la vista de Rafaela, realizaba un movimiento preciso y rápido con los dedos de su mano derecha y desanudaba el lazo adujado al recado antes de hacerlo girar sobre su cabeza y lanzarlo en dirección de la joven, que soltó un quejido al verse detenida bruscamente en su escapatoria. Un clamor se levantó entre la concurrencia.
—¡Déjela ir, maldito hijo de puta! —exigió Aarón.
—¡Le ordeno que la suelte! —prorrumpió fray Cayetano.
Buenaventura Buena se inclinó sobre la montura y apoyó la punta de su pistola en la coronilla del novio.
—Mejor cierre el pico, don —le aconsejó—. Artemio Juria anda de malas, y, cuando anda de malas, hace honor a su apellío. Lo mesmo pa'usté, padrecito, con tuito rispeto.
Artemio tiraba del lazo, obligando a avanzar a pasos involuntarios y torpes a Rafaela, quien, con los brazos sujetos a los costados del cuerpo, luchaba para conservar el equilibrio. Cuando la tuvo junto a Cajetilla, le puso un dedo bajo el mentón y le levantó el rostro. La joven, al sacudir la cabeza para librarse del contacto, despidió un aroma exquisito, cálido, penetrante, para nada sutil.
—Mi Rafaela de las flores —susurró Furia, y, sin darle tiempo a actuar, inclinó el torso, le rodeó la cintura con el brazo libre, la levantó en el aire y la ubicó en la montura delante de él, a mujeriegas.
Aarón trató de abalanzarse, pero Calvú Manque le cruzó el caballo y Buenaventura Buena le recordó la amenaza de su pistola al clavársela en la quijada. Los insultos de Aarón, las amenazas de fray Cayetano, los lamentos de Creóla y de Peregrina y los murmullos de los invitados se mezclaban con los gritos de Rafaela, que se agitaba en la montura como pez fuera del agua. Rómulo, paralizado, pensaba que Artemio Furia debía de poseer una fortaleza extrema para sojuzgar a su hija con un solo brazo y controlar a un caballo brioso con la presión de las rodillas.
—¡Mierda, Rafaela! —el aliento caliente de Furia le quemó la oreja. Se quedó quieta y acezante, con la vista baja, humillada, en tanto Cajetilla galopaba por la nave en dirección a la puerta principal. Le molestó la luz al salir al atrio y ocultó el rostro en el poncho de Furia, también por vergüenza. Lo oyó azuzar al caballo en el idioma gutural de los indios, y sintió la respuesta de Cajetilla cuando éste, al lanzarse por la calle de San Martín a galope tendido, le provocó un sacudón que casi la arroja a la calle. El brazo de Furia le impidió caer.