—¿Qué le pasa, Rafaela? —se interesó Artemio, con una nota irónica—. ¿No le gusta comer con paisanos mal edúcaos?
—Es que vosotros —terció Creóla— habláis mientras coméis. Y eso está mal, amo Furia.
—Yo no soy tu amo, Creóla, ni el de naides. Y no quiero que bajo mi techo haiga esclavos. Ansina que mañana mesmo iré al juez de paz de Morón y le pediré la papeleta pa'tu liberación.
Rafaela levantó la vista y lo miró, boquiabierta.
—¡Yo soy de mi ama Rafaela! —se quejó la esclava—. ¡No quiero apartarme de ella!
—Quédate con ella o vete. Pero libre. Náa d'esclavos en mis tierras.
—¿Cómo se atreve? —farfulló Rafaela, mientras se ponía de pie.
Arrojó la servilleta al costado del cuenco y corrió a su habitación. Furia se llevó las manos a la cara y exhaló con fastidio. Movió la silla hacia atrás, y las patas chirriaron contra el piso de ladrillos, una nota discordante en el silencio sepulcral. Se puso de pie y, después de limpiar el filo del facón en la servilleta, se lo calzó en el tirador.
—Coman nomá —dijo—. Ya güelvo.
Salió del comedor sin apuro y se adentró en la zona de las habitaciones. Entreabrió la puerta del dormitorio de Rafaela y la encontró echada boca abajo en la cama, llorando. Se quitó el facón, las boleadoras y el tirador, y se recostó junto a ella.
—¡Vayase! —la oyó decir con voz gangosa.
—No me muevo de acá —replicó, con paciencia, y la envolvió en sus brazos y hundió la cara en su cabello—. No me llore, Rafaela.
—Hombre cruel. ¿Por qué me odia tanto?
—¿Qué dice? No la odio —a Furia lo conmovió la pena de Rafaela y entendió que no estaba enojada sino triste—. No la odio —repitió, y ajustó el abrazo.
—Sí, me odia. Me humilló frente a mi padre y a su amante de usted.
—¿amante ?
—¡La señorita Bouquet!
—Albana no é mi amante. É mi amiga. Y usté mejor no ande injuriando, Rafaela, porque 'tónce mi ricuerdo que se iba a matrimoniar con ese zopenco de su primo y...
—¡Porque es un hombre de valía! En cambio usted... Usted.. —Rompió a llorar de nuevo y ocultó la cara en la almohada—. ¡Quiero volver con los míos! ¡Quiero volver a mi casa! ¡No quiero que me quite a Creóla!
—No le quito a Creóla. Pero no la quiero como esclava en mi casa.
—¡Entonces, déjenos regresar a Buenos Aires! ¿Para qué me quiere aquí? Ya destruyó mi buen nombre y el de mi familia. Ya se vengó por lo que mi padre le hizo en
La Larga.
¿Qué más pretende? ¿Verme muerta?
La obligó a volverse con un giro brusco y la mantuvo inmóvil contra el colchón.
—No güelva a decir que la quiero vé muerta. No lo güelva a hace porque 'tonce sabrá por qué me llaman Juria.
Rafaela había interrumpido el llanto, y sólo se oía su respiración congestionada. En la oscuridad del dormitorio, los ojos de Artemio habían adoptado matices metálicos y brillantes. Él también estaba agitado. La rabia lo agitaba. Sus pechos se entrechocaban.
—No güelva a decir que la quiero ver muerta —repitió, y se quedó mirándola y pensando en que sólo Dios sabía cuánto la había echado de menos todos esos meses, cuánto había padecido al saberla enferma, cuánto había fantaseado con hacerla suya, cuánto la había deseado en medio de la nube de odio y sed de venganza que no resultaba suficiente para matar el amor que ella le inspiraba. Inclinó la cabeza y la besó en el cuello, dichoso de tenerla en sus dominios y bajo su peso.
—No quiero que me toque. ¡Vayase con la señorita Bouquet!
—No he tocao a nenguna dende l’última vé que le hice el amor a usté, mi Rafaela. ¿Ricuerda l'última vé que nos amamos en
La Larga?
—¡Cállese! —le exigió en un susurro.
—¿Lo ricuerda?
—¡No! —mintió.
—Yo, sí. Usté estaba juriosa, como aura, porque yo me había quedao mirando a misia Melody con ojos de besugo. Dispués se le pasó la rabieta y me anduvo pidiendo que le hiciera esas cosas que a usté le gustan.
—¡Cállese, desgraciado!
Artemio se echó a reír. Llamaron a la puerta, y la risa se esfumó.
—Mierda.
—¡Artemio! Soy yo,
peni —
Calvú Manque habló del otro lado de la puerta—. El rodeo está inquieto y Quinto anda arañando la puerta pa'salir. Tal vé haiga un jaguar jodiendo al ganao.
—Ai voy —rugió Furia—. Güelvo más tarde —dijo, y, sin darle tiempo a replicar, se quitó de encima de Rafaela.
Lo observó desde la cama colocarse el tirador, el facón y las boleadoras, y salir de la habitación sin echar un vistazo atrás. El vacío que siguió le provocó miedo porque le reveló una verdad a la que ella se cerraba: su vida carecía de sentido sin Artemio Furia.
Artemio mató a los dos jaguares, que habían malherido a una vaca y destrozado a su ternero. Los desollarían al día siguiente, y las mujeres se ocuparían de secar sus pieles para confeccionar dos tapetes que entregaría a Rafaela. Vibraba de anticipación ya que sabía que la sorprendería con el costoso obsequio.
Estaba sucio y olía mal. Se dijo que debería dormir en el rancho de su
ñuqué
y no molestarla por esa noche. Ya la había hecho rabiar demasiado. Su naturaleza egoísta se impuso y no volvió a pensar en el bienestar de Rafaela mientras se dirigía hacia su habitación. La encontró dormida. Se desvistió sin hacer ruido y se lavó la cara, el cuello, las axilas y el pecho con una pastilla de jabón de vetiver y el agua de la jofaina, que ya estaba fría y le erizó la piel. Se deslizó desnudo bajo las mantas y exhaló largamente cuando lo recibió la tibieza del lecho y el perfume de Rafaela. A pesar de estar exhausto, la excitación lo mantenía despierto. Le costaba creer que Rafaela yaciera a su lado, como su esposa. Una parte sensata lo instó a no despertarla; otra lujuriosa lo obligó a pasarle los brazos por la cintura y acomodarla para que quedase de costado, frente a él, sus labios muy próximos. La vio quejarse en sueños y agitarse en su abrazo. Esperó con ansias a que levantara los párpados. Ella pestañeó varias veces hasta que sus ojos se fijaron en los de él.
Los brazos de Furia se ajustaban a su cuerpo como cinchas. Quedó suspendida, perpleja bajo el conjuro de su mirada. Estaba cansada de especular y de preguntarse qué significaba para él. Trató de retener las lágrimas, sin remedio. Resbalaron por sus mejillas hasta caer en la sábana.
—¿Otra vé me va llorar?
—Usted es muy cruel conmigo. Destruyó el amor que le tenía.
—No me diga eso. Me mata cuando llora. Me mata cuando me dice que ya no me quiere.
—¡No lo quiero! Usted me ha lastimado demasiado. Ya no lo quiero.
Artemio la abrazó con pasión, obligándola a ocultar la cara en su torso velludo. La besó en la cabeza, en la oreja, en la mejilla.
—¡Rafaela!
—No —musitó apenas—. Vayase. No confío en usted.
—En
La Larga
se entregaba a mí y se dejaba amar por este gaucho bruto, usté, mi Rafaela de las flores, mi señorita decente y refináa, y éramos felices.
—Pero después, todo cambió. Por su culpa —apretó los ojos, como si deseara ahuyentar una imagen—. No consigo olvidar aquella noche en la pensión de...
—¡Olvídelo! Fui un necio, 'taba como loco. Usté é mi vida, Rafaela.
Se quedó mirándolo, suspirosa como una niña a causa del sollozo, con ganas de preguntarle por qué la había despreciado en
La Larga
para reclamarla meses después. ¿Sólo por el niño? Le dolía la verdad, le temía a la respuesta.
—Rafaela, Rafaela mía. Mi Rafaela —pronunció él, con una voz que presagiaba una mudanza en su comportamiento.
¿Y qué más daba si la conservaba a su lado por el niño cuando ella lo añoraba pese a todo ? No quería imaginar lo que ocurriría una vez que diera a luz.
—Señor Furia.. —dijo, y él, al besarla en el cuello de modo salvaje, le cortó el habla.
Rafaela reconoció el instante en que él abandonó las cortesías y se dispuso a tomarla. Sintió el cambio en sus manos, que se movieron por su espalda, hacia abajo.
—Dígame que entuavía me quiere —le suplicó al oído, temblando de deseo—. Dígame que no ha dejao de desiarme como en
La Larga.
—No —murmuró, y cerró los ojos y apretó los labios para atrapar un gemido cuando percibió que los dedos de Furia vagaban por sus nalgas, y que aparecían un momento después sobre sus senos para acariciarlos a través de la frisa del camisón.
No era justo, él usaba el poder que sus manos ejercían sobre ella. Cansada, triste y sedienta de ese hombre, se quedó mansa y no ofreció resistencia cuando la desvistió. Que él se desmadrara y comenzara a gemir sólo con el contacto de sus pieles desnudas, venció la última barrera. Le echó los brazos al cuello y comenzó a friccionar su vientre contra la erección de él y a repetirle su nombre al oído. Ella también contaba con poder sobre él. Lo sintió contorsionarse y lo oyó jadear como si padeciera un dolor agudo cuando le manoseó el pene para luego contenerle los testículos con caricias hasta volvérselos pesados y duros. La boca de Furia no hallaba paz, quería devorarla toda, pasaba de su rostro a sus pezones, a su vientre, a su ombligo, a sus partes pudendas y ahí se quedaba, saboreándola y chupándola con la misma fruición con que había comido el ajiaco a la hora de la cena. Estaba volviéndola loca. Las mantas habían caído al suelo, y sus cuerpos desnudos, ajenos al frío de la habitación, se movían en libertad.
—Señor Furia, por favor —La espera estaba trastornándola, el latido entre sus piernas clamaba por alivio—. Por favor.
—¿Qué, mi Rafaela? —le exigió—. ¡Dígamelo!
Rafaela se mojó los labios con la lengua, y él se la atrapó para succionársela. Ella apartó el rostro, en busca de aire.
—Por favor, Artemio —suplicó, desesperada—. Lo necesito.
—¡Dígame que quiere mi verga dentro de usté!
Rafaela, con la boca entreabierta y los ojos cerrados, incapaz de hablar, asintió sobre la almohada y lo invitó hundiéndole las uñas en los glúteos, presionándolo contra su sexo. Artemio lanzó un gemido ronco y la penetró.
Resultó paradójico que en un momento donde la unión de sus cuerpos parecía producir chispas, Rafaela hallara la paz. "Pertenezco a este hombre hasta la muerte. Para bien o para mal. Y que Dios me asista”.
El juramento
A
arón Romano masculló un insulto al ver a Gabino entrar en su despacho ubicado en la planta alta del Cabildo. Apenas obtenido su nombramiento como intendente de Policía, le había mandado decir que no se apareciera por la ciudad, que él iría a verlo al Hueco de las Cabecitas de tanto en tanto. No podía permitirse que se asociara el nombre del intendente de Policía con Gabino, un paisano de pésima traza, malos antecedentes, que se ocupaba de regentear un burdel y un garito. Varios en la Junta deseaban su cabeza, en especial Moreno, a quien le había declarado la guerra después de éste le había impedido librar orden de captura contra el gaucho Furia.
—¿Qué haces aquí, Gabino? Te ordené no moverte del burdel.
—Es que supe lo que le pasó a su mercé, el día de su boda, en la iglesia de San Francisco.
La ira estalló dentro de Aarón. Había padecido suficiente humillación para que un paisano de mierda se presentara en su despacho y removiera la herida.
—¡Y para eso viniste hasta aquí, hijoputa! —Gabino se echó hacia atrás—. ¿A darme tus condolencias, paisano pulgoso?
—No, patrón, náa d'eso. Supe que ha sío ese diablo de Juria el que le ha quitao a su novia de usté. He venío porque yo sé ande se escuende Juria. Yo sé ande 'tá su prometía.
Aarón apartó la vista de Gabino. "¡Dios bendito!", exclamó para sí, "¿Será verdad que este don Nadie me guiará hasta Rafaela?" Por más que ofrecía recompensas, no había conseguido una pista certera. Los hombres de la campaña se habían cerrado como armadillos; nadie soltaba prenda, "Nenguno abrirá el pico, don Aarón", le había advertido un parroquiano de la pulpería que frecuentaba en el Bajo. "Se cortarán la lengua antes de traicionar al gaucho Juria." Aunque en un principio, enloquecido de rabia, pensó en apresar a alguno y torturarlo en las mazmorras del Cabildo hasta arrancarle dónde se hallaba Furia, al meditarlo, desistió. Las ideas de justicia y de igualdad nacidas de la Revolución de la Francia se hallaban presentes en los discursos de varios de los integrantes de la Junta, y la prisión sin causa justificada y la tortura ya no eran bien vistas.
—¿Adonde se esconde ese bastardo?
—Él tiene unas tierras en la Cañada de Morón. Yo sé ande queda porque he ido un par de veces arriando hacienda.
—¿Por qué piensas que mi prima Rafaela está allí?
Gabino, estrujando la boina, se sacudió de hombros.
—Mi anda pareciendo nomá —admitió.
Aarón meditó que no tenía nada que perder.
—Muy bien —expresó—. Irás a ese lugar en Morón y merodearás la zona hasta confirmar si mi prima está allí. Una vez que confirmes su presencia, idearemos un plan para rescatarla. Pero no te atrevas a mover un dedo sin mi autorización. ¿He sido claro?
—Sí, patrón.
La vida al lado de un hombre como Artemio Furia no resultaba fácil. Por ejemplo, a Rafaela le fastidiaba que se mostrara hospitalario con cuanto extraño llegara a sus tierras y pidiera asilo. El gaucho alegaba que, así como él brindaba un techo y comida por una o dos noches, también se lo brindaban a él y a sus hombres cuando vagaban por la campaña. "É costumbre entre mi gente", y con ese argumento selló la cuestión, haciéndola sentir ajena, marginada y egoísta. De todas formas, aunque se mostraba gentil y munificente con los forasteros, Rafaela notaba que colocaba el facón bajo la almohada y se dormía aferrado a ella como si temiera que se la quitaran durante la noche. Además, obligaba a Creóla a trabar la puerta del dormitorio que compartía con Mimita en el otro extremo de la galería.
A Rafaela tampoco le gustaban los visitantes porque traían noticias del mundo exterior y alteraban la calidad de intemporalidad de la vida que llevaban y la falta de referencia geográfica de esas tierras. Tenía la impresión de que el tiempo se había detenido y de que Buenos Aires, con su familia y sus problemas, pertenecían a otro mundo. Ese campito en la Cañada de Morón se hallaba suspendido en una dimensión donde a ella la embargaba la paz y el contento, que los forasteros destruían cuando mencionaban que Cisneros había enviado aviso a Córdoba solicitando el apoyo militar a Santiago de Liniers para combatir a la nueva Junta; que se preparaba un ejército de quinientos soldados al mando del coronel Ortiz de Ocampo para marchar a las provincias; que el 15 de junio, en secreto, los miembros de la Real Audiencia habían jurado fidelidad al Consejo de Regencia en la España, lo cual, al salir a la luz, provocó la reacción de la Junta, que envió a Castelli y a Frenen a detener a dichos funcionarios y también a Cisneros y a embarcarlos en un buque inglés que los conduciría a las Islas Canarias. Furia mostraba interés y realizaba preguntas.