El corazón se le detuvo y la respiración se le trabó en el pecho al ver que Rafaela caía del caballo y arrastraba a Gabino con ella. En un acto mecánico, estiró el brazo para sostenerla. Cerró el puño vacío y una flojedad lo acometió en las piernas cuando la cabeza, de su mujer rebotó al dar con el suelo. Se arrojó de Cajetilla antes de que se detuviese y se abalanzó sobre Gabino, que, ya de pie, lo veía venir con talante fatalista. No hubo lucha. Artemio lo embistió como un ariete, lo sostuvo por el cuello contra el terreno y, antes de hundirle el guampudo en el pecho, le susurró, mostrándole los dientes:
—Auro finiquito lo que no finiquité en
La Larga.
Jadeaba como un animal herido. Soltó el cuchillo ensangrentado y se arrastró hasta Rafaela. Su palidez le causó espanto. La llamó a gritos por su nombre, tantas veces que la voz se le afinó de modo antinatural hasta que la perdió. No lograba volverla en sí. La tomó en brazos y, con ayuda de Buenaventura Buena, la subió al lomo de Cajetilla. Montó de un salto y la condujo al rancho de su
ñuqué.
La depositó en el catre con delicadeza.
—¡Dios bendito! —exclamó Anuillán.
—¡Por favor,
ñuqué,
sálvala! Se ha caído de un caballo. ¡Parece muerta!
—¡Está perdiendo al niño! —dijo la mujer, y le indicó la sangre que comenzaba a empapar la saya celeste de Rafaela—. ¡Ve al pueblo y trae al dotor! —como Artemio se quedó inmóvil, como hechizado por la mancha roja, Anuillán le propinó un golpe en el brazo—. ¡Deprisa, Pichín!
Sus hombres y las muchachas lo rodeaban en silencio bajo la enramada del puesto de Anuillán. Furia, sentado en la osamenta de una vaca, con los codos sobre las rodillas, se sostenía la cabeza con ambas manos. No pensaba. Su mente se hallaba atascada en una misma imagen: el momento de la caída de Rafaela. No podía deshacerse de la escena, como si de una musiquilla fastidiosa se tratase. Apretó los dedos contra la frente y exhaló con rabia.
—M'hijo —escuchó susurrar a su padrino—, tenga fe.
Levantó la vista y se topó con varios pares de ojos que trasuntaban ansiedad.
—¿'Tan bien? —preguntó a las muchachas.
—Sí, Pichín-Ülleún, 'tamos bien —contestó Millao.
—¿Y la niña?
—Ella está bien, don Furia —aseguró Creóla, con voz quebrada.
—Hijo de la gran puta, ese Gabino —masculló Juan, al que apodaban "el peludo".
—Ese no güelve a joder a naides —agregó Isidoro.
—¿Qué pasó con los demá? —quiso saber Furia.
—Eran cinco —informó Manque—. Quinto despachó a uno, el que quería llevarse a Millao. Modesto y yo nos hicimos cargo de otros dos. El que andaba armao se fugó.
—No los entierren. Los arrojan al monte pa'que se los coman los zorros y los caranchos.
—'Ta bien —dijo Manque.
—El que me agarró a mí —expresó Creóla—, es el mismo que pidió pasar la noche aquí, el día de Nuestra Señora del Carmen, el que tocó la guitarra en el fogón. ¿Se acuerda, don Furia?
Sí, se acordaba, pero no abrió la boca ni miró a la cuarterona. Había ocurrido la semana anterior, el lunes 16 de julio. Habían discutido porque Rafaela insistía en que el hombre no le inspiraba confianza. "Pa'los de su clase, si un paisano anda sucio y mal vestío, é un vago y un mal entretenío", la acusó, con intención de pelearla e imponerse. "Entonces, a usted tendría que juzgarlo como vago y mal entretenido todos los días", le replicó ella.
Una mano apartó el cuero de la entrada del rancho de Anuillán y apareció el médico, seguido de la india. Furia detestaba a los matasanos, no confiaba en ellos. Se puso de pie, con su gente arracimada detrás de él, y lo miró con fijeza. El médico no se anduvo con rodeos.
—El niño se malogró y la hemorragia es profusa y preocupante.
Creóla se echó a llorar sin contención.
—¡Torquil, llévate a Creóla pa'las casas! —ordenó Furia, sin voltear.
—Con todo —prosiguió el médico—, lo que más me preocupa es que no haya vuelto en sí. Aunque no presenta quebraduras, ha recibido un duro golpe en la cabeza. Tiene una contusión importante en la zona posterior y podría existir daño cerebral.
—Hable con palabras comunes, dotor —exigió Furia, de mal modo—. ¿Qué me anda queriendo decir con tanta perorata de matasanos ?
—Que su mujer, Furia, podría no despertar jamás.
El médico se arrepintió de su crudeza ante la conmoción del gaucho. Se había puesto blanco como el papel y, en un santiamén, se le cuartearon los labios. Resultaba insólito ver flaquear a un hombre de esa talla, una leyenda entre la gente del campo.
—Siéntese —le ordenó— y coloque la cabeza entre las rodillas.
—¡Déjese de pavadas! Y dígame qué puedo hace por mi mujer.
—He dado a Anuillán las indicaciones. Ella sabrá qué hacer.
—¿Qué quiere decir con eso de que podría no despertar jama?
—También podría despertar —suavizó el médico—, en cualquier momento. El tiempo lo dirá. Y si despierta, es probable que no sea ella misma, que haya perdido la memoria, o algo peor. Volveré mañana para ver cómo sigue. Entre tanto, sería sensato darle los Santos Óleos.
La propuesta encolerizó a Furia.
—Calvú —dijo—, págale y despídelo.
—Sí, Artemio.
Las horas siguientes se tornaron una dura prueba para Furia. La impotencia lo abrumaba y la culpa lo desolaba. Gabino lo había golpeado donde más le dolía para vengar la afrenta, lo mismo que él con Rómulo Palafox. En ambos casos, Rafaela se había convertido en el cordero del sacrificio.
Sentado junto al catre, le sostenía la mano y no apartaba la vista de su rostro, apenas se permitía parpadear. Temía perderla si la sacaba de su campo visual.
Por la noche, Anuillán declaró que Rafaela tenía fiebre. Artemio mandó por agua helada de la acequia y él mismo se ocupó de colocarle paños fríos sobre la frente y otros embebidos en alcohol en las axilas. Dado que la calentura aumentaba, él y Anuillán la desnudaron y la cubrieron con una sábana empapada en agua helada. Creóla, por su parte, le entreabría los labios resecos y le vertía una infusión de milenrama prescripta por el médico. La hemorragia no cedía, la palidez de Rafaela resultaba alarmante. Como se mantenía estática, Artemio se inclinaba para escucharla respirar, apenas un hilillo de aire que entraba y salía sin fuerza. Alrededor de las cinco de la mañana, Anuillán lo tomó por el brazo, lo alejó del catre y le habló en su lengua.
—Pichín-Ülleún, hijo mío, ella es huinca. Ve y busca al padre Ramón para que haga lo que tenga que hacer —Anuillán no se amilanó ante la ira ahogada en los ojos del gaucho—. Acéptalo, hijo. Rafaela está muy mal y podría...
—¡No,
ñuqué!
¡No lo acepto!
—Está muy débil, Pichín. Tú mismo me has referido que estuvo a la muerte poco tiempo atrás.
—¡Mi Rafaela es corajuda! No se rendirá. Ella va a vivir, lo hará por mí, porque sabe que es mi vida. Y yo, sin ella.. —se detuvo e, incómodo por el desplante, abandonó el rancho sin prestar atención a los que velaban bajo la enramada. Saltó sobre el lomo desnudo de Cajetilla y galopó como alma que lleva el diablo, aferrado a las crines del overo. Sabía bien adonde se dirigía.
Cajetilla disminuyó la velocidad hasta detenerse por completo frente a la iglesia de Nuestra Señora del Buen Viaje. A través del pórtico con columnas, vio que la puerta de dos hojas se hallaba abierta. Bajó del caballo y caminó como ebrio hasta la escalinata que lo guió al interior del templo vacío. Faltaban unos minutos para las seis, y la primera misa no comenzaría sino en media hora.
Lo sobrecogieron la soledad y la imponencia de la construcción y, embargado de angustia, se impulsó hacia el altar. ¿Cuántos años habían transcurrido desde su última oración? Se conmovió ante el Santísimo expuesto en una ornamentada custodia de oro y plata. Cayó de rodillas y tocó la frente con el piso. Creía en Dios, siempre había creído. Estaba enojado con El; en realidad, furioso, pero nunca había dudado de su existencia ni de su poder. En muchas ocasiones, lo había acometido el deseo de golpearlo por haberle arrebatado a su familia de esa manera tan cruel. Sí, lo había odiado. En ese momento, agobiado por el pánico de perder a Rafaela, se rindió ante la grandeza del Creador y rompió a llorar como un niño perdido y asustado, con la boca abierta y el cuerpo convulsionado. No tenía nada que ofrecer a cambio de la vida de su mujer. El era un pecador, indigno de la misericordia divina. Levantó la mirada y, tras el velo de lágrimas, vislumbró el perfil de un gran crucifijo. Se quitó el fular del cuello y se limpió la cara. Se quedó quieto, observando al Santo Cristo agonizante, tan vulnerable y abatido como él, y, de algún modo, experimentó consuelo.
—
Have merey on me, my Lord
—suplicó, sin darse cuenta de que había caído en su lengua madre, el inglés, que siempre utilizaba para pensar—. Ten piedad de mí, Señor —dijo de nuevo—. No te lleves a mi Rafaela. Ella es mi vida, lo único bueno que me ha ocurrido. Sé que Tú la pusiste en mi camino para suavizar el rencor de mi alma pecadora —guardó silencio, no sabía qué decir—. No tengo nada que ofrecer a cambio. Dime qué puedo darte. Todo lo que poseo lo pongo a tus pies —se estremeció cuando un pensamiento se manifestó de modo súbito—. ¡Renuncio a mi venganza! ¡Te entrego el perdón a los asesinos de mis padres! —exclamó deprisa y sin respiro.
Se inclinó sobre su torso y rompió a llorar de nuevo, una mezcla de alivio por haber acertado con la ofrenda y de profundo dolor al sentir que traicionaba a su familia.
—Es lo que más me cuesta ofrecerte —dijo, en medio del llanto— y Tú lo sabes. Juro no buscar venganza y acabar con el odio que me consume. ¡Lo juro por la memoria de mis padres! ¡Qué difícil! —pensó, en voz alta—. ¡Pero lo haré! Olvidaré mi venganza y perdonaré a mis enemigos. ¡Por ella, Señor! ¡Para que me la devuelvas! ¡Por piedad!
Siguió meciéndose en el suelo y repitiendo "por piedad" hasta caer en una especie de estupor. Se sobresaltó cuando una mano le tocó el hombro. Era el padre Ramón.
—Padre, venga pa'mis tierras. Lo necesito —admitió.
Bamba se ocupó de la muía del sacerdote después de que éste sacó de la alforja una cajita de madera oscura.
—Por aquí, padre —le indicó Artemio.
El mutismo se apoderó del grupo congregado en la enramada. Ante un cabeceo de Furia, se abrieron para permitirles pasar. Anuillán levantó el cuero y salió del rancho con expresión alterada.
—¡Pichín-Ülleún! —exclamó—. ¡Al fin has regresao, m'hijo!
Artemio se detuvo en seco.
—Oh, no,
ñuqué,
no —farfulló, y caminó hacia atrás, pálido y desencajado.
La india se abalanzo y lo tomó por las muñecas.
—¡No, m'hijo! ¡No se me asuste! ¡Su
curé,
su Rafaela, ha despertao! ¡Ha despertao! —insistió, porque Furia parecía no comprenderla.
El gaucho corrió al interior y se arrojó junto al catre. Se colocó la mano de Rafaela en la mejilla y le habló con pasión al oído.
—Rafaela. Mi Rafaela. No me deje. Por amor de Dios, no me deje.
La muchacha pronunció su nombre sin levantar los párpados. Junto con la sangre, se había drenado el vigor de su cuerpo, y jamás había experimentado una somnolencia tan abrumadora.
Anuillán hizo a un lado a Furia y, aprovechando la conciencia de Rafaela, le dio a beber la infusión de milenrama y las medicinas. A Artemio lo mortificaba atestiguar el esfuerzo que significaba para Rafaela el simple acto de tragar. Se desvaneció de nuevo, y el padre Ramón propuso impartirle la Extremaunción. Furia aceptó con una severa inclinación de cabeza, aunque la angustia que casi había acabado con su cordura horas atrás se había desvanecido. Dios había aceptado el juramento y cumpliría su parte del trato. Rafaela no moriría.
Terminado el rito y despedido el sacerdote, Artemio se echó sobre una manta que acomodó en el suelo, junto al catre donde yacía Rafaela, y, con la cabeza elevada en una mano, se dedicó a contemplarla dormir. Hasta que el sueño lo venció.
Se despertó confundido y le costó reconocer dónde estaba. Se irguió de golpe al escuchar el llanto de su mujer. Anuillán le hablaba al oído.
—¿Qué pasa? —se alteró—. ¿Por qué llora? ¿Qué pasa?
—Acabo de decirle lo del niño —le explicó la india, en voz baja—. Me preguntó y no tuve corazón para mentirle.
Anuillán se hizo a un lado y Furia tomó su lugar. Rafaela escondió el rostro y evitó mirarlo. Él apoyó la frente en la sien de la joven y sonrió al notarla fresca.
—Rafaela. Mi Rafaela de las flores —susurró—, ¿por qué me llora? Ya sabe que no mi hace gracia que llore.
—Mi hijo —alcanzó a decir antes de que un sollozo le robara el aliento—. Me caí, y mi hijo...
Furia siseó para acallarla.
—Aura cierre el pico. 'Ta débil. Usté no se priocupe por náa. Tuito va a 'tar bien.
La dulzura de Artemio Furia la sorprendió. Se volvió hacia él y lo encontró con una de esas sonrisas que exaltaban su belleza.
—Perdí a nuestro hijo. Lo siento, lo siento tanto. Nuestro bebé...
Rafaela rompió en un llanto amargo, y Furia, desprovisto de palabras y de fuerza, se cerró sobre ella y lloró en silencio.
Suspicacias y sentimientos
Rafaela recordaba que en el
Manual de mugeres en el qual se contienen muchas y diversas recetas muy buenas
había una fórmula para detener flujos de sangre. Mandó comprar incienso, almáciga, semillas de balausta, tres nueces moscadas y media docena de clavos de olor. Creóla se ocupó de machacar los ingredientes en el almirez y pasarlos por el cedazo. Cada mañana, la cuarterona separaba una medida del polvo, lo mezclaba con dos claras de huevos recién puestos y se lo daba a Rafaela en la boca. La hemorragia cedió al cabo de seis días, lo mismo que los retorcijones. Aunque Anuillán aseguraba que nada la restablecería como un tazón de sangre tibia de vaca recién carneada, Rafaela se negó, y Artemio dijo que no la forzaran. Obligada a comer bien y variado, sobre todo morcilla, hígado, huevo de ñandú y legumbres, y a beber tónicos y leche, pronto recuperó peso y vigor. Su espíritu, en cambio, seguía quebrado.
—Quiero volver a casa —expresó una mañana, y Furia se quedó mirándola, confundido.
—¿A qué casa?
—A la casa grande —contestó Rafaela—. No podemos seguir molestando a Anuillán. Me siento bien. Puedo levantarme y volver a casa —aunque no se lo confesaría a Artemio, la deprimía el aspecto misérrimo del rancho y echaba de menos al que ya consideraba su hogar.