Pancho Planes, que había salido del edificio del Cabildo para conferenciar con Furia, regresó a la sala capitular con una sonrisa macabra al tiempo que la turba invadía los pasillos, las galerías, aporreaba las puertas y exclamaba improperios, dando cuenta del carácter salvaje que había adquirido el conflicto político.
—¡Por favor! —imploró Leiva a Martín Rodríguez—. ¡Contened a esa sarta de bestias!
—Lo haré —aseguró Rodríguez, levantando el tono de voz sobre la bullanga— si prometéis aceptar la renuncia de Cisneros.
Lciva echó un vinazo n . us colegas y los vio asentir, con muecas de terror.
—Sea-dijo, con gran desánimo. Su plan perfecto se había derrumbado—. Hágalo, pronto, antes de que ésos nos pasen por las armas.
Martín Rodríguez abrió de par en par las contraventanas que daban hacia la galería superior y se mostró al gentío. Al verlo, Artemio Furia levantó el brazo y acalló a la turba.
—Paisanos —exclamó Rodríguez—, queda separado el virrey Cis-neros. Tengan un rato de paciencia que se va a tratar lo demás.
La multitud prorrumpió en vivas y vítores que inundaron la sala, arrancando sonrisas y aplausos a algunos de sus ocupantes, y sombrías miradas a otros.
La noticia de que el Cabildo aceptaba la renuncia de Cisneros voló acasa de Miguel de Azcuénaga. Había llegado el momento de obligar a loscabildantes a que aprobasen la nueva Junta. Rodríguez Peña se dirigió aFrench:*—Volved al recinto, del Ayuntamiento y amenazadlos con las armas si es preciso.
El grupo que ingresó en la sala capitular resultó más numeroso y decidido que el de esa mañana. Se alinearon frente a los cabildantes, quienes permanecían sentados a la larga mesa. Se habían encendido varias bujías a pesar de la hora temprana. Las llamas danzaban sobre los semblantes taciturnos de las autoridades.
Beruti les habló con dureza:
—Señores, venimos en nombre del pueblo a retirar nuestra confianza de vuestras manos. El pueblo cree que el Ayuntamiento ha faltado a sus deberes y que ha traicionado el encargo que se le hizo al nombrar al antiguo virrey como presidente de la Junta. El Cabildo ya no tiene facultad para sustituir a los miembros de dicha Junta con otros porque la autoridad ha regresado a manos del pueblo. Es voluntad del pueblo soberano que el nuevo gobierno se componga de los sujetos que él quiere nombrar con la precisa e indispensable condición de que en el término de quince días salga una expedición de quinientos hombres para las provincias interiores para que el pueblo de cada una de ellas pueda votar libremente por los diputados que han de venir a resolver la nueva forma de gobierno que el país debe darse. Si esto no es aceptado en el acto, señores vocales, podéis vosotros ateneros a los resultados fatales que se van a producir porque de aquí vamos a marchar a los cuarteles para traer a la plaza las tropas que están reunidas en ellos, y que ya no podemos ni queremos contener.
—Debo recordarles —expresó Yaniz— que en la votación del pasado 22 de mayo, el pueblo reunido en Cabildo Abierto decidió que fuese este Ayuntamiento el que eligiese a las nuevas autoridades.
—El Cabildo —interpuso Hipólito Vieytes— ha excedido escandalosamente las facultades que le dimos el 22, y ha intrigado para perdernos.
—Si creéis que el Cabildo se excede en sus facultades —dijo Lei-va—, ¿por qué venís aquí a pedirnos que legitimemos un gobierno que vosotros queréis imponeros por la fuerza? Es porque bien sabéis que si no contáis con nuestro apoyo, vuestra mentada Junta no valdrá nada, no tendrá legitimidad.
—Contamos con el apoyo del pueblo y de las armas —le recordó French— y si venimos aquí a solicitar vuestro apoyo legal y jurídico es para evitar lo que podría terminar con un derramamiento de sangre. Pero sabed, señores, que nosotros estamos dispuestos a todo.
Pancho agregó:
—El Cabildo Abierto que obró como soberano el 22, resolvió separar del gobierno al señor Cisneros y retirarle el mando de las armas. Y si bien es verdad que ese mismo Cabildo Abierto decidió que fuese el Ayuntamiento quien eligiese a las nuevas autoridades, lo que las autoridades de dicho Ayuntamiento han hecho ha sido burlarse de la voluntad del pueblo al nombrar como presidente de la Junta a quien pocas horas antes el pueblo había decidido separar del mando.
—Vosotros —tomó la palabra Leiva y se puso de pie— habláis del pueblo. El pueblo esto, el pueblo aquello —Rodeó la mesa y se acercó al grupo que se hallaba cerca del balcón que miraba hacia la plaza—. Me pregunto, ¿dónde está ese pueblo al que, se supone, mis colegas y yo debemos dar gusto por soberano?
—En el documento que os hemos entregado —manifestó el padre Ciríaco— están las firmas de todas las personas en nombre de quienes actuamos.
—Vosotros comprenderéis que la formalidad del acto que nos exigís requiere que los cabildantes veamos a ese pueblo tan numeroso del que habláis. ¿Dónde está el pueblo? —insistió, mientras se inclinaba sobre la barandilla y contemplaba la plaza—. ¿A ese grupejo de malvivientes llamáis pueblo? ¿A ese número reducido de individuos?
—¡Señores del Cabildo! —explotó Beruti—. Esto ya pasa de juguete. No estáis en posición de burlarse de nosotros con sandeces. Si hasta ahora hemos procedido con moderación ha sido para evitar desastres y efusión de sangre. El pueblo, en cuyo nombre hablamos, está armado en los cuarteles y una gran parte del vecindario espera en otras partes la vozde alarma para venir aquí. Quieren vosotros verlo, pues tocad las campanas a rebato —Pero como recordó que Liniers les había mandado quitar los badajos después de la asonada del 1º de enero de 1809, agregó—: Ü bien nosotros tocaremos generala. ¡Y ya veréis vosotros la cara de ese pueblo cuya presencia echan de menos ahora! ¡Vamos, decidid, señores! No estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños, pero si volvemos con las armas en la mano, no respondemos de nada.
Desde la plaza, se levantó una gritería.
—¡Ábranse los cuarteles! ¡No esperemos más!
—¡Señores! —gritó Leiva, y el bullicio menguó—. El Cabildo se considera conminado por la fuerza y por las calamidades con que nos amenazáis. Los carteles del bando que habíamos mandado fijar en las esquinas donde anunciábamos a la nueva Junta han sido arrancados y tirados al lodo de las calles, y los empleados de este Ayuntamiento que los llevaban han sido despojados y también estropeados. Ésta es una rebelión abierta,—¿Recién se da>n cuenta? —les preguntó Pancho Planes, a lo que li« guió una risotada general.
—¡Sí, señor, lo es! —gritó Beruti.
—Por desgracia —admitió Leiva—, no nos queda duda de eso. Y cedemos. Pero tened calma para oír las condiciones con que el Cabildo dará por anulados los actos del día 23 y 24. Después, proclamaremos a las nuevas autoridades.
Artemio Furia tomó del brazo a Bamba y le indicó al oído:
—Te me vas primero a lo de doña Clara y le dis a Eddie que ya 'tá, que la revolución ha triunfao. De ai, ligerito te me vas a buscar al dotor Moreno a las casas y le dis que yo digo que se venga pa'lo de Azcucnaga. Qu'é miembro de la nueva Junta de Gobierno.
—Repite los nombres de los miembros de la nueva Junta-le pidió Cristiana a su hermano Aarón.
Se encontraban en el interior del cabriolé, camino a la quinta de Nicolás Rodríguez Peña, donde los patriotas celebraban el triunfo con una fiesta. En el asiento, junto a Aarón, se hallaba Rafaela, que permanecía en silencio.
—Como presidente y comandante general de armas se ha elegido al coronel Cornelio Saavedra —Eso parecía agradar a Aarón por el acento que empleaba para pronunciar el nombre del militar—. Los vocales son: Juan José Castelli, Manuel Bclgrano, Miguel de Azcucnaga, el presbítero Manuel Albcrti, Domingo Mathcu y Juan Larrea.
—¿Acaso Larrea y Matheu no son europeos? —lo interrumpió Rafaela—. Creí que se trataría de un gobierno conformado sólo por hijos de la tierra.
—Son europeos, pero fieles a la causa —explicó Aarón, y prosiguió—: Juan José Paso y el doctor Moreno son los secretarios. Ahí tienes a todos los miembros, Cristiana.
—¡Oh, Aarón! —dijo la muchacha—. ¡Qué alegría que tú seas parte de este grupo de patriotas! Gracias a tu influencia, tío Rómulo no pasará penurias por su condición de peninsular.
—Se avecinan tiempos duros para los españoles —profetizó Aarón, y apretó la mano de Rafaela antes de manifestar—: Pero nuestro querido tío no tiene de qué preocuparse. Conmigo formando parte del gobierno, ninguno de nosotros corre peligro.
—¿Formarás parte del gobierno? —se sorprendió Rafaela.
—Sí, querida —contestó, y le besó la mano—. Esta tarde, en medio del jolgorio por el triunfo, mi amigo Grigera, el alcalde de Lomas de Zamora, y Joaquín Campana, el secretario del coronel Saavedra, me apartaron para decirme que propondrían mi nombre para el cargo de intendente de Policía.
Descendieron del coche y se encaminaron hacia el ingreso de la casa de los Rodríguez Peña.
—No tengo gran entusiasmo por participar de este sarao —admitió Cristiana.
—Ésta sí que es una novedad —apuntó Aarón—. Tú, la amante de las tertulias.
—Isabel de Pueyrredón dice que será un festejo en el cual las gentes decentes departiremos con lo más bajo. ¡Si hasta asistirán el gaucho Furia y sus hombres! —Cristiana estudió por el rabillo del ojo el semblante de Rafaela, que se mantuvo sereno.
Artemio Furia la descubrió cuando ingresaba del brazo de su primo Aarón Romano. Lo vio inclinarse y arrancarle una sonrisa con un comentario susurrado al oído. Ella levantó el rostro, y su sonrisa se congeló primero para esfumarse de inmediato al detener la mirada en él. Un destello de rabia iluminó sus ojos verdes, que lucían realzados gracias al magnífico gorgorán azul turquí de la basquina y del ceñido corpino, adornado con flores bordadas en hilos de oro y botones de lapislázuli. Se había peinado de un modo peculiar que le sentaba a su rostro ovalado, en dos bandas recogidas con peinetas de madreperla, que se fundían a la altura de la nuca en una trenza echada sobre el hombro, que le llegaba al vientre.
La visión de Rafaela lo aturdió, y no apartó la mirada de ella, sus ojos la recorrieron de la cabeza a los pies, y siguió contemplándola de aquella forma descomedida aunque ella lo ignorara mientras se mezclaba entre los invitados para departir, sonreír y bailar con la frivolidad de su prima Cristiana. Los que la solicitaban para un minué o una contradanza en alguna instancia de la pieza demoraban la mirada en su profundo escote. Algunos la olfateaban en los giros del baile como él había hecho en
La Larga,.
Con el transcurrir de las horas, notó que las mejillas de Rafaela se coloreaban, otorgándole una tonalidad insalubre, ya que contrastaba con el contorno de los ojos y de los labios, de una intensa palidez. Estaba exigiéndose demasiado; después de todo, acababa de sobrevivir a una neumonía, aún convalecía. No la había visto probar bocado, sólo sorber un poco de hipocrás, cuando no estaba habituada al vino. El salón, lleno de corrientes frías, resultaba un pésimo sitio para ella, en especial, por ese vestido tan escandaloso. Albana se plantó freníe a él cuando se disponía a sacarla a la rastra.
—¿Adonde crees q. e vas? —lo increpó.
—Sal de mi camino, Albana.
—No te permitiré hacer el ridículo.
—Peni
—se sumó Manque—, por favor.
—Déjenme solo —les exigió, y se movió en dirección a Rafaela, pe—' ro Albana lo detuvo por el antebrazo—. ¡Suéltame!
—¡Artemio, ella no te pertenece! ¡Rafaela Palafox y Binda está prometida en matrimonio a su primo!
Furia recibió la declaración como una coz en el estómago. Soltó el aliento unos segundos después con la fuerza de una maldición.
—Lo siento —susurró la actriz—, acabo de saberlo.
Furia insultó entre dientes, dio media vuelta y salió al patio. Agradeció el impacto que significó el frío de la noche en su rostro afiebrado. Apoyó los antebrazos sobre la pared y descansó la frente sobre el dorso de sus manos. ¿Por qué Paolino no le había comunicado esa información trascendental? ¿La familia lo habría ocultado hasta ese día? ¡Bah! Que se casara con ese pusilánime. Mejor, de ese modo facilitaba su plan de venganza; que se entregara a ese imbécil, que se entregara nomás.
Rafaela bailaba, reía y conversaba, y todo el tiempo se preguntaba: "¿Alguna vez pensará en mí como yo pienso en él a cada minuto, a cada segundo del día?". Había avistado a Furia apenas puso pie en el salón. Las muchachas decentes revoloteaban en torno a él como si fuese un héroe, arrancándole sonrisas y comentarios. Después de todo, Cristiana estaba en lo cierto: por esos días, las castas sociales habían desaparecido y la sociedad de Buenos Aires se dividía en patriotas y españolistas.
Fantaseaba con que Furia estuviera observándola, deseándola, celándola, acechándola, por eso coqueteaba con descaro, bailaba aunque no conociera bien los pasos del
Minueto
de Boccherini, departía aunque no se sintiera parte de ese grupo, sonreía y reía aunque llevara la tristeza como un peso en el corazón. Su parodia terminó por descomponerla. Se sintió mareada. Un ahogo le impedía tomar grandes inspiraciones. Caminó sujetándose de los respaldos de las sillas y de las paredes hasta hallar una puerta que la condujo al exterior. El aire helado le golpeó el pecho y le arrancó un quejido.
Furia despegó la frente y giró la cabeza al escuchar el chirrido de los goznes. Alguien se escabullía hacia el patio. Enseguida supo que se trataba de ella. La vio recostarse contra la pared, levantar el mentón e inspirar con dificultad. La habría zurrado por exponerse en una noche gélida sin rebozo.
Al notar que la opresión en el pecho cedía, Rafaela se tranquilizó y poco a poco levantó los párpados. Gritó al descubrir a Furia delante de ella. El gaucho le tapó la boca con una mano; con la otra, la sujetó por la cintura para arrastrarla al interior de la casa. Sus escarpines de tafetán apenas rozaban el piso. Terminaron en una habitación oscura, alejada del bullicio del salón. Rafaela escuchó el chasquido de la traba al cerrar la puerta y, a continuación, el de un yesquero, con el cual Furia encendió una palmatoria que halló en una cómoda. Pasmada, carente de habla, Rafaela lo vio quitarse el poncho. Reaccionó cuando entendió que se proponía cubrirla con la prenda de abrigo.
—¿Cómo se atreve? Déjeme pasar.
En la penumbra de la habitación, Rafaela se estremeció ante la mirada del gaucho, que se había vuelto rojiza y líquida por efecto de la llama de la bujía. Percibió que él estaba lleno de una energía violenta, y le tuvo miedo. Un escalofrío le surcó el cuerpo e intentó darse calor cerrando los brazos sobre su pecho.