Rafaela le sonrió e inclinó la cabeza. Le gustaba León Pruna, o mejor dicho, Juvenal Romano. Lo encontraba atractivo, de una mirada suave e invitante y de modos que transmitían una seguridad cautivadora. Pensó en su tía Clotilde y, como de costumbre, la juzgó una idiota.
—Buenos días, señor Romano.
Le tomó unos segundos advertir que la joven lo saludaba con su verdadero apellido. Ante la expresión desolada del hombre, Rafaela se apresuró a explicar:
—Lo sé todo, señor Romano. Ñuque me lo ha referido días atrás.
—Ah, la buena de Ñuque —dijo, en un susurro, notablemente afectado.
—Le pido que no se apene. Mis labios y los de mi esclava están sellados.
—Gracias, señorita Palafox.
—Lo que más lamento de este asunto es que mi prima Cristiana no sepa que su merced, un hombre tan cabal y honorable, es su padre. La haría feliz saberlo.
Para sorpresa de Rafaela y de Creóla, los ojos de Romano se tornaron brillantes. El nudo que le agarrotó la garganta le impidió contestar.
—Cuente conmigo para lo que necesite, señor Romano.
Juvenal carraspeó antes de expresar:
—Yo soy judío. ¿Le refirió eso Ñuque?
Rafaela asintió, muy compuesta.
—Jesucristo y su Madre también lo eran. Insisto, señor Romano, cuente conmigo.
Juvenal Romano apoyó la chistera sobre el mostrador y tomó las manos enguantadas de Rafaela entre las suyas.
—Y usted, señorita Palafox, cuente conmigo siempre que lo necesite. Me encuentro a su entera disposición —le deslizó una tarjeta personal en la bolsita de tafetán que colgaba de su muñeca—. Para cualquier servicio. Cualquiera —recalcó.
En casa de su amigo Martín de Álzaga, Rómulo Palafox y otros partidaríos del catalán prestaban atención al síndico procurador, Julián de Leiva, quien les relataba las idas y vueltas del recuento de votos y la designación de la Junta de Gobierno, ambos hechos ocurridos a lo largo de esa jornada del miércoles 23, tan fatigosa y compleja como la anterior.
—El triunfo de la facción que deseaba la destitución del virrey fue abrumador —expresó el síndico—. Al ganar dicha facción, que a su vez puso en manos del Cabildo la conducción del virreinato, es decir, en mí —agregó, con aire suficiente—, resultó fácil asegurar que la presidencia de la tan mentada y deseada Junta recayera en Cisneros. Éste aceptó, aunque manifestó que deseaba consultar a los comandantes.
—¿Qué dijeron éstos? —se interesó Álzaga.
—Martín Rodríguez dijo que de ninguna manera aceptarían a Cisneros, que el pueblo quería su destitución —Leiva sonrió con una mueca de astucia—. Pero Saavedra ha sabido ver la prudencia de formar una Junta de conciliación hasta tanto lleguen los representantes de las provincias. Españoles y criollos gobernando juntos, con Cisneros a la cabeza.
—¿Y qué hay de Frenen y Beruti? Ellos cuentan con los de la Infernal y con la gentuza del gaucho Furia. Bien podrían prescindir de las fuerzas de Saavedra para imponer su voluntad.
—Entonces —admitió Leiva—, esto se convertiría en un baño de sangre.
—Esperemos que no —intervino Rómulo Palafox.
—Lo sabremos mañana —manifestó Leiva—, cuando publiquemos el bando con la conformación de la Junta.
—Además de Cisneros —se interesó Palafox—, ¿quiénes integrarán esta bendita Junta?
—Hemos pensando en el párroco de Monserrat, Juan Nepomuceno Sola, como representante del clero; en Saavedra, como militar; y en el secretario del Consulado, Manuel Belgrano, como abogado. O quizá el doctor Castelli.
—¿Y quién representará a los comerciantes? —se mosqueó Álzaga, lo que abrió un debate que terminó arrojando varios nombres.
Rómulo Palafox abandonó la casa de su amigo Martín de Álzaga bastante conforme y más tranquilo. Si el gobierno seguía en manos de Cisneros, no tenía por qué preocuparse. Otro habría sido su ánimo en caso contrario. Lo aterraban el exilio, la cárcel y la confiscación. Aborrecía a esos jóvenes jacobinos que, en nombre de la revolución, habrían cometido desmanes e injusticias, como, por ejemplo, frenar el trámite de su Carta Ejecutoria de Nobleza, estaba seguro de eso, porque no se dejaría engañar: la Sociedad de los Siete disfrazaba en una supuesta lealtad a don Fernando un deseo irrefrenable de independizar el Río de la Plata del imperio de los Borbones y convertirlo en una república.
Subió al coche y le indicó a Babila que lo condujera al teatro. Después del encuentro frustrado del domingo anterior, ansiaba volver a ver a Albana Bouquet. Lo había invitado a compartir una copita de ajenjo en su camerino, después de la obra. Se excitó en anticipación. No pasaría mucho tiempo antes de tenderla en una cama.
El jueves 24 de mayo, por la mañana, los cabildantes, ubicados a lo largo de la mesa con mantel de damasco rojo, en la sala capitular, se disponían a tomar juramento a la nueva Junta de Gobierno, cuyos integrantes, bien engalanados, se mostraban nerviosos y vacilantes. Cisneros, en su uniforme de teniente coronel de la Marina española, con gran profusión de galones y medallas, aunque sin la banda ni el bastón que lo habían distinguido como virrey, aguardaba con gesto tenso a que el alcalde de primer voto, Juan José de Lezica, terminase de leer el documento en el cual se enumeraban las obligaciones de los nuevos gobernantes. Los restantes miembros de la Junta, el presbítero Juan Nepomuceno Sola, el coronel Saavedra, el doctor Castelli y el comerciante José Santos de Inchaurregui, se alineaban a sus espaldas. La severidad de los gestos no se relacionaba con la solemnidad del acto sino con la preocupación que los asolaba. "Nos pasarán a degüello", le había advertido Castelli a Saavedra minutos antes de ingresar en el recinto. "French nos echará encima a sus chisperos y nos convertirá en papilla por haber aceptado formar gobierno con el Sordo", añadió, a lo que Saavedra nada contestó.
Una hora más tarde, la puerta principal del Cabildo se abrió para dar paso a la nueva Junta. La plaza se acalló. Artemio vio salir a los cinco miembros, que descendieron los escalones del pórtico y cruzaron la calle de la Santísima Trinidad en dirección al Fuerte. Los escoltaban miembros de la Real Audiencia, el comandante de Dragones, José Ignacio de la Quintana, y algunos edecanes. Echó un vistazo a sus hombres para comprobar que se mantuvieran en sus sitios y con las armas enfundadas.
Algún grito ocasional de "¡Fuera Cisneros!" profundizaba el silencio que, de modo antinatural, dominaba ese espacio del centro de Buenos Aires, usualmente bullicioso. La destemplanza del clima y el color plomizo del cielo iban de acuerdo con los ánimos.
—Bamba —susurró Artemio—, ve al cuartel y refiérele los hechos a Domingo —se refería a su amigo French, que se había acuartelado con los soldados de la Infernal.
A últimas horas de la tarde del jueves 24, los integrantes de la flamante Junta de Gobierno se hallaban en el salón principal del Fuerte, donde Cisneros mantenía su despacho y habitaciones privadas. Castelli, con la vista fija en un pisapapeles de bronce, revivía las circunstancias del tenso conciliábulo llevado a cabo pocas horas antes, en la quinta de Nicolás Rodríguez Peña. Martín Rodríguez y los demás militares revolucionarios no se habían molestado en ocultar su furia por lo que consideraban una defección de los cabildantes al nombrar a Cisneros como presidente del nuevo gobierno. A los gritos, Beruti había expresado que una Junta con Cisneros a la cabeza era lo mismo que Cisneros virrey, y había conminado a Castelli y a Saavedra a presentar sus renuncias en la primera asamblea del nuevo gobierno.
—Señor Presidente —habló Castelli—, pido la palabra —Cisneros asintió e hizo un ademán de mano—. El coronel Saavedra y yo hemos venido a presentar nuestra renuncia.
El antiguo virrey puso cara de desagrado, aunque no se mostró sorprendido.
—Los conmino a aguardar hasta mañana —dijo, con acento medido.
—Resulta imposible —se plantó Castelli—. La borrasca se nos viene encima. Ya hay grupos de chisperos y manólos arrancando los bandos donde se anuncia el nombramiento de esta Junta, y un malestar se apodera de las fuerzas militares, que están acuarteladas y en compás de espera. No podemos apartarnos de nuestros sentimientos y nuestros deberes para con la tierra en la que nacimos.
Cisneros movió los ojos y los posó en Saavedra.
—Las tropas se encuentran sublevadas —advirtió el militar— y nada podemos hacer.
—Entonces —decidió Cisneros—, renunciemos todos.
Una jornada memorable
A primeras horas de la mañana del viernes 25 de mayo, la mayoría de los miembros de la Sociedad de los Siete se congregó en casa de Miguel de Azcuénaga, ubicada en la esquina de la calle de las Torres y de San Martín, en diagonal con el Cabildo. Martín Rodríguez, que acababa de llegar del Ayuntamiento, irrumpió con su modo poco cuidado y los puso en autos: los cabildantes se negaban a aceptar las renuncias de Cisneros y del resto de los miembros de la Junta.
La declaración del comandante de los Húsares provocó gran alboroto, y los revolucionarios hablaron a porfía y en voz alta. Al final, Belgrano los mandó callar. Rodríguez Peña tomó la palabra y manifestó que resultaba imperioso enfrentar a las autoridades del Ayuntamiento y exigirles la inmediata deposición de Cisneros.
—Les entregaremos el listado que confeccionamos anoche —anunció French, y se refería a un documento con los nombres de los miembros de la nueva Junta.
Decidieron que Chiclana, French, el padre Grela, el padre Ciríaco Aparicio y Pancho Planes, entre otros, encabezaran el grupo que conduciría el mensaje. Al grito de "¡Al Cabildo!", abandonaron la casa de Azcuénaga y cruzaron la plaza, donde una pequeña multitud, que no se acobardaba a causa de la lluvia, del frío, ni de los rostros siniestros de los chisperos y manólos, aguardaba noticias.
Artemio Furia, que hablaba con Billy, "el rengo", Modesto, "el entrerriano", y con Eddie O'Maley, se apartó para interceptar al padre Ciríaco.
—¿Adonde se dirige? —quiso saber.
—Nos han encomendado concurrir al Ayuntamiento para exigir a Lezica y a Leiva que acepten la renuncia de Cisneros y del resto de los miembros de la Junta. Dios ilumine a esos dos. De otro modo, correrá sangre.
Al oír esas palabras, Eddie O'Maley le susurró a Furia:
—Me marcho. Tengo que llevar esta noticia al capitán Black.
—¿El capitán Black? —preguntó Furia.
—Así llaman sus marineros al conde de Stoneville. Estaré en lo de doña Clara —le anunció—. El capitán está reunido ahí desde temprano con Mackinnon y los otros comerciantes ingleses, a la espera del desenlace. Envíame mensaje con Bamba ante cualquier novedad.
—Güeno.
El tropel ingresó en el Cabildo y, en desconcierto, ocupó las galerías superiores del edificio. Leiva salió de la sala, furioso.
—¡Orden, señores! ¿Qué es lo que deseáis?
—¡La deposición inmediata de Cisneros! —vociferó Pancho Planes—. ¡Ahora mismo!
El alcalde de primer voto, Juan José de Lezica, se asomó y dijo:
—Está bien, pero lo haremos en orden, como gentes decentes y civilizadas. Elegid a un pequeño grupo de entre vosotros y pasad al recinto para conferenciar con el resto de los cabildantes. Los demás se dirigirán a la planta baja y conservarán la calma.
En unos minutos eligieron a los que comparecerían. Al tratar de ingresar, Pancho Planes fue detenido por Leiva.
—No, señor mío, usted no. Es vuesa merced muy loco para este negocio.
El padre Ciríaco apretó el brazo de Pancho cuando éste se disponía a armar un jaleo.
—Pancho, espera aquí, muchacho. No saldremos del recinto sin lo que hemos venido a buscar. Te lo prometo.
Los patriotas no se anduvieron con chiquitas y, evitando preámbulos y formalidades, expresaron su deseo.
—Aceptad de inmediato la renuncia de los miembros de esa infame Junta que habéis formado ayer contra los deseos del pueblo que decís representar —exigió French— y nombrad una nueva de acuerdo con el listado que aquí os entrego.
Lezica recibió el papel y le echó un vistazo.
—No podemos hacerlo sin el consentimiento de las demás provincias —apuntó Lezica.
—Eso no es óbice para formar Junta —explicó Chiclana—. Como ve, al pie del documento se establece la inmediata convocatoria a las provincias del interior para que concurran a Buenos Aires y decidan el destino del virreinato.
—Esto es un atropello —exclamó Gregorio Yaniz, alcalde de segundo voto—. ¿Qué autoridad invocáis para ingresar en este Ayuntamiento a presentar vuestras exigencias?
—¡La del pueblo! —prorrumpió Planes, que acababa de deslizarse dentro.
—¡Ésta no es una democracia como la Norteamericana, señor Planes! —le recordó Leiva.
—¡Aquí gobierna el pueblo! —se empecinó Pancho—. Desde que Fernando VII está imposibilitado de gobernar, la soberanía le pertenece a su pueblo.
—Señores —terció Tomás de Anchorena, el único cabildante que apoyaba la causa de la Sociedad de los Siete—, esta disputa carece de sentido. Lo que debemos hacer es convocar a los comandantes de las fuerzas militares para que nos den su parecer.
Como se hallaban en casa de Azcuénaga, los jefes de las tropas no tardaron en aparecer en la sala capitular. Se decidió que tomase la palabra Esteban Romero, jefe del segundo regimiento de Patricios, para evitar que Martín Rodríguez cometiera un exabrupto.
Leiva expuso la situación. Al cabo de su perorata, paseó la mirada por los militares y dijo:
—Por tanto, señores, espero que vosotros no vaciléis en sostener lo resuelto el día 23 y la autoridad instalada y jurada ayer. Espero que digáis si se puede contar con las armas a su mando para sostener el gobierno establecido.
—Señores cabildantes —se apresuró a decir Romero—, las tropas y el pueblo están indignados y nosotros no tenemos autoridad para darle apoyo al Cabildo porque estamos seguros de que no seremos obedecidos debido a la efervescencia en la que se encuentran las tropas y los hijos del país. Si el Cabildo se obstina, será imposible evitar que la tropa se venga hoy a la plaza y cometa toda clase de excesos contra el Cabildo y la persona del señor Cisneros hasta formar por sí sola un gobierno a su gusto. No os engañéis, esto ya se ha desatado, ya está hecho. El pueblo ha consignado lo que quiere por escrito. Ésos son los sujetos que quiere ver en el gobierno —expresó, al tiempo que señalaba la lista en manos de Lezica.