Me llaman Artemio Furia (2 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Ciríaco se acuclilló frente al pequeño y lo tomó por los hombros para obligarlo a girarse y enfrentarlo. Se contemplaron, mientras las lágrimas les bañaban las mejillas, las tersas y rosadas del niño, las curtidas y barbudas del sacerdote. Ciríaco lo abrazó, aplastándolo contra su pecho, sintiendo cómo ese cuerpito se sacudía a causa del llanto. Lo separó de pronto y se arrancó el fular para secarle los ojos y sonarle la nariz.

—Toma —le dijo, mientras hurgaba en el bolsillo de la sotana.

Abrió el puño y le entregó las pertenencias de sus padres, dos anillos y un reloj de leontina.

—Mira, he puesto los anillos en un tiento para que puedas llevarlos al cuello, así no los pierdes —le pasó el cordón por la cabeza—. En cuanto al reloj, ¿quieres llevarlo contigo o prefieres que yo te lo guarde?

El niño estudió por un buen rato el reloj que le ocupaba la palma de la mano; no necesitaba levantar la tapa de oro para recordar la frase en su interior.
To my beloved son Horatio
. Lo aferró por la cadena y se lo devolvió al sacerdote. Regresaron donde Sulpicio, y, en tanto Ciriaco alimentaba el fuego, inquirió como al pasar:

—¿Tú arrastraste a tus padres fuera de la casa?

Con un ceño, le dio a entender que no comprendía. Reiteró la pregunta, usando otras palabras, silabeándolas.

—Sí —respondió el niño.

A pesar de la sorpresa —se trataba de la primera palabra en castellano que pronunciaba—, Ciriaco continuó con naturalidad:

—Eres muy fuerte —El pequeño no mostró interés en la lisonja o no la comprendió—. ¿Cuál es tu lengua? ¿En qué idioma hablas?

—En el de
Màthair
.

—¿
Màtbair
, tu madre? —el niño asintió—. ¿Y con tu padre? ¿Con él hablabas en el idioma de
Màtbair
? —negó con la cabeza—. Con él hablabas en castellano —dedujo, y obtuvo una nueva negativa.


Athair
enseña a mí español. Con
Athair
hablo como
Athair
.

Ciriaco improvisó una comida que sabía muy bien. El niño, sin embargo, apenas la probó.

—Mira lo que tengo —dijo el sacerdote, y le pasó un cuadrado de torta hecha con harina de patay—. Es para un amigo, pero de seguro a él no le molestará si te convido un poco. Vamos, dale un bocado. Es dulce como la miel.

Le gustó y, poco a poco, con mordidas pequeñas, fue comiendo la masa.

—¿Quiénes quemaron tu casa? ¿Lo sabes?

El gesto que transformó las delicadas facciones sirvió para que Ciriaco se convenciera de que había atestiguado lo ocurrido. "¿Qué horrores tendrás impresos en tu mente y en tu corazón?" No insistiría.

—Te improvisaré un lecho y dormirás junto a Sulpicio.

El niño no deseaba dormir porque sabía que, si bajaba los párpados, las escenas aparecerían.

Al favor de la luz ámbar que despedía el fuego, el pequeño estudiaba el anillo que había pertenecido a su madre. El señor bueno —así lo llamaba porque no se acordaba do su nombre— descansaba cerca de él. Roncaba. "Como Athair." Una sonrisa despuntó en sus comisuras al recordar cuánto se quejaba
Màthair. Athair
no volvería a roncar. El anillo que jugueteaba entre sus dedos se desdibujó hasta que las lágrimas se le escurrieron por las sienes.

—Màthair, ¿quién te dio ese anillo?

—Tu abuelo, hace muchos años. Le regaló uno a cada uno de sus hijos. Uno a tu tío Fidelis, otro a tu tío Jimmy y otro a mí. Sólo el mío era de oro; los de tus tíos eran de plata.

—Es extraño.

—Es el anillo de Claddagh, famoso en la Irlanda, el país donde nacimos tu Athair, tu hermana Edwma y yo. Son dos manos sosteniendo un corazón con corona. ¿Ves? —el niño asintió—. Es un anillo que se entrega en señal de amor y amistad. Yo lo uso de este modo, en la mano derecha y con el corazón hacia adentro porque mi corazón ya no me pertenece.

—¿No te pertenece, Màthair?

—No. Le pertenece a Athair. Mira, querido, fíjate aquí dentro. ¿Puedes ver lo que está grabado en la cara interna del anillo? Tu abuelo hizo grabar mi nombre ahí, lo mismo con los nombres de tus tíos.

El niño leyó pausadamente:

—E-me-rald.

—Sí, Emerald.

—Está en el idioma de Athair —se extrañó el niño.

—Es verdad. Estaba prohibido el gaélico cuando yo nací, todavía lo está. De lo contrario, me habrían llamado Smarag, que es esmeralda en gaélico.

—¿Por qué estaba prohibido, Màthair? —Emerald sacudió los hombros en un gesto de desconocimiento—. Pero tú hablas en eso, en gaélico, Màthair.

—Mis padres nos hablaban en gaélico, a tus tíos y a mí, para que nuestra lengua no muriera. Era muy arriesgado, debes saberlo. Los ingleses podrían habernos colgado por ello —rió, con complicidad—. A veces lo riesgoso resulta divertido.

El claddagh se deslizó por el tiento y chocó con el anillo de su padre. Jugueteó un rato, tensando el cordón y haciendo girar ambas piezas, hasta que tomó el sello de su padre y, pese a conocerlo de memoria, analizó el diseño.

—En heráldica, el color rojo se conoce como gules. ¿Ves, hijo? El gules y el oro son los colores del escudo de armas de mi familia.

—¿Qué es esto, Athair? —preguntó, señalando la silueta que dominaba el anillo.

—Un dragón. ¿Lo notas? Está lanzando una llamarada por la boca.

—Sí, lo noto. ¿Y qué sujeta con sus garras?

—El dragón es el confaloniero que lleva el pendón con el que se distingue al ejército de mi familia, el que formó parte de las huestes de Guillermo, el Conquistador, que invadió la Inglaterra en el año 1066. Guillermo venía de la Normandía, una región de la Francia. Por eso, nuestro apellido es francés. Aquí no podrás distinguirlo, está muy pequeño, pero en el pendón está escrito el moto de nuestra familia.

—¿Qué dice, Athair?

—Quis tu ipse sis memento.

El niño lo contempló con seriedad, la mirada fija en la del hombre.

—Recuerda quién eres —tradujo al inglés segundos más tarde.

—¡Bravo! Eres muy hábil para aprender otras lenguas.

Todavía sonriendo, orgulloso del cumplido de su padre, quiso saber:

—¿Para qué sifve el moto, Athair ¿Por qué debo recordar quién soy?

—El moto, como lo indica su nombre, es lo que nos mantiene en movimiento, lo que nos señala hacia dónde vamos, lo que nos guía por el camino de la vida. Nuestro moto te enseña que debes recordar que eres un ser único y extraordinario, por cuyas venas corre una sangre milenaria, A lo largo de tu vida, Sebastian, deberás recordar quién eres para nunca sentir temor. Tú, hijo mío, por ser quien eres, realizarás cosas muy grandes y nobles.

En contra de su deseo, el niño se quedó dormido.

Lo despertaron unos gritos. Se incorporó en la cama y permaneció quieto; todavía reinaba la noche. Contuvo el resuello para distinguir de qué se trataba. No estaba acostumbrado a los gritos. Marchó descalzo y, a medida que abandonaba el sector de las habitaciones y se aproximaba a la sala principal, las voces altas y el llanto de su hermana Edwina cobraban nitidez. Escuchaba con precisión la voz de su padre, la de su madre y la de otras personas. Se asomó sin darse a conocer y quedó perplejo ante la escena. Su hermana luchaba por zafarse de las manos de un hombre alto, con uniforme militar, al que su padre, en ocasiones anteriores, había llamado don Martín; éste la mantenía, sujeta por la cintura y pegada a su cuerpo. Otro hombre, más pequeño y delgado, con atuendo de citadino, se ocupaba de someter a su madre, Por último, Antenor Ávila, el mayordomo del campo, a cargo del cuidado de las muías, apuntaba a su padre en la sien, que no parecía atemorizado, por el contrario, vociferaba y agitaba los brazos para remarcar su arenga en una actitud desmadrada que desconcertó al niño. La mueca distorsionada y fea de su rostro, él nunca la había visto.

El pánico como el frío, que ascendía por sus pies desnudos y le alcanzaba el estómago, lo mantenían petrificado tras la puerta. Se esforzó por entender de qué hablaban, sin éxito, por culpa de su pobre castellano. Cuando Antenor le hablaba despacio, él comprendía; en ese momento, todos lo hacían al unísono, a los gritos y aprisa.

Reconocía a esos señores, a don Martín y al otro; los había visto en dos ocasiones en que visitaron a su padre con mucha papeleta que desplegaban en la mesa de la sala. Después de esas reuniones, Màthair y Athair terminaban con mala cara, cara de preocupación. En cuanto al joven Antenor, se había vuelto malo; seguía apuntándole a su padre y le lanzaba vistazos con odio.

Se preguntó qué debía hacer. Quería ayudar y no sabía cómo. Se limitaba a observar la escena, sintiéndose tonto y cobarde, cuando, en realidad, deseaba ser el héroe. La desesperación le pareció peor que el miedo. Se tapó la boca para sofocar un alarido cuando su padre le propinó un codazo en el estómago a Antenor y saltó sobre don Martín para arrebatarle a Edwina. Comenzaron a luchar de un modo feroz, a todo o nada, valía cualquier ardid, un puntapié, un mordisco, un arañazo, un tirón de pelo; se aborrecían y habían decidido destruirse, uno moriría; incluso el niño, que contemplaba casi con fascinación, tenía conciencia de lo definitivo de esa contienda.

Edwina se arrojó sobre la espalda de don Martín y le clavó las uñas en la cara. El hombre aulló y se arqueó para quitársela de encima. La muchacha cayó, y se escuchó un sonido seco y letal cuando su cabeza batió contra los ladrillos del piso. La madre vociferó en gaélico: "¡Está muerta! ¡Está muerta!", imposibilitada de socorrerla dado que el hombre delgado aún la sujetaba. El padre se lanzó sobre la joven, gritando su nombre, llorando. Don Martín insultaba al tiempo que se pasaba un pañuelo por las heridas del rostro.

—¡Athair! —lo alertó el niño, demasiado tarde, pues no pudo detener el golpe que le propinó Antenor en la nuca y que lo tiró boca abajo.

—¡Lo finiquitaré yo a este inglés de mierda! —advirtió don Martín, y se posicionó de pie sobre el hombre, con las piernas separadas. Le levantó la cabeza por los cabellos de la coronilla, arqueándole la nuca hasta que sus ojos oscuros dieron con unos de intenso azul. El militar sonreía, aunque más que una sonrisa aquello parecía un mostrar de dientes. El niño advirtió que no había miedo en la mirada de su padre, sólo odio y orgullo. Don Martín desenvainó su cuchillo y le habló al oíd.,

—Tu hija, tus tierras, tus animales, ¡todo me pertenecerá! —pasó el filo del arma por el cuello de su víctima, abriéndole una sajadura de oreja a oreja.

A partir del chisguete de sangre que saltó del cuello de su padre, el niño no vio ni escuchó nada, y quedó sumido en un espacio oscuro y denso, con sonidos amortiguados, como los que se producen bajo el agua. Separó las rodillas y contempló por varios segundos la orina que se encharcaba entre sus pies y los calzones que se le pegaban a las piernas. "Me hice encima", pensó, y se echó a llorar. "Tengo casi diez años y me hice encima."Poco a poco, cobró conciencia de que su madre lanzaba alaridos y se sacudía entre los brazos de su captor. Se quedó mirándola, sorprendido ante la metamorfosi que había convertido a esa mujer dulce, de tono mesurado, en un ser desconocido y aberrante. Deseó que callara, que permaneciera quieta. Don Martín parecía desear lo mismo, ya que lo vio dirigirse hacia su madre para propinarle un cachetazo de revés y tomarla por el cuello. La soltó cuando un puntapié de la mujer lo alcanzó entre las piernas. Aulló e insultó, doblado sobre su vientre. Se incorporó al cabo, lentamente, con las mejillas encarnadas y la frente cubierta de sudor.

—Maldito hijo de perra —dijo su madre en gaélico, y la voz que empleó provocó un temblor al niño.

Don Martín se detuvo como hechizado ante el fuego de esa mirada. Esa lengua ignota debía de parecerle dura, primitiva, la de una bruja. Aun al niño atemorizó la imagen de esa mujer magnífica, con la cabellera rojiza, los brazos extendidos sobre la cabeza, mientras echaba una maldición al militar que lo conduciría a un final siniestro.

—Maldito seas —continuó la mujer, siempre en gaélico—, y maldita sea tu descendencia, y la descendencia de tu descendencia, por los siglos...

Su madre no pudo concluir. Don Martín le hundió el cuchillo en el vientre hasta que su mano quedó perdida en los pliegues de su ropa, blancos un segundo atrás, que se cubrían velozmente de una tonalidad similar a la del vino. El niño observó cómo su madre se desmadejaba en los brazos del otro hombre y el rubor de sus pómulos se esfumaba para tornarse del color de la leche. Había muerto, lo supo con la contundencia de un golpe. Se quedó pensativo, abrumado por la idea del futuro, tan ensimismado que le tomó varios segundos darse cuenta de que lo fastidiaba un sonido persistente y agudo, unos gritos desgarradores, comprendió por fin. Captó un movimiento veloz por el rabillo del ojo y vio a su hermana Edwina ponerse de pie con la agilidad de un felino y echarse sobre las espa das de don Martín, gritando de un modo antinatural, como si nunca pausara para tomar el aliento, tanto que por momentos perdía la voz.

—¡Edwina! —exclamó el niño varias veces, movido por la esperanza al ver a su hermana con vida. Esa esperanza, sin embargo, le provocó pánico; en la nueva apuesta, podía perder lo único que le quedaba, y, como él se juzgaba débil y poca cosa para arrostrar tanta fatalidad, comenzó a darse por vencido.

Don Martín, mientras forcejeaba para controlar a la muchacha, vociferó:

—¡Traigan a ese niño! ¡Que no se os escape! Él sabe quiénes somos y podría conducirnos a la horca.

Los vio voltear en su dirección, a Antenor y al otro hombre.

—¡Corre, Sebastian! ¡Corre por tu vida! —le ordenó Edwina en inglés.

Dio unos pasos hacia atrás, indeciso, sus ojos clavados en los de su hermana, contrario a abandonarla, agobiado por el terror y los malos presentimientos, hasta que una nueva orden de Edwina lo impulsó a correr. Sus perseguidores lo imitaron. Antenor pisó el charco de orina y terminó en el suelo. El otro se internó en la casa.

Sebastian la conocía de memoria y habría podido recorrerla con una venda en los ojos. Lo alcanzaban los lamentos del otro hombre cada vez que se golpeaba con un mueble o una pared. Reconoció el chasquido del eslabón contra el pedernal, y distinguió a poca distancia la silueta de su perseguidor al resplandor del fuego del yesquero. "Debo esconderme", decidió, y le vino a la mente la historia del tero que Antenor le había contado. "El tero es un ave muy lista. Pone el huevo en un sitio y pega el grito en otro, bien alejado, pa'despistar a sus enemigos, que quieren arrebatárselo" Entró en la habitación de sus padres, se encaminó hacia la contraventana y la abrió. Regresó en puntas de pie hacia la puerta junto a la cual se hallaba un pequeño baúl de cuero donde le gustaba esconderse; sabía cómo colocar las piernas y el torso para caber. Levantó la tapa y se cobijó dentro.

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