—Perdón —lo escuchó pronunciar a Furia sobre su coronilla.
—¿Por qué?
—Por lo de ayer, por lo de Gabino. No quise que usté viera eso. No quise. Le pedí a Calvú que la alejase, pero usté é má terca que una recua de muías y ahí se quedó, viéndome desgraciarme ante sus ojos.
La angustia del hombre la conmovió. Su voz se había vuelto más rasposa y ronca, y suplicante. Se apartó lentamente y le pasó las manos por las mejillas barbudas.
—Lo perdono, señor Furia. No le habría perdonado que se hubiese dejado matar porque en ese caso, ¿qué habría sido de mí? Habría querido morir con usted.
—¡Rafaela! —la abrazó de nuevo con una rudeza que a la joven le causó puntadas en las costillas—. No la merezco, no la merezco, pero soy demasiado ruin para dejarla partir. Debería hacerlo, pero no, no lo haré. No sabría cómo.
Rafaela había caído en un estupor silencioso. A la emoción de oírlo pronunciar su nombre de pila siguió la perplejidad de escucharlo expresarse sin acento de paisano y sin cometer errores de fonética ni gramaticales. El efecto de una sorpresa operaba mal en ella, la despojaba del habla, le ponía la mente en blanco.
Por fin se apartaron. Furia, consciente de su vehemencia, necesitó caer en temas triviales para aplacarse.
—Esta noche habra jolgorio, el que no se hizo ayer por lo de Gabino. Me gustaría que usté y Mimiu me acompañaran. Naides la ofenderá de nenguna manera, se lo prometo.
Rafaela asintió.
—Tengo que irme —dijo, en un hilo de voz—. Mimita...
—Sí, sí, vaya nomá —la interrumpió—. Salga usté primero.
Furia permaneció un buen rato sentado sobre un fardo de forraje, con la cabeza inclinada, los codos sobre las rodillas y las manos en la frente, como si rezase. "¿Qué estoy haciendo?", se recriminó. "Ella no tiene lugar en mi vida de venganza y rencor. La destruiré. La arrastraré a la indignidad. Destruiré su buen nombre, su reputación y todo por nada, porque no sabré hacerla feliz. He llevado por mucho tiempo esta vida errante y ya no podría volver atrás", y, mientras por un lado se convencía de olvidarla, por el otro la imaginaba aparecer con Mimita en el fogón de esa noche.
Al refugiarse en su laboratorio, Rafaela descansó las manos sobre la mesa de mármol. Le agradó el contacto frío. Tomó asiento y apoyó primero una mejilla, luego la otra para bajar el rubor. Sus pulsaciones aún batían, enloquecidas, en su garganta. Se mordió el labio. "¿Qué estás haciendo, Rafaela?" Cualquier argumento que esgrimiese para abandonar al señor Furia pasaría al olvido en cuanto él le metiese la lengua en la boca para incitar esos espasmos de placer que la privaban de moral y discernimiento. "Sólo un hombre tan bajo me provocaría una emoción tan pecaminosa", y lo dijo para avivar el poco orgullo que le quedaba. Buscaba con desesperación un hilo de cordura al cual aferrarse. Se llevó las manos a la cabeza y profirió un quejido. Se irguió de súbito y se instó a calmarse, como Ñuque le habría, exigido. Tomó varías inspiraciones hasta aflojar la tensión en su estómago. Intentó razonar. ¿Por qué, contra todas las probabilidades, se había enamorado de ese hombre cuando, después de la muerte de Juan de Dios, había optado por el celibato y por cuidar a su padre en la ancianidad? ¿De dónde surgía el descaro con que le coqueteaba, ella, que jamás lo había hecho? ¿Por qué estaba tan a gusto con él? "Porque junto a él no tengo miedo." La respuesta, expresada en términos encendidos, la deprimió más aún. "No iré al fogón esta noche", se dijo, mientras se calzaba el mandil y se ponía a trabajar.
No obstante, a las siete de la tarde, ella y Mimita, escoltadas por Creóla y Peregrina, se presentaron en el festejo. Calvú Manque salió a recibirlas y las ubicó sobre unas banquetas de colihue que, con las calaveras y las carcasas bovinas, formaban un perímetro, más bien amplio, en torno al fogón. El grupo se silenció mientras las invitadas se ubicaban. Sólo destacaban el siseo de los jugos del asado al caer sobre las brasas y el chirrido de los insectos. Buenaventura Buena templó la guitarra y rompió el mutismo. Poco a poco, retornaron las risas y las conversaciones. Rafaela, sin embargo, continuó incómoda. Le parecía mentira formar parte de esa reunión.
Artemio Furia se hallaba frente a ella, separados por el diámetro del perímetro, con el fogón en medio, que echaba sobre su rostro tonalidades que le afilaban los rasgos, confiriéndoles una dureza que la intimidaba.
Mimita saltó de su regazo y corrió con movimientos grotescos para arrojarse a las rodillas del gaucho, que la recibió en sus brazos con una sonrisa amplia y franca como Rafaela jamás le había conocido. "¡Oh, Señor!", exclamó para sí, ante la transformación de su semblante a la luz de ese gesto. El labio superior casi desapareció para revelar una dentadura pareja y blanca que descolló contra la piel bronceada. Dos líneas profundas, rematadas con hoyuelos, le ocultaron las comisuras. La sonrisa le inundó los ojos.
Mimita también sonreía mientras el gaucho le hablaba en tono intimista y le tocaba el colgante que la niña no había admitido que le quitasen siquiera para el baño. Rafaela la vio abrir grandes los ojos y juntar las manitos ante el objeto que yacía en la palma de Furia. Lo abrazó y lo besó al recibirlo, casi parecía normal en compañía de ese hombre. Regresó al lado de Rafaela para mostrarle un peine de hueso con el mango teñido en la conocida tonalidad púrpura.
—A-a-tie-mio —dijo, señalándolo, y Rafaela, con un nudo en la garganta, la abrazó y la besó.
—Sí, mi tesoro, sí. Artemio.
Mencia y sus hijas comenzaron a servir la comida. Furia advirtió que, si bien Rafaela le daba trozos de carne a la niña, ella sólo aceptaba tamales y guiso de liebre. Para él y sus hombres, que se alimentaban con carne y nada más y lo hacían con las manos y asistidos por sus facones, ése era un festín digno de Lúculo. Había consentido que se bebiera aguardiente con la amenaza de estaquear al que se embriagase, y, aunque pensó que el festejo languidecería dada la presencia de la señorita Palafox y la prohibición de libar a gusto, sus hombres comían y conversaban con ánimo inquebrantable. Creóla y Peregrina lucían cómodas y festejaban las ocurrencias de Calvú Manque y de Bamba.
Rafaela tenía la impresión de participar de un rito profano. Artemio Furia lo era, con sus argollas de plata, su pelo rubio y largo y su belleza pagana. Vestía por completo de negro, a excepción de los calzones blancos con flecos que asomaban bajo el chiripá, y de una rastra muy lujosa, tachonada con monedas plateadas. Las botas no eran de potro sino de piel de gato montes. Comía con las rodillas separadas y el torso echado hacia delante para no ensuciar las prendas, y lo hacía con una voracidad que hablaba de que, pese a las heridas en el hombro y en el vientre, ningún mal lo aquejaba. Rafaela dedujo que había terminado cuando lo descubrió liando un cigarrillo. Utilizó el pedernal y la yesca para encenderlo y, al dar la primera pitada, acentuó el ceño y entrecerró los ojos, y Rafaela se preguntó por qué aquel simple acto, que había visto ejecutar tantas veces a Aarón, en Furia le resultaba tan atractivo.
A la comida, siguió el canto y la danza. Bamba bailó con Mimita. Felisarda y sus hermanas, ubicadas junto a ella, le mostraban los pasos y se los enseñaban. Rafaela no podía quitar sus ojos de la niña. "¿Cuándo ha sido tan feliz mi niña?" Si bien Mimita era retrasada, su sensibilidad no conocía límites y la exponía a percibir con increíble conciencia tanto la hostilidad en casa de su padre como el cariño de esa gente. Después de dos piezas, terminó agotada y buscó cobijo en el regazo de Rafaela, donde se durmió.
Los bailarínes necesitaban reponer fuerzas y aplacar la sed, por lo que Buenaventura Buena cambió el talante de la música y bordoneó unos acordes tristes antes de entonar con voz de bajo una canción compuesta por él, según le comentó Bamba a Rafaela.
Tú, la muchacha de los ojos verdes,/ más verdes y hermosos que el sol en el tramonto./ Verdes, verdes y profundos,/ como pocas cosas en este mundo./ Mi muchacha de los ojos llenos de amor,/ a veces dulces y cálidos,/ a veces fríos y sin candor./ ¿Por qué me miras de ese modo?/ De ese modo receloso./ Si has decidido no amarme,/ no me mires así pues vas a matarme./ Tú, la muchacha de los ojos verdes...
Se buscaron hasta confluir en una mirada que permaneció suspendida a través de las llamas del fogón y a lo largo de las estrofas. Rafaela había descubierto que Artemio Furia era hombre de pocas palabras, aunque de una mirada tan elocuente e intensa como un panegírico. Ellos no se unieron a los aplausos al término de la canción.
"Ya deben de estar medio mamados", conjeturó Furia al oírlos pedir el pala-pala, una danza mal vista por su erotismo. Pensó en detenerlos y enseguida cambió de parecer. Observó a Rafaela. Ella había permanecido en su banquito de colihue, moviendo los pies al son de la música y sonriendo.
Rafaela vio que Artemio abandonaba su sitio y caminaba en dirección a ella. Creóla anunció que llevaría a dormir a Mimita y dejó libre el banquito junto a su ama, donde Furia tomó asiento sin pedir permiso ni pronunciar palabra. Con los codos en las rodillas, el hombre se dedicó a contemplar los preparativos para la danza. De soslayo, Rafaela le estudió el perfil, la pequeña y recta nariz, las pestañas femeninas y negras, y el ángulo recto que formaba su mandíbula. Se sintió la dueña de tanta belleza. De repente, él la miró, y Rafaela volvió la vista hacia la pista de baile.
—Pala-pala —Furia se inclinó para hablarle— quiere decir cuervo en quechua —Rafaela asintió, sin mirarlo—. La mujer es la chuña, la paloma, a la que el cuervo desea y quiere atrapar.
El baile la sedujo desde el principio. Calvú Manque extendía un poncho negro imitando las alas del cuervo, en tanto Felisarda lo hacía con una mantilla blanca. Los cuerpos se rozaban de continuo, los rostros se enfrentaban a escasa distancia. La chuña, o paloma, rehuía los avances del pala-pala, o cuervo, éste la perseguía y la tocaba, hasta que, con su ímpetu, la mataba. Dos pañuelos rojos simulaban la sangre que manaba de las entrañas de la paloma. Le siguieron Juan, "el peludo", y otra de las hijas de Mencia e Íñigo, que alardearon de su destreza.
—¿Bailamos? —le preguntó Artemio.
—No sé bailar —se apresuró a contestar.
—Ya sabe cómo se hace. É fácil —sin permitirle una respuesta, la tomó de la mano y la condujo al centro.
Artemio recibió el poncho negro y Rafaela se colocó la mantilla blanca sobre los hombros. Le costó empezar, la cohibía mostrarse, y, a diferencia de su prima Cristiana, detestaba convertirse en el centro de una reunión. No obstante, al comprobar que Furia bailaba peor que ella, rió y se dejó llevar por la música y el aliento de los demás. Furia la tocó, la rozó y la olió frente a aquellas personas como si estuvieran solos. Y ella se lo permitió, sonrió y lo gozó. Esas gentes no la juzgarían, por el contrario, parecían disfrutar.
Casi al final, Artemio la envolvió por la espalda con el poncho e, inclinándose en su oído, le habló en un susurro fervoroso:
—Chuña. Chuñita mía.
La madre virgen
Horas más tarde, Rafaela no hallaba posición en la cama. Se levantó dando un resoplido. La almohada y las sábanas se habían tornado calientes como la noche. Se puso la bata y caminó a la habitación contigua, donde Mimita dormía con Creóla. Lucían tranquilas y para nada afectadas por el calor. De vuelta en su dormitorio, se aproximó a la ventana abierta, donde apoyó la frente sobre las rejas, cerró los ojos y soltó una larga espiración.
Caminó hasta la mesa de noche de donde extrajo el aceite de lavanda. Se sentó en una silla, apoyó los pies sobre el escabel y se levantó el camisón hasta las rodillas. Se masajeó el empeine y los tobillos, con Suaves fricciones, más bien caricias, inspirando el aroma que la sedaba. Quería dormir, su cuerpo se quejaba de cansancio; su mente, sin embargo, no hallaba paz.
Alzó la vista y supo de inmediato que las siluetas que se perfilaban en su ventana pertenecían al señor Furia y a Quinto. Ahogó un grito de alegría y corrió hasta allí. Se sujetó a las rejas, y Artemio le cubrió las manos con las suyas.
—¿Cómo logró entrar?
—Me subí en el lomo de Cajetilla —se refería a su overo— y salté el tapial. Quinto trepó como un gato —Rafaela rió—. No le molesta, 'tonce.
—No, claro que no —después de una pausa, le confesó—: No podía dormir.
—Yo tampoco.
—El calor es insoportable –"Y el recuerdo de sus besos y del pala-pala, aún más."Él la contempló a través de las rejas, y el encuentro de sus miradas se convirtió en un choque de profundas emociones.
—Rafaela —pronunció, en un tono denso y grave, y ella tuvo clara conciencia de que haría todo cuanto él le pidiese—. Véngase pa’la laguna. Pa'refrescarnos.
Sacó toallas del ropero y marchó por el corredor hasta la sala que daba al patio principal, donde Artemio y Quinto le salieron al encuentro. Se abrazaron, demasiado dichosos para hablar. Con el silencio bastaba. Rafaela se apartó y le rodeó la cara con las manos.
—Huela mis manos —le pidió—. Sé que le gustan mis olores.
—Quiero pasar tuita la noche oléndola. ¿A qué huelen sus manos maravillosas ?
—A lavanda.
Rafaela se acuclilló y rodeó el cuello del puma y apoyó la mejilla en su enorme cabeza.
—Hola, Quinto.
—La andaba echando de meno, el muy canijo —comentó Furia—. Vamos.
Dejaron atrás la casa y, previo a dirigirse a la laguna, buscaron el caballo de Artemio que pacía junto al muro. Rafaela notó las riendas sueltas y le preguntó si no temía que se le escapase.
—No lo haría. 'Tá muy apegao a mí.
—Es increíble que Cajetilla no se espante ante la presencia de Quinto.
—Cajetilla é como un padre pa'l Quinto. De muy cachorro, lo llevaba en la grupa.
A orillas de la laguna, Furia se quitó las botas y las colocó sobre la hierba junto a las toallas y a los chapines de badana de Rafaela. El agua les lamía los pies, mientras contemplaban el reflejo de la luna sobre la superficie estática.
—Señor Furia, ¿está usted casado?
—No —contestó él, sin vehemencia ni sorpresa.
—¿Quizá comprometido para casarse?
—No. ¿Y usté? ¿Usté tá prometía pa'casar con alguno de la ciudá?
—No, claro que no. No habría venido hasta aquí de estarlo.
—¿Y su corazón? ¿Le ha perteneció a algún cristiano alguna vé?
—Sí, una vez le perteneció a un muchacho de Buenos Aires.