Melody recorría las estancias de la casona que funcionaba como hospicio. Respiró hondo y absorbió el olor de la pintura con que blanqueabanlas paredes de una nueva habitación donde se alojarían tres ancianos más. En la cocina, la recibió el aroma a pan caliente y a café recién colado, y se le hizo agua la boca. Miró en torno y fijó la vista en el jardín que había medrado de modo notable. La atrajo la frescura que se adivinaba en la fronda de sus árboles y plantas, y se sentó bajo un tilo a abanicarse y a reponerse del calor. Se sintió plena y satisfecha.
En el despacho, Pilar y Lupe se empeñaron en mostrarle las entradas que realizaban semanalmente en los libros contables, y, a pesar de que a Melody la tenía sin cuidado, sus amigas insistían en que prestara atención al destino de las sumas de dinero que entregaba cada seis meses el agente de Blackraven en el Río de la Plata.
—Hemos habilitado un libro para registrar las donaciones —comentó Lupe— ya que en los últimos tiempos hemos recibido muchas y de modo constante.
Más por curiosidad, Melody analizó los registros que comenzaban a finales del año siete.
—Aquí hay un nombre —expresó Melody— que se repite de continuo.
—¿De quién se trata, querida? —preguntó Pilar Montes.
—Rafaela Palafox y Binda. ¿Quién es ?
Le refirieron que la muchacha llevaba una vida retirada en una quinta para el lado de Barracas y que no contaba con amistades entre las familias patricias.
—Rafaela está consagrada al cuidado de una pequeña niña a la que llaman Mimita. Es minusválida. De la mente —explicó Pilarita, con un dedo en la sien—, pero a Rafaela parece importarle poco y, las pocas veces que va al centro, se pasea con ella por la Plaza Mayor como si fuese una pequeña princesa. El 1° de enero la trajo al hospicio y la conocimos. ¡Pobre angelito! Hasta dificultad para caminar tiene.
—Las malas lenguas dicen que es la ilegítima de Rafaela, por mucho que sus tías y su padre quieran hacerla pasar por una recogida.
—¿Cómo es Rafaela?
—Encantadora —se apresuró a contestar Pilar—. Muy generosa, a pesar de los aprietos económicos en los que se encuentra ahora.
—A ti te agradaría, Melody —acotó Lupe.
—Pues quiero conocerla —resolvió.
—Se encuentra en la estancia de su padre, en San Fernando de la Buena Vista. Podríamos visitarla durante vuestra estadía en nuestra casa de San Isidro —sugirió Pilar—. No es un trayecto muy largo el que separa ambas localidades.
—Me parece una estupenda idea —acordó Melody.
El descubrimiento
Día a día, Rafaela advertía los progresos de la estancia que a principios de enero lucía desolada y abandonada. Algunos se debían a su trabajo; la mayoría, al del señor Furia y sus trabajadores, a los cuales empezaba a habituarse más allá de que la intimidaban con sus miradas ambiguas y sus facones. Además de Bamba e Isidoro, "el rastreador", le resultaba familiar el nombre de Torquil, "el marinero", un gales con tatuajes en los brazos que conducía la armadía cuando contrabandeaban ganado al Brasil; o el de Billy, "el rengo", un soldado irlandés, desertor del ejército de Beresford, gran conocedor de las mañas y enfermedades del ganado vacuno; o el de Juan, "al peludo", de aspecto ominoso, con cejas gruesas y pobladas; o el de Modesto, "el entrerriano", al que a veces llamaban "el talabartero " por su habilidad para trabajar el cuero; o el de Buenaventura Buenda un joven hábil para bordonear la guitarra en los fogones; o el de Gabino, "el domador", que andaba con gesto severo desde que, por su culpa, se había producido la estampida.
—Trae cara de velorio —explicó Felisarda a Creóla y a Peregrina, y Rafaela prestó atención— porque Juria le ha prohibió domar a los caballos al modo gaucho.
—¿Y cuál ha de ser ese modo gaucho? —preguntó Peregrina.
—Montándolos hasta quebrarles la voluntad, pobres bestias.
—Artemio dis —apuntó Bamba—, que ansina se echan a perder muchas y buenas monturas.
—¿Y cómo doma el señor Furia a sus caballos? —preguntó Rafaela, y todos se dieron vuelta, sorprendidos por su interés.
—Al modo de los indios —explicó Bamba, y se quedó mirándola—. Esta tarde —reanudó—, si su mercé quiere, la llevo a ver cómo doma Artemio a lo indio.
—¿El señor Furia está domando un caballo de mi tropilla?
—Ansina é.
Rafaela luchaba por olvidar ese nombre, Artemio Furia, que los demás pronunciaban con una liviandad que la exasperaba. En ella, el efecto de esas dos palabras resultaba sobrecogedor. Artemio. Furia. Se levantaba temprano por la mañana pensando en él e imaginaba su rostro antes dormirse por la noche. Se movía por la casa y los alrededores con la intención de encontrarlo, ansiosa, atenta. Su corazón le recordaba de modo constante que ahí estaba, en el costado izquierdo de su pecho, porque no cesaba de palpitar, y, cuando por fin avistaba la silueta del señor Furia, el pulso se le desbocaba en la garganta hasta hacerle doler y dejarla sin habla. Sudaba al tiempo que la boca se le secaba. Jamás había sufrido una alteración semejante por nadie, y cada día cerca de ese hombre acentuaba su vulnerabilidad, su desconocimiento de sí misma. Tenía la impresión de que habitaba en el cuerpo y en la mente de una extraña.
En general, Rafaela adquiría una inusual seguridad en la confrontación con personas a quienes juzgaba inferiores desde un punto de vista no sólo social sino intelectual. ¿Qué cualidad poseía ese hombre, un gaucho analfabeto, para intimidarla al punto de convertirla en una pusilánime? La enfadaba que él siempre mantuviera un aire sereno y reservado, y que la voz no le temblara, en tanto ella asentía y balbuceaba monosílabos. "¡Hombre petulante, soberbio, entonado!", despotricaba de noche contra la almohada. No obstante, y a pesar del desbarate que le provocaba la cercanía de Furia, ella lo buscaba. Sabía que, al caer el sol, lo hallaría en la cocina, sorbiendo los mates que Mencia le cebaba, y masticando pan de centeno. Se presentaba con cualquier excusa. Lo saludaba con un movimiento de cabeza antes de simular ocuparse de algún quehacer, a la espera de que él se dignara a hablarle, lo que no siempre ocurría.
Mimita se sentía igualmente atraída por Furia, con la diferencia de que, en lugar de asustarse, desplegaba una personalidad y unos talentos que Rafaela no le conocía. Furia, por su parte, le prodigaba palabras afectuosas que discrepaban con su voz poco pulida y su aspecto montaraz. Rafaela se quedaba contemplándolos hasta que las palpitaciones se apaciguaban y una sonrisa ligera le curvaba los labios. Él no parecía experimentar aversión por esa criatura tan poco agraciada y torpe; por el contrario, daba la impresión de que la encontraba maravillosa. Una tarde, Furia llamó a Mimita y le ató al cuello un tiento que él mismo había trenzado, con pequeños dijes de hueso en color púrpura. La niña prorrumpió en expresiones de alegría y se abrazó a las piernas del gaucho. Los ojos de Rafaela se pusieron calientes hasta colmarse de lágrimas, que, sin remedio, desbordaron por sus mejillas. Era la primera vez que veía feliz a Milagros, y la confundía pensar que ese momento de magia selo debía a un hombre del que sólo habría esperado actitudes ramplonas y palabras soeces.
Furia movió la cabeza hasta fijar la vista en Rafaela, que deprisa, casi con impaciencia, se secó las lágrimas con las manos. El siguió observándola de ese modo intenso e impertinente que siempre terminaba por obligarla a levantar el rostro para permitirle que la subyugara. En esa ocasión, la expresión de Furia la afectó de un modo especial, algo ocurrió en ese instante que la dejó sin aliento, ella percibió que un cambio había alterado por completo la actitud del hombre. Sus ojos se mostraban francos y parecían decirle: "No llore, Rafaela", con una suavidad que le provocó un temblor. Esbozó una sonrisa que sólo Furia, que la contemplaba con fijeza, habría advertido. Un mutuo acuerdo se había establecido entre ellos, se habían hablado sin necesidad de palabras, compartían un secreto cuando apenas se conocían. Rafaela no comprendía qué estaba ocurriendo, de dónde nacía el impulso de caminar hacia él y acurrucarse contra su pecho de hombre fuerte y digno. Y de repente entendió, como si un golpe de luz hubiese iluminado una parte oscura y tenebrosa a la que nunca había querido acercarse, que Artemio Furia era el hombre que ella siempre había buscado y deseado. Vivir un día con Furia le daba sentido a su vida. Era extraño, él podía ofrecerle lo que había buscado, alegría, apoyo, amor, y, al mismo tiempo, convertirse en su ruina social y moral. Esa noche, cuando las emociones de la tarde menguaron, e, incapaz de dormir, daba vueltas en la cama, se atormentó al reflexionar que Artemio Furia jamás desearía a una mujer como ella Buscaría a una de voluptuosa sensualidad, con el espíritu de la pampa impreso en el carácter, de temperamento libre, sin remilgos, que supiera montar y que no le temiera a las bestias y a casi todo.
No volvió a tener paz desde el día en que descubrió su amor por ese gaucho que hablaba mal y que no sabía leer ni escribir. Sus jornadas se desvanecían en un intento por obtener un atisbo de su figura, un sonido de su voz, una anécdota de su vida. Aguardaba en ansias mortales el momento en que, con cualquier excusa, se presentaría en la cocina para verlo tomar mate con Mencia, a veces en compañía de sus hombres. La atraía el indio Calvú Manque, el cual le parecía tan simpático y abierto como austero y hermético era su amigo. Por él supo que Furia tenía una debilidad: la torta de patay. Al día siguiente, mandó a Babila a la abacería de San Fernando de la Buena Vista a comprar varios kilos de harina de algarroba y horneó la torta mientras Mimita dormía la siesta. Creóla le contó que el gaucho Furia devoró dos pedazos sin hablar. Al tercero, le confesó a Mencia que nunca había comido una torta de patay tan sabrosa.
—¡Debió verle la cara, mi niña —se entusiasmó Creóla—, cuando doña Mencia le dijo que había sido usté y no ella la que la había preparado!
Rafaela quería que su esclava le detallara el gesto del señor Furia, su reacción, qué había dicho y hecho a continuación. Lamentaba haberse perdido la oportunidad de recibir su gratitud y sus halagos. A partir de ese día, no faltó la torta de patay a la hora en que Furia y sus gauchos aparecían en la cocina por mate.
Al caer el sol, Bamba pasó a buscarlas para ir donde Furia domaba el caballo a la usanza de los indios. A poco de andar, Rafaela cayó en la cuenta de que se dirigían hacia la laguna.
—Sí, vamos a la laguna, señorita —confirmó el muchacho—. Nos vamos a escuender tras los caldenes pa'no espantar al caballo. Artemio me mataría.
Creóla se tapó la boca para contener una risotada al ver el sonrojo de su ama ante la figura semidesnuda de Artemio Furia, que se había quitado la camisa y el chiripá; llevaba sólo los calzones e iba descalzo. Tenía el pelo atado en una coleta mientras un tiento le sujetaba los mechones que le caían sobre la frente. Después de la turbación, Rafaela fue acostumbrándose al torso desnudo y sorbió su imagen con la avidez de un sediento. Él sabía que estaban allí, tras los troncos de los árboles, pero no dijo nada. Se lo veía más sereno que de costumbre, se movía con lentitud, y su actitud poco a poco contagió el ánimo de Rafaela.
Bamba, en susurros, explicaba las distintas fases de la doma. Furia sobaba al animal en las verijas, en la cruz, en el cuello, en las babillas y en las paletas para desembarazarlo del cosquilleo. Le pasaba un cojinillo, una especie de manta de vellón que se colocaba bajo la montura, o recado, como la llamaban los paisanos, para habituarlo a la textura. Si el animal se inquietaba, Furia detenía el manoseo y le hablaba. A cierta distancia, abrió y cerró varías veces unas tijeras, cuyo sonido perturbó al caballo al punto de encabritarlo. Furia sujetó el lazo y lo obligó a apoyar los cuartos delanteros en el suelo hasta ponerlo de rodillas. Creóla advirtió que su ama entreabría los labios y cesaba de pestañear al atestiguar la fuerza de esos brazos, cuyos músculos y tendones se estiraban e inflamaban bajo la piel bronceada y sudorosa.
—¿Por qué hace ruido con las tijeras? —quiso saber Creóla.
—Pa'que el pingo no se espante cuando le tusen las crines y la cola.
Después de apaciguarlo, Furia condujo al caballo a la laguna. El animal dudó en la orilla, no quería entrar, piafaba y sacudía la cabeza.
Según Bamba, le temía al agua porque sabía que, en las proximidades, siempre se hallaban sus depredadores. Con paciencia, hablándole y acariciándolo, Furia consiguió que entrase. Lo guió hasta donde el agua lo cubría casi por completo —sólo la cabeza quedaba fuera— y lo montó. La reacción fue inmediata: el animal corcoveó y relinchó. Parecía desesperado. En cada corcoveo, hundía el hocico, y el agua le ingresaba por los ollares y las orejas, lo que lo fastidiaba aún más que el peso en el lomo. Bastaron unas inmersiones para que eligiera estarse quieto. Resoplaba y batía la cabeza, hacia los costados. Furia, inclinado sobre la cruz, lo palmeó y le habló en voz baja. Pasaron largos minutos hasta que por fin jinete y caballo abandonaron la laguna. De las alforjas que descansaban al pie de un árbol, Furia tomó un puñado de azucarillos y se los dio de comer al animal como recompensa por el buen trabajo. Así terminaba la sesión de doma por ese día, y Rafaela pensó que se había tratado de unos de los espectáculos más interesantes y atractivos que había visto.
—Bamba —lo llamó Furia—, átalo al ñandubay cercano al cobertizo. Dale poco ronzal, pa'que no coma el herbaje.
El muchacho salió corriendo para cumplir el mandato, y dejó solas a Rafaela y a Creóla, que observaban a Furia secarse malamente y echarse encima la camisa y calzarse las botas de potro.
—Volvamos a la casa —le susurró a su esclava.
—¡Señorita! —se escuchó la voz del hombre—. Quisiera hablarla —dijo, y se acercó.
—¿Por qué no quiere que coma el herbaje? —le preguntó Creóla, cuando lo tuvo a tiro.
—Lo que dure la doma —explicó el hombre—, sólo yo le doy de comer y de beber, pa'que aprienda a rispetarme y a confiar en mí —mientras habló, todo el tiempo miró a Rafaela—. Es un güen pingo.
—¿Por qué está domándolo?
En lo que iba del día, era la primera vez que escuchaba la voz de la joven Palafox. Lo afectaba su timbre profundo, más bien grave, y pulido; le hacía pensar en una mujer inteligente y culta. Como de costumbre, se aproximó a ella con la intención de absorber cuanto pudiera del perfume que desprendía su cuerpo, que lo alcanzó como una caricia apenas perceptible antes de desvanecerse en la brisa del crepúsculo.