Me encontrarás en el fin del mundo (11 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Entonces oí pasos en la escalera. Me giré bruscamente porque pensé que era Jane y me choqué con Luisa Conti, que subía del sótano con un montón de platos de porcelana en las manos. Vi a cámara lenta cómo la vajilla caía al suelo y se rompía en mil pedazos.

En esos tiempos se podía comprar en el Duc de Saint-Simon —¡y solo allí!— la vajilla Eugénie, que se fabricaba en Limoges expresamente para el hotel. Muchos clientes aprovechaban para comprar el valioso
souvenir
decorado en tonos burdeos y dorados.

Me quedé mirando el montón de fragmentos a sus pies como si fuera Hamlet ante la calavera. Aquello era el apoteósico final de una representación horrorosa.

—¡Oh, no! —Mademoiselle Conti contempló perpleja la porcelana rota—. ¡Una vajilla tan cara! —Se agachó y empezó a recoger los trozos a toda prisa—. ¡Dios mío, qué mala suerte! Voy a tener problemas.

Yo desperté de mi letargo.

—Espere, la ayudaré —dije, y me arrodillé a su lado—. Tenga cuidado, los bordes son muy afilados.

Nuestras miradas se cruzaron por un instante mientras recogíamos todo sin hablar. ¿Qué se podía decir?

—Ha sido culpa mía —dije al final abochornado, y miré fijamente el trozo de porcelana bellamente decorado que tenía en la mano. Una y otra vez veía ante mí a June enfurecida, sus palabras resonaban aún en mis oídos. En ese momento me habría gustado que se abriera la tierra y me tragara. Pero me puse de pie e intenté sonreír, pero ni siquiera eso me salió bien.

—¡Bueno, se ve que hoy no es mi día!

Luisa Conti también se había incorporado. Me miró durante unos segundos en silencio, pero sus ojos ocultos tras las gafas oscuras no dejaban ver lo que estaba pensando. Probablemente estuviera enfadada con el idiota que perturbaba la distinguida paz de su hotel. Pero se pasó la mano un par de veces por la falda azul oscuro y dijo:

—Lo siento mucho por usted. —Parecía sincera, pero tal vez solo sabía controlarse muy bien.

—¡No, no! —Alcé las manos con gesto de rechazo—. Soy yo quien lo siente. Pagaré la vajilla rota, no se preocupe por eso. Lo arreglaré.

Una leve sonrisa cruzó el rostro de mademoiselle, pero yo la había visto. Al menos había hecho algo bien, por insignificante que fuera.

Ese triste día de marzo la bella y celosa June no salió a toda prisa solo del Duc de Saint-Simon, sino también de mi vida. Mis intentos de volver a conquistarla, al principio suplicantes y amargados, después vagos y sin entusiasmo, fueron en vano.

Miss June se encerró en un silencio glacial.

Poco tiempo después supe, por una amiga, que había regresado a Londres.

Había pasado un año desde entonces. Pero el tiempo no solo cura las heridas, también nos hace ver el pasado de una forma especial. Llega un momento en que solo se recuerdan las cosas buenas que se han perdido para siempre.

¿Se habían perdido?

¿Sería posible que June hubiera regresado al sitio donde nuestra historia había terminado de un modo tan abrupto? ¿Habría escrito ella las misteriosas cartas? ¿Me había perdonado por algo que, paradójicamente, yo no había hecho? ¿Había podido más la razón que la rabia? Al fin y al cabo, la autora de las cartas había admitido que también había sido «culpa suya».

Pensativo, le sonreí al cuero verde que cubría el escritorio. En mi próxima carta le iba a hacer a la Principessa un par de preguntas…


Jean-Luc… on y va?
¿Hola? ¿Nos vamos? ¿O mejor pasamos el día en la recepción en compañía de esta encantadora dama?

Noté una mano en el hombro y volví a la realidad. Bittner había acabado su interminable conversación telefónica y era otra vez un seductor.

—En realidad, la encantadora dama no tiene tiempo —replicó mademoiselle Conti con desdén.

Bittner sonrió, y sus ojos marrones se mantuvieron fijos en ella demasiado tiempo.

—Una lástima, una lástima. ¿Tal vez en otra ocasión?

—Tal vez.

—Le tomo la palabra.

¡¿Dios mío, qué era eso?!

Puse los ojos en blanco y esbocé una sonrisa forzada. Por primera vez en mi vida tenía el dudoso placer de ser un «tercero». No era un buen papel. Si dijera que noté que sobraba me quedaría corto, y en ese momento me propuse luchar para que ese desagradecido papel desapareciera para siempre de cualquier guion.

—Creo que deberíamos marcharnos, si no va a cerrar la cocina.

Ni siquiera a mí se me escapó lo pueril de mis palabras, pero tuvieron el efecto deseado. Bittner se dispuso a marcharse con un alegre «¡Hasta esta tarde!» y yo por fin pude preguntar lo que estaba esperando:

—¿Y? —Lancé a mademoiselle Conti una mirada expectante—. ¿Jane o June?

Ella se encogió de hombros.

—En realidad no sabría qué decirle. Fue una conversación muy breve. Pero estoy segura de que solo pudo ser una de las dos, June o Jane.

June o Jane. ¡Qué más daba! Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que tuviera a la Principessa en el anzuelo. El pececito nadaba todavía seguro. Pero pronto lo sacaría del fondo del mar para traerlo a tierra.

8

Por la tarde di un largo paseo con Cézanne.

Cuando avanzaba por uno de los caminos laterales de tierra que discurren bajo los grandes árboles de las Tullerías estaba ya anocheciendo, y noté cómo poco a poco me iba invadiendo la tranquilidad. Respiré la fragancia de las flores de los castaños de Indias, observé a mi perro, que trotaba contento delante de mí, y por un momento tuve la sensación de formar parte de un cuadro de Monet, tan idílico era todo.

Cézanne vino corriendo hasta mí y saltó contento a mi lado. Yo sonreí agradecido. Lo mejor de un perro es que siempre te perdona y nunca está ofendido. Eso lo diferencia de un gato o de casi todas las mujeres.

No me había dejado ver en todo el día, desde el jueves no había podido hablar conmigo casi nadie, y a pesar de todo, cuando hacia las seis llamé por fin al timbre de la casa de madame Vernier, dentro se oyó un alegre ladrido y Cézanne me saludó casi tan efusivo como mi vecina, que se interesó por mi golpe en la cabeza y me preguntó si podía hacer algo más por mí.

Tuve que pensar un poco antes de adivinar a qué se estaba refiriendo. Luego me llevé la mano al bulto de la cabeza haciendo un gesto de rechazo como si fuera un superhéroe.

A la vista de todo lo que había ocurrido
después
de que la mancuerna de madame Vernier me golpeara en la cabeza, esa pequeña lesión carecía de importancia.

En el Café Marly, que está bajo las arcadas del Louvre, se encendieron las luces. Fuera, en la terraza que da al parque, todavía había algunos clientes sentados. Una ligera brisa jugaba con la bandera roja que cuelga ante el muro de arenisca y en la que aparece el nombre del restaurante con caracteres chinos.

Antes me gustaba ir allí. Sobre todo por la tarde, cuando oscurece, resulta mágico ver desde el restaurante las esculturas iluminadas del patio interior del Louvre.

Pero la magia necesita un cierto silencio para ser percibida, y hoy ya no es fácil encontrarlo en el Marly. La música suena demasiado fuerte, se oyen los gritos de los clientes exaltados, y la carta —una curiosa mezcla de cocina franco-italiana-tailandesa-americana en la que destaca la «hamburguesa» (las he comido mejores en las cadenas por todos conocidas, si bien a un precio bastante más bajo y sin descomponer en sus diversas partes
à la nouvelle cuisine
)— no me convence del todo.

¿Eran las consecuencias de la globalización? ¿O se trataba de un guiño inequívoco a los turistas de todo el mundo?

Sea como fuere, al Louvre no parece importarle, la localización del café es única y cuando uno se acerca a él, como hacía yo en ese momento, siente ganas de entrar y formar parte de él.

Sujeté a Cézanne por la correa. Los taxistas que querían cruzar a la otra orilla del Sena pasaban por delante de la pirámide de vidrio traqueteando por el adoquinado y atravesaban las arcadas del Louvre para llegar al Pont du Caroussel. Yo también tomé ese camino.

Esa noche quería irme pronto a la cama, naturalmente no sin antes mirar mi correo para ver si la ocupadísima Principessa me había mandado algún saludo.

Curiosamente, desde que tenía la sospecha de que era June la que se escondía detrás de todo ese asunto me sentía más tranquilo, y esa noche no iba a haber más acontecimientos imprevistos, al menos eso era lo que parecía.

Después de una opulenta comida con Bittner, quien a) quería hacer un calendario con los cuadros de Julien y b) no me dejó tranquilo con su «la-chica-de-la-recepción-es-muy-agradable-y-no-está-nada-mal», cogí el metro para ir a Champs de Mars a ver a Soleil Chabon, tal como le había prometido. Para mi sorpresa, la puerta se abrió al primer timbrazo. Soleil, haciendo honor a su nombre, me recibió con un caftán rojo que llegaba hasta el suelo y una sonrisa radiante. En su diminuta cocina preparó con delicados movimientos un té para los dos, y me dijo que la crisis había pasado, que esa mañana se había levantado muy temprano y había vuelto a pintar.

—¡Pobre! —dijo—. Te he vuelto loco, pero de verdad que creía que ya no iba a ser capaz de pintar nada más. —Sirvió el té y se sentó a mi lado en el enorme sofá gris en el que ya estaba echada Onionette.

Soleil la acarició un par de veces.

—Me alegré mucho de que vinieras —dijo luego como si le estuviera hablando a su gata—. Ha significado mucho para mí.

—Para mí también —dije yo—. Para eso están los amigos.

Estuvimos un rato sentados en el sofá, Soleil, Cebollita y yo, y de pronto me pregunté cuál es la diferencia entre la amistad y el amor y qué papel desempeña el sexo en todo eso.

—¿Todo lo demás está bien? —No quería indagar en su vida privada más de lo necesario.

Soleil volvió la cara hacia mí.

—Sí —contestó, y asintió un par de veces—. Muy, muy bien. —Sonrió, luego se puso de pie de un salto.

—¡Ven, tengo que enseñarte una cosa!

Cruzamos su estudio, pasando por delante de la cama revuelta junto a la que yo había estado la noche anterior como un sonámbulo, y se detuvo delante de su caballete.

—¿Y bien? ¿Qué me dices?

Cogí aire con fuerza. Mi mirada se deslizó por el retrato de una mujer de piel clara con un vestido rojo vino. Estaba de perfil delante de una cortina rojo oscuro y miraba muy seria una pared en la que había muchos papeles colgados. En la mano izquierda sostenía una copa de vino que en ese momento se estaba llevando a los labios, que todavía estaban cerrados. El vino de la copa era del mismo color que sus labios. Con la mano derecha, dirigida hacia el observador, se tocaba en un gesto casi infantil su abundante pelo de rizos prerrafaelitas recogido en la nuca. Era como si acabara de tomar la decisión de hacer algo. O como si acabara de hacer algo. Estaba decidida, solo la mano del pelo parecía más tensa. El cuadro era magnífico.

—¡Soleil, es maravilloso! —dije con voz apagada—. ¿Quién es esa mujer?

—Es una mujer que quiere algo y todavía no sabe muy bien cómo conseguirlo —dijo Soleil—. Como yo.

Asentí. Pensé en la Principessa. En June. Y no solo en June. La mujer del cuadro parecía querer decirme algo. Pero ¿qué?

Cuando media hora más tarde Soleil me acompañó contenta hasta la puerta y me volvió a asegurar que había recuperado la creatividad y que se alegraba mucho de su exposición, vi en su cómoda algo que en un principio pensé que era un cruasán seco. Lo cogí e hice una broma sobre los pobres artistas que no podían comprarse comida. Entonces vi que el supuesto cruasán seco era en realidad una pequeña figura humana hecha con miga de pan.

Y esa figura tenía una aguja clavada en el centro del cuerpo.

—¿Qué diablos es esto?

Soleil me lanzó una enigmática sonrisa.

—Un muñeco de miga de pan —dijo.

—¿Un hombrecillo de pan? —Me reí.

—Sí… vudú. —Con su caftán largo, Soleil parecía una gran sacerdotisa africana. Cogió la figura de pan y la volvió a dejar sobre la cómoda con mucho cuidado—. Ya sabes… tenía problemas sentimentales. Estaba muy mal. Y entonces me acordé de la magia de los muñecos. —Hizo una pausa dramática, y yo intenté en vano reprimir una carcajada.

—¡No, no te rías! Ya verás. —Miró el muñeco de pan con gesto fervoroso—. Le he clavado una aguja en el corazón para que se enamore de mí.

—¡Vaya, Soleil, eres una auténtica brujita, me das miedo! ¿Pero no prefieres buscarte un hombre que te quiera sin tener que recurrir a la magia? —Sonreí—. Seguro que eso no funciona… al menos aquí, en el París de la Ilustración.

Soleil me miró, y sus ojos oscuros centellearon.

—Creo que ya ha funcionado —dijo muy seria y se enrolló un rizo negro entre los dedos.

¡Dios mío, a veces Soleil era tan especial!

—Bueno, entonces ya no puede salir nada mal. Espero estar invitado a la boda. —Abrí la puerta y sacudí la cabeza con incredulidad. ¡Muñecos de pan! ¡De verdad! ¡Qué ingenuo hay que ser, qué enamorado hay que estar para llenar de agujas un trozo de pan con la esperanza de que surta algún efecto!

Bueno, cada uno tiene sus propios rituales cuando se trata de cuestiones amorosas. Unos lanzan sus ruegos al universo, otros prueban con el elixir del amor. Yo soy más bien escéptico.

Cuando iba sentado en el metro atiborrado de gente que cruzaba París a toda velocidad por debajo del suelo y me llevaba de vuelta a casa, me sentí contento de no ser yo el hombrecillo de pan que estaba ahora sobre la cómoda de Soleil con el corazón taladrado. ¡Quién sabe dónde podría clavar la bella sacerdotisa las agujas si el elegido la rechazaba!

Así, pensé con agrado en Soleil, enferma de amor y algo trastornada, sin imaginar que las redes plateadas de Circe también se estrechaban cada vez más alrededor de mi corazón.

No había noticias de la Principessa.

En realidad no me esperaba otra cosa, a pesar de lo cual me sentí algo decepcionado. En cambio había en el contestador un mensaje de Aristide, que me invitaba el jueves a una «pequeña cena entre amigos». No me sorprendió que también hubiera preguntado a Soleil y Julien si querían ir.

Los
jeudis fixes
de Aristide eran siempre muy divertidos y desenfadados, con invitados de todo tipo. Cuando uno llegaba, en principio nunca había nada preparado, pero todos los invitados recibían una copa de vino y un cuchillo y se sentaban a la enorme mesa de la cocina. Hablaban, discutían, gastaban bromas sobre monsieur «Bling Bling», como se llamaba a Nicolas Sarkozy por su gusto por los accesorios caros, mientras pelaban espárragos, patatas o lo que hubiera de cena.

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