Empezaba a clarear cuando, con el corazón encogido, envié el mensaje. Debo reconocer que dudé un instante al escribir la última frase. No porque no lo sintiera de verdad, sino porque me sorprendió comprobar que en esta carta había utilizado por primera y única vez en muchos años la palabra amor. Sí, Aristide lo supo enseguida, todos los que me vieron esos días lo sabían, y ahora —¡por fin!— lo sabía yo también.
Me temía que, si esa carta quedaba también sin contestar, la más bella historia de amor del mundo habría llegado a su fin sin remedio. En ese caso ya podía tirar la pequeña máquina blanca al Sena e ingresar en un monasterio tibetano.
Pero antes de renunciar a todo necesitaba un buen café.
Me sentó bien notar cómo el líquido oscuro y dulce que me bebí a grandes tragos bajaba por mi cuerpo, pero tampoco me hizo despertarme del todo. Me sentía tan agotado como la bayeta de Marie-Thérèse cuando al terminar de fregar la retuerce con fuerza para exprimir hasta la última gota.
Cuando volví al ordenador y me dejé caer en el sillón estaba terriblemente cansado.
¡Pero de pronto me sentí despierto y feliz, y habría arrancado de cuajo todos los árboles del Jardin du Luxembourg!
¡La Principessa había contestado!
Nunca he abierto un email con tanta prisa, nunca he leído con tanta avidez. Cuando vi el asunto se me paró el corazón, pero enseguida sonreí con alivio y sentí grandes ansias de seguir leyendo.
Repasé el email de la Principessa diez, quince veces, no podía dejar de hacerlo. Era como si alguien hubiera iluminado la noche con un gran sol, y de hecho cuando leí la carta por última vez el sol ya entraba por la ventana y se reflejaba en mi escritorio.
Asunto:
¡Mi última carta al Duc!
Mi querido Duc:
No, no puede ser que los gusanos de los cementerios de París no tengan nada que comer en su cuerpo y al final mueran de inanición, lo reconozco. Los pequeños bichitos deben darse un banquete cuando usted, mi querido Duc, llegue a su tumba feliz y bien alimentado. Pero eso será dentro de muchos, muchos años, pues yo no estoy dispuesta a renunciar a su compañía.
¡Ay, mi querido Duc! Bromeo, pero en realidad tengo el corazón desbordado.
Debo admitir que su última palabra me ha dejado sin habla. Jamás en mi vida he recibido una carta así. Sus palabras recorrieron mi cuerpo como una corriente de calor y llegaron hasta los capilares más finos.
Ha sido el mejor regalo que me podía hacer, y con ello no me refiero a la rendición sin condiciones de un Duc que sabe manejar con destreza su florete, sino a su corazón.
Su maravilloso corazón herido por las flechas del amor.
La acepto con agrado.
Y ahora que he escuchado por fin las palabras que han abierto la última cámara de mi temeroso y orgulloso corazón, debo decirle que, por desgracia, esta será la última carta que la Principessa le escriba al Duc.
Nuestro juego ha terminado, y el Duc y la Principessa tendrán que despojarse de sus disfraces, cogerse de la mano, besarse e iniciar juntos un paseo por la vida real, sea esta cual sea.
Así que le digo
«adieu»
, mon Duc, y susurro con cariño tu nombre: ¡Jean-Luc, querido!
¡Y ahora escucha bien! Te voy a plantear una última adivinanza que te llevará hasta tu Principessa, que cerrará esta cuenta de correo en cuanto haya enviado este email. No lo vamos a necesitar más.
Me encontrarás en el fin del mundo… si bien el fin del mundo no es siempre el final del mundo. Ve allí dentro de tres días, el 16 de junio, a la hora azul.
Me despido hasta entonces, con el más delicado de todos los besos, por última vez como
Su Principessa
Con el tiempo pasa una cosa muy extraña.
Domina nuestra vida más que ninguna otra dimensión. En realidad todo gira en torno al tiempo que tenemos, el tiempo que no tenemos, el tiempo que nos queda. Ese es el tiempo real. Un día, diez meses, cinco años. Pero luego está también el tiempo que percibimos, que es el hermano caprichoso del tiempo real. Es el que hace que una hora de espera dure treinta y cinco horas y que, en cambio, la hora que nos queda para hacer algo importante quede reducida de pronto a ocho minutos.
Se nos escapa, nos persigue, y solo existe un punto en el que nosotros controlamos el tiempo. Son esos escasos momentos en los que estamos inmersos en el tiempo y por eso no lo notamos. Entonces lo dejamos en suspenso, detenemos todas esas pequeñas ruedecitas que tan bien encajan unas con otras, y vamos en punto muerto por la vida.
Son los momentos del amor.
No sé cuánto tiempo estuve sin moverme, conmocionado por la felicidad, delante de la carta de la Principessa. En algún momento di un salto y bailé por toda la casa como Zorba el griego, a la vez que soltaba de vez en cuando un «¡Sí!» de triunfo.
Cézanne daba vueltas a mi alrededor sin dejar de ladrar, compartía mi euforia, aunque supongo que por otros motivos.
Y así bajamos las escaleras locos de contentos, cruzamos el portal pasando al lado de madame Vernier, que a la vista de mi buen humor soltó un sorprendido «
Bonjour!
», correteamos por el parque, y Marion, que ya me esperaba en la galería, expresó perfectamente cómo me sentía.
—¡Dios mío, Jean-Luc, cómo has cambiado! —dijo—. ¡Eres un hombre nuevo!
Sí, yo también lo notaba, era el elegido de los dioses y todo, todo me iba a salir bien. Había resuelto enseguida el pequeño enigma de la Principessa, y tenía todo el fin de semana para hacer mis averiguaciones.
Si «el fin del mundo», el
au bout du monde
, no estaba en el fin del mundo, como decía la Principessa, seguro que estaba en París. Y entonces solo podía ser un café o un restaurante que yo tenía que encontrar. Una tarea muy sencilla para un descendiente del famoso Jean-François Champollion, pensé con orgullo.
Pero me había equivocado otra vez. Por última vez.
Si los últimos cinco días sin la Principessa habían transcurrido como los últimos cinco años de un viejo solitario para quien no pasa el tiempo, luego comprobé con horror que los tres días que quedaban hasta mi cita con la bella desconocida se me escapaban entre los dedos como arena del desierto.
Y cuando el lunes por la mañana todavía no sabía dónde estaba el fin del mundo, donde tenía que presentarme al anochecer, a «la hora azul», como había escrito la Principessa, me entró tal pánico que tuve que contenerme para no parar a la gente por la calle para preguntar por el Au Bout du Monde.
Había buscado en todas partes. Primero saqué muy convencido la guía telefónica del pequeño armarito del pasillo, pero no aparecía ningún Au Bout du Monde. Llamé a información y discutí con la impertinente mujer del otro lado de la línea porque me pareció que no buscaba con suficiente interés. Recurrí a la pequeña máquina blanca y escribí las palabras mágicas en el buscador. Salieron trescientas mil sesenta y dos entradas. Había de todo, desde agencias de viajes hasta clubes de alterne. Pero no existía lo que yo buscaba, y habían pasado otras cuatro horas.
Llamé a Bruno, que se alegró por mí de que la Principessa se lo hubiera pensado mejor, pero él tampoco conocía ningún Au Bout du Monde, aunque tuvo la brillante idea de que tal vez podría tratarse de un bar de copas, «por lo de la hora azul, es la hora de los cócteles, ¿no?». No me sirvió de mucho.
Marion creía recordar que el Au Bout du Monde era una discoteca que estaba en el Marais. Julien d’Ovideo consideró que era el nombre de un lugar de encuentro de artistas del grafiti en los suburbios, y Soleil preguntó si no me habría equivocado y se trataba en realidad de algún lugar de Zanzíbar. Luego se ofreció de nuevo a hacerme un hombrecillo de pan.
Aristide, en quien había puesto mis últimas esperanzas, había desaparecido. No le localicé ni en su casa ni en el móvil.
La solución al enigma llegó de quien menos lo esperaba.
Ese lunes marcado por el destino quedé a mediodía con Julien y Soleil en el Duc de Saint-Simon para descolgar los cuadros de la exposición. Me quedaban seis horas para encontrar el fin del mundo. Y cada vez estaba más nervioso. Mademoiselle Conti estaba sentada en la recepción del hotel, como siempre, y en mi desesperación decidí preguntarle también a ella.
—¿El Au Bout du Monde? —repitió muy despacio, y yo ya me imaginaba la respuesta—. Lo conozco bien. Es una pequeña librería especializada en viajes que está muy cerca de aquí.
La miré como si fuera mi hada madrina y sonreí con incredulidad.
—¿Está usted segura? —pregunté.
Ella se rio de mi asombro.
—Claro que estoy segura, monsieur Champollion. Hace unos días encargué allí unos libros. Si quiere le puedo acompañar hasta allí cuando usted acabe lo que está haciendo.
—¡Gracias! —exclamé con excesivo entusiasmo, y en ese momento me habría gustado abrazar a la pequeña Luisa Conti, enfundada en su traje de chaqueta azul oscuro. ¡Quién iba a pensar que el fin del mundo estaba tan cerca! La felicidad estaba a la vuelta de la esquina.
—Pronto voy a dejar el Duc de Saint-Simon —dijo mademoiselle Conti mientras avanzábamos por la estrecha Rue de Saint-Simon.
—¡Oh! —dije, y la miré sorprendido—. Quiero decir… ¿y eso?
Ella sonrió.
—El trabajo en el hotel era provisional. Después del verano iré por fin a la Sorbona. Literatura francesa.
—¡Oh! —dije otra vez. No era muy ingenioso, pero nunca se me había ocurrido pensar que la presencia de mademoiselle Conti en la recepción del Duc de Saint-Simon pudiera ser temporal. Bueno, en realidad nunca había pensado demasiado en mademoiselle Conti, por qué iba a hacerlo, pero me impresionó que fuera a ir a la Sorbona. Me acordé de la animada conversación que habían mantenido Aristide y ella la noche de la inauguración. ¡No, mejor no recordarla!
—¿Se ha quedado mudo? —Mademoiselle Conti me miró con cara de satisfacción. Sus ojos brillaron tras las gafas oscuras. Me pareció más relajada que de costumbre, tal vez la perspectiva de ocupar su nueva plaza la había puesto de buen humor. Era evidente que poco a poco todos iban teniendo algún motivo para alegrarse.
—¡No, no! —dije sonriendo también—. Es estupendo. Solo estoy sorprendido… La voy a echar de menos.
La miré y pensé que iba a ser así. Se me iba a hacer raro ir en el futuro al Saint-Simon y ver a otra mujer sentada en la recepción. Una mujer que no cambiaba los nombres continuamente y siempre lo sabía todo mejor que nadie. Una mujer que pudiera distinguir entre Jane y June. Una mujer que utilizara un bolígrafo en vez de una pluma Waterman que deja manchas de tinta. Al fin y al cabo habíamos vivido algunas cosas juntos durante ese año. Tuve que sonreír. Antes de caer en el sentimentalismo, algo que atribuí a mi situación de fuerte tensión emocional, añadí:
—Y monsieur Bittner… ¡se va a poner muy triste!
Unos pasos más allá miré intranquilo el reloj.
Eran las cinco y media, tenía tiempo todavía.
Habíamos pasado la tarde embalando y preparando los cuadros. El amable tamil que normalmente hacía el turno de noche y ese día había llegado antes nos echó una mano, y hacía un cuarto de hora que Julien se había marchado con su furgoneta. Soleil iba sentada a su lado tan feliz.
—
Bonne chance!
—me susurró con disimulo al oído al despedirse. Luego la vimos agitar la mano por la ventanilla, hasta que Julien torció por el Boulevard Saint-Germain. Me quedé mirándolos emocionado. Yo también tenía mariposas en el estómago.
¡Por fin me dirigía hacia el fin del mundo, hacia mi bella desconocida! El corazón me latía con más fuerza a cada paso que daba.
En cierto modo hasta me alegraba de que mademoiselle Conti estuviera conmigo. El callado clac-clac de sus tacones tenía algo tranquilizador, sí, me daba seguridad, y me ayudaba a afrontar el camino, que no era muy largo.
Entretanto Luisa Conti me iba hablando de un libro sobre trenes famosos y viajes en ferrocarril que había encargado en Au Bout du Monde, y del viaje en el Orient-Express que se puede hacer todavía hoy. Yo asentía contento, aunque mis pensamientos estaban en otra parte.
De pronto volví a ver a la mujer rubia del andén de la Gare de Lyon, las frases de la última carta de la Principessa aparecieron ante mis ojos, frases a las que les faltaba una voz femenina, y todo esto se mezcló con el parloteo de Luisa Conti sobre un viaje de París a Estambul.
Miré el reloj con disimulo. Habían pasado tres minutos.
—¿Está muy lejos? —pregunté.
Mademoiselle Conti sacudió la cabeza.
—No, enseguida llegamos.
Solté un suspiro sin querer, y mi acompañante volvió a menear la cabeza, esta vez con una sonrisa divertida.
—¿Qué le pasa hoy, monsieur Champollion? Nunca le había visto tan nervioso. La librería está abierta hasta las siete.
¿Cómo era eso de que el corazón desbordado suelta la lengua?
—¡Ay, mademoiselle Conti, si usted supiera! No quiero comprar ningún libro —me oí decir.
Y le conté a la joven del traje de chaqueta azul, que me miraba con atención, lo que buscaba realmente en Au Bout du Monde. Las palabras brotaban por sí solas, los nervios me hacían hablar atropelladamente, y cuando cinco minutos más tarde estábamos delante del fin del mundo, Luisa Conti se había convertido en mi mejor amiga.
—¡Dios mío, qué emocionante! —susurró mientras yo abría la puerta de la pequeña librería—. Espero que encuentre lo que busca.
Me sonrió con complicidad. Luego desapareció en la parte posterior de la librería para recoger el libro que había encargado.
Cogí aire con fuerza y miré alrededor.
El Au Bout du Monde era lo más opuesto a una librería tradicional. Era un sitio fascinante.
Lo primero que vi fue una estatua, una reproducción de la altura de un hombre del David que está en la Piazza della Signoria en Florencia. Había pequeños sofás y mesitas en los que se podía tomar té o café, naturalmente productos de comercio justo. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de madera oscura, los libros más valiosos estaban guardados en armarios acristalados antiguos, y en los pocos espacios que quedaban libres colgaban pinturas de países lejanos que hacían sentir cierta nostalgia. Los preciosos libros de fotografías que había por las mesas no se encuentran en las grandes cadenas de librerías.
Pero lo más peculiar era el olor que había en la tienda: olía al sur.