Maurice (4 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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Tenía razón; el doctor Barry, que había sido un Don Juan en sus tiempos, no soportaba que le sucedieran los jóvenes. El pobre Maurice se tropezó con él de nuevo. Había estado despidiéndose de la mujer de su profesor, que era bastante agraciada y muy amable con los muchachos mayores. Se dieron la mano afectuosamente. Al darse la vuelta, oyó al doctor Barry decir:

—Bien, Maurice; una juventud irresistible, tanto en el amor como en la guerra.

Y captó su cínica mirada.

—No sé lo que quiere decir, doctor Barry.

—¡Oh, vosotros los jóvenes! No se os derretiría la manteca en la boca en esta época. ¡No sabes lo que quiero decir! ¡Mogigaterías delante de unas faldas! Sé sincero, hombre, sé sincero. No engañas a nadie: Una mente sincera es una mente pura. Soy médico y viejo y por eso te digo esto. El hombre ha nacido de mujer y debe ir a la mujer si es que la raza humana ha de continuar existiendo.

Maurice miró fijamente a la esposa del profesor, que se alejaba, experimentando una violenta repulsión hacia ella, y enrojeció: se había acordado de los diagramas del señor Ducie. Una cierta congoja —nada tan bello como la pena— surgió en la superficie de su mente, desplegó su torpeza, y se hundió de nuevo. Maurice no se preguntó a sí mismo sobre la verdadera naturaleza de tal congoja, pues aún no había llegado su hora, pero el indicio era sobrecogedor, y, aunque él era un héroe, deseó ser de nuevo un niño, y pasear siempre semidespierto por la orilla del mar incoloro. El doctor Barry continuó adoctrinándole, y bajo el ropaje de unas formas amistosas, dijo muchas cosas que le causaron dolor.

V

Eligió un «college» recomendado por su principal amigo del colegio, Chapman, y por otros sunningtonianos, y durante el primer año se las arregló para mantenerse bastante al margen de la vida universitaria, que le resultaba extraña. Pertenecía a un club de antiguos alumnos y jugaban, tomaban el té y comían juntos, conservando sus costumbres y su argot, se sentaban codo con codo en el comedor, y caminaban cogidos del brazo por las calles. De cuando en cuando se emborrachaban y presumían misteriosamente de mujeres, pero su objetivo continuaba siendo estar entre los cinco primeros, y algunos continuaron así toda la vida. No había peleas entre ellos y los otros estudiantes, pero formaban un grupo demasiado compacto para ser popular, y demasiado mediocre para dirigir, y no se molestaban en arriesgarse a conocer a los que procedían de otros colegios. Todo esto se ajustaba muy bien a Maurice, que poseía una pereza congénita. Aunque no se resolvió ninguno de sus problemas, no se añadió ninguno nuevo, lo que ya es algo. La calma continuaba. Se veía menos asediado por pensamientos carnales. Permanecía quieto en la oscuridad en lugar de buscar a tientas en ella, como si ése fuese el fin para el que cuerpo y alma habían sido tan dolorosamente preparados.

Durante su segundo curso experimentó un cambio. Se había trasladado al
college
y éste comenzaba a asimilarlo. Podía pasar los días fuera, pero cuando llegaba la noche y las puertas se cerraban tras él comenzaba un nuevo proceso. Aunque era aún un novato, hizo un importante descubrimiento: los adultos se comportaban entre sí educadamente, a menos que hubiese una razón para lo contrario. Algunos veteranos del tercer curso fueron a visitarle a sus habitaciones. Él esperaba que rompieran sus láminas e insultaran la fotografía de su madre, y cuando no lo hicieron dejó de planear cómo debería romper algún día las suyas, con lo cual se ahorró mucho tiempo. Y la actitud de los profesores era aún más notable. Maurice sólo estaba esperando una atmósfera así para suavizarse. No disfrutaba siendo cruel y rudo. Esto iba contra su naturaleza. Pero en el colegio era necesario, o hubiera quedado debajo, y había supuesto que sería aún más necesario en el más amplio campo de batalla de la universidad.

Una vez dentro del
college
, sus descubrimientos se multiplicaron. Las personas se transformaron en seres vivos. Hasta entonces, había supuesto que
eran
lo que él
pretendía
ser —lisas piezas de cartón sobre las que se dibujaba una imagen convencional—, pero cuando paseaba por los patios de noche y veía por las ventanas cómo unos cantaban y otros charlaban y otros estudiaban, se formó en él, por un proceso en que la razón no intervenía, la convicción de que eran seres humanos con sentimientos semejantes a los suyos. Jamás se había comportado con franqueza desde la escuela del señor Abrahams, y a pesar de los consejos del doctor Barry no había cambiado de actitud; pero vio que mientras engañaba a los otros, había sido engañado a su vez, y suponiéndolos erróneamente criaturas vacías, había procurado que pensaran que él también lo era. Y ahora veía que no, que también ellos tenían su interior. «Pero, Señor, no un interior como el mío.» Tan pronto como empezó a pensar en que los demás eran reales, Maurice se hizo modesto y consciente del pecado: en toda la creación no podía haber nadie tan vil como él; no era ninguna maravilla, por tanto, que pretendiese ser un pedazo de cartón; si los demás supiesen cómo era realmente, le destrozarían. Dios, como era un ser demasiado poderoso, no se preocupaba por él: no podía concebir que hubiese censura más terrorífica que, por ejemplo, la de Joey Fetherstonhaugh, que ocupaba las habitaciones que quedaban bajo las suyas, o que hubiese un infierno más cruel que Coventry.

Poco después de este descubrimiento fue a comer con el señor Cornwallis, el decano.

Había otros dos invitados, Chapman y un graduado del Trinity, un pariente del decano, que se llamaba Risley. Risley era moreno, alto y afectado. Hizo un gesto exagerado al saludar, y cuando hablaba, que lo hacía continuamente, usaba grandes superlativos aunque poco viriles. Chapman miró a Maurice y le hizo un guiño, invitándole a aliarse contra el recién llegado. Maurice pensó que sería mejor esperar un poco. Su repugnancia a herir al prójimo se hacía cada vez mayor, y además no estaba seguro de que le molestase Risley, aunque sin duda debería fastidiarle, y un minuto después así sería ya. Entonces Chapman se aventuró solo. Al descubrir que Risley adoraba la música, comenzó a atacarlo por ahí, diciendo:

—Yo no me dedico a hacerme el superior.

—¡Yo sí!

—¡Ah! ¿Tú sí? En ese caso perdona.

—Vamos, Chapman, yo sé que tienes ganas de comer —dijo el señor Cornwallis, que se prometía una comida divertida.

—Sospecho que el señor Risley no las tiene. Que le he quitado el apetito con mi grosera observación.

Se sentaron, y Risley se rió entre dientes mirando a Maurice, y dijo:

—Simplemente
no puedo
hallar una respuesta a esto —en cada una de sus frases acentuaba violentamente una palabra—. Es tan humillante. «No», no quiero decirlo. «Sí», tampoco. ¿Qué debo decir?

—¿Qué te parece si no dices nada? —repuso el decano.

—¿No decir nada? Espantoso. Estás loco.

—¿Podrías decirme, si no te importa, si dejas alguna vez de hablar? —preguntó Chapman.

Risley dijo que no.

—¿Y nunca te aburres?


Nunca
.

—¿Siempre aburres a los demás?


Nunca
.

—Resulta extraño eso.

—No sugieras que estoy aburriéndote. Mentira, mentira, estás radiante.

—Si lo estoy no es por ti —dijo Chapman, que tenía un temperamento muy ardiente.

Maurice y el decano se rieron.

—De nuevo choco con un obstáculo. Qué turbadoras son las dificultades de la conversación.

—Pues tú pareces arreglártelas mucho mejor que nosotros —subrayó Maurice. No había hablado antes, y su voz, baja pero muy ronca, hizo estremecerse a Risley.

—Naturalmente. Es mi fuerte. Es de lo único que me preocupo, de la conversación.

—¿Lo dices en serio?

—Todo lo que yo digo es serio —y Maurice se dio cuenta de que había algo de verdad en aquello. Desde el principio había tenido la sensación de que Risley era serio—. Y tú, ¿eres serio?

—No me lo preguntes.

—Entonces habla hasta que lo seas.

—Tonterías —gruñó el decano.

Chapman soltó una risa tempestuosa.

—¿Tonterías? —preguntó a Maurice, que, cuando captara la cuestión, se sobreentendía que había de replicar que los hechos son más importantes que las palabras.

—¿Cuál es la diferencia? Las palabras
son
hechos. ¿Quieres decir que estos cinco minutos en la habitación de Cornwallis no te han afectado? ¿Olvidarás alguna vez que me has conocido, por ejemplo?

Chapman gruñó.

—Él no lo olvidará, ni tú. Por eso puedo decir que tenemos que estar haciendo algo.

El decano acudió en auxilio de los dos sunningtonianos. Dijo a su joven primo:

—Tienes mala memoria. Confundes lo que es importante con lo que impresiona. No hay duda de que Chapman y Hall se acordarán siempre de que te han conocido…

—Y olvidarán esta chuleta. No hay duda.

—Pero la chuleta les hace bien, y tú no.

—¡Oscurantista!

—Habla igual que un libro —dijo Chapman—. ¿Eh, Hall?

—Comprendo —dijo Risley—, qué claramente comprendo cómo la chuleta afecta a vuestras vidas subconscientes, y yo a vuestras vidas conscientes, por lo que no sólo causo mayor impresión que la chuleta, sino que soy más importante. Aquí vuestro decano, que habita en las Sombras del Medievo y desea que vosotros hagáis lo mismo, pretende que sólo lo subconsciente, sólo aquella parte de vosotros mismos que puede verse afectada sin vuestro conocimiento, es importante, y diariamente derrama soporíferos…

—Oh, cállate ya —dijo el decano.

—Pero yo soy un hijo de la luz…

—Vamos, cállate.

Y llevó la conversación a temas normales. Risley, aunque siempre hablaba de sí mismo, no era egoísta. No interrumpió, ni fingió indiferencia. Brincando como un delfín, los acompañó a todas partes, sin obstaculizar su marcha. Él jugaba, pero seriamente. Era tan importante para él estar dando saltos, como para ellos caminar hacia delante, y le encantaba acompañarlos. Unos cuantos meses antes, Maurice se hubiera confabulado con Chapman, pero ahora estaba seguro de que el hombre tenía un interior y se preguntaba si debía asomarse un poco más a él. Se sintió complacido cuando, acabada la comida, Risley le esperó al pie de las escaleras y le dijo:

—¿Has visto? Mi primo no es un ser humano.

—Con nosotros es bastante bueno, eso es todo lo que sé —explotó Chapman—. A mí me parece muy agradable.

—Exactamente. Los eunucos lo son.

Y se fue.

—Desde luego, éste… —exclamó Chapman, pero con autocontrol británico suprimió el resto.

Estaba profundamente impresionado. No le importaba que se dijesen palabras gruesas con moderación, le dijo a Maurice, pero esto era demasiado, eran malas formas, mala educación, aquel tipo no debía haber ido a un colegio.

Maurice asintió.

—Puedes decir que tu primo es un mierda, si quieres, pero no un eunuco. ¡Qué modo de hablar!

De todas formas se había divertido, y siempre que se vio acosado en el futuro le asaltaron maliciosos e incongruentes pensamientos acerca del decano.

VI

Todo aquel día y el siguiente, Maurice estuvo haciendo planes para poder ver de nuevo a aquel pájaro exótico. Las posibilidades no eran muchas. No le gustaba visitar a los estudiantes de los últimos cursos, que estaban en
colleges
distintos. Risley, pensó, era muy conocido en la Unión y fue al debate del martes con la esperanza de oírle: quizá fuese más fácil de entender en público. No le atraía en el sentido de quererlo por amigo, pero presentía que podía ayudarle. El cómo, no se lo formulaba. Todo resultaba muy oscuro, pues las montañas aún arrojaban su sombra sobre Maurice. Risley, seguramente triscaba por las cimas, y podría extender hacia él una mano auxiliadora.

Después de fracasar en la Unión, reaccionó en contra. No quería la ayuda de nadie; estaba muy a gusto así. Además, ninguno de sus amigos aguantaría a Risley, y él debía seguir unido a sus amigos. Pero aquella reacción pasó pronto y los deseos de verle se hicieron más fuertes que nunca. Puesto que Risley era tan excéntrico, ¿por qué no serlo él también y romper todas las convenciones yendo a visitarle? Uno «debe ser humano», y esto de visitarle era algo humano. Muy emocionado con este descubrimiento, Maurice decidió ser bohemio también, e irrumpir en la habitación con un ingenioso discurso al estilo del propio Risley. «Esperabas más de lo que ganaste», se le ocurrió. No le sonaba muy bien, pero Risley sería lo suficientemente inteligente para no hacerle sentirse un imbécil, así que soltaría esto si no se sentía inspirado y discurría algo mejor, y dejaría el resto a la suerte.

Porque aquello se había transformado en una aventura. Aquel individuo que decía que uno debía «hablar, hablar», había conmovido incomprensiblemente a Maurice. Una noche, poco antes de dar las diez, se coló en Trinity y esperó en el Gran Patio hasta que las puertas se cerraron tras él. Alzando la mirada, contempló la noche. Era en general indiferente a la belleza, pero «¡qué despliegue de estrellas!», pensó. Y advirtió también cómo la fuente repiqueteaba cuando se apagaron las campanas y las verjas y puertas de todo Cambridge se cerraron. A su alrededor estaban los de Trinity, todos de inmensa cultura e inteligencia. El grupo de Maurice se burlaba de Trinity, pero no podían ignorar su desdeñoso fulgor, ni negar aquella superioridad que apenas se molestaba en afirmarse. Había venido allí sin saberlo sus amigos, humildemente, para pedir ayuda. Su discurso ingenioso se desvanecía en aquella atmósfera, y su corazón latía apresurado. Sentía temor y vergüenza.

Las dependencias de Risley quedaban al final de un corto pasillo; éste, como no contenía ningún obstáculo, estaba a oscuras, y los visitantes tenían que deslizarse tanteando la pared hasta dar con la puerta. Maurice la golpeó con más fuerza de lo que esperaba —un golpe que le hizo estremecerse— y exclamó: «maldición», en voz alta, mientras los paneles temblaban.

«Entra», dijo una voz. El desencanto le esperaba. El que hablaba era un hombre de su propio
college
llamado Durham. Risley no estaba.

—¿Quiere ver al señor Risley?… ¡Qué hay, Hall!

—¡Hola! ¿Dónde está Risley?

—No sé.

—No es nada importante. Me voy.

—¿Vuelves al
college
? —preguntó Durham sin levantar la vista: estaba arrodillado ante una torre de cilindros de pianola que había en el suelo.

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