Antes de que las fichas estuvieran colocadas, estaba ya hablando como antes; el colapso infantil se había desvanecido.
Golpeó a Ada, que le adoraba, y a Kitty, que no, y después corrió de nuevo hasta el jardín para ver al cochero.
—¿Cómo está, Howell? ¿Cómo está la señora Howell? ¿Cómo está, señora Howell? —todo ello con un tono paternalista en la voz, diferente del que usaba con los de su clase. Después, alterando el tono—: ¿No hay un nuevo aprendiz de jardinero?
—Sí, señorito Maurice.
—¿Era George muy mayor ya?
—No, señorito Maurice. Quiso mejorar.
—Oh, quiere usted decir que se despidió.
—Así es.
—Mamá me dijo que era ya muy mayor y que usted lo había despedido.
—No, señorito Maurice.
—Mis pobres pilas de leña quedarán tranquilas —dijo la señora Howell. Maurice y el anterior aprendiz de jardinero solían jugar entre ellas.
—La leña es de mamá, no suya —dijo Maurice, y salió de allí.
Los Howell no se sintieron ofendidos, aunque así lo pretendieron aparentar entre sí. Habían sido criados toda la vida, y les gustaba que un caballero fuese impertinente. «Ya tiene carácter —dijeron al cocinero—. Se parece a su padre.»
Los Barry, que vinieron a cenar, eran de la misma opinión. El doctor Barry era un viejo amigo, o más bien vecino, de la familia, y se tomaba un moderado interés por ellos. Nadie podía sentirse profundamente interesado por los Hall. A él le agradaba Kitty —había indicios de energía en ella—, pero las muchachas estaban en la cama, y el doctor comentó con su mujer, después, que Maurice también debería haber estado allí, y «quedarse allí para toda la vida, que es lo que le gustaría. Como su padre. ¿Para qué sirve la gente así?»
Cuando Maurice se fue a la cama, lo hizo a regañadientes. Aquel cuarto siempre le aterraba. Se había portado como un hombre toda la velada, pero volvió a asediarle el viejo sentimiento en cuanto su madre le dio el beso de buenas noches. El problema era el espejo. No le importaba ver su cara reflejada en él, ni tampoco la sombra en el techo, pero lo que no podía soportar era ver su sombra en el techo reflejada en el espejo. Debía de colocar la vela para evitar aquella combinación, y después atreverse a apagarla y ser atrapado por el miedo. Sabía lo que era esto, no le recordaba nada horrible. Pero tenía miedo. Al final apagaría la vela y saltaría a la cama. La total oscuridad podía soportarla, pero aquella habitación tenía además el defecto de que había enfrente un farol de la calle. En las noches claras, la luz atravesaba las cortinas silenciosamente, pero a veces se dibujaban sobre los muebles borrones como calaveras. Su corazón latía agitado, y el terror le cubría, allí en su casa, con todos los suyos cerca.
Cuando abrió los ojos para ver si se habían hecho más pequeños los borrones, se acordó de George. Algo se agitó en las profundidades insondables de su corazón. Murmuró: «George, George.» ¿Quién era George? Nadie… sólo un simple criado. Mamá y Ada y Kitty eran mucho más importantes. Pero Maurice era demasiado pequeño para razonar así. Ni siquiera advirtió que cuando dejaba brotar aquel lamento se borraban las sombras espectrales y caía dormido.
Sunnington fue la siguiente etapa de la carrera de Maurice. La atravesó sin llamar la atención. No era demasiado bueno en los estudios, aunque mejor de lo que aparentaba, ni espectacularmente bueno en los deportes. La gente se fijaba en él, le apreciaban, pues tenía un rostro franco y amistoso y correspondía a la atención que se le prestaba, pero había bastantes muchachos de su tipo: formaban la columna vertebral del colegio y no se puede detener uno en cada vértebra. Hacía las cosas normales: fue aceptado, una vez aprobado, pasó de curso a curso en la sección clásica hasta que logró pasar precariamente al sexto, fue delegado de curso y más tarde delegado del colegio y miembro del grupo de los quince primeros. Aunque torpe, tenía fuerza y valor físico: el criquet no se le daba bien. Habiendo pagado novatadas, en su época de noviciado, se las hizo pagar a otros cuando parecían desvalidos o débiles, no porque fuese cruel, sino porque era lo que había que hacer. En una palabra, fue un miembro mediocre de un mediocre colegio y dejó una desvaída y favorable impresión tras él. «¿Hall? Espera un momento, ¿quién era Hall? Ah, sí, ya me acuerdo; buen muchacho.»
En su interior, él se sentía desconcertado. Había perdido la claridad precoz del niño que transfigura y explica el universo, que ofrece respuestas de milagrosa penetración y belleza. «De las bocas de los niños…» Pero no de la boca de un muchacho de dieciséis años. Maurice olvidó que alguna vez había carecido de sexo, y sólo en la madurez comprendió lo ajustadas y claras que debieron ser las sensaciones de sus primeros días. Él se hundía ahora alejándose cada vez más de ellas, pues estaba descendiendo el Valle de la Sombra de la Vida. Este valle yace entre las montañas más bajas y las más altas, y sin respirar sus nieblas nadie puede continuar. Anduvo a tientas por él más tiempo que los otros muchachos.
Donde todo es oscuro e incomprensible, el mejor símil es un sueño. Maurice tuvo dos sueños en el colegio; ellos le explican.
En el primer sueño se sentía muy contrariado. Estaba jugando al fútbol contra un desconocido cuya existencia le incomodaba. Hizo un esfuerzo y el desconocido se transformó en George, el jardinero. Pero debería tener cuidado, o si no el desconocido volvería a aparecer. George corría por el campo hacia él, desnudo y saltando sobre las pilas de leña. «Me volveré loco si se transforma otra vez», dijo Maurice, y, justo cuando fueron a encontrarse, sucedió esto, y un brutal desasosiego le despertó. No relacionó esto con la homilía del señor Ducie, y aún menos con su segundo sueño, pero pensó que iba a ponerse enfermo, y después que aquello era una especie de castigo por algo.
El segundo sueño es más difícil de describir. Nada sucedía. Sólo veía un rostro, confusamente, y confusamente oía una voz decirle: «aquél es tu amigo». Después se borraba todo, dejando en su interior un rastro de belleza y llenándole de ternura. Él podía morir por un amigo así, podía permitir que un amigo así muriese por él; harían cualquier sacrificio el uno por el otro, y nada contaba el mundo, ni la muerte ni la distancia ni las contrariedades, nada de esto podía separarlos, porque «éste es mi amigo». Poco después recibió la confirmación e intentó persuadirse de que el amigo había de ser Cristo. Pero Cristo tenía barba. ¿Sería un dios griego tal como lo mostraban las ilustraciones del diccionario clásico? Era más probable, pero aún lo era más que fuese sólo un hombre. Maurice se abstuvo de definir más su sueño. Lo había insertado en la vida cuanto podía hacerse. Jamás encontraría a aquel hombre ni oiría aquella voz de nuevo, aunque se hicieron más reales que nada de cuanto conocía, y volverían…
—¡Hall! ¡Otra vez dormido! ¡Cópialo cien veces!
—Señor… ¡Oh! Dativo absoluto.
—Otra vez dormido. Demasiado tarde.
… y volverían realmente a envolverle, en plena luz del día, a echar un velo sobre él. Después reviviría el rostro y las cuatro palabras tras lo que emergía anhelante de ternura y lleno de deseos de ser amable con todos, porque su amigo lo deseaba, y era bueno que su amigo pudiese quererle aún más. Con toda esta felicidad iba mezclada una cierta desdicha. Tan pronto parecía que tenía un amigo como que no lo tenía, y así encontraba un solitario lugar para las lágrimas, que atribuía a las cien líneas.
La vida secreta de Maurice puede comprenderse ya; era en parte brutal, en parte ideal, como sus sueños.
Tan pronto como su cuerpo se desarrolló, se hizo obsceno. Suponía que había caído sobre él alguna maldición especial, pero no podía evitarla, pues hasta cuando comulgaba surgían pensamientos sucios en su mente. El ambiente de la escuela era casto, aunque debemos decir que, justo antes de su llegada, se había producido un terrible escándalo. La oveja negra había sido expulsada, y los que quedaban estaban sometidos a una férrea disciplina durante todo el día y a vigilancia durante la noche, así que, para su suerte o su desgracia, tenía pocas oportunidades de intercambiar experiencias con sus condiscípulos. Sentía gran curiosidad por las cosas sucias, pero oía poco y contribuía menos, y sus indecencias más notables las hacía en solitario. Libros: la biblioteca del colegio era inmaculada, pero en la de su abuelo dio con un Marcial inexpurgado y anduvo dando traspiés en él con las orejas coloradas. Pensamientos: tenía una pequeña colección de pensamientos sucios. Actos: desistió de ellos una vez que dejaron de ser novedad, hallando que le proporcionaban más fatiga que placer.
Todo lo cual, para ser exactos, tuvo lugar en un trance. Maurice se había quedado dormido en el Valle de las Sombras, lejos de los picos de cualquier altura, y no lo sabía, ni sabía que sus condiscípulos estaban durmiendo como él.
La otra mitad de su vida parecía infinitamente separada de la obscenidad. A medida que fue ambientándose en el colegio, fue comenzando a adorar a otros muchachos. Cuando el muchacho elegido, fuese mayor o más joven que él, estaba presente, él reía con más fuerza, decía tonterías y no podía estudiar. No se atrevía a ser amable —no era lo que había que hacer—, y aún menos a expresar su admiración con palabras. Y el adorado le dejaba sumido en la tristeza en seguida, ahuyentándolo. Pero también él tenía sus venganzas. Otros muchachos a veces lo adoraban a él, y cuando se daba cuenta de ello, los ahuyentaba a su vez. La adoración fue mutua en un caso, sintiéndose los dos atraídos sin saber por qué, pero el resultado fue el mismo. En unos cuantos días se pelearon. Todo lo que quedó del caos fueron los sentimientos de belleza y de ternura que él había sentido por primera vez en un sueño. Crecían anualmente, floreciendo como plantas que sólo dan hojas y no muestran ninguna señal de florecer. Hacia el final de su educación en Sunnington, el crecimiento se detuvo. Frente a todo el complejo proceso se alzó un dique, un silencio, y muy tímidamente, el joven comenzó a mirar a su alrededor.
Tenía casi diecinueve años.
Estaba en el estrado el día del reparto de premios, recitando una Composición Griega de la que era autor. El local estaba lleno de estudiantes y familiares, pero Maurice fingía dirigirse a la Conferencia de La Haya, reprochándole la estupidez de sus principios. «¿Qué insensatez es ésta,
oh andres Europenaici
, de pretender abolir la guerra? ¿Cómo? ¿No es Ares el hijo del propio Zeus? Además, la guerra te hace vigoroso al ejercitar tus miembros, no ciertamente como los de mi oponente.» El griego era bastante pobre, pero Maurice ganó el premio por el contenido de su composición, y sólo por eso. Habían inclinado la balanza en su favor porque se iba, y porque era un muchacho respetable, y porque además ingresaba en Cambridge, donde los libros del premio en sus estanterías serían publicidad para el colegio. Así, pues, recibió la
History of Greece
de Grote entre grandes aplausos. Volvió a su sitio, junto a su madre, comprendiendo que de nuevo se había hecho popular, y preguntándose cómo. Los aplausos continuaron, se transformaron en ovación; Ada y Kitty estaban acorraladas en un extremo, con las caras de un rojo escarlata. Algunos de sus amigos que también se iban, gritaron: «Habla.» Esto era irregular y las autoridades no lo aceptaban, pero el propio director se levantó y dijo unas palabras. Hall era uno de ellos y jamás dejarían de considerarlo así. Las palabras eran justas. El colegio aplaudía no porque Maurice fuese un alumno destacado, sino porque simbolizaba el valor medio. Podía aplaudirse a sí mismo en su imagen. Los compañeros se acercaban después a él y le decían: «Bárbaro, viejo», con auténtico sentimiento, y hasta: «Esta covacha será espantosa sin ti.» Su familia compartía el triunfo. En las visitas anteriores se había portado muy mal con ella. «Lo siento, madre, pero tú y las niñas tendréis que pasear solas», le había dicho después de un partido de fútbol, cuando habían intentado compartir con él su barro y su gloria: Ada había llorado. Ahora Ada parloteaba con gran desenvoltura con el capitán del colegio, y Kitty se proveía de pasteles, y su madre escuchaba a la mujer de su profesor, que le hablaba de los problemas que ocasionaba el emplazamiento de la calefacción. Todo, personas y cosas, armonizaba súbitamente. ¿Era esto el mundo?
Poco más allá vio al doctor Barry, su vecino, que le vio a su vez y le llamó de la forma escandalosa que era usual en él:
—Te felicito, Maurice, por tu triunfo. ¡Sobrecogedor! Brindo por él con esta taza —la apuró— de extremadamente nauseabundo té.
Maurice se rió y se acercó a él, sintiéndose culpable, pues tenía mala conciencia respecto al doctor. Éste le había pedido que protegiese a un sobrinito suyo que había entrado en el colegio aquel curso, pero nada había hecho por él —no había que hacer tales cosas.
Deseó haber tenido más valor, ahora que era ya demasiado tarde y se sentía un hombre.
—¿Y cuál es la próxima etapa de tu triunfal carrera? ¿Cambridge?
—Eso me dicen.
—Así que eso te dicen, ¿y qué dices tú?
—No sé —dijo el héroe plácidamente.
—Y después de Cambridge, ¿qué? ¿La Bolsa?
—Supongo que sí. El antiguo socio de mi padre habla de ponerme a trabajar con él si todo va bien.
—Y después de que el antiguo socio de tu padre te meta en el asunto, ¿qué? ¿Una linda esposa?
Maurice se rió de nuevo.
—Que regalará al mundo expectante un Maurice tercero. Después de lo cual, la vejez, los nietos, y finalmente, las margaritas. Así que ésa es tu idea de una carrera. Desde luego, no es la mía.
—¿Cuál es su idea, doctor? —preguntó Kitty.
—Ayudar a los débiles y enderezar lo que está equivocado, querida —replicó, mirándola.
—Yo estoy segura de que todos pensamos eso —dijo la esposa del profesor, y la señora Hall asintió.
—Oh no, no es así. Yo no soy consecuente, porque si no debería estar buscando a mi Dickie en lugar de unirme a esta escena de esplendor.
—Traiga, por favor, al pequeño Dickie a que me salude —pidió la señora Hall—. ¿Está aquí también su padre?
—¡Mamá! —murmuró Kitty.
—Sí. Mi hermano murió el año pasado —dijo el doctor Barry—. El incidente escapó a su memoria. La guerra no le hizo vigoroso por ir ejercitando sus miembros, como Maurice supone. Le proporcionó una bala en el estómago.
Los dejó.
—Creo que el doctor Barry es un poco cínico —subrayó Ada—. Creo que está celoso.