La forma resultante flotó con firmeza en el aire. Los ecos fueron muriendo poco a poco y dejaron un silencio absoluto en la gran cámara.
Entonces la forma rugió algo en un idioma que los humanos presentes no entendieron, sonidos que se estrellaban contra los muros como olas. Tyl Loesp maldijo el volumen desgarrador del ruido y se tapó los oídos con las manos como todos los demás. Algunos de los otros hombres cayeron de rodillas por la fuerza del sonido. Solo el orgullo evitó que Tyl Loesp hiciera lo mismo. Mientras los ecos seguían muriendo, los oct parecieron sobresaltarse y moverse, casi al unísono. Unos susurros secos, como pequeñas ramitas que comenzaran a prenderse, empezaron a llenar la cámara.
El sonido quedó ahogado cuando la forma gris oscura que flotaba en el centro volvió a bramar, en esa ocasión en sarlo.
–Gracias por su ayuda –tronó–. Ahora tengo mucho que hacer. No hay perdón posible.
Una burbuja esférica y vaporosa pareció formarse alrededor de la forma, justo lo bastante grande para envolverla por completo. La burbuja se oscureció, después se hizo negra y más tarde del color del mercurio. Mientras Tyl Loesp y los demás miraban, una segunda burbuja cobró vida con un parpadeo y encerró la primera, a unos dos metros alrededor de la plateada del interior. Un destello de luz, breve pero de un brillo casi cegador, salió del espacio que quedaba entre las dos esferas antes de que la exterior se hiciera negra. Comenzó a crecer un veloz zumbido, una vibración inmensa que salía de la esfera negra y crecía a toda prisa hasta llenar la cámara entera y embotarla con un aullido bajo y profundo que soltaba los dientes, hacía vibrar los ojos y sacudía los huesos. Los oct cayeron rodando al suelo, al parecer aplastados por la tormenta de ruido. Todos los humanos presentes volvieron a llevarse las manos a los oídos. Casi todos se dieron la vuelta, tropezaron y chocaron con sus compañeros; intentaban correr para escapar de aquel sonido aplastante que parecía pulverizarlos.
Los pocos humanos incapaces de apartar la vista (Poatas era uno de ellos, de rodillas, con el bastón caído) permanecían hipnotizados sin apartar los ojos de aquella esfera negra y vibrante. Fueron los únicos que presenciaron, durante un instante muy breve, unos cuantos agujeritos diminutos y esparcidos que moteaban la superficie de la esfera de unos rayos sueltos, finos y cegadores.
Y entonces la esfera exterior desapareció con un parpadeo.
Un tsunami de radiaciones de amplio espectro llenaron la cámara en un instante y la bola de fuego termonuclear que tenía detrás se precipitó al exterior.
La llamarada de luz y calor incineró a oct y humanos de forma indiscriminada, los volatilizó junto con el revestimiento interno de la cámara, hizo estallar el único gran muro esférico en todas direcciones, como una granada inmensa que hizo derrumbarse lo que quedaba del edificio que tenía encima y la plaza circundante sobre los restos resplandecientes.
Las primeras olas de radiación (rayos gamma, neutrones y una pulsación electromagnética titánica) ya habían desaparecido mucho tiempo atrás y el daño estaba hecho.
La esfera plateada se elevó poco a poco y salió con calma de entre los restos humeantes, ilesa. Atravesó flotando el agujero de varios kilómetros de diámetro que había quedado al nivel de la plaza de la ciudad y se fue alejando sin prisas, dejó caer la película de escudos y alteró su forma un poco para adoptar la de un gran ovoide. Se giró en la dirección que los humanos llamaban anterior y aceleró para salir del barranco.
S
e encontraban al borde del cráter de varios kilómetros de ancho que había quedado en la plaza. Los visores de los trajes hacían brillar la escena como si fuera de día. Ferbin desconectó la parte artificial de la vista por unos momentos, solo para ver cuál era el verdadero estado del lugar. Grises fríos y apagados, negros, azules y marrones oscuros. Los colores de la muerte y la decadencia. Una estrella rodante debía de estar a punto de salir pero no habría señal de ella en la profundidad del barranco durante varios días y la calidez del deshielo tardaría mucho más en devolver las cataratas a su estado original.
A través del visor del traje todavía se percibía un fulgor infrarrojo visible, en lo más profundo del cráter. El vaho se elevaba poco a poco de las profundidades oscuras, el vapor ascendía, se hacía jirones y desaparecía con los aullidos del viento frío.
Anaplian y Hippinse comprobaban lecturas y detalles en los sensores.
–Algo parecido a una pequeña bomba nuclear –dijo Djan Seriy. Se comunicaban sin tocarse, suponían que ya no les hacía falta guardar silencio. Aun así, los trajes se decantaron por el método más seguro disponible y hacían brillar una luz coherente e invisible de uno a otro, señalándolos por turnos.
–Un estallido pequeño pero intenso de pulsaciones electromagnéticas y neutrones –dijo el avatoide de la nave–. Y rayos gamma.
–Los deben de haber frito –dijo Djan Seriy en voz baja mientras se arrodillaba junto a la grieta de la superficie de la plaza. Tocó la piedra pulida y sintió la suavidad granulosa que se transmitía a través de la tela del traje.
–No me extraña que no haya nadie por aquí –dijo Hippinse. Habían visto unos cuantos cuerpos al sobrevolar la ciudad cuando habían entrado por las afueras, y un número sorprendente de lyges y caudes muertos, pero nada ni nadie que se moviera. La vida parecía tan congelada e inmóvil como las duras aguas del Sulpitine.
~
¿Pero por qué no hay nadie más aquí?,
le envió Hippinse a Anaplian, de encaje neuronal a encaje neuronal.
¿Ningún tipo de ayuda, ningún asistente sanitario?
~
Estas personas no saben nada de los efectos de la radiación,
respondió la agente.
Cualquiera que escapara se habrá metido en algún refugio pensando que ya había pasado lo peor y que todo mejoraría, después habrán muerto, destrozados, delante de las personas a las que llegaran. Lo que no animaría a nadie a ir a ver lo ocurrido. Es probable que hayan enviado unos cuantas patrullas aéreas de reconocimiento, pero sobre lo único que informarán será sobre muertos y moribundos. Sobre todo muertos.
~
Y mientras, los oct y los aultridia están demasiado ocupados peleándose entre sí,
envió Hippinse.
~ Y
algo con una capacidad muy seria está jodiendo a fondo los sistemas de los niveles, de arriba abajo.
Al aterrizar, el dron Turminder Xuss se había alejado un poco y en ese momento regresaba flotando.
–Hay una especie de tecnología incrustada en el hielo vertical que hay tras una de las cataratas –anunció–. Seguramente oct. Hay mucho. ¿Le echo un vistazo?
Anaplian asintió.
–Sí, por favor. –La maquinita salió disparada y desapareció por otro agujero de la plaza.
Anaplian se levantó y miró a Hippinse, Ferbin y Holse.
–Vamos a probar en el asentamiento.
Habían parado solo una vez al entrar, para echarle un vistazo a uno de los muchos cuerpos tirados en la superficie cubierta de nieve de un canal fluvial helado. Djan Seriy se había acercado al cuerpo, lo había despegado de la superficie blanca y granulosa y lo había examinado.
–Radiación –había dicho.
Ferbin y Holse se habían mirado entre sí. Holse se había encogido de hombros y se le ocurrió que podía preguntarle al traje. Este había empezado a susurrarle a toda prisa sobre las fuentes y efectos del electromagnetismo, la radiación gravitacional y de partículas, después se había concentrado de inmediato en las consecuencias físicas de la radiaciones ionizantes y el síndrome agudo por radiación según se aplicaba a las especies humanoides, sobre todo a aquellas parecidas a los sarlos.
Después, Djan Seriy se había quitado una de las acanaladuras de la pierna derecha del traje, un tubo oscuro tan largo como su muslo y un poco más fino que su muñeca. Lo había dejado en la superficie del río congelado y lo había mirado por un instante. El tubo había empezado a hundirse en el hielo y había hecho brotar vapor a medida que lo atravesaba. Se había movido como una serpiente, agitándose al principio y después se había deslizado a toda prisa por el agujero que había abierto en la superficie sólida del río. El agua había empezado a congelarse otra vez encima casi de inmediato.
–¿Qué era eso, señorita? –había preguntado Holse.
Anaplian había soltado otra pieza del traje, un objeto diminuto no mayor que un botón, y lo había tirado al aire como una moneda. El objeto había subido directamente y no había vuelto a bajar.
La agente se había encogido de hombros.
–Un seguro.
En el asentamiento, apenas una persona de cada cien seguía viva, pero todas se estaban muriendo entre grandes dolores. Los pájaros no cantaban, no se oía el resonar de los talleres ni el resoplido de las locomotoras; en el aire quieto, solo los gemidos quedos de los moribundos rompían el silencio.
Anaplian y Hippinse les dieron instrucciones a los cuatro trajes para que fabricaran unos mecanismos diminutos que podrían inyectar en cualquiera que encontraran todavía vivo solo apretándoselo contra el cuello. Los trajes hicieron crecer unas púas pequeñas en las puntas de los dedos más largos para efectuar las inyecciones.
–¿Se pueden curar estas personas, hermana? –preguntó Ferbin mientras miraba a un hombre que intentaba moverse a pesar de la debilidad, cubierto de vómito y sangre y rodeado de un pequeño charco de excrementos, intentaba hablar con ellos pero solo conseguía gorgotear. El pelo se le caía a mechones cuando sacudía la cabeza por el barro helado de uno de los caminos sin pavimentar del asentamiento. De la boca, la nariz, las orejas y los oídos le salían hilillos de sangre finos y brillantes.
–Lo decidirán los nanoorganismos –dijo Djan Seriy con tono seco mientras se agachaba para inyectar al hombre–. Si los inyectilos no pueden salvarlos, los dejarán morir sin dolor.
–Demasiado tarde para la mayoría –dijo Holse mientras miraba a su alrededor–. Esto ha sido la radiación, ¿verdad?
–Sí –dijo Hippinse.
–Aparte de los que tienen heridas de bala, claro –dijo Djan Seriy cuando se levantó tras atender al hombre que suspiraba, ya inerte. La agente miró a los soldados muertos que se aferraban a las armas y los cuerpos encogidos de un par de lyges que yacían cerca, con los jinetes armados aplastados debajo–. Hubo una batalla antes.
Los pocos jirones de humo que habían visto eran incendios que se agotaban solos y no el humo de las chimeneas de los talleres, forjas y locomotoras de vapor. En la estación principal del asentamiento, todas las locomotoras y la mayor parte de los vagones habían desaparecido. Había cientos de cuerpos esparcidos por el suelo.
Se dividieron por parejas. Djan Seriy y Ferbin comprobaron los vagones del archipontino y el resto del complejo del cuartel general pero solo encontraron más cadáveres y ninguno que reconocieran.
Entonces Hippinse los llamó desde el tren hospital.
–¡Lo siento! El tipo al que le disparé. Le diréis que lo siento, ¿verdad, quien seáis, por favor? Lo siento muchísimo.
–Hijo, me disparaste a mí y, mira, estoy bien. Solo me caí de la sorpresa, eso es todo. Ahora cálmate. –Holse levantó la cabeza del joven e intentó hacer que se incorporara y se sentara contra la pared. Al muchacho también se le estaba cayendo el pelo y al final Holse tuvo que meterlo en una esquina para evitar que se derrumbara.
–¿Os disparé a vos, señor?
–Eso es, muchacho –le dijo Holse–. Por suerte para mí llevo una armadura mejor que un hierro del grosor de un paso. ¿Cómo te llamas, hijo?
–Neguste Puibive, señor, a vuestro servicio. Siento mucho haberos disparado.
–Choubris Holse. No hay heridos, así que aquí no ha pasado nada.
–Querían los medicamentos que teníamos, señor. Pensaban que eso los salvaría o al menos aliviaría su dolor. Entregué lo que pude, pero cuando se acabó todo, no me creyeron, señor. No nos dejaban en paz. Estaba intentando proteger a mi joven señor, señor.
–¿Y qué joven señor es ese, joven Neguste? –preguntó Holse mientras miraba con el ceño fruncido una púa pequeña que acababa de flexionarse en el dedo más largo de su mano derecha.
–Oramen, señor. El príncipe regente.
Hippinse acababa de entrar en el compartimento y se quedó mirando a Holse.
–Lo he oído –dijo–. Voy a decírselo.
Holse apretó la púa contra la piel moteada y llena de cardenales del joven. Después carraspeó un momento.
–¿El príncipe está aquí, muchacho?
–Por ahí, señor –dijo Neguste Puibive, el jovencito intentó señalar con la cabeza la puerta que llevaba al siguiente compartimento. Después empezó a llorar con lágrimas finas diluidas en sangre.
Ferbin también lloraba, se retiró la máscara del traje para poder dejar caer las lágrimas. A Oramen lo habían limpiado con cuidado, pero parecía que le habían golpeado la cara con saña. Ferbin tocó con la mano enguantada los ojos fijos y enrojecidos de su hermano para intentar cerrarle los párpados sin conseguirlo. Djan Seriy estaba en el otro lado de la estrecha cama, sujetaba con una mano la base de la cabeza de su hermano y le acunaba el cuello.
La agente dejó escapar un largo suspiro. Ella también se retiró la máscara. Inclinó la cabeza y dejó la cabeza de Oramen con mucha suavidad en la almohada. Después retiró la mano.
Anaplian miró a Ferbin y sacudió la cabeza.
–No –dijo–. Hemos llegado demasiado tarde, hermano. –Sorbió por la nariz, le alisó a Oramen el cabello de la cabeza e intentó no arrancarle ningún mechón al hacerlo–. Con varios días de retraso.
El guante del traje se desprendió de la piel como un líquido negro, dejó desnudas las puntas de los dedos, después los dedos enteros y tras eso toda la mano hasta la muñeca. Rozó con suavidad la mejilla magullada y rota de Oramen y después la frente moteada. También intentó cerrarle los ojos. Uno de los párpados se desprendió y se deslizó por el ojo inyectado en sangre como un trozo de piel de una fruta hervida.
–Joder, joder, joder –dijo Djan Seriy en voz baja.
–¡Anaplian! –gritó Hippinse con urgencia desde el compartimento donde Holse y él estaban intentando consolar a Neguste Puibive.
–Preguntó por el conde Droffo, pero lo habían matado, señores. Los hombres de Tyl Loesp, cuando vinieron con sus bestias voladoras. Ya lo habían matado. A él, que con solo un brazo sano intentaba volver a cargar.