Reuníos con él entre este lugar y las Cataratas, en el límite de la zona donde caen en estos momentos las sombras. Que eso simbolice el nuevo amanecer de las buenas relaciones entre ambos.
–Id a verlo vos, señor. Mostradle la paciencia del poder. Id a verlo no con una docena de hombres sino solo. Dejad a vuestro ejército acampado a las afueras, por supuesto, pero id a verlo solo, con la sencillez y la humildad de la justicia y el derecho que está de vuestro lado.
–Se está comportando como un niño. Castigadlo, señor. Los príncipes requieren disciplina tanto como cualquier otro niño. Es más, se les complace con demasiada frecuencia y requieren correctivos regulares para mantener el equilibrio entre la indulgencia y la disciplina. Apresuraos a ir a las Hyeng-zhar con todas vuestras fuerzas dispuestas en orden de batalla, no saldrá contra vos e incluso si lo pensara, tiene que haber cabezas pensantes a su alrededor que sabrán asesorarle de otro modo. Una muestra de fuerza suele solucionar este tipo de asuntos, señor. Todo plan absurdo y capricho se evapora cuando se enfrenta al poder. No tenéis más que hacerlo y vuestros problemas cesarán.
–Tienen hombres pero no armas, señor. Vos tenéis ambas cosas. Limitaos solo a hacer gala de ellas y todo quedará solucionado. No habrá lucha alguna. Imponed vuestra voluntad, que no os tomen por alguien que se toma tales insinuaciones a la ligera. Os sentís ofendido con toda justicia ante semejante acusación injusta. Demostrad que no vais a tolerar semejante insulto.
Tyl Loesp salió a un balcón que se asomaba por encima de los árboles del recinto real que rodeaba el Gran Palacio de Rasselle, se aferró a la barandilla y empezó a frotarla sin parar mientras tras él clamaban todos los que ansiaban decirle lo que tenía que hacer. Se sentía acorralado. Se giró y los miró.
–Foise. –El regente eligió al general que había llegado unas horas antes de las Hyeng-zhar. Ya habían hablado, pero solo para que Foise le diera un breve informe–. ¿Qué pensáis vos?
–Señor –dijo Foise al tiempo que miraba a los presentes: militares y nobles sarlos en su mayoría, aunque con unos cuantos funcionarios y nobles deldeynos de confianza que siempre se habían solidarizado con los sarlos, incluso cuando sus pueblos estaban en guerra–. No he oído hasta el momento ningún consejo insensato. –Hubo muchos asentimientos graves y expresiones de modestia fingida. Solo los que no habían llegado a hablar no parecían demasiado impresionados por aquella última contribución–. Sin embargo, es tan cierto hoy como siempre lo ha sido que no podemos seguir todos los consejos. Por tanto, yo sugeriría que, teniendo en cuenta la información más reciente que tenemos a mano, y de la que yo soy solo un humilde portador, analicemos lo que sabemos que es lo más reciente respecto al objeto de nuestras deliberaciones. –Hubo unos cuantos asentimientos más.
Tyl Loesp seguía esperando escuchar algo de cierta trascendencia, o algo nuevo al menos, pero con solo escuchar la voz de Foise tuvo la sensación de que algo se había calmado en él. Por fin podía volver a respirar.
–¿Qué sugeriríais vos que hiciéramos, Foise? –preguntó.
–Lo que no espera, señor –dijo Foise.
Tyl Loesp sintió que volvía o recuperar el mando. Les dedicó una sonrisa a todos los presentes y se encogió de hombros.
–General –dijo–, no espera que me rinda y admita que me equivoqué, que soy una especie de traidor perverso. Eso os puedo asegurar que no lo haremos. –Hubo carcajadas al oír aquello.
Foise también sonrió, como un breve eco de la expresión de su superior.
–Por supuesto, señor. Quiero decir, señor, que no esperamos, que no reunimos nuestras fuerzas. Golpeamos ya. Lo que acabamos de oír sobre que el príncipe y los que lo rodean recuperarán el sentido común cuando se encuentren ante fuerzas superiores a las suyas no será menos verdad.
–¿Golpeamos ya? –repitió Tyl Loesp al tiempo que miraba a los otros. Echó un vistazo teatral por el balcón–. No me parece que tenga al príncipe regente muy a mano para llevar a cabo esa estrategia. –Más risas.
–Claro que no, señor –dijo Foise sin inmutarse–. Me refiero a que deberíais reunir una fuerza aérea. Tomar tantos hombres y armas como permitan todos los lyges y caudes disponibles en la ciudad y volar a las Cataratas. No lo esperan, señor. No tienen las armas necesarias para rechazar un ataque aéreo. Su...
–¡La región está a oscuras! –señaló uno de los otros militares–. ¡Las bestias no querrán volar!
–Lo harán –dijo Foise con calma–. He visto al propio Oramen confiarles su vida hace solo unos días. Preguntad a los cuidadores de las bestias. Puede que tengan que acostumbrarse un poco, pero se puede hacer.
–¡Los vientos son demasiado fuertes!
–Han amainado en los últimos días –dijo Foise– y, de todos modos, por lo general no persisten más de un día corto sin aplacarse lo suficiente. –Foise miró a Tyl Loesp, abrió los brazos desde los codos y se limitó a decir:– Se puede hacer, señor.
–Veremos –dijo Tyl Loesp–. Lemitte, Uliast. –El regente llamó a dos de sus generales más prácticos–. Vean si se puede hacer.
–Señor.
–Señor.
–Toma el nombre de Sin Nombre, entonces –dijo Savidius Savide–. Nuestro querido ancestro, este recordatorio santificado, eco superviviente de un coro poderoso y glorioso del alba de todo lo que es bueno asume la carga de esta ciudad siempre consagrada como nosotros asumimos la carga de una larga ausencia. ¡Pérdida siempre presente! ¡Qué cruel! Sobre nosotros cayó una noche que duró decieones, la mitad posterior de las sombras eternas. Una noche que ahora empieza a brillar con el alba, ¡al fin! ¡Oh! ¡Cuánto tiempo hemos esperado! ¡Todos nos regocijamos! Se completa otra parte de la gran comunidad. Quienes penaron pueden ahora (no, deben), por muy buenas razones y con abundantes deseos, regocijarse, ¡regocijarse y volverse a regocijar por nosotros, que nos hemos reunido con nuestro pasado!
–¡Es nuestro progenitor! –añadió Kiu–. Que todo lo produjo, en sí mismo producido por este nacimiento de toda una ciudad, una vez barrida la escoria, descubierto el pasado, abandonadas todas las burlas, extinguida toda incredulidad.
Oramen nunca había visto al embajador tan emocionado, ni hablando tan claro.
»¡Solidaridad de nuevo! –exclamó Kiu–. Con aquellos que dudaron de los oct, que nos despreciaron solo por nuestro nombre, herederos. ¡Cómo lamentarán ahora su falta de fe en nosotros cuando esta noticia se transmita, con alegría, con verdad absoluta, inquebrantable, innegable, a cada estrella y planeta, hábitat y nave de la gran lente! ¡Se silencian las Cataratas, congeladas en trémula expectación, en calma, con la pausa lógica y apropiada ante los grandes acordes culminantes de absoluta satisfacción, comprensión y celebración!
–¿Tan seguros están de que es lo que dice ser? –preguntó Oramen.
Seguían en la plataforma, alrededor del trozo gris claro del frente del sarcófago, que podría ser o no una especie de ventana al interior del objeto. Oramen habría querido seguir hablando en otro sitio pero los dos embajadores oct no estaban dispuestos a dejar la presencia de lo que hubiera en el sarcófago. El príncipe había tenido que conformarse con llevar a los otros dos al otro extremo de la plataforma (quizá fuera del alcance de la ventana o quizá no) y pedirles a todos los demás que se fueran. Poatas y Leratiy se habían apartado, pero solo hasta el siguiente nivel de andamios, y hasta eso de mala gana. Oramen hablaba en voz baja, con la vana esperanza de que eso animara a los dos oct a hacer lo mismo, pero las criaturas no estaban dispuestas. Los dos parecían entusiasmados, agitados, casi locos.
Ambos embajadores se habían turnado para ponerse delante de la ventana y experimentarlo por sí mismos. Otros lo habían hecho también, incluyendo a Poatas y Leratiy. Informaron que la nueva experiencia era de alegría y esperanza, no de pérdida y anhelo. Una sensación de liberación eufórica llenaba a quien se colocara o flotara allí delante, junto con un deseo impaciente, dolorido, de poder sentirse completo pronto.
–¡Por supuesto que seguro que es lo que dice! ¿Por qué otra cosa? –preguntó Savidius Savide. La voz alienígena parecía escandalizada de que se entretuviera alguna duda–. Es lo que dice que es. Era presagio, era esperable. ¿Quién duda de tal profundidad?
–¿Esperaban esto? –dijo Oramen, que miraba primero a un oct y luego al otro–. ¿Hace cuánto tiempo?
–¡Todas nuestras vidas antes de vivir, en verdad! –dijo Kiu agitando los miembros superiores.
–Todo esto resonará por toda la eternidad en el tiempo, así que la expectativa ha durado la eternidad de no solo los individuos sino de nosotros mismos como uno, nuestro ser, nuestra especie, nuestra clase –añadió Savidius Savide.
–¿Pero cuánto tiempo llevan pensando que la respuesta estaba aquí, en las Cataratas en concreto? –preguntó Oramen.
–Tiempo que se desconoce –le dijo Kiu.
–Parte de ello, no lo somos –asintió Savidius Savide–. ¿Quién sabe qué lecciones aprendidas, qué futuros presagiados, qué información reunida, qué plazos impuestos, plazos más antiguos que nosotros, estamos seguros, se aplicaron para producir planes, rumbos, medidas? Yo no.
–Tampoco –asintió Kiu.
Oramen se dio cuenta de que incluso si los oct estaban intentando darle una respuesta directa, no era muy probable que la entendiese. Tenía que asumir la frustración.
–La información que transfirieron de la máquina capacitadora al Sin Nombre –dijo; había decidido intentarlo por otro lado–. ¿Era... lo que se podría llamar neutral con respecto a lo que esperaban descubrir aquí?
–¡Mejor que eso! –exclamó Kiu.
–Vacilación innecesaria –dijo Savide–. Cobardía de reprochable falta de voluntad, carácter. Expulsarse ha todo ello.
–Caballeros –dijo Oramen, que seguía intentando no alzar la voz–. ¿Le dijeron al ser que hay aquí dentro lo que buscaban? ¿Que esperaban que fuese un involucra?
–¿Cómo puede ocultarse su verdadera naturaleza de sí mismo? –dijo Savide con desdén.
–Pedís imposibles –añadió Kiu.
–Es como es. Nada puede alterar eso –añadió Savide–. Para todos sería aconsejable lecciones parecidas aprender por partida doble, tomar como tales, esas plantillas.
Oramen suspiró.
–Un momento, por favor.
–Sin dueño, sin que nadie otorgue. Todos comparten el único momento actual –dijo Kiu.
–Exacto –dijo Oramen, se apartó de los dos oct e indicó con la mano estirada que prefería que ellos se quedaran donde estaban. El príncipe se colocó delante del trozo gris pálido, aunque no en la marca sino más cerca.
–¿Qué sois? –preguntó en voz baja.
–Sin Nombre –fue la respuesta igual de queda–. He tomado ese nombre. Me complace, hasta que se me devuelva el mío.
–¿Pero de qué clase sois? En verdad.
–Velo –le contestó la voz con un susurro–. Soy un velo, soy un involucra. Creamos eso en lo que siempre habéis vivido, príncipe.
–¿Creasteis Sursamen?
–Sí, e hicimos todos aquellos a los que llamáis mundos concha.
–¿Por qué razón?
–Para arrojar un campo sobre la galaxia. Para proteger. Todos lo saben, príncipe.
–¿Para proteger de qué?
–¿Qué es lo que vos suponéis?
–Yo no supongo nada. ¿Querríais contestar a mi pregunta? ¿De qué deseabais proteger a la galaxia?
–Entendéis mal.
–Entonces decídmelo para que yo lo entienda.
–Requiero mis otras piezas, mis fragmentos esparcidos. Quisiera estar entero otra vez, entonces podría responder a vuestras preguntas. Los años han sido largos, príncipe, y crueles conmigo. Tanto ha desaparecido, tanto se han llevado. Me avergüenza cuánto ha sido, me ruborizo al informar de lo poco que sé que no salió de ese mecanismo que me permitió aprender a hablar con vos.
–¿Os ruborizáis? ¿Es que os ruborizáis? ¿Podéis? ¿Qué sois, qué hay ahí dentro?
–Soy menos que un ser entero. Por supuesto que no me ruborizo. Traduzco. Hablo con vos y en vuestro idioma; para los oct es igual y también muy diferente. Todo es traducción. ¿Cómo podría ser de otro modo?
Oramen lanzó un fuerte suspiro y se despidió del sarcófago. Después dejó a los dos oct y estos regresaron a su posición delante del objeto.
En el suelo de la cámara, algo alejado del círculo externo de oct postrados, Oramen habló con Poatas y Leratiy. Habían llegado otro par de hombres que eran expertos en los oct, bostezando también, y unos cuantos más de sus nuevos asesores.
–Señor. –Poatas se inclinó hacia delante en su asiento y cogió el bastón con las dos manos–. ¡Es un momento histórico único! ¡Estamos presentes en uno de los descubrimientos más importantes de la historia reciente de cualquier lugar de la galaxia!
–¿Creen que hay un velo ahí dentro? –preguntó Oramen.
Poatas agitó una mano con gesto impaciente.
–No un involucra real, no es muy probable.
–Pero no imposible –añadió Leratiy.
–No imposible –asintió Poatas.
–Podría haber una especie de mecanismo de estasis o algún efecto relacionado –sugirió uno de los expertos más jóvenes–. Un bucle en el tiempo en sí. –Se encogió de hombros–. Hemos oído hablar de tales cosas. Se dice que los óptimos son capaces de hazañas comparables.
–Importa poco si es un involucra real o no, aunque repito que es muy poco probable –exclamó Poatas–. ¡Tiene que ser una máquina despertada de una sofisticación digna de los óptimos para que haya sobrevivido tanto tiempo! ¡Lleva enterrada centieones, quizá deciaeones! ¡Entidades racionales, entidades de esa antigüedad que se puedan interrogar, no aparecen en la galaxia mayor ni en toda una vida, no para ninguno de nosotros! ¡No debemos vacilar! Los nariscenos o los morthanveld nos lo arrebatarán si vacilamos. Incluso si no se lo llevan, ¡las aguas no tardarán en regresar y se llevarán quién sabe qué! ¿Es que no ven lo importante que es esto? –Poatas tenía un aspecto febril, el cuerpo entero se le crispaba y lucía una expresión atormentada–. ¡Estamos al borde de algo que resonará por todo el espacio civilizado! ¡Debemos golpear ya! Debemos afanarnos con todas las aplicaciones posibles o perderemos una oportunidad única! ¡Si actuamos, viviremos para siempre! Todos los óptimos conocerán el nombre de Sursamen, de las Hyeng-zhar, de esta Ciudad Sin Nombre, de su único habitante Sin Nombre y de los aquí presentes!
–No hacemos más que hablar de los óptimos –dijo Oramen con la esperanza de calmar a Poatas si se mostraba sobrio y práctico–. ¿No deberíamos implicarlos? Yo diría que los morthanveld son el pueblo obvio al que debemos pedir ayuda.