–¡Se lo quedarán ellos! –dijo Poatas, angustiado–. ¡Lo perderemos!
–Los oct ya se han quedado con la mitad –dijo Droffo.
–Están aquí pero no controlan nada –dijo Poatas, que parecía estar a la defensiva.
–Creo que podrían tener el control si quisieran –insistió Droffo.
–¡Bueno, pues no lo tienen! –siseó Poatas–. Trabajamos con ellos. Se ofrecieron ellos.
–No tienen mucha alternativa –le dijo Leratiy a Oramen–. Temen lo que podrían pensar los nariscenos de sus acciones. ¿Qué juicio temerían los morthanveld?
–El de sus iguales entre los óptimos, me imagino –dijo Oramen.
–Que no pueden hacer nada, solo dejar constancia de su civilizada desaprobación –dijo Leratiy con desdén–. Eso carece de sentido.
–Pero quizá sabrían a qué nos estamos enfrentando –sugirió Oramen.
–¡Lo sabemos nosotros! –dijo Poatas, casi con un gemido.
–Quizá no nos quede mucho tiempo –dijo Leratiy–. Los oct no tienen ningún interés en decirle a nadie más lo que está pasando aquí; sin embargo, la noticia no tardará en conocerse y entonces es posible que los nariscenos e incluso los morthanveld vengan de visita. Entretanto –dijo el técnico superior mientras miraba a Poatas, que parecía a punto de ponerse fuera de sí–, estoy de acuerdo con mi colega, señor. Debemos movernos con la mayor premura.
–¡Debemos hacerlo así! –gritó Poatas.
–Calmaos, Poatas –dijo Leratiy–. No podemos mandar más hombres a los otros tres cubos sin que los recién llegados se interpongan en el camino de los que ya saben lo que hacen.
–¿Tres cubos? –preguntó Oramen.
–Nuestro Sin Nombre insiste en que sus recuerdos y quizá unas cuantas facultades más se encuentran en tres cubos concretos de los diez objetos negros que conocemos, señor –dijo Leratiy–. Los ha identificado. Nos estamos preparando para traerlos aquí, a su presencia.
–¡Se debe hacer, y rápido! –insistió Poatas–. ¡Mientras todavía tenemos tiempo!
Oramen miró a los demás.
–¿Es buena idea? –preguntó. Hubo unas cuantas miradas preocupadas, pero nadie parecía dispuesto a llamar poco sensatas a tales acciones. El príncipe volvió a mirar a Leratiy–. No se me informó de esto.
–Cuestión de tiempo, una vez más, señor –dijo el técnico superior Leratiy con una sonrisa; parecía a la vez pesaroso y razonable–. Por supuesto que se os informará de todo, pero esto era, en mi opinión, una cuestión científica que debía disponerse con toda premura. Además, tras conocer la situación del exterior (me refiero en realidad a la situación entre Tyl Loesp y vos) no queríamos añadir más carga a vuestras preocupaciones antes de que se hubiera llevado a cabo un movimiento físico de los cubos. En todo momento, no hace falta ni decirlo, señor, se os iba a informar de nuestras intenciones una vez que estuviéramos listos para llevar a cabo los traslados.
–¿Y cuándo va a ocurrir? –preguntó Oramen–. ¿Cuándo estarán listos?
Leratiy sacó su reloj.
–El primero en unas seis horas, señor. El segundo en dieciocho o veinte horas, el último pocas horas después.
–Los oct nos presionan para que lo hagamos, señor –dijo Poatas, que se dirigía a Oramen pero que miraba con expresión hosca al técnico superior–. Se han ofrecido a ayudarnos con las maniobras. Podríamos movernos más rápido todavía si se lo permitiéramos.
–No estoy de acuerdo –dijo Leratiy–. Deberíamos mover los cubos nosotros.
–Si nos equivocamos, insistirán –dijo Poatas.
Leratiy frunció el ceño.
–No nos equivocaremos.
Llegó un mensajero y le pasó una nota a Droffo, que se la entregó a Oramen.
–Las patrullas de reconocimiento aéreo más distantes informan sobre un ejército que se acerca en nuestra dirección, caballeros, procedente de Rasselle –les dijo Oramen–. Viajando por tierra, tardarán en llegar aquí una semana o más. Así que ese es el tiempo que tenemos.
–Bueno, ya sea el ejército o la nieve fundida, debemos tener resultados antes de que nos inunden –dijo Poatas.
–Dubrile –le dijo Oramen al capitán de su guardia–, ¿sería más fácil defender este lugar que mis vagones del asentamiento? –El príncipe señaló con la cabeza la gran cámara en la que se encontraban.
–Desde luego, señor –respondió Dubrile. Después miró a la masa de oct–. Sin embargo...
–Entonces instalaré mi tienda con nuestros aliados, los oct –dijo Oramen dirigiéndose a todos–. Me quedo aquí. –Le sonrió a Neguste:– Señor Puibive, ocupaos de que traigan todo lo necesario, si sois tan amable.
Neguste parecía encantado. Quizá porque lo habían llamado «señor».
–¡Desde luego, señor!
Reinaba la tranquilidad en la cámara al final de otro largo turno. Se habían apagado casi todas las luces y aquel espacio inmenso parecía incluso más grande que cuando estaba iluminado. Los oct se iban turnando para regresar a sus naves por las razones que los ocuparan, pero, con todo, más de nueve de cada diez permanecían en los lugares en los que se encontraban cuando Oramen los había visto por primera vez, dispuestos en pulcros círculos concéntricos de cuerpos azules y miembros rojos, todos muy quietos, alrededor del sarcófago rodeado de andamios.
–¿Creéis que se revelará y será como vos, es decir, un ejemplo real y vivo de vuestros ancestros? –le preguntó Oramen a Savidius Savide. Estaban solos en la plataforma. Los otros se habían ausentado para cumplir con otras tareas o estaban durmiendo. Oramen se había despertado en su tienda improvisada a toda prisa (elaborada con parte del mismo material que había envuelto partes del andamiaje que rodeaba el sarcófago) y había subido para hablar con el ser que se hacía llamar Sin Nombre. Había descubierto a Savide flotando allí, delante del trozo gris pálido.
–Es como somos nosotros. La mera forma es irrelevante.
–¿Le habéis preguntado si vuestro pueblo es en verdad descendiente suyo?
–No es necesario.
Oramen se levantó.
–Se lo preguntaré yo.
–No puede ser relevante –dijo Savide cuando Oramen fue a colocarse delante del sarcófago.
–Sin Nombre –dijo Oramen, que se había colocado una vez más cerca de lo que estaba el punto focal.
–Oramen –susurró la voz.
–¿Son los oct vuestros descendientes?
–Todos son nuestros descendientes.
Bueno, esa sí que era una noticia, pensó Oramen.
–¿Los oct más que los otros? –preguntó.
–Todos. No preguntéis quién es más que otros. En cuanto a este momento, sin mis recuerdos ni mis habilidades, ni siquiera puedo saberlo. Aquellos que se hacen llamar los herederos creen lo que creen. Los respeto, y respeto esa creencia. Dice muchísimo a su favor. La exactitud de la misma, eso es otra cosa. Soy involucra. Si son lo que dicen, entonces son también de mi clase, sea cual sea la distancia que nos separa. No puedo juzgar lo que no sé. Solo habéis de restaurar mi antigua capacidad y es posible que lo sepa. Incluso entonces, ¿quién puede decirlo? He estado aquí dentro tanto tiempo que imperios enteros, especies, ecosistemas panplanetarios y soles de secuencia corta han llegado y se han ido mientras yo dormía. ¿Cómo habría de saber yo quién creció a nuestra sombra? Me preguntáis cuando lo ignoro. Preguntadme otra vez cuando mi estado de conocimientos sea el debido.
–Cuando estéis restaurado, ¿qué haréis?
–Entonces seré quién soy, veré lo que hay que ver y haré lo que hay que hacer. Si soy involucra y como entiendo las cosas soy el último y todo lo que siempre pensamos hacer está ya hecho o ya no merece la pena hacerlo, entonces tendré que determinar cuáles deberían ser mis acciones. Solo puedo ser lo que siempre fui. Esperaría ver lo que resta de nuestra gran obra, los mundos concha, y ver lo que hay que ver en la galaxia y más allá mientras admito que la necesidad de los mundos concha en sí ya ha pasado. Debo aceptar que todo ha cambiado y que no puedo ser más que una curiosidad, un salto atrás, un artefacto. Quizá un ejemplo, una advertencia.
–¿Por qué una advertencia?
–¿Dónde está ahora el resto de mi pueblo?
–Desaparecido. A menos que estemos totalmente equivocados, ese pueblo ha desaparecido.
–Entonces, una advertencia.
–Pero todos los pueblos desaparecen –dijo Oramen con suavidad, como si le explicara algo a un niño–. Nadie permanece para siempre, ni tomando la vida de una estrella o un mundo como medida. La vida persiste porque cambia siempre de forma y es antinatural, y nocivo, conservar el patrón de una especie o pueblo concreto. Los pueblos, las civilizaciones, siguen una trayectoria normal y natural que termina donde empieza, de regreso al suelo. Incluso nosotros, los sarlos, lo sabemos, y no somos más que bárbaros para la mayoría.
–Entonces necesito saber más sobre el modo en que desaparecimos, en que desaparecí yo. ¿Fue nuestro fin natural, fue normal, fue (si es que no fue normal) merecido? Ni siquiera sé todavía por qué estoy aquí dentro. ¿Por qué se me preservó así? ¿Era especial y por tanto un ser glorificado? ¿O excesivamente ordinario y por tanto elegido para representar a todos debido a esa misma mediocridad? No recuerdo vicio ni gloria propios, así que no creo que se me distinguiera por un gran logro o que se me encerrara por una depravación. Y sin embargo, aquí estoy. Me gustaría saber por qué. Espero descubrirlo en breve.
–¿Y si descubrís que no sois lo que creéis que sois?
–¿Por qué no habría de serlo?
–No sé. Si son tantas las dudas...
–Permitidme mostraros lo que sí sé –murmuró la queda voz–. ¿Puedo?
–¿Mostrarme qué?
–Colocaos de nuevo en el lugar desde donde mejor podemos comunicarnos, si tenéis la bondad.
Oramen vaciló.
–Muy bien –dijo. Dio unos pasos atrás y encontró el cuadrado marcado en las tablas. Miró atrás, vio a Savidius Savide flotando cerca y después se dio la vuelta y miró otra vez el trozo gris claro que había en la superficie del sarcófago.
El efecto pareció llevar menos tiempo que antes. Muy pronto, le pareció, experimentó otra vez ese curioso mareo. Tras la sensación momentánea de desequilibrio llegó la sensación de ingravidez y despreocupación, luego la de dislocación, el preguntarse dónde o cuándo estaba.
Entonces supo quién era, dónde y cuándo.
Sintió que estaba otra vez en aquella extraña habitación iluminada por el sol, la misma donde había tenido la sensación de estar antes, cuando le había parecido que todos sus recuerdos pasaban por fuera como un torbellino. Creyó estar sentado en una silla de madera, pequeña y tosca, mientras el sol trillaba fuera con fuerza, con demasiada fuerza como para que él pudiera distinguir detalles del paisaje que había tras la puerta.
Lo invadió una extraña lasitud. Le pareció que debería ser capaz de levantarse de aquella sillita pero al mismo tiempo no tenía ningún deseo de hacerlo. Era mucho más agradable quedarse allí sentado, sin hacer nada.
Había alguien más en la habitación, tras él. A Oramen eso no le preocupaba, la persona parecía una presencia benigna. Estaba curioseando en los libros de las estanterías que tenía detrás. Entonces miró con atención por la habitación, o solo la recordó mejor y se dio cuenta de que estaba totalmente forrada de libros. Era como una biblioteca en miniatura y con él en el medio. Quiso darse la vuelta y ver quién era en realidad su invitado, pero por alguna razón no se sintió con fuerzas de hacerlo. Fuera quien fuera, dejaba caer los libros al suelo cuando terminaba con ellos. Eso le preocupó. No se podía ser tan desordenado. Era una falta de respeto. ¿Cómo iba a encontrar esa persona, u otra cualquiera, los libros otra vez si los dejaban allí, en el suelo?
Intentó con todas sus fuerzas darse la vuelta, pero no pudo. Puso cada parte de su ser en el esfuerzo de mover solo la cabeza, pero resultó imposible. Lo que había parecido una especie de pereza, la sensación de que todo lo daba igual que le había parecido perfectamente aceptable solo unos momentos antes porque era algo que procedía de su interior, se estaba revelando como una imposición, algo forzado desde fuera. No le permitían moverse. Lo estaba paralizando quienquiera que estuviese buscando algo entre los libros que tenía detrás.
Se dio cuenta de que era una imagen. La habitación estaba en su mente, la biblioteca era su memoria y los libros evocaciones concretas.
¡La persona que estaba detrás de él estaba hojeando entre sus recuerdos!
¿Podría ser porque...?
Había tenido una idea poco antes. Apenas se había dado cuenta, casi ni había merecido la pena pensar más en ella porque le había parecido irracional y a la vez horrenda y alarmante sin motivo alguno. ¿Estaba ese pensamiento, esa palabra, relacionada de algún modo con lo que estaba pasando?
Lo habían engañado, lo habían atrapado. Quienquiera que estuviera buscando en la habitación, en la biblioteca, entre los estantes, en los libros, los capítulos, las frases y las palabras que formaban lo que era él y lo que eran sus recuerdos, debía de haber sospechado algo. Oramen casi no sabía lo que era y desde luego no quería saber lo que era; sentía una compulsión, cómica en otro contexto, aterradora en ese instante, de no pensar en...
Entonces lo recordó, y el ser que tenía detrás y que estaba buscando entre sus pensamientos y recuerdos lo encontró a la vez.
Ya solo el acto de recordar ese pensamiento fugaz, de exponer esa simple palabra enterrada, confirmó el horror de lo que podría ser.
No eres,
pensó,
no...
Sintió que algo detonaba en su cabeza, un destello de luz más deslumbrante y cegador que la luz que había fuera de la puerta de la pequeña habitación, más incandescente que cualquier estrella rodante pasajera, más brillante que cualquier otra cosa que hubiera visto o conocido.
Cayó volando hacia atrás como si se hubiera tirado él mismo. Una criatura extraña pasó a toda velocidad a su lado, Oramen solo pudo echarle un vistazo. Era un oct, por supuesto, con el cuerpo azul y los miembros rojos, con sus vaporosas superficies todas resplandecientes. Entonces algo lo golpeó en los riñones y se puso a girar, a dar volteretas, a caer por el espacio rodando, rodando...
Se golpeó con algo muy duro y algunas cosas se rompieron y dolieron, la luz volvió a irse otra vez y esa vez se lo llevó con ella.
No se podía decir que despertara, no al menos de repente, en plan «Aquí estoy». En su lugar, la vida (si se podía llamar vida) pareció filtrarse de nuevo en su cuerpo, poco a poco, con pereza, en aditamentos diminutos, como la lluvia de silse que chorreara de un árbol, todo acompañado por el dolor y un peso terrible, aplastante, que le impedía moverse.