Droffo sacudió la cabeza.
–No tienen bastante cerebro.
Oramen no se le ocurría el nombre de nadie más, con la posible excepción del general Foise. Desde luego, no Werreber. De Chasque no estaba seguro, claro que el eminente no tenía conexiones entre Tyl Loesp y las demás capas de subordinados; estaba, por así decirlo, a un lado. Oramen estaba acostumbrado a ver a Tyl Loesp rodeado de otras personas, sobre todo oficiales del ejército y funcionarios, pero no, ahora que lo mencionaba Droffo, había pocos habituales, pocas personas identificables que lo rodearan. Tenía funcionarios, lacayos, los que cumplían sus órdenes, pero ningún amigo o confidente de verdad que Oramen conociese. El príncipe había supuesto que existían y que él no los conocía, pero quizá ni siquiera existiesen.
Oramen se encogió de hombros.
–Pero ¿Tyl Loesp? –dijo frunciendo mucho las cejas–. No puedo...
–Vollird y Baerth eran hombres suyos, Oramen.
–Lo sé.
–¿Se sabe algo de Vollird?
–Nada. Sigue desaparecido, otro fantasma que ronda las excavaciones.
–Y Tyl Loesp fue también el que os recomendó a Tove Lomma, ¿no es cierto?
–Tove era un viejo amigo –dijo Oramen.
–Pero un amigo que le debía a Tyl Loesp todos sus ascensos. Solo tened cuidado.
–Lo tengo, con retraso –le dijo Oramen.
–Esa cosa, el sarcófago. ¿Es de verdad todo lo que dicen?
–Parece comunicarse. Los oct quieren intentar enseñarlo a hablar –dijo Oramen–. Tienen una cosa llamada máquina capacitadora que los óptimos usan para hablar con curiosidades excavadas parecidas.
–Quizá sea un oráculo –dijo Droffo con una sonrisa sesgada que le estiró los puntos de los cortes y le hizo hacer otra mueca–. Preguntadle qué es lo que va a pasar.
Lo que pasó después fue que, dos turnos más tarde, en lo que era en realidad el día siguiente, Tyl Loesp envió recado por telégrafo desde Rasselle diciendo que debía de haber algún terrible malentendido. Vollird y Baerth debían de haber sido víctimas de una conspiración y era obvio que personas desconocidas pretendían abrir un abismo entre el regente y el príncipe regente para llevar a cabo sus propios e innobles fines. Tyl Loesp pensaba que lo mejor sería que Oramen y él se encontraran en Rasselle para discutir el asunto, tranquilizarse, confirmar el amor y respeto mutuo que se tenían y disponer todas las medidas subsiguientes de modo que no se produjese ninguna acción precipitada más ni acusaciones o insinuaciones no comprobadas.
Oramen, tras comentar el telegrama con Droffo, Dubrile y la media docena de suboficiales que se habían convertido en sus asesores (todos aclamados por sus propios hombres y que no le debían sus ascensos a Tyl Loesp) respondió que se encontraría con Tyl Loesp en las Cataratas y que el regente no debía traer consigo más de una docena de hombres, todos ellos casi desarmados.
Seguían esperando una respuesta.
Y entonces, en plena noche, o lo que la mayor parte de la gente trataba como tal, llegó la noticia de que el sarcófago estaba hablando y que los oct habían aparecido en masa a su alrededor. Habían llegado en navíos submarinos que habían encontrado o creado canales en el río Sulpitine y que seguían en estado líquido en lugar de ser una masa de hielo. Se produjo cierta confusión sobre si se habían apoderado de la cámara o no (los trabajos al parecer continuaban) pero estaban allí en un número sin precedentes y exigían ver a Tyl Loesp o a la persona que estuviera al mando.
–Creí que solo venían para usar ese mecanismo de enseñanza del lenguaje –dijo Oramen mientras se ponía la ropa y hacía una mueca cada vez que estiraba un brazo o una pierna. Neguste le tendió la chaqueta y lo ayudó a ponérsela.
Droffo, que ya podía andar aunque estaba muy lejos de estar totalmente recuperado y que había interceptado al mensajero que había llevado la noticia, sostenía el cinturón con la espada ceremonial de Oramen en la mano buena. El otro brazo lo llevaba en cabestrillo.
–Quizá, cuando la cosa habló, dijo algo inconveniente –sugirió.
–Desde luego, sí que podría haber elegido un momento más conveniente –dijo Oramen al coger el cinturón de la espada.
–Por el Dios del Mundo –dijo Oramen cuando vio el interior de la gran cámara en el corazón de la Ciudad Sin Nombre. Droffo y él se pararon en seco. Neguste, que los seguía (decidido a ir donde fuera su amo para asegurarse de que compartía el destino que le aguardara y que no volvían a pensar de él que estaba asustado o que era desleal) no se detuvo a tiempo y chocó con ellos.
–Han de disculparme, mis señores –dijo y después miró entre los dos y vio la cámara–. Pero bueno, que me follen del revés –susurró.
Había cientos y cientos de oct en la cámara. Los cuerpos azules resplandecían bajo las luces, miles de miembros rojos brillaban como si los hubieran pulido. Habían rodeado por completo el sarcófago y se habían dispuesto en el suelo despejado del gran espacio en círculos concéntricos de lo que parecía una devoción postrada, incluso adoración. Todas las criaturas parecían inmóviles y podrían haberse tomado por muertas si no se hubieran dispuesto de forma tan pulcra e idéntica. Todos iban equipados con el mismo tipo de traje envolvente que había llevado el embajador Kiu. Oramen percibió el mismo aroma extraño que había olido tantos meses atrás, el día que se había enterado que habían matado a su padre. Recordó que se había encontrado con el embajador Kiu de camino al patio de caballos y ese curioso olor. Leve entonces pero fuerte en la cámara de la Ciudad Sin Nombre.
Alrededor de Oramen, su guardia personal, comandada por Dubrile, se puso en posición con unos cuantos empujones para intentar no dejar ninguna brecha.
Ellos me rodean a mí,
pensó Oramen,
mientras los oct rodean eso. ¿Pero por qué?
Los guardias también estaban distraídos por la presencia de tantos oct y echaban miradas nerviosas al tiempo que tomaban posiciones alrededor de Oramen.
Varios técnicos de batas blancas seguían moviéndose por la cámara y los andamios, no parecía alterarlos demasiado la presencia de los oct. En la plataforma donde se había colocado antes Oramen para experimentar lo que parecía el intento del sarcófago de comunicarse con él se habían retirado las cubiertas y ya era posible ver lo que estaba pasando. Había dos oct allí, junto con unas figuras humanas ataviadas de blanco. A Oramen le pareció reconocer a Leratiy y Poatas.
Un guardia estaba informando de algo a Dubrile, que le dedicó a Oramen un saludo militar antes de hablar.
–Señor, los oct aparecieron sin más; sus naves están en algún lugar tras el hielo de las cataratas y se han abierto camino fundiéndolo. Algunos entraron por aquí y otros llegaron flotando procedentes de varios lugares de los muros. Los guardias no sabían qué hacer. Nunca se nos ocurrió dar órdenes para cubrir esa eventualidad. Los oct no parecen estar armados, así que supongo que todavía mantenemos el control nosotros, pero se niegan a moverse.
–Gracias, Dubrile –dijo Oramen. Poatas le estaba haciendo señas como un loco desde la plataforma–. Vamos a ver qué está pasando, ¿les parece?
–Oramen-hombre, príncipe –dijo uno de los oct cuando Oramen llegó a la plataforma. Su voz era como el crujido de unas hojas secas–. Una vez más. Como los encuentros se hallan en el tiempo y los espacios. Igual que nuestros ancestros, los benditos involucra, que ya no eran, para nosotros siempre eran y ahora son de nuevo sin negación posible, así nos encontramos una vez más. ¿Os parece que no?
–¿Embajador Kiu? –preguntó Oramen. El embajador y otro oct flotaban sin ayuda delante del trozo iluminado de color gris de la superficie del cubo. Poatas y el técnico superior Leratiy se encontraban cerca, observando con expresiones de emoción apenas contenida. Parecía, pensó Oramen, como si no pudieran esperar para decirle algo.
–Tengo ese privilegio –dijo el embajador Kiu, embajador en Pourl–. Y a él yo os presento: Savidius Savide, enviado especial itinerante en Sursamen.
El otro oct se dio la vuelta solo una fracción para mirar a Oramen.
–Oramen-hombre, príncipe de Hausk, Pourl –dijo.
Oramen asintió. Dubrile y tres de los guardias se estaban colocando en las esquinas de la plataforma, atestándola casi por completo.
–Es un placer conoceros, enviado Savidius Savide. Sean bienvenidos, amigos –dijo–. ¿Me permiten preguntar qué los trae aquí? –Se giró para mirar a su alrededor y al suelo, a los cientos de oct colocados en círculos relucientes alrededor del sarcófago–. ¿Y en tal número?
–La grandeza, príncipe –dijo Kiu, que se acercó más a Oramen. Dubrile fue a interponerse entre los dos, pero Oramen levantó una mano–. ¡Una grandeza sin par!
–¡Una ocasión de tal importancia como si nada fuéramos! –dijo el otro oct–. Estos, aquí, nuestros camaradas, nosotros dos. No somos nada, ni testigos adecuados, ni acólitos dignos, totalmente insuficientes. No obstante.
–Merecedores o no, aquí estamos –dijo Kiu–. De incomprensible privilegio es esto para todos los presentes. Os lo agradecemos sin límites por tal privilegio. Por siempre en deuda con vos estamos. Ni aunque sus vidas vivieran hasta el fin billones, trillones de oct podrían corresponder la oportunidad de ser testigos de esto.
–¿Ser testigos? –dijo Oramen con suavidad, con una sonrisa indulgente y al tiempo que miraba a los dos oct y después a Poatas y Leratiy–. ¿Ser testigos de qué? ¿De que el sarcófago ha hablado?
–¡Lo ha hecho, señor! –dijo Poatas, que dio un paso adelante, blandió el bastón, lo agitó y señaló el trozo de color gris pálido que había en la superficie del objeto. Después señaló con un gesto uno de los equipos de un carrito que había al lado–. Este mecanismo se limitó a proyectar imágenes, sonidos y una secuencia de frentes de ondas invisibles a través del éter hacia la superficie de lo que hemos llamado el sarcófago, ¡y habló! En sarlo, en deldeyno, en oct, en varios idiomas óptimos. Al principio solo eran repeticiones, así que nos decepcionamos un poco, pensamos que solo grababa y regurgitaba, que no tenía mente alguna, pero luego... luego, príncipe, ¡habló con su propia voz! –Poatas se volvió hacia el cuadrado gris pálido y se inclinó–. ¿Querréis complacernos una vez más, señor? Nuestra autoridad más importante está aquí, un príncipe de la casa real que domina dos niveles, el que está al mando aquí.
–¿Ver? –dijo una voz desde el cuadrado gris. Era una voz que era como un largo suspiro, como algo que se expelía, que transcendía con cada sílaba.
–¡Venid, venid, señor! –dijo Poatas mientras le hacía un gesto a Oramen para que se acercara–. Le gustaría veros. Aquí, señor, en el centro, como antes.
Oramen se contuvo.
–¿Solo para que me vea? ¿Por qué en el centro otra vez? –Le preocupaba que, aunque aquella cosa pareciera haber encontrado una voz propia, todavía pudiera necesitar ver la mente de las personas.
–¿Sois el príncipe? –dijo la voz sin alterarse.
Oramen se adelantó y rodeó el objeto de modo que, si el trozo gris fuera una especie de ventana, pudiera quedar visible para lo que hubiera dentro, pero no se colocó en el punto focal en el que se había puesto antes.
–Así es –dijo–. Me llamo Oramen. Hijo del difunto rey Hausk.
–¿Desconfiáis de mí, príncipe?
–Decirlo así sería demasiado fuerte –dijo Oramen–. Me maravilláis. Debéis de ser algo notable y extraño para estar enterrado durante tanto tiempo y sin embargo estar vivo. ¿Cuál sería vuestro nombre?
–Tan pronto empezamos a lamentar. Mi nombre, junto con muchas otras cosas, se ha perdido para mí. Intento recuperarlo, con muchas cosas más.
–¿Cómo podríais hacerlo? –le preguntó Oramen.
–Hay otras partes. Partes de mí que me pertenecen. Repartidas. Juntas, aquí, podría volver a ser un ente completo. Es todo lo que valoro ahora, todo lo que añoro, todo lo que ansío.
El técnico superior Leratiy se adelantó.
–Creemos, señor, que algunos de los otros cubos, los más pequeños, son depósitos de los recuerdos de este ser y es posible que también de otras facultades.
–Los habrían situado cerca pero no junto a este ser, señor, ya veis –dijo Poatas–. Para garantizar que sobreviviera alguno.
–¿Todos los cubos? –preguntó Oramen.
–No todos, creo, aunque no puedo saberlo todavía –dijeron los suspiros–. Tres o cuatro, quizá.
–Algunos otros puede que sean solo simbólicos –añadió Poatas.
–¿Qué sois vos, entonces? –le preguntó Oramen al sarcófago.
–¿Qué soy, príncipe?
–¿A qué pueblo pertenecéis? ¿A qué especie?
–Bueno, amable príncipe, soy involucra. Soy lo que entiendo que a veces vos llamáis «velo».
–¡Nuestro ancestro sobrevive! –exclamó Savidius Savide–. Los velo, aquellos que son los que nos crearon a nosotros además de todos los mundos concha han, en un ser, regresado, para bendecirnos, para bendecirnos a todos pero para bendecirnos a nosotros, los oct, ¡los herederos, los herederos de verdad y ya de forma innegable!
Mertis tyl Loesp se paseaba inquieto por los aposentos imperiales, se sentía perseguido por el hatajo de asesores y militares de alta graduación que querían ofrecerle consejos y lecciones. Había vuelto a ponerse las ropas sarlas y había recuperado la malla, el tabardo y el cinturón de la espada; había dejado el atuendo civil deldeyno, mucho más delicado, pero se sentía mal, fuera de lugar, casi ridículo. Se suponía que aquello era la nueva era, se suponía que habían acabado las luchas y las disputas. ¿Se iba a ver obligado a volver a coger las armas por culpa de un malentendido, por culpa de un par de idiotas chapuceros? ¿Por qué no podía haber nadie que hiciera bien su trabajo?
–Sigue siendo un hombre joven, apenas más que un niño. No puede ser un problema, señor. Debemos buscar e identificar a quién sea que el príncipe escucha y guía así sus acciones. Saberlo es la clave.
–Solo insistid en que os visite, señor. Vendrá. Los jóvenes ofrecen con frecuencia una resistencia ferviente, al menos en palabras, y después, una vez claro su argumento, una vez establecida su independencia lo suficiente ante su propios ojos, recuperan, con todo el mal humor debido, el sentido común, y adoptan una visión más adulta. Renovad vuestra invitación, pero como una orden. Meted al jovencito en cintura. Una vez en Rasselle, cuando se enfrente a vuestra obvia autoridad y buena voluntad, todo quedará resuelto del modo más satisfactorio.
–También se siente herido en su orgullo, señor. Tiene la impaciencia de la juventud y sabe que con el tiempo será rey pero, con tal edad, con frecuencia no vemos el sentido que tiene esperar. Por tanto debemos llegar a un compromiso.