Gotrek dirigió un tajo hacia la pata delantera derecha del Durmiente; éste lo bloqueó con otra pata posterior, pero la perdió al atravesársela el hacha. El Matador se lanzó hacia adelante para continuar con el ataque, pero de repente se detuvo en seco y gruñó de dolor. El Durmiente lo había cogido por la cintura con la pinza izquierda y lo levantaba en el aire al mismo tiempo que apretaba con fuerza. Gotrek aferró la pinza con la mano libre para impedir que lo cortara en dos. Alzó el hacha para cercenar el brazo, pero la pinza derecha la cogió por el mango e intentó arrebatársela de la mano. El Matador bramó de cólera y dolor.
—¡Aguanta! —gritó Félix.
Avanzó trabajosamente, mientras cortaba tres tentáculos. Otros tres lo retenían con fuerza, y dos más intentaban cogerlo. El Durmiente alzaba a Gotrek hacia las mandíbulas afiladas como navajas, mientras el enano se debatía. El Matador no podía soltar la pinza del Durmiente y usar ambas manos para recuperar la plena posesión del hacha, ya que si lo hacía lo cortaría en dos; ni podía soltar el hacha y usar ambas manos para abrir la pinza, ya que en ese caso perdería el arma.
Félix rugió y asestó a su alrededor tajos que cortaron media docena de tentáculos, pero había más que lo sujetaban. Recuperó la plena libertad de movimiento de los brazos y se lanzó hacia el Durmiente para asestarle un tajo con sus últimas fuerzas, mientras los tentáculos que le rodeaban los tobillos intentaban tirar de él hacia atrás.
¡La espada alcanzó el objetivo! La punta de la hoja impactó contra la muñeca de la pinza que retenía el hacha de Gotrek.
Cayó de bruces y se sumergió en el lago de mucosidad. ¿Lo había logrado? ¿Era suficiente? ¿El Durmiente había aflojado la presa?
Salió desesperadamente a la superficie, tosiendo y quitándose porquería de los ojos, justo a tiempo de ver cómo Gotrek, con un gutural bramido de triunfo, clavaba el hacha rúnica entre los dos ojos más grandes del Durmiente.
El Durmiente chilló y sufrió un espasmo, a la vez que agitaba las patas que le quedaban. Todos los tentáculos de la habitación se agitaron y retorcieron como serpientes inmovilizadas. Gotrek fue lanzado al otro lado de la habitación y se estrelló contra la pared. Una docena de tentáculos frenéticos aporrearon a Félix. Un demente chillido de insecto le inundó la cabeza como si la tuviera llena de un millar de grillos que cantaran violentamente, mientras por su mente pasaban a toda velocidad horrendas imágenes fragmentadas de sangre y descuartizamiento, de cámaras negras que hervían con un millón de insectos del tamaño de carretas que caminaban unos por encima de otros. Agitó los brazos y pataleó en el lago de mucosidad, chilló y se tapó los oídos con las manos mientras el corazón le latía como loco y sufría arcadas. Gotrek se puso de pie, tambaleante, con los brazos por encima de la cabeza; hacía muecas de dolor y rugía.
El mundo entero parecía temblar. ¿Estaba todo dentro de su cabeza? Un trozo de basalto cayó junto a él y levantó una espesa fuente de porquería. No estaba en su cabeza.
—¡Fuera, humano! —gritó Gotrek.
Félix se puso trabajosamente de pie y avanzó como un borracho por el caos de tentáculos que se contorsionaban, detrás de Gotrek, mientras en torno a ambos caían enormes bloques de piedra y la tormenta mental del Durmiente continuaba aporreándole la mente. Las imágenes se amontonaban una sobre otra, cada una más caótica y confusa que la anterior: ciudades de insectos ocultas dentro de cuevas; enormes pirámides de basalto; ejércitos de esclavos, peludos trogloditas humanos de frente baja que cavaban, construían y limpiaban para sus quitinosos amos; terremotos; rebeliones de esclavos; hundimiento de cuevas; asesinatos; un emperador insecto que hacía un pacto con entidades aún más antiguas que él, un pacto que le confería nuevos poderes, le aportaba victorias, tesoros, divinidad; luego llegaban los celos; las traiciones; la invasión de los moradores de la superficie; batallas; derrotas; se escondía en el templo donde en otra época los demás habían acudido a adorarlo; los moradores de la superficie que lo encerraban en él con hechizos y protecciones; la espera, el crecimiento, la espera.
Gotrek y Félix corrieron rampa arriba y salieron al corredor circular, que ya estaba medio enterrado en los escombros que caían. Por las puertas abiertas salían tentáculos blancos para intentar golpearlos, y ellos los esquivaban mientras corrían por el pasillo. Las paredes se derrumbaban al estremecerse y sacudirse la gelatinosa masa. El alarido psíquico del Durmiente, que se hizo más agudo y aumentó de volumen, perdió toda apariencia de cohesión hasta transformarse en un ensordecedor torrente de cólera, agonía y odio ancestral.
Una enorme losa de piedra negra se desplomó ante ellos y no los aplastó por poco. Félix saltó por encima, Gotrek la esquivó por un lado, y ambos se lanzaron hacia la rampa, por la que rebotaron y rodaron hasta el salón de abajo. En ese momento, con un rugido como el de un terremoto, las salas del Durmiente se derrumbaron del todo.
La presencia del Durmiente se apagó cuando las rocas cayeron, y dejó sólo ecos de balbuceos. Félix estaba demasiado asustado como para que le importara. Yacía, acurrucado, en la base de la rampa, con la cabeza cubierta por los brazos, esperando que en cualquier momento el techo se le cayera encima.
* * *
Pasado un rato, el estruendo y los temblores cesaron, y todo quedó quieto. Félix se estiró poco a poco, parpadeó y sacudió la cabeza. Gotrek también estaba sentándose, se presionaba las sienes y gemía.
Tras permanecer unos momentos apoyado contra la pared y recobrando el aliento, Félix levantó una mirada confusa hacia el Matador.
—Intentaste matarme —dijo.
—¿Qué? —preguntó Gotrek—. Nunca. Tú intentaste matarme a mí.
—¡Sólo porque querías matarme! —replicó Félix—. ¿No lo sabías? Era el Durmiente. Él te obligaba a pelear conmigo.
—Sí que lo sabía.
—¿Por qué no te detenías, entonces?
Gotrek frunció el ceño y bajó los ojos mientras apretaba los puños con desazón.
—No podía. Esa cosa era condenadamente fuerte. —Se frotó con las manos la cara cubierta de mucosidad y suspiró—. Creo que ya no culpo tanto a Hamnir. Sólo logré romper su control cuando me rendí.
—¿Rompiste su control? Tú no rompiste su control.
—Salió de nuestras cabezas cuando lo herí, ¿no?
—Lo heriste por accidente.
Gotrek negó con la cabeza y se levantó con precario equilibrio.
—No podía parar de atacarte, por mucho que lo intentaba, ni volver mi hacha contra él. Era demasiado fuerte. Pero sí que podía situarte a ti entre él y yo. —Se encogió de hombros—. Sabía que te agacharías.
Félix parpadeó y se puso de pie de un salto. Se sentía inestable y le hervía la sangre.
—Sabías que yo me… Tú… Pero…, pero ¿y si no lo hubiera hecho?
Gotrek hizo una mueca y limpió la mucosidad del hacha lo mejor que pudo.
—¿Qué alternativa me quedaba?
Félix abrió la boca para discutir, pero no supo qué decirle.
Gotrek deslizó el hacha rúnica en el cinturón y dio media vuelta.
—Vamos.
Avanzaron por el corredor hasta la habitación que tenía el agujero en el centro y se detuvieron ante el cuerpo de Hamnir.
Félix tragó al mirar el rostro del príncipe, sereno en la muerte, y luego su pecho destrozado.
—¿Cómo…, cómo lo supiste? —preguntó—. ¿Cómo supiste que no se había recuperado? ¿Que no se recuperaría?
—Lo supe —replicó Gotrek—. Lo tenía en los ojos. Había pasado demasiado tiempo con él. No iba a regresar.
—Pero…
—¡No iba a regresar!
Gotrek se acuclilló bruscamente, deslizó los brazos por debajo del cuerpo de Hamnir, y lo levantó. Luego, se dirigió hacia la salida con pesados pasos.
Félix se quedó mirándolo. Tenía ganas de decirle al Matador que tal vez la muerte del Durmiente habría acabado con el dominio del ser sobre Hamnir. Quizá el príncipe habría vuelto a ser él mismo tras la muerte del Durmiente. No pudo decidirse a hablar. Siguió a Gotrek mientras su corazón libraba una batalla contra sí mismo.
Cuando habían recorrido la mitad del túnel que ascendía hasta las minas, Gotrek se aclaró la garganta.
—Le dirás a Gorril que Hamnir murió bien, luchando con los pieles verdes del collar. Es lo mejor.
—¿No quieres que sepa que lo mataste tú?
—No quiero que sepa que… se perdió a sí mismo.
—¿Y por qué no se lo dices tú? —preguntó Félix.
—Yo no miento.
—¿Y yo sí? —Félix se sintió insultado.
—Tú escribes obras teatrales, ¿verdad?
Una contestación airada estuvo a punto de aflorar a los labios de Félix, pero la dejó morir antes de que saliera. No le gustaba, pero tal vez era mejor de ese modo. Lo último que los asediados enanos de Karak-Hirn necesitaban saber era que su príncipe había traicionado a la raza de los enanos, y siempre había sido cometido de los poetas y los dramaturgos conferirle el mejor aspecto posible a la muerte de los héroes.
—De acuerdo. Yo se lo diré.
Gotrek le asestó un tajo de hacha a cada una de las crisálidas que había en la habitación donde los orcos las habían estado empaquetando, y prendió fuego a los cajones para asegurarse del todo. Cuando el humo comenzó a inundar la sala, dieron media vuelta y continuaron ascendiendo por la mina.
Félix miraba con creciente desesperación a los orcos que veían al pasar. Había temido que el regreso a la fortaleza se transformara en una pesadilla en la que tendrían que esquivar a orcos fuera de control que acababan de recuperar la ferocidad al quedar libres del yugo de la maligna influencia del Durmiente. Pero la realidad era peor. Los orcos que encontraban permanecían quietos, inexpresivos y perdidos, con la mirada fija en la nada, y las armas y herramientas les colgaban flojamente de las manos. Incluso cuando Gotrek y Félix tropezaron con cuatro en un corredor estrecho —casi se dieron de bruces con ellos al girar en un recodo—, los orcos no hicieron nada; sólo extendieron manos lerdas hacia ellos, como osos adormilados. Gotrek pasó entre ellos como si fueran muebles, mientras gruñía roncamente. Los pieles verdes no los siguieron.
Finalmente, tras volver sobre sus propios pasos por la escalera de caracol de la bóveda del rey Alrik y recorrer los salones vacíos de Karak-Hirn, llegaron a la fortaleza del clan Diamantista. Gorril estaba en el exterior de la puerta, donde supervisaba a las cuadrillas de enanos que apilaban los decapitados cuerpos de los orcos no muertos sobre carros, para llevárselos.
—¡Gurnisson! —gritó al verlos—. Abrigábamos la esperanza de que hubieseis tenido éxito. Los últimos cadáveres ambulantes cayeron, muertos, todos al mismo tiempo, hará una media hora… —Calló al ver lo que transportaba Gotrek—. ¡Príncipe Hamnir! —Corrió hacia Gotrek—. ¿Está…? ¿Ha…?
—Está muerto —dijo Gotrek.
—Murió bien —añadió Félix, al recordar el papel que se le había asignado—. Abajo había más pieles verdes con collares que defendían al Durmiente. Él mató a dos. Otro lo mató a él. Murió para impedir que el Caos y la corrupción se propagaran a otras fortalezas. —A fin de cuentas, eso era bastante cierto.
—¿Y habéis matado al Durmiente?
—Sí —replicó Gotrek—. Está muerto.
—Entonces, Hamnir no ha muerto en vano.
Gorril cogió a Hamnir de brazos de Gotrek, con la cara contraída por la congoja, mientras los otros enanos se reunían en torno a ellos e inclinaban la cabeza por el príncipe caído. Cuando llevó a Hamnir al interior de la fortaleza del clan, los enanos lo siguieron, y otros salieron al salón central para mirar, en afligido silencio, mientras Gorril lo tendía sobre la base de la estatua de un antiguo patriarca enano.
Con lágrimas en los ojos, Gorril se volvió a mirar a los enanos reunidos.
—Amigos, nuestro príncipe ha muerto. Lo lloraremos como corresponde a un héroe caído, pero esta tragedia es un triunfo porque, con su muerte, nos ha liberado del horror que nos tenía prisioneros en sus zarpas. El Durmiente ha muerto. La fortaleza es nuestra. Hemos dejado atrás lo peor.
—No es así —dijo Gotrek con voz susurrante.
—¿Qué? —preguntó Gorril, y se volvió a mirarlo con el ceño fruncido—. ¿Qué quieres decir? Lo habéis matado. Somos libres.
Gotrek suspiró y avanzó por entre la reunión de solemnes enanos hasta las puertas del salón del gremio de gemólogos.
—Abrid —dijo.
Un enano acudió con una llave y la hizo girar en la cerradura, mientras Gorril, Félix y los demás se apiñaban detrás de él. La puerta se abrió.
Los enanos del clan Diamantista se volvieron hacia la puerta cuando la luz del salón central entró en la sala. Fijaron ojos inexpresivos sobre los enanos que los miraban, y luego comenzaron a avanzar lentamente hacia ellos, arrastrando los pies, con las armas en alto y los puños cerrados.
Gotrek sacó el hacha del cinturón.
—Lo peor aún lo tenemos delante.
Gorril y los otros enanos gimieron de desesperación, y murió la última débil esperanza de Félix.
Tras un largo momento de consternación, Gorril suspiró y se enjugó los ojos. Cuadró los hombros, aferró el hacha y se volvió hacia los otros.
—Formad, hijos de Karak-Hirn —dijo—. Tenemos que hacer un lamentable trabajo.
—Mucha carne en el hombre del norte —dijo el ogro—, pero sabe rara.
Los hombres sufrieron una arcada y se apartaron de él.
El enano hizo una mueca.
—¡Grungni! ¿Hay algo que los ogros no comáis?
El ogro rumió la respuesta durante un momento, mientras se frotaba los varios mentones.
—Creo que no —dijo, al fin.
Félix lo escuchaba sólo a medias. Él y Gotrek marchaban con un grupo de mercenarios que se habían unido en bien de la seguridad para atravesar el paso del Fuego Negro. Todos se dirigían al norte para ofrecerle al Imperio el alquiler de sus espadas y hachas en la lucha contra la invasión de las hordas del Caos. Delante de ellos marchaba una compañía de piqueros tileanos, ataviados con llamativo uniforme rojo y dorado, y detrás iban treinta ballesteros estalianos vestidos de cuero marrón. El apuesto hijo de un príncipe de los Reinos Fronterizos pasó al trote con veinte lanceros detrás, todos montados sobre enormes caballos de guerra, con osados pendones flameando en la punta de las lanzas. Diez enanos marchaban lentamente tras dos cañones tirados por ponis, y se ocupaban de que las ruedas no se atascaran en las fangosas roderas salpicadas de nieve del camino en malas condiciones.