Al fin, encontraba a Gotrek sentado en la sala de guardia cercana a la Puerta del Cuerno, de espaldas a la entrada. Félix abría la boca para llamarlo, pero vacilaba, abrumado por el miedo de que Gotrek se volviera y lo mirara también con ojos vacuos. Avanzaba un paso y extendía nerviosamente una mano hacia un hombro de Gotrek. La cabeza de Gotrek se alzaba al percibir a Félix detrás. Comenzaba a volverse. Félix retrocedía. No quería ver. No quería saber. No quería…
Despertó, abrió los ojos cargados de sueño, y paseó la mirada por el salón central del clan Diamantista, débilmente iluminado, donde él, Gotrek y la mayor parte del ejército de Hamnir se habían tumbado la noche anterior. Preguntas hechas a gritos y pies que corrían resonaban por toda la fortaleza del clan.
Gotrek rodó sobre sí y alzó la cabeza.
—Y ahora, ¿qué? —murmuró.
Félix se sentó y gimió. Le dolían todos los músculos. Le palpitaban las heridas. Se sentía tan rígido como un cadáver de una semana, y la mitad de animado.
El teniente de Gorril, Urlo, avanzaba con cuidado entre las hileras de enanos que despertaban y miraba a su alrededor. Al ver a Gotrek, se apresuró a acercarse a él y echar una rodilla al suelo para susurrarle algo al oído.
—Gorril pide que vayas a verlo, Matador. Es urgente.
—¿Gorril lo pide? —dijo Gotrek—. ¿Le sucede algo malo a Hamnir?
—Eh… —Urlo, inquieto, se volvió a mirar a los otros enanos—. Gorril te lo dirá.
Gotrek gruñó, con la mandíbula apretada.
—De acuerdo. —Se puso trabajosamente de pie, y siseó al flexionar la pierna herida. Recogió el hacha—. Vamos, humano.
Félix asintió con la cabeza y se levantó entre dolores. Él y Gotrek siguieron a Urlo fuera del salón. Apenas podían caminar.
—Hamnir ha desaparecido —dijo Gorril.
Se encontraban en las habitaciones privadas de Kirhaz, donde se había instalado Hamnir. Gorril se paseaba de un lado a otro, junto a una pesada mesa de comedor donde habían dejado un desayuno que estaba intacto. Urlo permanecía junto a la puerta.
—¿Desaparecido? —preguntó Gotrek—. ¿Desde cuándo?
Gorril extendió las manos al frente.
—Ya no estaba cuando fui a despertarlo esta mañana. Tengo a mi compañía registrando la fortaleza de arriba abajo, pero, hasta ahora, nada.
—¿Alguna señal de ataque? —preguntó Gotrek.
—Ninguna. Yo…
Uno de los enanos de Gorril entró en la habitación por detrás de ellos. Iba acompañado por otro enano.
—Gorril. Noticias. —El que había hablado hizo avanzar al otro—. Cuéntaselo, minero.
El minero inclinó la cabeza ante Gorril. Tenía un feo bulto sobre la oreja izquierda.
—Sí —dijo—. Bueno, anoche quedé apostado para vigilar la puerta secreta que va desde la tercera galería de la fortaleza del clan Diamantista hasta los almacenes de grano de la fortaleza principal. —Se encogió de hombros, incómodo—. Debo haberme quedado dormido un rato, porque alguien se me acercó por detrás y me tumbó de un golpe en la cabeza. Abrí los ojos justo a tiempo de ver que un enano atravesaba la puerta secreta y la cerraba.
—¿Viste quién era? —preguntó Gorril.
El enano negó con la cabeza, y luego, lo lamentó.
—Sólo le vi las piernas y los pies —replicó mientras se masajeaba la frente—, y todo un poco borroso.
Gorril dio un puñetazo en la mesa.
—¿Cuándo sucedió eso? ¿Por qué no se lo dijiste a alguien de inmediato?
El enano se sonrojó.
—Quería hacerlo, capitán, de verdad, pero cuando estaba levantándome del suelo, de alguna manera… Bueno, creo que volví a quedarme dormido. —Se balanceaba en el sitio—. La verdad es que ahora me vendría bien echar una cabezada.
Gorril avanzó hasta el enano y lo miró a los ojos. Frunció el ceño.
—Llevádselo al médico. Podría tener el cráneo fracturado. —Cogió al enano por un hombro—. Gracias, primo.
Gorril se volvió hacia Gotrek y Félix, mientras un enano se llevaba al otro.
—¿Qué significa esto? ¿Era Hamnir? ¿Por qué iba a salir en solitario a una fortaleza llena de pieles verdes? ¿Puede habérselo llevado alguien? El guardia sólo vio a un enano, pero quizá fueran más. ¿Habremos dejado fuera a alguno de los enanos perdidos? —Calló de pronto, pálido—. ¡Grimnir! ¿Se lo han llevado abajo? ¿Está en las minas con ese Durmiente?
Gotrek miraba al suelo, con los puños apretados.
—Sí. Es lo que yo deduzco.
Gorril maldijo.
—¡En ese caso, no hay tiempo que perder! ¡Tenemos que ir a buscarlo!
Gotrek negó con la cabeza.
—No, muchacho. —Se golpeó el pecho con el índice—. Yo iré tras él. Vosotros no vendréis.
—¿Y tú me lo impedirás? —preguntó Gorril con ojos llameantes—. Hamnir era mi primo, y mi mejor amigo. No puedo quedarme aquí mientras sé que podría…
—¿Quieres volver a dejar Karak-Hirn sin comandante? —lo interrumpió Gotrek—. Eres el único que queda.
—Estás tú —replicó Gorril—. ¿Por qué no los comandas tú? Yo ya no…
—No soy un comandante —lo atajó Gotrek—. Soy un Matador, y en la mina hay algo que necesita que lo maten. Tú eres un comandante, así que comanda. Hay que limpiar la fortaleza de pieles verdes y guardarla hasta el regreso del rey Alrik.
—Quieres decir, hasta que encontremos al príncipe Hamnir —lo corrigió Urlo.
El rostro de Gotrek se puso tenso.
—Sí, o eso.
—¿No crees que vayas a encontrarlo? —preguntó Gorril con ojos preocupados.
—Lo encontraré —le aseguró Gotrek—, o moriré en el intento, pero ¿vivo?, ¿cuerdo?
—¡Grimnir! —juró Gorril—. ¿Qué ha hecho que tengas el corazón tan negro, Matador? ¿Es que tienes que extinguir cada chispa de esperanza antes de que tenga oportunidad de prender?
—La esperanza miente —contestó Gotrek mientras caminaba hacia la puerta—. Sólo un necio la escucha. Ahora, ve a decirles a tus soldados que Hamnir ha desaparecido, y prepara el ataque contra los pieles verdes. Saldremos al mismo tiempo que vosotros.
Gorril le lanzó una mirada feroz, y luego suspiró.
—Muy bien, saldremos dentro de una hora.
Gotrek asintió con la cabeza, y él y Félix se marcharon por la puerta.
—Matador —llamó Gorril.
Gotrek se detuvo y volvió la cabeza.
—Si no tienes ninguna esperanza, ¿por qué continúas? —preguntó Gorril—. ¿Por qué matar monstruos?
Los ojos de Gotrek se endurecieron.
—Porque hay una sola cosa que cualquiera puede desear y que, antes o después, le será concedida.
—¿Y qué es? —preguntó Gorril.
—La muerte.
Dio media vuelta y echó a andar por el corredor.
Félix lo siguió.
—En especial si uno sigue a un Matador —murmuró.
—¿Qué dices, humano? —preguntó Gotrek.
—Nada, nada.
El ejército de Hamnir, ceñudo y silencioso, esperaba ante la puerta principal de la fortaleza del clan Diamantista a que llegara Gorril para dar la señal de salida. La noticia de la desaparición de Hamnir, que se sumaba al horror y dolor de descubrir la vacua demencia de los miembros del clan Diamantista, había sido un duro golpe para ellos. Estaban más determinados que nunca a recuperar la fortaleza y librarla de la espantosa contaminación que la infestaba, pero no sería una victoria jubilosa. No habría repetición de la ebria celebración de la noche anterior.
Gotrek y Félix aguardaban en cabeza de la columna. Debían colaborar en la acometida inicial, y luego separarse camino de su misión al interior de las minas, cuando todos los enanos hubiesen salido. Gotrek se mostraba tan severo como el resto. Tenía el ojo clavado en el suelo y mascullaba con enojo para sí mismo. Félix se preguntó qué lo alteraba, aparte de lo obvio, pero no quería inmiscuirse. No era cortés, y con Gotrek, además, era peligroso.
Narin y Galin se abrieron paso entre los soldados y se detuvieron junto a Gotrek. Él no les hizo el menor caso.
—Yo te acompañaré, Matador —dijo Narin, al fin.
—Y yo —añadió Galin.
—No —gruñó Gotrek, aparentemente fastidiado porque lo molestaban—. Es trabajo de Matadores.
—Y por si no te acuerdas —dijo Narin mientras tocaba el trozo del Escudo de Drutti que llevaba en la barba—, ambos estamos interesados en asegurarnos de que no te maten mientras haces ese trabajo.
Gotrek alzó la cabeza y volvió hacia él una mirada funesta.
—¿Me privarás de mi muerte?
—¿Usarás tu muerte para estafarnos las peleas debidas por nuestros agravios? —resopló Galin—. No puedes morirte hasta que te hayas enfrentado con nosotros. El honor de nuestros clanes así lo exige.
Gotrek bufó.
—He dejado a un lado mi juramento de Matador hasta este momento por un juramento que le hice a Hamnir mucho antes de tomar la cresta. Ahora, podría satisfacer ambos juramentos al mismo tiempo. Una insignificante rencilla por un escudo se convierte en algo de muy tercer orden.
—¡Una rencilla insignificante! —gritó Galin—. ¡Vuelve a insultarnos!
—No nos disuadirás, Gurnisson —dijo Narin.
Gotrek los miró con ferocidad; luego se encogió de hombros y apartó la vista.
—Haced lo que queráis. Simplemente, no os pongáis en mi camino.
Las filas de enanos se separaron, y Gorril marchó a lo largo de la columna, con Urlo y su compañía, para ocupar su sitio en la cabeza de la formación. Gorril se volvió a mirar a los enanos.
—No tengo ningún discurso para vosotros, primos. Recordad que sólo se les puede detener si se les corta la cabeza. Luchad bien. Morid bien. ¡Que Grimnir nos proteja!
Las compañías murmuraron una breve plegaria colectiva, y Gorril les hizo una señal a los enanos heridos que se encontraban a ambos lados de la puerta.
—Cerrad detrás de nosotros —les dijo— y aseguraos de que continuamos siendo nosotros antes de volver a abrirnos.
Los enanos asintieron con la cabeza y tiraron de las palancas que descorrían los cerrojos y abrían las puertas. Éstas se deslizaron con lentitud hacia el interior. Los orcos no muertos continuaban al otro lado, esperando tan pacientemente como tumbas, e igual de olorosos. Avanzaron silenciosamente con pesados pasos y las armas en alto, y el hedor a podredumbre flotó ante ellos como una niebla.
Esa vez, los enanos estaban preparados. Habían descansado y sabían qué hacer. Atravesaron la masa de orcos del exterior como un martillo a través de espuma marina. Los enanos luchaban en parejas coordinadas: uno hacía caer de rodillas a un orco no muerto, y el otro le cortaba la cabeza. Los orcos no sangraban.
Gotrek y Félix bloqueaban con facilidad los desmañados ataques, los despojaban de las armas, a veces con brazo y todo, y separaban cabezas de cuerpos a diestra y siniestra. Narin y Galin hacían otro tanto.
Por muchos que mataran los enanos, la muchedumbre de cadáveres ambulantes no parecía disminuir. Llenaban el ancho corredor en ambas direcciones. Los enanos avanzaban lenta pero constantemente entre ellos, ganando cada centímetro de terreno a base de decapitaciones, hasta que todas las compañías estuvieron en el corredor y la puerta de la fortaleza del clan Diamantista se cerró tras ellas.
—Bien —le dijo Gotrek a Gorril—. Ya habéis salido. Nosotros nos marchamos.
—Que tengas buena suerte, Matador —dijo Gorril—. Trae de vuelta al príncipe Hamnir; vivo.
—Si yo regreso, él regresa —replicó Gotrek, y miró a Félix—. ¿Hacia dónde, zanquilargo?
Félix estiró el cuello para ver por encima de la horda de pieles verdes.
—La escalera de la izquierda es la que tenemos más cerca —respondió Jaeger.
—De acuerdo.
Sin decir una palabra más, Gotrek comenzó a abrir un sendero a través de los orcos con el hacha. Félix, Narin y Galin lo siguieron; le guardaron la espalda y cortaron unas cuantas cabezas por el camino. Tras cinco minutos de esa extraña matanza exangüe, llegaron a la escalera y la periferia de la muchedumbre de orcos. Unos pocos enemigos los siguieron escalones abajo hasta el gran salón, pero eran tan lentos que los cuatro no tardaron en dejarlos atrás.
* * *
Gotrek los condujo a través de la fortaleza hasta las dependencias del rey Alrik. Las bocaminas estaban cerradas y aseguradas, y probablemente los orcos del otro lado estaban intentando abrirse paso a través de ellas, pero con un poco de suerte, el agujero de la bóveda que salía a la mina agotada no habría sido descubierto aún; «
con un poco de suerte»
. Félix se rió de eso. Habían tenido una suerte terrible hasta ese momento. Parecía una locura fiarse de ella nuevamente. A pesar de todo, era la mejor de las malas alternativas disponibles.
No hallaron resistencia ninguna. La fortaleza estaba desierta. Todos los orcos se habían reunido ante la puerta de la fortaleza del clan Diamantista, para luchar contra los últimos enanos. Las dependencias del rey Alrik estaban como las habían dejado, menos los cuerpos de los goblins, que aparentemente se habían levantado de la muerte y habían salido a luchar. Atravesaron la improvisada curtiduría y entraron en el dormitorio de Alrik, donde se taparon la nariz para protegerse del hedor de las pilas de basura putrefacta. Fueron hasta la gruesa columna del otro lado.
—En guardia —dijo Gotrek.
Félix, Narin y Galin prepararon las armas mientras Gotrek palpaba la filigrana del reborde contiguo a la columna. Al fin, encontró el pestillo, lo bajó, y la columna comenzó a girar al mismo tiempo que se hundía en el suelo. Al otro lado, no había orcos.
Félix dejó escapar la respiración contenida.
Descendieron por la escalera de caracol sin barandilla hacia el interior de la bóveda vertical del rey Alrik. Al llegar al fondo, Gotrek avanzó resueltamente hacia el agujero irregular de la pared, pero a Narin y Galin les costó atravesar toda la bóveda sin detenerse. Sus ojos se demoraban, anhelantes, sobre las hermosas hachas y armaduras, y sobre el cofrecillo lleno de oro de sangre.
—Sin duda, merecemos alguna recompensa por nuestro desinteresado servicio —dijo Galin, lamiéndose los labios.
—Sí —asintió Narin—. ¿Qué es una onza de oro perdida cuando le hemos recuperado la fortaleza?
—¿Queréis la recompensa antes de haber acabado el trabajo? —gruñó Gotrek.
Galin se encogió de hombros, avergonzado.
—Era sólo una broma, Matador.
—Sí —dijo Narin a la vez que apartaba los ojos de mala gana—. Sólo una broma.
Siguieron a Gotrek a través del agujero y por el tosco pasadizo que tan laboriosamente habían abierto apenas un día antes, y entraron en la mina agotada. Allí no encontraron nada que indicara que los orcos habían descubierto la excavación, y se apresuraron a atravesarla hasta llegar a la puerta que conducía a las minas en activo.