Del combado techo colgaban también otras cosas: brillantes sacos translúcidos, abultados, unidos al extremo de retorcidos cordones umbilicales. Félix se dio cuenta de que eran crisálidas como las que antes habían visto guardar a los orcos en los cajones. Dentro, había pálidas formas angulosas de largas patas delanteras, con diez ojos facetados. Los hijos del Durmiente: el fin del mundo.
El Durmiente no giró la cabeza ni dio ninguna muestra de acusar recibo de la presencia de los intrusos que penetraban en la sala. Y, a pesar de eso, Félix temía más acercarse a él que a cualquier cosa de carne y hueso que hubiese visto jamás. Lo paralizaba el terror. No podía dar un paso.
Gotrek no se había detenido, pero avanzaba más lentamente, inclinado hacia adelante y esforzándose por poner un pie delante del otro, como un hombre que avanzara contra un vendaval.
—Lucha contra él, humano —dijo con los dientes apretados—. Se ha quedado sin sirvientes. Está usando la única arma que le queda.
Félix no podía moverse. Si se acercaba un paso más, se le comería el cerebro. Lo sabía. Ya se lo estaba comiendo. Si no huía, acabaría como los otros, como un esclavo sin mente que acataría las órdenes de un insecto corrompido por el Caos. Todo sería culpa de Gotrek, que lo arrastraba una y otra vez hacia una muerte segura.
—¡Lucha tú contra él! —le espetó a Gotrek—. ¡Tú eres el Matador! ¿Es que siempre tengo que librar tus batallas?
Gotrek volvió la cabeza para lanzarle una mirada feroz.
—¿Tú libras mis batallas? ¡Ja! Eso sí que es un chiste. ¡La mitad de las batallas que libro son para salvar tu indigno pellejo! ¡Grimnir, vaya un debilucho! ¿Por qué escogí a un humano como cronista? ¡Un enano habría cuidado de sí mismo!
Félix se atragantó, y la indignación ardió en su corazón.
—¿Debilucho? ¿Me llamas así después de todo lo que he pasado contigo…? ¡Y todo a causa de un juramento de borracho que nunca debería haber hecho!
Gotrek se volvió contra él y se olvidó del Durmiente.
—Y yo nunca debería haberte tomado la palabra. ¡Por mis ancestros! Veinticinco años viajando con un debilucho llorón, demasiado débil para hacer su parte del trabajo, teniendo que volverme cada dos pasos para sacar tu flaco culo del fuego, teniendo que oír «Eso no es prudente, Gotrek» y «Tal vez no deberíamos hacer eso, Gotrek», como el zumbido constante de un condenado mosquito. ¡Por qué no te he cortado antes el cuello sólo para hacerte callar es algo que no entiendo!
—¿Te crees que ha sido un placer viajar contigo? —gritó Félix, cuyo cuello palpitaba de furia—. He sido insultado y despreciado cada día, durante un cuarto de siglo, por un raquítico matón taciturno que no tiene una palabra amable para nadie. No recuerdo un solo caso en que me hayas dado las gracias, o me hayas elogiado por un trabajo bien hecho. Siempre es: «Cállate, humano», «Fuera de mi camino, humano», «Coge las bolsas, humano». —Apretó los puños—. ¡Cuando pienso en la vida que podría haber tenido si no hubiera jurado seguir tu feo trasero por todo el mundo hasta que acabaras por matarte! Ni siquiera has tenido la decencia de morirte pronto, como la mayoría de los Matadores.
—Gracias a mí, has visto más mundo que cualquier centenar de hombres del Imperio —bramó Gotrek—, ¿y te quejas de eso? ¡Por el hacha de Grungni! ¿Por qué no hice las paces con Hamnir y le pedí que fuera mi cronista? ¡Al menos, él era un enano, no un debilucho zanquilargo!
—Debilucho otra vez. —Félix se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. ¿Me llamas débil cuando todavía estoy aquí y tu tan vigoroso amigo enano, Hamnir, está muerto? ¿Quién es el debilucho?
La cara de Gotrek se puso blanca, y su único ojo destelló de fría furia.
—¿Insultas a los muertos? Morirás por eso.
—Yo lo he insultado —replicó Félix con una sonrisa despectiva—, pero lo mataste tú.
Con un rugido de indignación, Gotrek se lanzó con paso tambaleante hacia Félix y lo acometió con el hacha cogida con una sola mano. Félix retrocedió de un salto al mismo tiempo que lanzaba una exclamación ahogada y desenvainaba la espada. Sintió que el viento provocado por el hacha le rozaba una mejilla.
El terror se le clavó en el corazón como un carámbano de hielo. Sigmar, ¿qué había hecho? ¡Gotrek lo estaba atacando! ¡El hacha que había matado a demonios y gigantes volaba hacia su cuello!
Retrocedió mientras paraba golpes desesperadamente. Gotrek avanzaba cojeando, con el hacha rúnica transformada en un borrón. Cada golpe estaba a punto de arrancarle la espada de la mano. Si aún estaba vivo, era porque Gotrek luchaba con una sola mano y estaba débil a causa de las heridas y la pérdida de sangre.
Félix se maldijo a sí mismo cuando el hacha pasó a poco más de dos centímetros de su mentón. ¿Qué locura lo había impulsado a provocar de ese modo al Matador? ¿Es que había perdido la cabeza? Entonces, de repente, se dio cuenta de que el impulso procedía del exterior de su cabeza. Se originaba en el Durmiente. Los estaba azuzando como a perros de pelea. Se defendía haciendo que se pelearan entre ellos, en lugar de atacarlo a él.
—¡Gotrek! —gritó mientras se movía en círculos—. ¡Basta! Es el Durmiente. ¡Nos obliga a pelear! ¡Está dentro de nuestra mente!
—¿Intentas engañarme para que baje la guardia?
Gotrek acometía inexorablemente a Félix, haciendo que se adentrara cada vez más en la habitación.
Al acercarse de espaldas al Durmiente, Félix percibió su presencia detrás de su hombro izquierdo, y se le erizó la piel.
—¡Gotrek, maldito seas, lucha contra él! —gritó—. ¿Qué se ha hecho de tu inflexible voluntad de enano? ¡Lucha contra él!
Se lanzaban tajos el uno al otro enfrente del Durmiente, mientras se movían en lentos círculos como gladiadores que lucharan para divertirlo. ¡Dioses! ¿Por qué Gotrek no quería escucharlo? ¿Cómo se atrevía a acusar a Félix de debilidad y caer luego bajo el poder del Durmiente? Si no quería escucharlo, Félix simplemente tendría que metérselo a golpes en la cabeza. Le cortaría la cabeza al Matador y se lo metería a gritos por la garganta.
—¡Estúpido testarudo! ¡Yo te enseñaré! —Félix dirigió una estocada hacia la herida mal vendada del hombro de Gotrek.
El hacha del Matador bloqueó el golpe, y la espada vibró de tal modo que le causó escozor en las manos.
—¡Eres tú quien necesita que le enseñen algo, zanquilargo! ¡Decir que eres mejor que un enano! —Dirigió hacia la cabeza de Félix un golpe que se la habría partido por la mitad si él no hubiese retrocedido de un salto—. ¡Te destriparé por insolente!
Félix maldijo. Incluso con una sola mano y a punto de desplomarse, Gotrek era más fuerte y rápido que cualquier oponente con quien él se hubiera enfrentado, pero el Matador se balanceaba con precario equilibrio. Si Félix lograba hacer que cayera podría matarlo. Continuó moviéndose hacia la derecha para acometer a Gotrek por el lado más débil.
El Matador giraba con él.
—¡Te ensartaré como un conejo! —rugió al mismo tiempo que alzaba el hacha por encima de la cabeza.
Gotrek tropezó con una piedra y dio un traspié al perder el equilibrio.
¡Una abertura! Félix se lanzó hacia adelante y dirigió una estocada hacia la pierna herida de Gotrek. Con una rapidez cegadora, el enano bajó el hacha con tal fuerza que le arrancó la espada de las manos, y luego le dio una patada en el estómago.
Mientras la espada se alejaba rebotando, Félix salió disparado hacia atrás, se estrelló contra el Durmiente, en cuyas espinosas patas se le enredaron los brazos, y su cabeza impactó entre las dos hileras de ojos. El Durmiente dio un respingo y despertó, siseando y chasqueando las mandíbulas.
—¡Te cortaré en dos! —bramó Gotrek, y arrojó el hacha directamente hacia la cabeza de su compañero.
Félix dio un alarido y se lanzó al suelo, presa del terror. El hacha pasó girando por encima de su cabeza, le rozó el pelo y cercenó una de las antenas del Durmiente.
La criatura chilló y agitó las patas como loca, mientras hacía chasquear las garras. Una golpeó a Félix en un hombro y lo hizo atravesar media habitación. Al estrellarse contra el suelo, gruñó de dolor, pero también de alivio. De repente, tenía la mente clara. La cólera irracional lo había abandonado. La herida había distraído al Durmiente.
Félix se incorporó. Gotrek se lanzó más allá de la criatura, que chillaba y pataleaba, para recoger el hacha. Al volverse, Félix lo miró con ojos desorbitados.
—Tú…, tú…
—Ahora no, humano —jadeó Gotrek mientras se ponía de pie—. Mátalo.
El Matador avanzó, cojeando, hacia la espalda del Durmiente. La criatura se contorsionó y se retorció en todas direcciones para volverse y hacerle frente, pero el gangrenoso abdomen la mantenía inmovilizada. No podía girar para defenderse.
Gotrek sonrió salvajemente, preparado para la matanza. Félix se levantó y recogió la espada. Desaparecida de su cabeza la vil influencia, el Durmiente no parecía ser una amenaza. Era patético, de hecho, reducido a la impotencia por sus propias mutaciones.
Algo largo y blanco cayó junto a él. Félix retrocedió de un salto. Parecía un moco grueso como la muñeca de un hombre que saliera de la nariz de un gigante. Le cayó otro delante. Las cosas se curvaron hacia él como serpientes ciegas, cuya piel se hacía cada vez más gruesa y fangosa. ¡Nacían del hinchado abdomen del Durmiente!
La primera se abrió por la punta como una vaina, y dentro de la cavidad Félix vio dientes y una lengua púrpura. A la segunda le crecieron púas con punta de flecha y ventosas de calamar. Ambas se lanzaron hacia él.
Decapitó de un tajo a la de la boca, de la cual manó un espeso líquido fétido que le hizo llorar los ojos. Entonces cayeron otras dos de aquellas cosas junto a él.
—¡Gotrek!
El Matador estaba asediado por cinco de aquellos tentáculos. Cortó por la mitad a tres, y cuatro más cayeron para luchar contra él. Uno se le enroscó en la pierna herida; otro lo rodeó por el cuello. Intentaban mantenerlo alejado del Durmiente.
—¡Inmundicia maldita del Caos! —rugió Gotrek.
Félix cortó dos más, pero otro le había rodeado la cintura y lo estaba levantándolo del suelo. Lanzó un tajo por detrás de la cabeza y cayó al suelo al cercenarlo, sobre un charco de porquería gris.
De los tentáculos cortados manaban espesos regueros de mucosidad que se encharcaban en el suelo, y cuyo hedor era imposiblemente asqueroso. Félix se puso en pie de un salto, y mientras sacudía las manos para intentar librarse de la sustancia, a punto estuvo de caer otra vez. El suelo de basalto estaba resbaladizo, cubierto de aquella inmundicia.
De pronto, la habitación circular se había transformado en un oscilante bosque de babosos tentáculos blancos, y todos se extendían hacia él y Gotrek. No eran difíciles de cortar, pero había demasiados. Uno, con una boca como de lamprea, mordió a Félix en la parte posterior de una pierna. El humano gritó y lo cortó, pero otro le arañó la cara con crestas que parecían de vidrio roto.
Le asestaba tajos a todo lo que se le ponía cerca, resbalando y girando en un demente frenesí. Al otro lado del Durmiente, Gotrek hacía lo mismo, pero a cada segundo brotaban nuevos tentáculos del abultado techo, y más de cuarenta que habían sido truncados derramaban inmundicia viscosa sobre el suelo. Estaban sumergidos hasta los tobillos en mucosidad fétida. Cuando Félix retrocedía ante tres de los seudópodos mutantes, se metió bajo una lluvia de porquería y quedó empapado hasta la piel. Sufrió arcadas cuando se le metió en los ojos y la nariz, y le empapó el pelo hasta el cuero cabelludo.
Félix sollozó de frustración mientras se limpiaba los ojos. Era inútil. Por muchos tentáculos que cortara, siempre habría más. No lograrían llegar hasta el Durmiente para matarlo. Los tentáculos los harían pedazos. Era preferible arrojar la espada al suelo y…
Quedó petrificado. Había vuelto al interior de su cabeza e intentaba recuperar el control. Lo expulsó salvajemente, y lo maldijo con cada tajo de espada. Luego, giró y comenzó a avanzar laboriosamente, un paso tras otro, por el lago de resbaladiza mucosidad, hacia la criatura. No permitiría que lo distrajera. No volvería a poseerle la mente.
Gotrek también había recuperado la libertad de movimiento, al menos de momento, y cercenaba los tentáculos a mayor velocidad de la que necesitaban para formarse. Las cabezas cortadas de tres de ellos colgaban de sus brazos y piernas, cogidas por los dientes, mientras él avanzaba hacia la criatura. La cresta, empapada de porquería, le pendía sobre la cara como una empapada fregona roja.
El Durmiente chilló de angustia, y más tentáculos avanzaron, retorciéndose, hacia el Matador; pero el enano no iba a permitir que lo detuvieran. Cercenó seis con un tajo lanzado hacia atrás, y luego le asestó otro a la cara de la criatura, que intentó defenderse con las patas vidriosas, y el hacha rúnica le cortó dos por las articulaciones.
El Durmiente chilló —un ensordecedor zumbido agudo de insecto— y acometió a Gotrek con una de las patas delanteras provistas de pinzas. El enano se dispuso a bloquear el golpe, pero un tentáculo le apresó la muñeca y no logró situar el hacha en la posición correcta. En el pecho de Gotrek apareció un tajo sangrante. La sangre se mezcló con la mucosidad y le pintó el torso de rojo.
Gotrek se volvió para cortar el tentáculo, y la otra pata delantera del Durmiente lo golpeó en la parte posterior de la cabeza. El enano dio un traspié y estuvo a punto de caer.
—¡Déjalos! —gritó Félix cuando al fin llegó al centro de la habitación—. ¡Yo me encargaré de ellos!
Gotrek no dijo nada, pero centró toda su atención en el Durmiente, mientras Félix cercenaba el tentáculo que le sujetaba el brazo y cortaba todos los demás que avanzaban hacia ellos. Parecía haber centenares. Todos con mutaciones diferentes; todos visiones de una mente desquiciada.
Gotrek arremetió con toda su fuerza contra el Durmiente, pero éste aún tenía seis patas para defenderse de una única hacha, y bloqueaba todos los ataques, mientras trozos y esquirlas de quitina translúcida volaban con cada impacto. Le cortó otra pata y se agachó cuando el Durmiente dirigió un golpe hacia su cabeza.
Detrás de él, Félix giraba como un derviche al cortar un tentáculo tras otro, pero nunca los suficientes. Rió amargamente para sí mismo. Era fácil decir que le quitaría los tentáculos de encima a Gotrek, pero ¿quién se los quitaría de encima a él? Estaba cansándose con rapidez. La mucosidad le llegaba a las rodillas —casi hasta la cadera de Gotrek—, y tenía la sensación de estar luchando en arenas movedizas. Peor aún, el abultado techo abdominal estaba descendiendo como si se desinflara, y Félix no dejaba de darse golpes en la cabeza contra él. Si no los hacían pedazos o no se ahogaban en la mucosidad, existía una buena posibilidad de que el Durmiente los sofocara con la presión del abdomen. Cortó dos tentáculos cubiertos de ventosas que se le estaban enroscando en las piernas. Luego, cercenó otros tres que se extendían hacia Gotrek. Tenía el brazo de la espada pesado como el plomo. Un tentáculo lo aferró por el tobillo izquierdo, otro le mordió el bíceps derecho, y había más que iban hacia él.