—Lanzadme hacia ellos —dijo Gotrek.
Félix y Doucette lo miraron. El enano tenía un brillo demente en los ojos.
—¿Qué? —preguntó Doucette—. ¿Lanzaros?
—Ponedme en una cazoleta de catapulta y cortad la cuerda. Yo me encargaré de esa inmundicia flotante.
—¿Vos… queréis que os catapulte? —preguntó Doucette, incrédulo—. ¿Como una bomba?
—Los goblins lo hacen. Cualquier cosa que pueda hacer un goblin, un enano puede hacerla mejor.
—Pero, Gotrek, podrías… —dijo Félix.
Gotrek alzó una ceja.
»Eh…, nada, no importa. —Félix había estado a punto de decir que Gotrek podría matarse, pero, a fin de cuentas, ésa era su intención, ¿no?
Gotrek avanzó hasta una de las catapultas y se subió a la cazoleta. Sentado en el cacharro de la comida, parecía un bulldog particularmente feo.
—Sólo aseguraos de lanzarme al otro lado de la borda, y no contra el casco.
—Lo intentaremos, maese enano —dijo el jefe del equipo de la catapulta—. Eh…, si morís, ¿no nos mataréis, verdad?
—¡Os mataré si no disparáis de una vez! —gruñó Gotrek—. ¡Fuego!
—
Oui, oui.
El grupo hizo girar la catapulta, bufando a causa del peso añadido de Gotrek, hasta encararla con el crucero auxiliar, y luego echaron el brazo del arma un poco más atrás.
—Cogeos al hacha, maese enano —dijo el jefe de la catapulta.
—Tal vez un casco —dijo Félix—, o un…
El jefe bajó el brazo.
—¡Fuego!
Un artillero tiró de una palanca y el brazo de la catapulta salió disparado hacia arriba y hacia adelante. Gotrek voló alto por el aire trazando un largo arco, directo hacia el crucero auxiliar, mientras bramaba un gutural grito de guerra.
Félix observó, pasmado, cómo Gotrek se estrellaba contra la lona remendada de la vela mayor y se deslizaba hasta la cubierta para caer en medio de una hirviente masa de orcos.
—La verdadera pregunta —dijo para nadie en concreto— es cómo voy a conseguir que todo rime.
Él y el equipo de la catapulta estiraron el cuello a fin de encontrar a Gotrek en medio del caos, pero lo único que lograron ver fue un remolino de enormes cuerpos verdes y las colosales hojas de hierro negro que ascendían y descendían. «
Al menos, no se detienen
», pensó Félix. Si seguían luchando, era porque Gotrek continuaba vivo.
Luego, los orcos dejaron de luchar y se pusieron a correr de un lado a otro.
—¿Está…? —preguntó Doucette.
—No lo sé —replicó Félix, y se mordió el labio inferior.
Después de todos los dragones, demonios y trolls contra los que había luchado Gotrek, ¿moriría realmente a manos de unos simples orcos?
La voz del vigía resonó en lo alto.
—¡Impacto inminente!
Con un crujido estremecedor, el buque mercante se estrelló contra la hilera de balsas, partió tablas, rompió cuerdas y lanzó a las agitadas aguas barriles, cajones y orcos demasiado entusiastas. A la derecha, el costado del crucero auxiliar ascendió como la muralla de un castillo, y las troneras quedaron al mismo nivel que la cubierta del navío de Doucette.
Los garfios y rezones silbaron por el aire a derecha e izquierda, y Félix se agachó justo a tiempo de evitar que uno le ensartara un hombro. Se clavaron en la borda, la cubierta y las velas, y las cuerdas a las que estaban unidos se tensaron y tañeron cuando el barco continuó avanzando. La tripulación del Reine Celeste las cortaba con hachuelas y chafarotes, pero por cada una que cortaban se clavaban dos más.
A la derecha de Félix se oyó una potente detonación, y uno de los cañones del crucero auxiliar, situado a menos de cinco metros de distancia, quedó envuelto en humo blanco. Una bala de cañón pasó zumbando a la altura de la cabeza y rompió un vaivén.
Félix tragó saliva. Daba la impresión de que Gotrek había fracasado.
—¡Nos abordan! —gritó Doucette.
El buque mercante había atravesado la línea de los orcos y se encontraba dentro de la zona bloqueada, pero su velocidad disminuía considerablemente porque remolcaba las balsas, que habían quedado amarradas mediante los garfios, y el resto de los barcos con ellas. El crucero auxiliar, que estaba virando al ser arrastrado, tenía los cañones aún dirigidos hacia la nave de Doucette, mientras que por las cuerdas y el casco trepaban rugientes monstruos verdes que pasaban por encima de la borda. Félix desenvainó la espada con empuñadura de dragón y se unió a los demás, que corrían a rechazarlos. Hombres de todos los colores y nacionalidades asestaban estocadas y tajos, y disparaban contra los ancestrales enemigos de la humanidad: tileanos con gorra de punto y pantalones bombachos, bretonianos con calzones a rayas, hombres de Arabia, Ind y lugares más lejanos, todos luchaban con la enloquecida desesperación que causaba el miedo.
No había retirada posible, y la rendición significaba acabar en la olla del guiso de los orcos. Félix se apartó a un lado para evitar el tajo de una cuchilla descomunal que lo habría cortado en dos de haberle acertado, y ensartó al enorme oponente por el cuello. Dos goblins lo atacaron por los lados. Mató a uno e hizo retroceder al otro de una patada. Un nuevo orco apareció delante de él.
Félix ya no era el esbelto joven poeta que había sido cuando, durante una noche de ebria camaradería, había jurado dejar constancia de la muerte de Gotrek en un poema épico. Los años de lucha junto al Matador lo habían endurecido y ensanchado, y habían hecho de él un consumado espadachín. A pesar de eso, no podía equipararse —al menos físicamente— con el monstruo de más de dos metros que tenía delante. La bestia pesaba más del doble que él, tenía brazos más gruesos que las piernas de Félix, y de la mandíbula colgante sobresalían colmillos rotos. Olía como el trasero de un cerdo.
Los dementes ojos rojos del orco destellaron de furia cuando rugió y lanzó un tajo con la descomunal cuchilla de hierro negro. Félix se agachó y atacó a su vez, pero el orco era rápido y desvió la espada a un lado. Se oyó otra detonación; una bala de cañón atravesó la borda a tres pasos a la izquierda de Félix y abrió un surco a través de la refriega al matar a humanos y orcos por igual. Sangre roja y negra se mezclaron sobre la resbaladiza cubierta. Félix desvió un tajo del orco, y la maniobra le sacudió el brazo hasta el hombro. El jefe de la catapulta cayó junto a él, partido en dos.
Otra serie de detonaciones sacudieron el barco, y Félix pensó que, de alguna manera, los orcos habían conseguido disparar una salva disciplinada. Miró más allá del oponente orco, hacia el crucero auxiliar. De las troneras manaba humo, pero, extrañamente, no salió bala alguna. El orco le lanzó un tajo. Félix dio un salto atrás y tropezó con el torso del jefe de la catapulta. Cayó de espaldas, en medio de un charco de sangre.
El orco rió a carcajadas y alzó el arma por encima de la cabeza.
Con una detonación tremenda, el crucero auxiliar estalló y se convirtió en una ondulante bola de fuego; trozos de madera, de cuerda y de orcos pasaron girando por el aire. Los luchadores de la cubierta del barco mercante fueron arrojados al suelo por el martillazo de la onda expansiva. Félix se sintió como si le atravesaran los tímpanos con púas. El orco que tenía enfrente dio un traspié y bajó la mirada hacia el pecho, sorprendido. Una baqueta de cañón le asomaba entre las costillas, y la cerdosa cabeza goteaba sangre. Cayó hacia adelante.
Félix rodó para apartarse a un lado y se puso en pie de un salto para mirar hacia el crucero auxiliar envuelto en llamas. Así que Gotrek lo había logrado, después de todo. Pero ¿a qué precio? Era prácticamente imposible que el enano pudiese haber sobrevivido.
El palo mayor del crucero auxiliar, inclinándose, salió de la bola de fuego y cayó hacia la cubierta del barco mercante como un árbol talado. A lo largo de él, medio trepando y medio corriendo, se movía una ancha figura que tenía la cara y la piel negras como el hierro y llevaba la roja cresta y la barba humeantes y chamuscadas. El extremo del mástil atravesó la borda y pulverizó a un grupo de goblins que en ese momento trepaban por ella. Con un rugido salvaje, Gotrek saltó del improvisado puente al combés del buque mercante, justo en medio de una muchedumbre de orcos que hacía retroceder a la tripulación de Doucette hacia el castillo de popa y le causaba grandes bajas.
El Matador giró en el momento de aterrizar, con el hacha extendida, y una docena de orcos y goblins cayeron de inmediato con el espinazo, las piernas y los cuellos cercenados. Los compañeros de los pieles verdes se volvieron para hacerle frente, y cayeron otros siete. Alentada, la tripulación del barco mercante avanzó y atacó a los confundidos orcos. Por desgracia, por las balsas corrían más, y el barco continuaba atrapado en una red de garfios e inmovilizado por el mástil caído.
Félix saltó sobre el castillo de proa y le gritó a Doucette mientras se lanzaba al interior del círculo de orcos y goblins para llegar hasta Gotrek.
—¡Cortad las cuerdas y deshaceos del mástil! ¡Olvidaos de los orcos!
Doucette vaciló, pero luego asintió con la cabeza. Les gritó a los tripulantes en cuatro idiomas diferentes, y los hombres retrocedieron para cortar las cuerdas que quedaban, y entre todos, empujaron para desalojar el mástil del crucero auxiliar, de la borda de estribor; mientras, los pieles verdes se apiñaban para acabar con el enloquecido Matador.
Félix ocupó su posición habitual, detrás de Gotrek y ligeramente a su izquierda, justo lo bastante lejos como para quedar fuera de los barridos del hacha, pero lo bastante cerca como para protegerle la espalda y los flancos.
Los orcos estaban asustados y lo demostraban intentando matar desesperadamente al causante del miedo que sentían. Pero cuanto más lo intentaban, más rápidamente morían, porque se interponían los unos en el camino de los otros a causa de la ansiedad, se olvidaban de Félix hasta que el hombre les atravesaba los riñones, y se peleaban entre ellos por una oportunidad de matar a Gotrek. Bajo los pies del enano, la cubierta estaba resbaladiza de sangre negra, y los cadáveres de orcos y goblins formaban pilas que le llegaban más arriba del pecho.
Los ojos de Gotrek se encontraron con los de Félix en tanto partía a un orco desde el moño hasta la entrepierna.
—No es una mala refriega, ¿eh, humano?
—Pensé que habías muerto por fin —comentó Félix al mismo tiempo que se agachaba para evitar un tajo.
Gotrek bufó y destripó otro orco.
—Los estúpidos orcos habían subido toda la pólvora a la cubierta de los cañones. Le corté la fea cabeza a un piel verde, y la eché en un fuego de cocina hasta que prendió. —Lanzó una áspera risotada y decapitó a dos goblins—. Luego, la hice rodar a lo largo de la línea de cañones como si jugara a bolos. ¡Con eso bastó!
Se oyó un sonido rechinante y el crujido de unos tablones al partirse; la tripulación había logrado finalmente retirar el mástil que se había hundido en la borda. Las cuerdas de los garfios tañeron como arcos mal tensados y se rompieron en el momento en que el Reine Celeste avanzó de golpe y se enderezó con el viento en popa.
Sonaron aclamaciones de los tripulantes, que se volvieron para luchar contra los últimos orcos. Al cabo de poco, todo había acabado. Félix y los demás limpiaron las armas y miraron atrás, justo a tiempo de ver cómo los tres barcos orcos que los perseguían chocaban entre sí al intentar atravesar al mismo tiempo la brecha de la barrera. De las naves se alzaron rugidos de furia, y las tres tripulaciones comenzaron a acometerse unas a otras mientras las embarcaciones se enredaban de modo inextricable en la confusión de balsas y pecios flotantes.
Junto a la disputa de los tres barcos, los restos del crucero auxiliar en llamas se hundían lentamente en el golfo, bajo un alto penacho de humo negro. Los orcos que se encontraban más allá se apresuraban a cortar las cuerdas que unían el navío con la línea de embarcaciones, para que no arrastrara nada más a las profundidades.
El capitán Doucette se acercó a Gotrek y se inclinó marcadamente ante él. Tenía un tajo profundo en un antebrazo.
—Maese enano, os debemos la vida. Nos habéis salvado a nosotros y a nuestro cargamento de una destrucción segura.
Gotrek se encogió de hombros.
—No eran más que orcos.
—A pesar de todo, os estamos extremadamente agradecidos. Si hay algo que podamos hacer para corresponderos, no tenéis más que decirlo.
—¡Hmmm! —dijo Gotrek mientras se acariciaba la barba aún humeante—. Podéis conseguirme otro barrilete de cerveza. Ya casi me había acabado el que dejé abajo.
* * *
Mientras entraban en el puerto, la tripulación observaba con precaución las balsas y los botes de remos de los orcos que habían salido de la barricada flotante para perseguirlos, hasta que al fin desistieron y retrocedieron. Cuando el Reine Celeste se aproximó más a la cavernosa entrada de Barak-Varr, tuvieron que navegar con cuidado entre naufragados barcos orcos, medio hundidos en torno al dique. Desde el faro les llegaron señales que el capitán Doucette se apresuró a responder. Los enanos encargados de los cañones los observaron con severidad desde los puestos fortificados que había en la base. Unos canteros enanos trabajaban en el propio faro, para reparar un gran agujero que le habían abierto en un costado.
Félix observaba, maravillado, mientras el Reine Celeste pasaba entre las dos estatuas y se adentraba en las sombras de la cueva portuaria, asombrado ante la belleza y las proporciones del lugar. La caverna era tan amplia y profunda que no veía las paredes.
Centenares de gruesas cadenas pendían desde la oscuridad del techo, cada una rematada por un farol octogonal del tamaño del carruaje de un noble, para proporcionar una luz amarilla uniforme que permitía que los barcos hallaran el camino hasta los muelles.
El puerto ocupaba la mitad delantera de la cueva, una amplia zona curva desde la que se extendían como dedos de piedra los amarraderos y embarcaderos. Estaban dispuestos según la típica precisión de los enanos, espaciados de modo uniforme y perfectamente situados para hacer que las maniobras de entrada y salida fueran el máximo de sencillas para los barcos. En ese momento había treinta barcos amarrados, y quedaba espacio para al menos cincuenta más.
Allende el puerto, se alzaba una ciudad de piedra. A Félix, que había visitado más fortalezas de enanos que la mayoría de los humanos, le resultó extraño ver casas y edificios comerciales a los lados de las anchas avenidas que discurrían bajo el techo de la caverna, oculto entre las sombras; pero los enanos habían hecho suyas esas estructuras del mundo de la superficie. Félix nunca había visto edificios más achaparrados ni enormes, todos de granito gris acero, y con el caballete del tejado decorado por intrincados adornos geométricos. Incluso el más pequeño parecía capaz de resistir un disparo de cañón.