El brazo de hierro del demonio golpeó la escalerilla con un ruido horrendo, aplastó la jaula de seguridad y la dejó sellada por la base. Félix perdió presa y se deslizó varios peldaños, al mismo tiempo que se le caían el combustible y la lámpara. Ambos repiquetearon al pasar entre los barrotes y rebotar sobre la cubierta, para luego rodar pendiente abajo.
Félix continuó subiendo, frenético. Otra vez seis. Otra vez cinco. ¡Ay, dioses!
El horror volvió a golpear la escalerilla, y esa vez la arrancó de los pernos que la sujetaban al vientre del globo. Con un estruendo de metal torturado, escalerilla y jaula cayeron de lado hacia el morro de la barquilla, con Félix atrapado dentro. Cuando su prisión se estrelló sobre la cubierta del techo y golpeó contra la barandilla, el aire salió precipitadamente de los pulmones de Félix, y el dolor lo dejó casi sin sentido. Por un momento, pareció que podría detenerse allí, pero la inercia la hizo rodar por encima de la barandilla y continuar. Félix subió a toda velocidad por la escalerilla hacia el extremo abierto de la jaula, mientras sentía cómo el extremo aplastado se inclinaba hacia el suelo y comenzaba a deslizarse contra el costado de la barquilla.
Con un último impulso desesperado, sacó la cabeza y los hombros fuera de la jaula y extendió una mano. La barandilla golpeó contra la palma al pasar ante ella. Cerró la mano y la atrapó, pero luego se le escapó, y fue arrastrado con la jaula por el costado de la barquilla, hacia el suelo. Gritó y manoteó la lisa superficie con ambas manos. No había nada a lo que agarrarse.
Un reborde afilado lo golpeó debajo del mentón, y él lo palpó… Era un ojo de buey…, de latón y tachonado de remaches. Sus dedos se aferraron con fuerza histérica y detuvieron su deslizamiento mientras escalera y jaula caían al vacío a través de jirones de nubes teñidos de rosado por el ocaso, en dirección al suelo, situado muy abajo.
Las piernas de Félix se mecían y golpeaban el costado de la barquilla. El viento lo azotaba, y tenía los dedos resbaladizos de sudor a causa del pánico. No podría continuar así durante mucho tiempo. No se atrevía a mirar otra vez hacia abajo porque sabía que la vista lo paralizaría, así que miró hacia arriba.
No fue mucho mejor.
Lichtmann y el horror lo miraban desde lo alto. Lichtmann sacudió la cabeza con admiración.
—¡Qué tenacidad, herr Jaeger! —dijo—. Creo de verdad que si me limitara a dejaros allí para que murierais, de algún modo hallaríais la manera de volver a subir para atacarme otra vez. Me temo que no puedo dejar eso librado a la suerte. —Miró al horror—. Hermanos, herr Jaeger y su grosero compañero han arrojado a los vientos a tres de nuestros queridos colegas. Creo que no es más que adecuado que le hagáis lo mismo a él.
El horror aulló por varias bocas, que luego se fundieron. Los odiosos susurros de la cabeza de Félix se le unieron en un coro. El mortero y el cañón, que era cuanto restaba del armamento del demonio, crepitaron con halos de destellante energía verde. El mortero se hundió en la agitada masa que era el pecho, y una bola de cañón ascendió flotando para reunirse con él.
Félix tragó, con los ojos desorbitados. ¡Por Sigmar, iba a dispararle de lleno! Miró hacia abajo y hacia ambos lados. No había adonde ir. El fuselaje de la barquilla era liso hasta el siguiente ojo de buey, situado a más de dos metros de distancia.
El mortero volvió a aparecer entre los hombros del horror, atravesando la palpitante carne roja, y luego giró hacia Félix como un negro ojo muerto. En su boca ardía fuego verde.
Lichtmann sonrió.
—Adiós, herr…
Se produjo una agitación detrás del demonio, y luego un brillante destello de acero apareció por debajo del mortero, cuyo fibroso cuello había cortado. El mortero cayó de los hombros del horror, girando.
Y disparó.
La ensordecedora detonación casi hizo que Félix se soltara del ojo de buey. Se encogió. ¿Le había dado? No. Miró hacia arriba, y se pegó contra el fuselaje. El mortero rebotó contra la cubierta, justo sobre su cabeza, y se precipitó al vacío.
El humo de la explosión se disipó y dejó a la vista la escena de lo alto. Lichtmann se miraba fijamente el cuerpo, con una expresión de incredulidad en su rostro de mentón hundido. Su brazo negro había desaparecido, arrancado por la bala de cañón. Del muñón le manaba un torrente de sangre. Con un débil gimoteo, el hechicero se tambaleó y cayó sobre la cubierta.
Junto a él, el decapitado horror se volvía para golpear con el único cañón que le quedaba a algo que había detrás, y sus múltiples bocas rugían de furia.
Otro brillante destello de acero, y el último cañón se separó del brazo del demonio en una explosión de fuego verde, para salir volando hasta mucho más allá del borde de la barquilla, antes de precipitarse fuera de la vista.
El horror chilló. Los tentáculos se lanzaron hacia adelante para apresar algo, y lo levantaron del suelo. Era Gotrek, con el hacha en alto y empapado en sangre, que rugía su ira inarticulada. Descargó un tajo con una sola mano, y el hacha se clavó profundamente en el pecho del demonio.
Que estalló.
La roja sangre lo salpicó todo, y luego se evaporó en una sulfurosa nube rosada que se alejó en el viento. De la nube cayeron los cuerpos mutilados de los dos tripulantes que había ingerido. Gotrek cayó con ellos, y se estrelló contra la cubierta en un flojo lío de extremidades. El hacha se le escapó de los dedos y se deslizó un poco por la pendiente. Félix estiró el cuello. ¿Estaría muerto el Matador? ¿La derrota del demonio se le habría llevado las últimas fuerzas?
No.
Gotrek se movía. Apenas lo veía por encima del curvo borde de la barquilla, esforzándose por levantarse.
—¿Gotrek? —lo llamó Félix, débilmente—. Gotrek. Aquí abajo.
El Matador no pareció oírlo. Se puso lentamente de pie, haciendo muecas de dolor y sujetándose las costillas con la mano izquierda. El brazo derecho le colgaba, inútil, al lado. Se balanceó, inestable, sobre la cubierta inclinada.
—¡Gotrek!
Gotrek salió del campo visual de Félix, y luego regresó, arrastrando el hacha, para ir a detenerse junto a Lichtmann, que yacía acurrucado contra la baja barandilla de la cubierta. Gotrek alzó el hacha con la mano izquierda.
Félix no le veía la cara al hechicero, pero vio que alzaba la mano que le quedaba en un gesto de súplica.
—Misericordia —susurró Lichtmann—. Misericordia, te lo suplico. No quiero morir.
—La misericordia se la pides a tu amo, hechicero —contestó Gotrek, y escupió sangre.
Dejó caer el hacha. Félix oyó que se clavaba en el metal, y manó un chorro de sangre. Lichtmann sufrió una sacudida y quedó quieto. Gotrek se quedó mirándolo, con ojos inexpresivos, mientras de la horrible herida de su cuero cabelludo manaba sangre que le caía por la nariz y le apelmazaba la barba anaranjada.
—Gotrek —llamó Félix—. Gotrek, trae una cuerda.
El Matador osciló, dio un paso, y luego cayó de espaldas y desapareció de la vista, con su único ojo en blanco.
Félix gimió y su cabeza cayó hacia adelante para apoyarse contra el cristal del ojo de buey. Sentía un dolor agónico en los dedos, que se deslizaban lenta, pero inexorablemente, por la curva del reborde. Era el más cruel de los chistes. Gotrek había matado al hechicero. La nave aérea, aunque maltrecha, aún podía volar y no había estallado, y Félix había sobrevivido milagrosamente a todo eso, pero ahora que todo había acabado y se había salvado la situación, iba a morir sin que nadie lo viera y sin que a nadie le importara.
Por lo que sabía, Gotrek podía estar muerto allí arriba. Quizá al fin hubiera hallado su muerte, y tan heroicamente como podría haber deseado, tras salvar a la ciudad de Middenheim del más tortuoso y destructivo sabotaje imaginable. Y, maravilla de maravillas, Félix estaba vivo para dejar constancia de su fin…, durante tal vez un minuto más. Rió histéricamente ante lo ridículo de la situación, y estuvo a punto de soltarse. Tal vez podría componer el poema épico de Gotrek en el camino de descenso, y hacer rimar el último par de versos antes de estrellarse contra el suelo. Grotescamente, los versos comenzaron a inundarle la mente. Supo con exactitud cómo sería. Lo veía todo transcrito sobre la página, ante sí. Una lágrima le resbaló por una mejilla. Era todo tan triste… Su obra más grandiosa, perdida antes de que se escribiera. Nadie conocería su verdadero genio.
Por encima de él sonaron voces.
—¡De prisa! ¡De prisa! ¡Salid! ¡Salid!
—¡Ya me doy prisa, maldito! Vamos, pásamelas.
—¡Mirad! ¡El Matador!
—¡Y el hechicero!
—¡Por el martillo de Sigmar! ¡Lo consiguió! ¡Mató al sucio traidor!
—Creo que también se mató él. ¡Por las lágrimas de la Dama, mirad en qué estado se encuentra!
—¿Y dónde está el espadachín? Jaeger.
—¡Profesor! ¡Subid! ¡Están aquí arriba! ¡Mirad!
—Socorro —susurró Félix. Y luego:— ¡Socorro! —cuando recobró el aliento. Sus dedos resbalaron un par de centímetros más. Sus brazos temblaban de fatiga.
—¡Por Grimnir y Grungni! —oyó que decía una voz conocida—. Rompieron los cables. Ésa es la causa. Escuchad, ocupaos del Matador, y dadle un…
—¡Socorro! —volvió a gritar Félix—. ¡Malakai! ¡Makaisson!
—¡Chhh! —chistó Malakai—. ¿Oís algo? ¿Han dicho mi nombre?
Las voces callaron.
—¡Socorro! —bramó Félix.
—Viene de ese costado —dijo alguien.
El redondo rostro perplejo de Malakai asomó por el curvo borde de la barquilla. En la frente tenía un chichón tan grande y purpúreo como una ciruela, y otro encima de la oreja. Abrió los ojos de par en par.
—Pero, herr Jaeger, ¿qué estás haciendo ahí?
Desapareció antes de que Félix pudiera decir nada y regresó un instante más tarde con una extraña bolsa de cuero que se parecía un poco a una mochila, pero provista de unas correas para los brazos tan largas que si uno intentaba ponérselas, rebotaría contra sus pantorrillas. Makaisson la cogió por una de las correas e hizo que la otra cayera hacia Félix. Golpeó contra el costado de la barquilla, justo por encima de su cabeza.
—Cógete a eso, joven Félix —dijo—. Y agárrate fuerte.
Félix estaba casi demasiado aterrorizado como para soltarse, pero no podía hacer otra cosa. Alzó un brazo con desesperación y metió la mano por dentro del bucle de la correa. No podía aferraría como habría hecho normalmente, ya que tenía los dedos demasiado agarrotados y no podía cerrarlos. Adelantó poco a poco la mano hasta que el bucle quedó firmemente trabado en el brazo doblado.
—Tirad —jadeó.
Malakai tiró, mientras dos miembros de la tripulación lo sujetaban por los hombros para proporcionarle estabilidad. Félix comenzó a deslizarse lentamente hacia arriba por la curva barquilla, gimiendo tanto de alivio como de dolor. Sentía los dedos como si los tuviera en llamas. Al fin, unas manos fuertes lo cogieron y subieron hasta el otro lado de la barandilla, donde se desplomó, agradecido, sobre la cubierta, jadeando como un perro.
—No hay tiempo para descansar, joven Félix —dijo Malakai—. Tenemos que abandonar la nave. ¡Ya!
Félix lo miró, parpadeando de confusión.
—¿Abandonar la nave? —No lo entendía. ¿Y por qué todos los jóvenes que lo miraban fijamente desde arriba llevaban aquellas extrañas mochilas de largas correas?
Malakai lo puso rudamente de pie, y le dio la mochila que había usado para subirlo.
—Sí. Ponte esto. Algunos cajones en llamas cayeron sobre los barriles de pólvora al inclinarse la barquilla. No podemos extinguir el fuego.
Félix quedó boquiabierto y se puso mecánicamente la mochila. La pólvora haría saltar la nave en pedazos, y el fuego incendiaría las celdas de gas.
—Entonces, estamos todos muertos.
—No, no. Para nada —le aseguró Makaisson—. Mi invento más reciente nos llevará sanos y salvos hasta el suelo. Pero tenemos que marcharnos ¡ya!
—¿Invento más reciente?
Félix recorrió la cubierta con la mirada, esperando ver algún extraño ingenio, tal vez un girocóptero para diez hombres. Sin embargo, no había nada. ¿De qué estaba hablando Makaisson?
El ingeniero se volvió hacia Gotrek, que se apoyaba, exhausto, contra la barandilla, e intentaba pasar el insensible brazo derecho por la correa de una de las mochilas.
—¿Estás preparado, Gurnisson?
Uno de los tripulantes de Makaisson le cogió el brazo al Matador, con la intención de ayudarlo.
Gotrek hizo una mueca de dolor y entonces lo apartó de un empujón.
—Suelta —le gruñó, y luego, con los dientes apretados, obligó al brazo a pasar por dentro del bucle—. Preparado —dijo. A media altura del antebrazo le brillaba algo blanco. Era el dentado extremo de un hueso que sobresalía a través de la piel del Matador.
Félix palideció al verlo. Nunca antes había visto a Gotrek herido hasta ese punto. Pero, por otro lado, Gotrek nunca había luchado antes contra un demonio que tuviera brazos de hierro. ¿Podría recuperarse de heridas tan graves aunque fuera Gotrek?
Malakai avanzó hasta el Matador y agitó una anilla de latón que colgaba de la correa izquierda de la mochila.
—Una vez que hayáis saltado, contad hasta cinco y luego tirad de la anilla. ¿Sí?
Gotrek asintió con la cabeza y recogió el hacha.
—Sí.
Malakai se volvió a mirar a Félix.
—¿Lo has pillado, joven Félix? ¿Contar hasta cinco y tirar?
—Contar hasta cinco y tirar —repitió Félix, sin entender absolutamente nada. ¿La mochila? ¿La mochila era el invento?—. Pero ¿qué es? ¿Qué hace? ¿Qué lleva dentro?
Malakai apoyó un pie sobre la barandilla.
—Es un atrapador de aire portátil. Yo lo llamo «un fiable». —Echó una última mirada en torno a la vapuleada barquilla de la Espíritu de Grungni, y al globo que flotaba por encima—. En fin —dijo con un encogimiento de hombros—, siempre he querido construir una más grande. —Se puso las gafas de piloto, y agitó una mano por encima de la cabeza—. Fuera, muchachos. ¡Fuera!
Y, dicho eso, Makaisson saltó de la barquilla y desapareció de la vista. Los tripulantes supervivientes intercambiaron miradas con ojos desorbitados; luego se encogieron de hombros y saltaron tras él.
—¡Fuera! —gritaron a pleno pulmón.
Félix tragó mientras observaba cómo se precipitaban hacia la tierra. Se volvió a mirar a Gotrek. El Matador estaba pasando una agarrotada pierna por encima de la barandilla.