—¡Muévete!
Gotrek lo empujó hacia la brisa, y de repente ya no había esqueletos en torno a él.
No importaba. Estaba muriendo por estrangulación. Ya no podía levantar la espada. Apenas era capaz de poner un pie delante del otro. El pulso le aporreaba los oídos como un martillo golpea un yunque. Ya no podía oír nada más. El pecho iba a hacerle implosión por falta de aire. La lengua se le hinchaba e iba a llenarle la boca. Se pasó débilmente los dedos por el cuello.
Algo duro le golpeó el estómago y lo levantó del suelo. Su cabeza cayó bruscamente. La espada arrastró por la piedra. El duro objeto que lo había alzado del suelo lo hizo rebotar arriba y abajo, y lo lanzó de un lado a otro. Ya casi no podía sentirlo. Lo único que sentía era el dolor del pecho y los lazos que le aplastaban la tráquea, apretando cada vez más y más.
¡Ojalá cesara aquel rebotar de un lado a otro y lo dejaran morir en paz!
Luego, poco a poco, llegó la paz, negra y suave. El rebotar se desvaneció. El dolor del pecho se le calmó. Tenía la sensación de descender planeando, como un copo de nieve, a través de una oscuridad colmada de dulces murmullos. Eso no era tan malo. No había dolor, ni ruidos fuertes, ni olores horribles.
Lo despertó una fuerte sacudida, que lo dejó sin respiración. Jadeó. ¡Por Sigmar! ¡Había jadeado! ¡Tenía aire en los pulmones! Lo intentó otra vez. Era como tratar de absorber aire a través de un tubo atascado, pero respiraba. Le dolía como si tragara cristal.
Otra fuerte sacudida. Otro jadeo. El mundo volvió a aparecer rápidamente en torno a él: dolor, ruido y hedor. Su cabeza se bamboleaba de un lado a otro. Le dolía terriblemente el estómago. Le parecía que tenía el pecho lleno de rocas. Sus oídos fueron atacados por sonidos de golpes, gruñidos y chocar de metales. Su nariz fue asaltada por la fetidez del sudor y las cloacas. Miró en derredor. Por un momento, no vio nada. Luego vislumbró movimiento y sombras. Un suave resplandor de antorchas…, todas cabeza abajo. Poco a poco se dio cuenta de dónde estaba y qué le sucedía. Gotrek lo llevaba sobre un hombro, y corría con toda su alma. El suelo de tierra pasaba a toda velocidad, muy cerca de su cara. Se encontraban en un túnel iluminado por lámparas. No sabía nada más.
—Got… rek —masculló.
—¿Estás vivo, entonces? —dijo una voz áspera—. ¡Qué bien!
Félix frunció el ceño. ¿Cómo era que estaba vivo? ¿Cómo era que podía ver? ¿Había logrado rechazar la brujería de Hermione? ¿Había apartado de sí las serpientes de sombras con su voluntad? ¿Lo había hecho Gotrek? ¿Las brutales sacudidas del Matador habían, de algún modo, roto el encantamiento? ¿Acaso el duelo con el brujo la había debilitado tanto que no había sido capaz de mantener el hechizo durante más tiempo? ¿O, simplemente, se habían alejado demasiado?
Gotrek se detuvo y lo dejó en el suelo. Él gimió de dolor. Desde algún lugar distante les llegaron chasquidos y entrechocar de huesos. Gotrek hizo algo a la derecha de Félix. Una brisa rozó las mejillas del poeta, y un olor a cloacas aún más intenso le inundó la nariz. Miró hacia la brisa. Una puerta secreta daba a los túneles de las cloacas.
Gotrek se inclinó hacia él y lo cogió por un brazo.
—Puedo…, puedo caminar.
—No lo bastante aprisa —dijo Gotrek, que volvió a echárselo sobre el hombro. El contuso estómago de Félix palpitó de dolor.
Cuando Gotrek lo transportó a través de la puerta, Félix vio movimiento detrás, una hirviente multitud de esqueletos de cráneo ahusado que avanzaba arrastrando los pies. Y había figuras más oscuras que se abrían paso entre ellos para adelantarlos.
Gotrek cerró la puerta de una patada y continuó corriendo. El mortecino gris de la aurora penetraba en las cloacas desde arriba. Félix miró el canal de las cloacas junto al que corrían. El nivel del estofado era muy bajo. Nunca lo había visto tan bajo. La pegajosa marca de nivel se estaba secando muy por encima de un lento hilillo. Los agujeros que la explosión de Gotrek había abierto en el canal tenían que haber vaciado las cloacas. Rió entre dientes. Serían necesarias algunas reparaciones.
Detrás de ellos se oyó un estruendo. Félix giró la cabeza con gesto incómodo para mirar. Una puerta rota caía al canal. Dos figuras oscuras salieron del agujero de la pared. ¿O eran tres? Avanzaron a toda velocidad.
—Que Grimnir se las lleve —maldijo Gotrek—. No hay tiempo. No hay tiempo. —Continuó corriendo.
Félix volvió a mirar atrás. Las figuras oscuras estaban más cerca…, mucho más cerca. Gotrek giró para meterse en un pequeño espacio cuadrado, y se detuvo. Se quitó a Félix del hombro y lo dejó de pie contra la pared por la que ascendía un conjunto de peldaños de hierro.
—Espero que puedas subir —dijo Gotrek.
—También yo lo espero —replicó Félix.
Gotrek comenzó a subir por los escalones.
—Vamos. Detrás de mí.
Félix asintió con la cabeza y se apartó de la pared, y en ese momento el mundo se puso a girar vertiginosamente. Aferró un peldaño para sujetarse, y el mundo se estabilizó. Comenzó a subir. Un peldaño, dos peldaños. Oyó un golpeteo sordo. Se hacía más fuerte. ¿Sería su corazón?
Por encima de él, Gotrek llegó a lo alto de la escalerilla y empujó la rejilla con un hombro. Un haz de débil luz solar entró oblicuamente por el agujero e iluminó un cuadrado de ladrillos junto a la escalerilla. El Matador siguió empujando la rejilla hasta que cayó a un lado, con estrépito.
Félix continuó subiendo. Estaba a medio camino. Se le nublaba la visión. Le palpitaba la cabeza. ¿O era el golpeteo que se hacía cada vez más fuerte?
Gotrek salió por el agujero.
Félix miró hacia abajo. Un lobo negro entró de un salto en el pequeño reducto, desde el túnel, con una mujer menuda montada sobre el lomo. El lobo tenía cuatro patas, pero una era pálida y lustrosa, y no tenía pelo. Detrás del lobo y su amazona había una sombra alta y tan delgada como un árbol marchito.
Félix comenzó a subir más rápidamente, o al menos intentó hacerlo e instó a sus piernas a extenderse, y a sus brazos a tirar y aferrar. Estaba sudando a mares.
—¡Vamos, humano! —lo llamó Gotrek desde arriba. Le tendía una mano por dentro del agujero.
El lobo se quitó de encima a la amazona y saltó hacia él, al mismo tiempo que le lanzaba un mordisco. Sus dientes chasquearon junto a una pantorrilla de Félix. Subió otro escalón. ¡Sólo quedaban tres! El lobo aulló, colérico, y se transformó. El aullido se trocó en palabras a la vez que las patas delanteras se convertían en manos, y comenzó a trepar por la escalerilla, tras él.
—¡No, no lo lograrás, bonito! —dijo madame Mathilda—. No he cenado. —Le aferró un tobillo con una mano que apretaba como una garra de acero, y tiró de él con fuerza.
Los resbaladizos dedos de Félix se soltaron de los peldaños, pero, justo cuando caía, una carnosa mano de Gotrek lo atrapó por la muñeca derecha y tiró hacia lo alto, con fuerza. Félix lanzó un alarido de dolor. Lo estaban estirando como si fuera elástico, y se le saltaron unos cuantos puntos más. Le dolían intensamente todas las heridas del cuerpo.
—¡Dame el otro brazo! —jadeó Gotrek, con voz ronca.
Félix alzó el brazo izquierdo. Gotrek lo atrapó y tiró hacia arriba, afianzado con las piernas a ambos lados del agujero. Mathilda tiraba hacia abajo, y Félix gemía de dolor.
En el fondo, la dama Hermione estaba de pie, en postura cansada, y hacía gestos con las manos, y la señora Wither ascendía flotando como una hoja seca y tendía hacia él flacos dedos vendados que salían de las larguísimas mangas.
Félix le dio una patada en la cara a madame Mathilda con el pie libre. Ella gruñó y lo cogió por el otro tobillo, para tirar con todas sus fuerzas. En lo alto, Gotrek empeñaba con toda su alma. Félix sintió que le crujía la columna vertebral. Los músculos parecían a punto de desgarrársele y sufrían espasmos. Pero ascendía lentamente…, demasiado lentamente. La señora Wither se acercaba con rapidez.
Gotrek tiró con más fuerza. Las piernas de Félix ascendieron hasta el oblicuo haz de luz solar. El borde de éste tocó los dedos de Mathilda, que gritó y lo soltó. Le humeaban las manos.
Félix ascendió súbitamente, y se raspó los hombros contra los bordes del agujero al salir disparado y caer sobre Gotrek. Gimió; estaba demasiado dolorido como para moverse.
Gotrek se lo quitó de encima, se puso en pie y cogió el hacha que llevaba a la espalda, sin apartar los ojos del agujero de las cloacas.
—¿No vais a salir, gusanos? —preguntó.
No hubo respuesta.
Se encogió de hombros; luego, se volvió hacia Félix y lo puso de pie.
Félix sorbió entre los dientes apretados, a punto de desmayarse de dolor.
—Despacio.
—No hay tiempo para ir despacio, humano —dijo mientras se ponía en marcha—. Vamos.
Félix miró en torno mientras cojeaba tras el Matador. Se encontraban en una travesía cercana a la Escuela Imperial de Artillería. El misterioso sentido de la orientación de Gotrek los había guiado bien una vez más.
Cuando estaban a medio camino de la esquina, les llegó una débil voz que resonaba.
—No siempre será de día, héroes.
* * *
Gotrek y Félix atravesaron, cojeando, las puertas de la Escuela Imperial de Artillería, y se encaminaron hacia la amplia y plana extensión de césped que había a lo largo del lado oeste del edificio. Hombres del Colegio de Ingeniería y de la Escuela Imperial de Artillería trabajaban juntos para desmantelar una torre hecha de vigas de acero y cables de retención del mismo metal. Otros hombres cargaban las piezas en la parte posterior de una hilera de carros, y las ataban mientras los caballos de tiro pateaban la hierba y, al bufar, despedían vapor en el frío aire de la mañana.
A un lado, el señor Groot hablaba con el señor Pfaltz-Kappel y el señor Hieronymous Ostwald. Alzaron la mirada al acercarse el poeta y el Matador, y reprimieron un grito.
—La Espíritu de Grungni —preguntó Gotrek con brusquedad—. ¿Dónde está?
—La…, la habéis perdido, Matador —dijo Groot—. Mirad.
Gotrek y Félix siguieron la dirección que señalaba Groot, hacia el oeste. Al principio, Félix no vio nada más que las torres y hastiales de los tejados de la ciudad, silueteados en rosa por la luz del sol naciente. Pero al fin la encontró; justo entre el sólido bulto del ayuntamiento y las agudas agujas de la Universidad de Nuln, vislumbró una pequeña forma oblonga que apuntaba al noroeste ante un banco de nubes color espliego.
Gotrek dejó caer los hombros, y maldijo.
Félix gimió. Llegaban demasiado tarde. Los cañones contaminados iban camino de Middenheim, para causar estragos en las defensas de la Fauschlag desde el interior. Pero tal vez no era cierto que fuese demasiado tarde. Quizá existía alguna manera de ponerlos sobre aviso, de hacer que la nave aérea regresara… Palomas mensajeras, cohetes de señales luminosas o algo parecido.
Se volvió hacia el señor Groot.
—Mi señor…
Groot, Ostwald y Pfaltz-Kappel estaban todos retrocediendo ante ellos y tapándose la nariz, con los ojos desmesuradamente abiertos de consternación y aprensión.
—¿Os habéis caído en las cloacas, herr Jaeger? —preguntó el señor Ostwald, y sufrió una arcada.
—¿Habéis estado metidos en una pelea? —preguntó Groot.
—¿Estáis enfermos? —preguntó el señor Pfaltz-Kappel.
Félix bajó los ojos para mirarse, y luego contempló a Gotrek. Comprendía las reacciones de los nobles. Él y el Matador tenían un aspecto repugnante. Las hermosas ropas nuevas de Félix estaban desgarradas, ensangrentadas y sucias de porquería, y aún le sangraban los profundos arañazos que el mutante rana le había hecho en los brazos. El Matador tenía un aspecto aún peor. Su cuerpo era una masa de heridas sangrantes. Tenía los vendajes empapados y parcialmente deshechos, con lo cual quedaban a la vista las quemadura en proceso de cicatrización; la cresta y la barba estaban quemadas en varios puntos, además de salpicadas de porquería de cloaca, y la cara, el cuello y los hombros estaban cubiertos de ampollas rojo vivo y llenas de pus, resultado del vómito de la granjera. Parecía haber contraído una virulenta plaga y estar en las últimas etapas de la enfermedad. Bueno, tal vez aquel estado maltrecho imprimiría urgencia a sus palabras.
—Las cloacas cayeron sobre nosotros —dijo—. Pero, escuchad, por favor, mis señores, ha ocurrido algo terrible. Los cañones…
—¿Otra conspiración secreta como la última que inventasteis? —se burló Pfaltz-Kappel, que agitaba el pañuelo ante su cara—. Parece que la Escuela Imperial de Artillería se ha olvidado de explotar.
—Nosotros apenas pudimos impedir que sucediera, mi señor —dijo Félix—. Abajo, en las cloacas. De ahí nuestro, eh…, mal aspecto. Pero, por favor, escuchad…
—¡Qué! —dijo el señor Groot—. ¿Decís que alguien intentaba volar la escuela, después de todo?
—Sí, mi señor —replicó Félix, impaciente—. El capitán Wissen era el jefe de la Llama Purificadora. Él y sus seguidores…
—¿El capitán Wissen, un adorador del Caos? —dijo Pfaltz-Kappel—. Ridículo. Más celoso defensor del bien público no existe en Nuln.
—Así es como encubría sus acciones —replicó Félix—. Pero ya no importa quién estaba involucrado en la conspiración. Wissen ha sido derrotado y sus bombas desactivadas. Lo que importa es el hecho de que los cañones…
—¿Wissen ha sido derrotado? —preguntó el señor Ostwald—. ¿Qué queréis decir con eso?
—Nosotros… —hizo una pausa al darse cuenta, de repente, de lo incómodo que podía resultar aquello.
Le lanzó una mirada a Gotrek, pero el Matador tenía los ojos fijos en el suelo y murmuraba para sí. No parecía estar escuchando siquiera. Bueno, todo se sabría al final, y había que contarlo.
—Nosotros…, nosotros luchamos y los derrotamos a él y a sus seguidores, con el fin de impedir la destrucción de la Escuela Imperial de Artillería. Pero, desgraciadamente, una parte del plan de ellos tuvo éxito. Veréis, los cañones…
—¿Queréis decir que lo matasteis? —insistió Ostwald.
—Eh… —comenzó Félix—. Bueno, resultó muerto, sí. Pero, como iba diciendo, una parte de su plan la descubrimos demasiado tarde, y…
—¡Matasteis al capitán Wissen! —gritaron los tres, y retrocedieron ante ellos.
—¿Y también atacasteis a los guardias de la puerta del Altestadt la pasada noche? —preguntó el señor Ostwald.
—¿Y también a las patrullas que el capitán Wissen había apostado en las cloacas el día anterior? —preguntó el señor Pfaltz-Kappel.