—Está buscando pruebas —reconoció Anderson.
—¿Y qué te ha dicho? ¿Qué quería?
Por un instante, pensó en contarle una mentira; algo que pudiera relajar su mente. Pero ella también formaba parte de esto. Se merecía la verdad. O, al menos, la mayor parte de ella.
—Creo que ha estado considerando seriamente la posibilidad de matarme.
Kahlee dio un grito ahogado de terror.
—No estoy seguro —añadió de inmediato—. Quizá me equivoque. Los turianos son difíciles de entender.
—No me cuentes historias —replicó—. No dirías algo así si no estuvieras seguro. Cuéntame qué ha ocurrido.
—Andaba en busca de información —dijo Anderson—. Ya había averiguado que le estábamos mintiendo acerca de tu trabajo en la base.
—Sí, Dah’tan no es conocido por fabricar implantes bióticos —admitió Kahlee.
—No le he contado nada. Cuando se ha dado cuenta de que no iba a ayudarle con la investigación ha aparecido esa mirada dura en sus ojos. Ahí ha sido cuando he pensado que iba a matarme.
—Pero no lo ha hecho. —Sus palabras fueron mitad afirmación, mitad pregunta.
—Se ha limitado a mirar detenidamente a su alrededor, como si estuviera intentando ver si había alguien más allí cerca y entonces se ha marchado.
—¡Quería saber si estabas solo! —exclamó, llegando a la misma conclusión a la que él ya había llegado—. ¡No podía matarte si había testigos!
Anderson asintió.
—Legalmente, un espectro tiene el derecho de hacer lo que quiera. Pero el Consejo no aprueba los homicidios gratuitos. De haberme asesinado, si alguien le hubiera denunciado, el Consejo habría intervenido.
—¿Realmente crees que el Consejo tomaría medidas si él asesinara a un humano?
—La Humanidad tiene más relevancia política de lo que cualquiera de esos alienígenas quiere admitir —explicó Anderson—. Tenemos suficientes naves y hombres para hacer que todas las demás especies se lo piensen dos veces antes de molestarnos. El Consejo necesita seguir contando con nuestra simpatía. Si corriera la noticia de que los espectros están asesinando a oficiales de la Alianza sin justificación, tendrían que hacer algo.
—¿Y ahora qué?
—Volvemos a la ciudad. Tengo que enviarle un mensaje a la embajadora Goyle con el siguiente paquete.
—¿Por qué? —preguntó Kahlee, bruscamente—. ¿Para qué? —Una sombra de alarma en su voz le recordó que ella seguía siendo una fugitiva de la Alianza.
—Saren sabe que la Humanidad ha llevado a cabo investigaciones ilegales de IA. Va a denunciarlo al Consejo. Debo avisarla para que esté preparada para las repercusiones políticas.
—Claro —respondió Kahlee, con una mezcla de alivio y vergüenza en su voz—. Lo siento. Pensé que…
—Estoy haciendo todo lo que puedo por ayudarte —le dijo, procurando ocultar cuánto le habían dolido sus sospechas—. Pero necesito que confíes en mí.
Ella extendió la mano, poniéndola sobre la de él.
—No estoy acostumbrada a que la gente cuide de mí —dijo a modo de disculpa—. Mi madre estaba siempre trabajando y mi padre… bueno, ya lo sabes. Cuidar de mí misma se convirtió en una costumbre. Pero soy consciente de lo que estás arriesgando por ayudarme. Tu carrera. Puede que tu vida. Te estoy agradecida. Y sí que confío en ti… David.
Nadie le llamaba nunca David. Nadie más aparte de su madre y su mujer. Ex-mujer, rectificó. Por un breve instante estuvo a punto de contarle a Kahlee lo que Saren le había dicho acerca de centrar su investigación en ella, pero, en el último momento, se mordió la lengua.
Ya había aceptado que se sentía atraído hacia Kahlee. Pero no debía olvidarse de lo mucho que había pasado ya. Era vulnerable; estaba sola y asustada. Contarle lo de las amenazas de Saren no haría sino exacerbar esos sentimientos. Y, aunque probablemente eso haría que estuviera más dispuesta a adoptarle como protector y les uniría aún más, Anderson no pensaba sacar provecho de una situación así.
—Vamos —dijo, retirando con suavidad la mano que tenía bajo la de ella y dando media vuelta con el todoterreno hacia el tenue resplandor de la ciudad en la distancia.
Saren estaba al lado de una cama de hospital, mirando a la joven batariana que luchaba por su vida… a pesar de que, en su actual estado, resultaba difícil decir a qué especie pertenecía. Sólo la delataban los cuatro globos oculares, la única parte de su anatomía que no estaba cubierta por los vendajes que la envolvían desde la cabeza hasta donde sus piernas habían sido amputadas, justo por encima de la rodilla. Decenas de tubos y cables iban de su cuerpo hasta la cercana maquinaria que la mantenía con vida: controlaba sus señales vitales, hacía circular fluidos esenciales, bombeaba un flujo constante de drogas, antibióticos y medigel e incluso respiraba por ella.
Los batarianos estaban a la vanguardia de la ciencia médica, y la calidad de los cuidados en sus instalaciones figuraba entre las mejores del Espacio de la Ciudadela. En circunstancias normales, ella estaría recibiendo atenciones del personal veinticuatro horas al día, pero, aparte de ellos mismos, no había nadie más en la habitación. Una vez le hubieron informado sobre su estado, Saren echó fuera a los médicos y a las enfermeras, cerró la puerta tras ellos.
—¡No puede hacerlo! —había protestado el médico responsable—. Está demasiado débil. ¡No saldrá de ésta! —Pero al final, ni él ni nadie del resto del personal tuvieron el valor o la voluntad de desafiar una orden directa de un espectro.
Por lo general, los batarianos eran una especie resistente, aunque incluso un krogan lo habría tenido difícil para sobrevivir al trauma por el que esta paciente había pasado. Aunque la ausencia de piernas era la lesión más evidente, Saren sabía que sus quemaduras eran la peor parte. Bajo los vendajes, la piel casi habría desaparecido, dejando al descubierto la carne quemada y el tejido carbonizado que había debajo de ésta. El biolaboratorio del sótano estaba cultivando injertos de piel a partir de muestras de su propio material genético, aunque pasaría al menos una semana antes de que estuvieran listos para comenzar la reconstrucción.
La explosión también debió de hacer mella en los órganos internos; la presión de la onda expansiva hizo que tragara por la garganta aire recalentado y humos tóxicos que los tuvieron que dañar irremediablemente, la multitud de máquinas que pitaban incesantemente, era lo único que la mantenía con vida, luchaban por compensar los sistemas fallidos de su cuerpo mientras los órganos clonados crecían. Sin embargo, igual que con los injertos de piel, pasarían muchos días antes de que estuvieran listos.
La infección endémica y el fallo cardíaco masivo provocados por el choque traumático eran una constante amenaza mientras siguiera conectada a las máquinas. E incluso si sobrevivía una semana más, el estrés causado por las numerosas cirugías necesarias para reparar todo el daño podría ser más de lo que su cuerpo destrozado podría soportar.
En ese momento descansaba plácidamente; los doctores le habían provocado un coma ligero inducido por drogas para permitir que toda su energía se concentrara en la curación. Si respondía al tratamiento, en dos o tres días, mientras mejoraba su estado, saldría espontáneamente del coma.
No obstante, el hecho de que estuvieran esperando para ver si recobraba la conciencia antes de empezar a trabajar en los miembros ortopédicos que debían reemplazar sus piernas le indicaba a Saren todo lo que quería saber sobre el estado e la paciente. A pesar de los milagros de la ciencia médica, la vida orgánica seguía siendo frágil y delicada, y no era probable que esta mujer fuera a sobrevivir.
Aunque Saren no necesitaba que sobreviviera. Era una testigo de lo que había sucedido en Dah’tan; la única superviviente. La habían identificado contrastando su material genético con un banco de datos de los empleados: ella era una administrativa de bajo nivel del departamento de contabilidad. Y Saren únicamente quería hacerle una pregunta.
Cogió una jeringuilla que, muy a su pesar, el doctor había preparado por orden suya y la clavó en una de las líneas intravenosas. Era muy poco probable que esta mujer supiera algo sobre el ataque a Dah’tan y aún menos que supiera algo de Sidon. Pero todos los que estaban de servicio en la planta habían muerto y Saren tenía la intuición de que su supervivencia había sido algo más que pura suerte. Puede que la avisaran, o que supiera algo que ninguno de los demás sabía y que casi le permitió escapar indemne. Aunque era una posibilidad muy remota, era una por la que estaba más que dispuesto a arriesgarse.
Una de las máquinas empezó a pitar ruidosamente en respuesta al ritmo cardíaco que, mientras el espectro introducía anfetaminas en su sistema, estaba acelerándose rápidamente. Su cuerpo comenzó a temblar y entonces se estremeció para luego quedar rígido y tieso al tiempo que la mujer acababa sentada, completamente erguida. Los párpados se le abrieron de golpe, a pesar de que los ojos habían quedado ciegos, cocidos por el fuego. Intentó chillar pero el único sonido que su garganta y sus pulmones quemados pudieron emitir fue un áspero resuello.
Estando todavía derecha, su cuerpo comenzó a convulsionarse, haciendo que los tubos y la estructura metálica de la cama de hospital traquetearan mientras ella daba sacudidas de un modo descontrolado. Tras varios segundos, cayó de espaldas, exhausta y consumida, intentando recobrar el aliento y sus ojos ciegos se cerraron de nuevo.
Saren se inclinó, acercándose a sus orejas quemadas y habló en voz alta para que pudiera oírle.
—¿Jella? ¿Jella? ¡Mueve la cabeza si puedes oírme!
Al principio no pasó nada, entonces su cabeza se movió débilmente de un lado a otro.
—¡Necesito saber quién hizo esto! —gritó Saren, intentando traspasar el velo del dolor y las drogas—. Sólo quiero un hombre. ¿Me entiendes? ¡Sólo dime el nombre!
Se estiró y le levantó el respirador para que pudiera hablar. Sus labios se movieron, pero ningún sonido salió de ellos.
—¡Jella! —gritó de nuevo—. ¡Más alto, Jella! ¡No permitas que ese cabrón se salga con la suya! ¿Quién te hizo esto?
Sus palabras fueron apenas más que un susurro, pero Saren las oyó con claridad.
—Edan. Edan Had’dah.
Satisfecho, volvió a colocar el respirador en su sitio y extrajo una segunda inyección del bolsillo. Ésta la devolvería al coma, dándole al menos una remota oportunidad de sobrevivir.
Antes de administrársela, dudó. Como espectro, estaba familiarizado con la reputación del hombre al que ella había identificado. Edan era un despiadado hombre de negocios que actuaba a ambos lados de la ley batariana y que siempre había tenido cuidado de no involucrarse en algo que pudiera atraer la atención del Consejo o de sus agentes. Nunca antes había mostrado el menor interés por la investigación en inteligencia artificial.
El sonido de la tos y las arcadas de Jella interrumpieron por un momento el hilo de pensamiento de Saren. Unas manchas oscuras salpicaron el interior del respirador; sangre y pus expulsadas por los pulmones cada vez que se atragantaba al respirar.
Comprendió que el asalto a Sidon iba más allá del terrorismo batariano o del terrorismo antihumano. Edan no mezclaba la política con los negocios. Y no tenía que ver sólo con el dinero: tenía muchas otras maneras de obtener beneficios sin correr el riesgo de que intervinieran los espectros. Era algo que quería investigar con mayor profundidad.
El cuerpo de Jella comenzó a convulsionarse; el pitido de las máquinas se transformó en un único zumbido agudo cuando sus estadísticas comenzaron a caer por debajo del nivel crítico. Saren se quedó inmóvil, observando cómo sus números caían en picado mientras pensaba en su próxima estrategia.
Cerca de la ciudad de Ujon, la capital de Camala, Edan había construido una magnífica mansión. Saren dudaba que pudiera encontrarle allí ahora. Era un hombre cauto y cuidadoso. Aunque estuviera seguro de que nadie conocía su conexión con Sidon, en el momento de enterarse de que alguien había sobrevivido, se hubiera escondido, sólo para estar a salvo. A estas alturas, podía estar en cualquier parte.
No
, rectificó Saren, ignorando el frenético pitido de las máquinas y los violentos espasmos que continuaban sacudiendo el cuerpo de Jella.
Edan no se hubiera arriesgado a pasar por el control de seguridad del puerto.
No si existía la más remota posibilidad de que alguien ya estuviera al tanto de su participación. Lo que significaba que, probablemente, seguía escondido en algún lugar de Camala.
Sin embargo, existían muchos lugares en los que Edan podía esconderse en este mundo. Controlaba varias empresas mineras y de refinería; enormes plantas dispersas a lo largo y ancho de la superficie del planeta. Con toda probabilidad estaría escondido en una de ellas. El problema era averiguar en cuál. Había, literalmente, cientos de instalaciones así en Camala. Llevaría meses registrarlas todas como es debido. Y Saren sospechaba que no disponía de tanto tiempo.
Jella seguía convulsionándose incontroladamente, atrapada en el trance de la desesperada lucha por sobrevivir de su cuerpo destrozado. Pero ahora estaba cada vez más débil; su fuerza iba menguando. Saren jugueteaba distraídamente con la hipodérmica que podría salvarle la vida entre sus dedos, reflexionando aún sobre el problema de Edan mientras esperaba a que ella expirase.
Era obvio que los humanos no sabían quién estaba tras los ataques, así que Saren no veía ninguna razón para compartir esta última información con el Consejo. Al menos no todavía. Les hablaría acerca de la investigación ilegal en IA de Sidon, claro. Causaría graves problemas a la Alianza y distraería la atención lejos de su propia investigación, aún sin resolver, sobre la participación de Edan. Pero hasta que no supiera exactamente por qué el batariano consideraba la recompensa de esta misión merecedora del extraordinario riesgo, mantendría su nombre fuera de los informes. Ahora, todo lo que debía hacer era averiguar cómo encontrarle.
Dos minutos después, Jella se quedó al fin quieta. El turiano examinó su cuerpo en busca de señales de vida, y confirmó lo que los monitores ya le habían indicado: estaba muerta. Sólo ahora cogió la jeringa y la inyectó en el catéter, sabiendo que era demasiado tarde para que tuviera algún efecto. Entonces colocó a plena vista la inyección vacía sobre una pequeña mesa junto a la cama.
Caminó lentamente hacia la puerta, la desbloqueó y giró el pomo. Afuera le esperaba el doctor a cargo de Jella, que caminaba ansioso por el corredor. Se volvió para mirar hacia el turiano mientras éste salía de la habitación.