Mass Effect. Revelación (18 page)

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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Mass Effect. Revelación
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—Nos contrataron para eliminar la base —admitió el hombre tullido.

—¿Quién fue?

—No lo sé. Yo sólo traté con un intermediario. Nunca le vi, ni siquiera oí su nombre.

Saren suspiró y se arrodilló en el suelo junto a él. Existían muchos métodos exóticos de interrogación, un millón de maneras de infligir dolor y castigo a una víctima. Aunque los turianos eran gente práctica y él, personalmente, prefería la brutal efectividad de las técnicas sencillas y básicas. Le agarró por la muñeca del brazo que le pendía, asió firmemente uno de los dedos y comenzó a doblarlo hacia atrás.

—¡No! —gritó el batariano—. ¡No! ¡Por favor… es la verdad! ¡Eso es todo lo que sé! ¡Tienes que creerme!

Se mantuvo fiel a la historia incluso después de que le rompiera tres de los dedos de la mano, lo que convenció a Saren de que estaba contando la verdad.

—¿Cómo entrasteis en la base? —preguntó Saren, cambiando de línea de interrogación.

—El hombre que nos contrató —masculló Groto, con voz cruda y áspera por la reciente ronda de gritos que acababa de desgarrar su garganta— tenía a alguien en el interior.

—Dame un nombre.

—Por favor —suplicó con un estridente gimoteo—. No lo sé. Ni siquiera estuve allí.

Saren le agarró de otro dedo y las palabras comenzaron a brotar.

—¡Espera! ¡No sé quién era el hombre que estaba dentro! Pero… pero puedo contarte otras cosas. Después del ataque trajimos a un forastero. Un cazarrecompensas independiente. Un gran krogan llamado Skarr.

—Bien —dijo Saren, dejando de sujetarle el dedo ileso—. Continúa.

—Hubo algo que no fue bien en Sidon. Alguien sobrevivió al ataque. Un cabo suelto. Contrataron a Skarr para darle caza. Una humana. Está en Elysium, aunque desconozco su nombre.

—¿Qué más? ¿Por qué os contrataron para atacar la base?

—No lo sé —susurró Groto, atemorizado—. No nos dieron ninguna información. El financiero temía que alguien se fuera de la lengua. No quería… no quería que los espectros lo descubrieran.

Saren le rompió dos dedos más sólo para asegurarse.

—Por favor —sollozó el batariano, una vez que dejó de gritar—. No es a mí a quien buscas. Hubo un encuentro en un almacén con Skarr y el hombre que nos contrató. Habla con alguien que estuviera allí.

Al turiano no le sorprendió la sugerencia de su víctima. Era una reacción habitual en la mayoría de los sujetos. Una típica señal de que el interrogatorio estaba llegando a su fin; una vez que éstos comprendían que la información útil que podían facilitar estaba agotándose, traicionar a sus aliados se convertía en la única posibilidad de eludir posteriores torturas.

—¿Dónde puedo encontrar a alguien que estuviese en el almacén? —exigió el espectro.

—No… no lo sé —admitió Groto, con voz trémula—. Acompañan al financiero. Les contrató como guardaespaldas privados.

—Entonces, supongo que hemos llegado a un punto muerto —replicó Saren.

—Es todo lo que sé —protestó débilmente el batariano, con la voz desprovista de toda astucia, subterfugio o esperanza—. Aunque me rompieras todos los huesos del cuerpo, no podría contarte nada más.

—Ya veremos —prometió Saren.

Fue una larga noche para Saren. El batariano entró en estado de
shock
y se desmayó tres veces más durante el interrogatorio. Cada vez que esto ocurría, Saren tenía que sentarse y esperar a que éste recuperara la consciencia —torturar a un sujeto insensible no tenía ningún sentido—.

Al final, resultó que Groto había dicho la verdad. Saren no pudo sonsacarle nada más. Aunque ya lo sospechaba, necesitaba estar completamente seguro. Había demasiado en juego.

Alguien había contratado a los Soles Azules. Alguien con la suficiente riqueza y poder para garantizar su lealtad exclusiva. Alguien que había tomado precauciones extra para asegurarse de que no descubrieran lo que estaba ocurriendo. Saren necesitaba saber quién había ordenado el ataque a Sidon y por qué. Billones de vidas podrían estar en peligro, y estaba más que dispuesto a torturar durante horas y horas a un único mercenario si existía la más remota posibilidad de enterarse de algo que pudiera ayudarle a resolver el caso.

No es que sus acciones no tuvieran consecuencias. La habitación insonorizada había amplificado los desgarradores chillidos y los agudos gemidos de su víctima. Los gritos habían dañado físicamente los oídos de Saren y éste tenía ahora un fuerte dolor de cabeza.

La próxima vez
—pensó, mientras se frotaba las sienes—,
me traeré tapones.

A mitad del interrogatorio había levantado al batariano poniéndolo sobre la cama; era más fácil ocuparse de él allí que tener que agacharse constantemente para darle en el suelo. Ahora Groto yacía inmóvil sobre su espalda, respirando con suavidad en un sueño profundo ocasionado por el absoluto agotamiento físico y mental.

Aunque no estaba seguro de por dónde continuar, Saren al menos tenía una pista sólida. Conocía a Skarr por su reputación y sabía además que el cazarrecompensas se dirigía a Elysium. No debería ser difícil retomar su pista desde allí.

Pero primero tenía que poner en orden aquel follón. Detener a Groto no era una opción; llamaría la atención y alertaría a quienquiera que hubiera contratado a los Soles Azules de que un espectro estaba encargándose del asunto. Era más fácil —y más seguro— deshacerse del cuerpo.

Saren situó una mano a cada lado de la cabeza del batariano y entonces la retorció con violencia en un ángulo imposible, partiéndole el alargado cuello.

Después de todo, él no era ningún monstruo.

ONCE

Anderson desembarcó en Elysium junto a los otros trescientos pasajeros que habían reservado un asiento en la lanzadera de transporte público que partía de la Ciudadela. El puerto de aterrizaje estaba repleto de gente. La muchedumbre, densamente apiñada, era una mezcla de todas las especies conocidas de la galaxia; algunos llegaban, otros partían; la mayoría esperaba en las largas y sinuosas colas a pasar por la aduana y los puestos fronterizos. En Elysium, la seguridad siempre había sido estricta pero, tras el ataque a la cercana base de Sidon, había alcanzado un nivel que Anderson no había visto jamás.

No es que lo desaprobara. Idealmente situada cerca de un nexo con varios repetidores principales y secundarios, Elysium era un importante eje de transporte y comercio; la Alianza no podía permitir que quedase expuesta a posibles ataques terroristas. Aunque la colonia tenía tan sólo cinco años de antigüedad, ya era uno de los puertos comerciales más activos del Confín. La población se había disparado recientemente: había sobrepasado el millón, si se incluían a los diversos y variados residentes alienígenas que suponían casi la mitad del total de habitantes. Desgraciadamente, eso significaba también que un desproporcionado número de visitantes de Elysium no era humano y estaba sujeto a intensos procedimientos de registro.

La seguridad adicional hacía que las llegadas y salidas fueran, para la mayoría de los viajeros, una interminable y engorrosa experiencia. Los humanos también estaban expuestos a importantes retrasos; el personal desviado para ayudar a ocuparse de los visitantes alienígenas suponía que quedara menos gente para ocuparse de los ciudadanos de la Alianza.

Por suerte para Anderson, su identificación militar le proporcionaba el lujo de evitar las largas colas. El guardia de la estación escaneó sus huellas digitales y examinó su identificación durante unos segundos antes de saludarle e indicarle que pasara.

Oficialmente, Anderson estaba allí a título personal. No era más que un marine de la Alianza con permiso para bajar a tierra, una tapadera lo suficiente creíble para evitar llamar la atención indeseada y ocultar el auténtico propósito de su visita.

John Grissom era el padre de Kahlee Sanders. Resultaba bastante evidente que estaban distanciados, aunque era bastante probable que Grissom supiera algo que pudiera ayudar a la investigación. Sidon estaba a tan sólo unas pocas horas de distancia de Elysium. Había registros de Sanders que indicaban que había contratado un billete hasta allí cuando entró en situación de ANA. Y a pesar de que parecía que Grissom no se había comunicado con su hija desde hacía al menos diez años, era de conocimiento público que el soldado más reconocible de la Alianza se había retirado tempranamente a la colonia más extensa de la raza humana en el Confín Skylliano.

Anderson seguía sin poder hacerse a la idea de que Sanders fuera una traidora. Las piezas, sencillamente, no encajaban. Aunque sabía que, de algún modo, estaba involucrada; su desaparición pública tenía que ser algo más que una mera coincidencia. Puede que la situación la hubiera desbordado, y que se hubiera dejado llevar por el pánico cuando las cosas comenzaron a escapar a su control. Podía imaginársela llegando a Elysium: asustada, sola y sin saber en quién confiar. Distanciados o no, su padre era la persona a la que con mayor probabilidad recurriría en busca de ayuda.

Después de facturar su equipo en el hotel, Anderson alquiló un coche y condujo hacia las fincas aisladas de las afueras de la ciudad. Encontrar la casa de Grissom le llevó un rato; las direcciones de la zona eran tan discretas que prácticamente parecían estar escondidas. Era obvio que la gente que vivía allí valoraba su intimidad.

Salió del vehículo y emprendió una larga caminata por los terrenos de la finca hacia una casa sorprendentemente pequeña que parecía estar tan retirada de la carretera tanto como era posible. Anderson no comprendía el deseo de Grissom de retirarse del ojo público. Respetaba al hombre y su reputación, pero no podía encontrar ningún modo de justificar que hubiese abandonado como lo hizo. Un soldado no daba la espalda a la Alianza de esa manera.

No has venido aquí a juzgarle
—se recordó a sí mismo mientras llegaba a la puerta. Llamó al timbre y esperó, involuntariamente, en posición de firmes—.
Sólo estás aquí para encontrar a Kahlee Sanders.

Pasaron varios minutos antes de que oyera a alguien venir desde el otro lado, rezongando a medida que se aproximaba. Un instante después se abrió la puerta y pudo ver al contralmirante John Grissom en todo su esplendor.

El gesto que Anderson había estado a punto de hacer a modo de saludo murió en su cadera. El hombre que tenía frente a él no llevaba puesto nada más que una bata raída y unos calzoncillos sucios. Tenía el pelo largo y despeinado y su rostro estaba parcialmente cubierto por una barba de tres días de pelo blanco y negro. Tenía la mirada dura y agria y su expresión parecía haberse congelado en una mueca de disgusto.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.

—Señor —respondió Anderson—, soy el teniente David Ander…

Grissom le cortó.

—Ya sé quién es, nos conocimos en Arturo.

—Así es, señor —reconoció Anderson, sintiendo una débil oleada de orgullo por ser reconocido—. Antes de la Primera Guerra de Contacto. Me sorprende que se acuerde de mí.

—Sólo estoy retirado, no senil. —A pesar de la broma, no había nada cómico en el tono de Grissom.

Hubo una pausa incómoda en la que Anderson trató de reconciliar el recuerdo de la figura icónica del pasado de Grissom con el cascarrabias despeinado que tenía ahora frente a él. Grissom se encargó de llenar el silencio.

—Mira, chico, estoy retirado, así que vuelve y dile a los mandamases que no pienso conceder ninguna entrevista ni dar ningún discurso ni hacer una aparición en público sólo porque una de nuestras bases militares haya sido atacada. Esa mierda se acabó.

Anderson saltó, convencido de que Grissom había metido la pata.

—¿Cómo sabe que Sidon ha sido atacada?

Grissom le miró con hostilidad como si fuera un imbécil.

—Ha salido en todos los malditos vídeo-diarios.

—Ése no es el motivo de mi visita —dijo Anderson, intentando ocultar su bochorno—. ¿Podemos hablar dentro?

—No.

—Por favor, señor, es una cuestión de la que preferiría no hablar aquí fuera, en público.

Grissom se mantuvo firme, bloqueando la entrada para evitar que Anderson entrara.

El teniente comprendió que ni el tacto ni la diplomacia iban a servirle de nada en esta situación. Había llegado el momento de ser directo.

—Señor, hábleme de Kahlee Sanders.

—¿Quién?

El viejo era bueno. Anderson había confiado en ver alguna reacción ante la mención de su hija, perdida hacía tanto tiempo. Pero Grissom ni siquiera se estremeció.

—Kahlee Sanders —repitió Anderson, elevando perceptiblemente el tono. Era improbable que alguien le oyera; los vecinos estaban demasiado alejados. Pero debía hacer algo para traspasar esa puerta—. Su hija. La soldado que desapareció sin autorización de Sidon horas antes de que la base fuera atacada. La mujer a la que estamos buscando por traición a la Alianza.

El ceño fruncido de Anderson se transformó en una mueca de puro odio.

—Cállese y meta el culo dentro —masculló, haciéndose a un lado.

Una vez en el interior, Anderson siguió al reticente anfitrión hacia una pequeña sala de estar. Grissom se puso cómodo en una de las tres sillas acolchadas, pero el teniente permaneció de pie, esperando a que le invitara a hacer lo propio. Después de varios segundos se dio cuenta de que la invitación no iba a llegar y tomó asiento por su cuenta.

—¿Cómo se enteró de lo de Kahlee? —preguntó Grissom al fin, de manera tan despreocupada como si estuviera hablando del tiempo.

—Hoy en día ya no hay secretos —respondió Anderson—. Sabemos que fue vista por última vez en Elysium. Necesito saber si vino a hablar con usted.

—No he vuelto a hablar con mi hija desde antes de que fuera una adolescente —replicó Grissom—. Su madre no tenía muy buena opinión de mí ni como padre ni como marido y, realmente, eso no podría discutírselo. Supuse que lo mejor que podía hacer era desaparecer de sus vidas. ¡Eh! —recordó súbitamente Grissom—. La última vez que nos vimos usted me dijo que estaba comprometido. Que tenía a una chica esperándole en la Tierra, ¿no? Ya debe de estar casado. Felicidades.

Estaba intentando desestabilizar a Anderson. Grissom sabía lo difícil que resultaba para un soldado de la Alianza hacer que un matrimonio funcionara; su inocente pregunta iba destinada a hacerle perder los nervios a su huésped. Podía parecer un viejo exhausto e indefenso pero aún tenía mucha guerra que dar.

Anderson no iba a caer en la trampa.

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