Mass Effect. Revelación (15 page)

Read Mass Effect. Revelación Online

Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Mass Effect. Revelación
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No —contestó el capitán—. Sólo a usted.

Se volvió instintivamente hacia el capitán.

—Señor, me temo que no le he entendido bien.

—Anderson, usted es el mejor oficial ejecutivo con el que jamás he servido —dijo el capitán—, pero la embajadora me ha pedido que sea reasignado.

—Comprendido, señor. —Intentó mantener un tono de voz profesional, aunque Goyle debió de darse cuenta de su decepción.

—Teniente, esto no es un castigo. He repasado su hoja de servicios. Cabeza de promoción en Arturo. Tres medallas al mérito diferentes durante la Primera Guerra de Contacto. Numerosas distinciones a lo largo de su carrera. Usted es de lo mejor que la Alianza puede ofrecer. Y ésta es la misión más importante que jamás hayamos tenido.

Anderson asintió enfáticamente.

—Puede contar conmigo, embajadora. —Era un soldado. Juró defender a la Humanidad. Ése era su deber y era un honor aceptar la carga que iban a depositar sobre él.

—Va a tener que encargarse de esto a solas —le dijo el capitán—. Cuanta más gente enviemos tras Sanders, mayor será la posibilidad de que alguien de fuera de esta habitación averigüe lo que estábamos haciendo en Sidon.

—Oficialmente, esta misión ni siquiera existe —añadió la embajadora—. La especie humana sigue siendo nueva en el barrio. Somos audaces, somos descarados y todas las demás razas están esperando a que la fastidiemos. Teniente, no tengo que explicarle cómo son las cosas ahí afuera, en el Confín. Ya ha visto lo difícil que es establecer una colonia y prosperar. Estamos intentando aferramos a cada pequeño avance y luchar por cada pequeña victoria que logramos, únicamente procurando sobrevivir. Pero si la Ciudadela se huele algo, las cosas se pondrán mucho más difíciles. Si tenemos suerte, sólo recibiremos una reprimenda oficial e importantes sanciones comerciales que paralizarán nuestra economía. Si no, podrían retirar nuestra embajada en la Ciudadela. Podrían declarar ilegal comerciar con nosotros a cualquier nivel. La Humanidad aún no es lo bastante fuerte para arreglárselas completamente sola. Aún no.

—Sé cómo ser discreto —le aseguró Anderson.

—No se trata únicamente de usted. Kahlee Sanders sabe algo sobre esto. Al igual que cualquiera que estuviera involucrado en este mismo ataque. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que una de esas personas tropiece con un espectro?

Anderson frunció el ceño. Lo último que necesitaban era que un espectro acabara implicándose. Los espectros eran agentes de élite encubiertos de la Oficina de Tácticas Especiales y Reconocimiento de la Ciudadela y respondían directamente ante el Consejo; individuos muy bien adiestrados con autorización para actuar por encima y fuera de la ley, cuyo único mandato era proteger a toda costa la estabilidad galáctica. El Confín Skylliano —una extensa e inestable región fronteriza del espacio del Consejo que era un conocido refugio de rebeldes, sediciosos y grupos terroristas— era justamente la clase de lugar en el que los espectros estaban más activos. Y una facción renegada en posesión del experto en IA más destacado de la galaxia era exactamente la clase de amenaza en la que los espectros sobresalían a la hora de dar caza y eliminar.

—Si de algún modo los espectros se enteran de esto, deberán notificarlo al Consejo —dijo Anderson, eligiendo sus palabras con cuidado—. ¿Hasta dónde se supone que debo llegar para mantenerlo en secreto?

—¿Está preguntando si estamos ordenándole que mate a algún agente oficial del Consejo? —preguntó el capitán.

Anderson asintió.

—No puedo tomar esa decisión por usted, teniente —le respondió la embajadora—. Confiamos en su juicio. Si se presenta la situación, será decisión suya. No es que crea que no importe —añadió siniestramente—. Para cuando descubra que un espectro está al corriente, es probable que ya esté muerto.

NUEVE

Se aproximaba la noche en el planeta Juxhi. El débil sol naranja se ponía por el horizonte, y Yando, la menor de las dos lunas del mundo, ya estaba alcanzando su cenit.

Durante los veinte minutos siguientes, reinaría la oscuridad. Entonces, Budmi, la gemela mayor de Yando, comenzaría a elevarse y la oscuridad daría paso a un misterioso crepúsculo.

Saren Arterius, un espectro turiano, esperaba pacientemente a que el sol desapareciera. Durante varias horas se había encaramado encima de un afloramiento rocoso y vigilaba a escondidas un pequeño e aislado almacén situado en el desierto, en las afueras de Phend, la capital de Juxhi. Construido al abrigo de las piedras de un pequeño desfiladero, el edificio venido a menos era, excepto por el hecho de que un acuerdo ilegal de venta de armas estaba a punto de cerrarse en su interior, completamente anodino.

Los compradores ya estaban dentro: un grupo de matones armados y con un entrenamiento militar elemental conocidos como los Calaveras Siniestras, una de las muchas organizaciones de seguridad privada activas en el Margen. Los Calaveras eran pocos, apenas una docena de criminales mercenarios que nunca habían merecido la atención de Saren antes de esa noche, cuando cometieron el error de creer que podrían adquirir un cargamento robado de armas militares que había desaparecido de una carguero de transporte turiano.

Sus oídos captaron el sonido de un motor en la distancia y, unos minutos después, un VTT (Vehículo Todo terreno) de seis ruedas llegó y se detuvo al lado de la nave. Media docena de hombres salieron de él; dos de ellos eran turianos y el resto, humanos. Incluso bajo la tenue luz, Saren reconoció de inmediato a uno de los turianos, un estibador de los puertos de Camala.

Llevaba días siguiéndole, desde que revisara los registros de guardia para ver quién estaba de turno cuando el cargamento desapareció. Al día siguiente, únicamente un operario dejó de presentarse al trabajo; averiguar quién había sido el ladrón fue bochornosamente sencillo.

Localizarle no fue mucho más difícil. Toda la operación apestaba a aficionados metidos en algo que les sobrepasaba, desde el robo hasta los compradores. Por lo general, Saren hubiera transferido el asunto a las autoridades locales para ocuparse de algo más importante, pero la venta de armas de turianos a humanos era algo de lo que se encargaba personalmente.

Se abrió la puerta de la nave y cuatro de las figuras, incluidos los dos turianos, descargaron una caja de la parte trasera del VTT y la llevaron adentro. Los otros dos ocuparon posiciones de guardia junto a la entrada.

Saren negó con la cabeza con incredulidad mientras se encajaba las gafas de visión nocturna. ¿Qué posible utilidad podía tener dejar a dos hombres haciendo guardia fuera de un almacén en medio de ninguna parte? No tenían cobertura; estaban completamente expuestos.

Se llevó al ojo un rifle de francotirador Izaali fabricado por Combine, disparó dos veces y ambos centinelas cayeron a tierra. Moviéndose con una eficacia aparentemente fortuita, plegó el rifle de francotirador y lo volvió a guardar en el compartimiento indicado de su mochila. En una operación más profesional, alguien de dentro hubiera controlado periódicamente a los centinelas… o, en primer lugar, no les habrían dejado ahí afuera.

Tardó diez minutos en bajar a gatas de su elevada posición sobre la superficie de la roca. Para entonces, las lunas gemelas —ambas visibles— le proporcionaban la suficiente iluminación para poder guardar las gafas en la mochila.

Extrajo con rapidez un rifle de asalto semiautomático Haliat Arms de la funda que llevaba en el muslo y se aproximó a la entrada de la construcción. Había llevado a cabo un reconocimiento del almacén; sabía que no había ventanas ni ninguna otra puerta. Todos estaban atrapados en el interior: una prueba más de que se trataba con idiotas. Se apretó contra la puerta y escuchó con detenimiento. En el interior se podía oír una discusión airada. Por lo visto, nadie había tenido la previsión de explicar con detalle las condiciones de la transacción antes de la reunión; o eso o alguien estaba intentando renegociar el trato. Los profesionales no cometían errores como éste: iban a la reunión, hacían el intercambio y salían. Cuanto más rato estás, mayor es la probabilidad de que algo salga mal.

Saren cogió tres granadas incendiarias de su cinturón, las cebó y comenzó a contar en silencio para sí. Cuando llegó a cinco, tiró con fuerza de la puerta, arrojó dentro las tres granadas, la cerró de golpe y corrió para cubrirse detrás del VTT.

La explosión reventó la puerta, haciéndola saltar de las bisagras, despidiendo humo, llamas y escombros por fuera de la abertura. Pudo oír gritos y el ruido de los disparos provenientes del interior mientras los aterrorizados hombres que allí estaban eran presa del pánico. Quemados y cegados, comenzaron a disparar frenéticamente, cada bando convencido de que había sido traicionado por el otro. Durante veinte segundos enteros, el eco del tiroteo, que reverberaba entre las paredes de metal del almacén, ahogó cualquier otro sonido.

Después, todo quedó en silencio. Saren apuntó el arma hacia la puerta y fue recompensado, unos segundos más tarde, cuando dos hombres salieron a la carga disparando sus armas. Abatió al primero dándole de lleno en el pecho con una ráfaga corta de su rifle de asalto y entonces se escondió detrás de la parte trasera del VTT para cubrirse mientras el mercenario superviviente respondía al fuego. Un rápido giro sobre sí mismo devolvió a Saren a la parte delantera del vehículo; cuando emergió, el enemigo seguía apuntando el arma hacia la parte trasera, por donde esperaba que éste reapareciera. A distancia de quemarropa, los disparos del rifle de asalto de Saren le rebanaron media cabeza al tipo.

Para no quedarse corto, lanzó dos granadas más por la puerta abierta. Al detonar, en lugar de provocar una abrasadora explosión, éstas liberaron una nube tóxica. Oyó más gritos y chillidos seguidos de toses causadas por la asfixia. Uno a uno, salieron tambaleándose de la nave tres mercenarios más, todos ellos ciegos y con náuseas producidas por el gas venenoso. Saren los acribilló sin que ninguno de ellos respondiera siquiera a los disparos.

Esperó unos minutos más para dejar que la bruma mortífera se disipara y entonces esprintó desde su posición tras el vehículo hasta el borde de la puerta. Asomó la cabeza dentro por un instante y luego se agazapó, quitándose de en medio.

Una docena de cadáveres cubrían el almacén. Algunos habían sido abatidos a tiros, varios estaban quemados y el resto se retorcía en horribles contorsiones a causa del gas, que hizo que se les agarrotaran y contrajeran los músculos mientras morían. Alrededor de ellos había unas cuantas armas desparramadas, tiradas por los propietarios en su agonía. El cajón que habían llevado adentro al llegar descansaba sin abrir en medio del suelo. Por lo demás, el almacén estaba vacío.

Con el rifle de asalto entre las manos, Saren avanzó de cuerpo en cuerpo, abriéndose paso lentamente desde la puerta hacia la parte trasera del almacén mientras lo inspeccionaba en busca de indicios de vida. Con la puntera de la bota, puso boca arriba a un turiano que había caído cerca del cajón. Tenía la mitad del rostro quemado y el caparazón estaba crujiente y quebradizo. La carne que había bajo éste se había derretido, fundiendo los párpados del ojo izquierdo. Un ligero quejido salió de sus labios y el ojo aún sano comenzó a parpadear.

—¿Quién…? ¿Quién eres? —dijo, con voz ronca.

—Un espectro —replicó Saren, de pie junto a él.

Tosió y arrojó una flema oscura que era principalmente una mezcla de sangre y veneno.

—Por favor… ayúdame.

—Has infringido la ley interestelar —recitó con voz fría e impasible—. Eres un ladrón, un contrabandista y un traidor a nuestra especie.

El hombre moribundo intentó decir algo, pero sólo volvió a toser. Respiraba con dificultad: el humo acre de las granadas incendiarias había cauterizado sus pulmones, dañándolos con tanta gravedad que no había podido aspirar el suficiente gas venenoso para que éste le matara. De recibir atención médica inmediata, seguía existiendo una pequeña posibilidad de que sobreviviera… aunque Saren no tenía la menor intención de llevarle a un hospital.

Devolvió el rifle de asalto a la funda del muslo y se dejó caer sobre una rodilla, inclinándose para acercarse a las facciones destrozadas por las llamas del otro turiano.

—¿Robas armas a tu propia gente para luego vendérselas a los humanos? —inquirió, con un feroz susurro—. ¿Sabes a cuántos turianos he visto morir a manos de humanos?

Le costó un tremendo esfuerzo pero, de algún modo, el hombre quemado consiguió farfullar cuatro débiles palabras por entre sus labios abrasados en señal de protesta:

—Esa… guerra… ya… terminó.

Saren se puso en pie y, con un movimiento suave, tiró de su pistola.

—Eso cuéntaselo a nuestros hermanos muertos —y disparó dos veces a la cabeza del turiano, dando por concluida la conversación.

Con la pistola aún en mano, prosiguió la inspección de los cuerpos. Se fijó en dos cadáveres humanos cercanos a la pared trasera del almacén, perceptiblemente menos repugnantes que los demás. Las granadas habían estallado cerca de la parte delantera del edificio y estos mercenarios habían sufrido menos daños. Incluso el veneno debió de disiparse antes de recorrer todo el camino hasta aquí, lo que explicaba que sus cuerpos no estuvieran retorcidos y contorsionados como el resto. Debieron de morir por fuego amigo.

Se aproximó cuidadosamente al primero y cuando tuvo claros indicios de que el hombre estaba realmente muerto, se relajó: seis agujeros del tamaño de un dedo muy próximos entre sí perfilaban un dibujo que indicaba el lugar en el que un tiro de escopeta a corta distancia le había desgarrado la parte frontal del chaleco protector, produciéndole, al salir las balas por la espalda, un único agujero del tamaño de un puño.

El último cadáver había caído boca abajo sobre un charco de su propia sangre. La escopeta que debió de matar accidentalmente al hombre que estaba a su lado se encontraba en el suelo… a un palmo de distancia de la mano fláccida y sin vida del cuerpo.

Saren se quedó inmóvil, súbitamente receloso. Algo no iba bien. Sus ojos escrutaron la figura inmóvil en busca de una herida letal. Tenía un boquete en un costado de la parte superior del muslo, probablemente el origen de toda aquella sangre pero, por el modo en que había caído al suelo, no había otras heridas visibles.

Sus ojos se volvieron bruscamente hacia el muslo: la sangre debería de haber seguido brotando de la herida, pero el flujo se había restañado. Como si alguien lo hubiera contenido con una rápida aplicación de medigel.

Other books

The Killing Room by John Manning
Girl to Come Home To by Grace Livingston Hill
Homer Price by Robert McCloskey
Edith Layton by Gypsy Lover
Moon Dance by V. J. Chambers
Riverine by Angela Palm
A Regency Match by Elizabeth Mansfield
The Frozen Rabbi by Stern, Steve
Visiones Peligrosas II by Harlan Ellison